CAPÍTULO XII

A John Balliol, rey de Escocia por la gracia de Dios y con el permiso de Eduardo de Inglaterra, le pareció que las murallas del castillo de Stirling estaban empapadas de sudor bajo el fuerte calor de la canícula. Los enjambres de moscas procedentes de los pútridos montones de estiércol del patio de abajo penetraban a través de las ventanas abiertas y volaban por encima de una mesa cubierta de restos de comida y vino derramado. Envuelto en sus gruesos ropajes con bordados de oro, Balliol se moría de calor. Su cuerpo chorreaba sudor y un hilillo de sucio líquido le salía por debajo de uno de los puños de la arrugada túnica dorada. Trató de no prestar atención a las conversaciones de los obispos y los grandes personajes de Escocia mientras contemplaba con una mueca de desagrado los restos de carne, las bandejas de pan y los grandes charcos de vino de Burdeos.

Los charcos de vino brillaban como si fueran unas grandes gotas de sangre y el rubio Balliol, con su enjuto rostro y sus ojillos de conejo, se preguntó si aquel vino no sería algo así como una advertencia o una profecía de lo que podría ocurrir. Al fin y al cabo, estaba conspirando contra su señor el rey Eduardo de Inglaterra y, si bien él era un hombre que tenía miedo de todo y de todo el mundo, Eduardo de Inglaterra le producía un terror especial. Sólo Dios sabía en qué momento aquel hombre tan odioso decidiría subir al norte y, con la polvareda de los grandes carros del equipaje y los cascos de sus caballos en los caminos de Escocia, anunciaría una vez más a los escoceses la llegada de Eduardo de Inglaterra, el Martillo de su reino.

El ejército inglés era un espectáculo espléndido y terrible a la vez, un mortífero bosque en movimiento, pero, tal como John Balliol sabía por haberlo vivido en sus recurrentes pesadillas, el mayor motivo de terror era la alta figura de Eduardo, cuyo cuerpo conservaba todo el vigor de la juventud dentro de la coraza de acero, enfundado en su negra armadura y montado en un negro corcel enjaezado, con el rubio cabello levemente plateado por la edad volando al viento. Balliol se preguntó si el vino derramado significaba que, cuando Eduardo se enterara de su conspiración, invadiría una vez más Escocia y su poderoso ejército devastaría el reino desde el Tweed hasta las estribaciones de las colinas y las montañas del norte. Balliol lanzó un suspiro y se reclinó contra el respaldo de su duro asiento. Estaba un poco mareado, el estómago le gruñía y sentía un agudo dolor en el vientre. Una vez más lamentó que las inquietudes que estaba viviendo influyeran en su salud hasta tal extremo que, ni siquiera allí, en la cámara del consejo, podía controlar su cuerpo.

Balliol deseaba ser rey, pero, ahora que había ceñido la corona, se daba cuenta de lo grandes que eran sus responsabilidades. Escocia era una inmensa masa de bandos enfrentados; los barones de las Tierras Bajas despreciaban a los caudillos del norte y no se podía olvidar al Señor de las Islas, con sus ágiles galeras, siempre dispuesto a entrar en guerra con todo el mundo. ¿Cómo podría preservar la paz? Años atrás, el legítimo rey de Escocia Alejandro III había muerto en misteriosas circunstancias sin dejar ningún heredero varón forzoso.

Los señores escoceses se habían disputado la sucesión mientras Eduardo de Inglaterra, como un enorme gato negro, permanecía tranquilamente sentado dejando que se desgastaran los unos a los otros antes de intervenir y anunciar solemnemente que el noble con más derecho a ceñir la corona era Balliol. En cuanto éste hubo aceptado, Eduardo impuso al nuevo rey de Escocia unas condiciones tan duras que lo convirtieron en la práctica en su vasallo. Balliol había protestado repetidamente y Eduardo había regresado al norte para recordarle sus obligaciones. Balliol sabía que carecía de la fuerza necesaria no ya para enfrentarse con Eduardo, sino tan siquiera con sus propios barones. Se estremeció de vergüenza al recordar algunas de las humillaciones sufridas. Por ejemplo, ser denunciado por los mercaderes ingleses ante los tribunales del rey Eduardo para que respondiera de sus acciones y decisiones como si fuera un vulgar lacayo.

Como era de esperar, los grandes señores escoceses como los Bruce y los Comyn lo habían observado todo con mal disimulado regocijo y se habían burlado de él a su espalda, llamándolo marioneta de Eduardo, y él no había tenido más remedio que aguantarlo, aunque por dentro ardiera de cólera.

Sin embargo, ahora las cosas habían cambiado y la salvación le había llegado por donde menos esperaba. Felipe de Francia se había apoderado ilegalmente de Gascuña, diciéndole a Eduardo que tan vasallo era él de Francia como Balliol lo era de Inglaterra. Pero había más. Felipe había tejido alianzas en los Países Bajos y también con Eric de Noruega y deseaba que Escocia formara parte del gran designio de Francia contra Eduardo de Inglaterra. Al principio, Balliol se había negado, temiendo lo que Eduardo pudiera decir o hacer, pero Felipe le había asegurado que Inglaterra tenía graves dificultades en el sur de Gales y en Gascuña y tendría otras mucho mayores, pues Francia había introducido un espía en su consejo, un hombre muy próximo a Eduardo, el cual les vendía a los franceses todo lo que el rey de Inglaterra pensaba, decidía o planeaba hacer. Los franceses aseguraban que aquel traidor podía ser la llave para abrir la fuerza de Eduardo y exprimirla por completo tal como Felipe Augusto, casi cien años atrás, había conseguido exprimir el poder del rey Juan, el abuelo de Eduardo, y expulsarlo de Normandía.

Balliol había convocado inmediatamente a los miembros de su consejo en Stirling y los había sorprendido a todos, anunciándoles su intención de librarse del dominio de Eduardo, aliarse con Francia y Noruega y sellar la alianza, casándose con Juana de Valois, prima del rey Felipe IV de Francia. Al principio, los barones y los obispos se horrorizaron, pero después se alegraron de ver a su rey actuar por primera vez como tal. Se habían pasado largas horas discutiendo a propósito del mejor medio para alcanzar aquel fin y Balliol los había observado con expresión relamida, disfrutando por primera vez del verdadero poder real. Sin embargo, el terror que le inspiraba Eduardo le impedía pensar con claridad. Contempló a sus obispos y barones, siempre dispuestos a darle consejos y hacerle advertencias. Unos lobos, pensó, unas fieras salvajes que lo despedazarían sin piedad en caso de que esta vez volviera a fallar.

Al final, cansado de la confusión y el caos que reinaban en la sala, Balliol levantó la copa de vino y la posó ruidosamente sobre la mesa. Volvió a golpear la mesa con ella en gesto de hastío al ver que nadie le hacía caso y pidió silencio con voz chillona. Poco a poco los consejeros interrumpieron sus discusiones y le miraron.

— Señores -dijo Balliol, percatándose de que estaba imitando sin querer la voz y los modales del rey Eduardo-, tenemos que tomar unas cuantas decisiones. Sabemos que Eduardo está debilitado por el traidor que alberga en su consejo y que ahora tiene que enfrentarse con las impresionantes alianzas que está tejiendo nuestro amigo Felipe de Francia. ¿Es nuestra intención abandonar nuestra lealtad a Eduardo y aliarnos con los franceses? ¿Es ése vuestro deseo?

Un coro de respuestas afirmativas y de rugidos de aprobación acogieron sus palabras. Balliol esbozó una sonrisa, asintió con la cabeza y se reclinó con aire cansado contra el respaldo de su asiento sin prestar atención a las conversaciones del fondo de la mesa. Ni él ni sus consejeros repararon en el joven escudero que abandonó la sala, bajó al patio del castillo, cruzó la gran entrada tan oscura como una cueva y se dirigió a la ciudad.

Robert Ogilvie, escudero de la corte escocesa, era un traidor. Había escuchado unas noticias y disponía de una información que el emisario inglés en Stirling le pagaría a precio de oro, nada menos que la identidad del traidor que se ocultaba en el consejo de Eduardo de Inglaterra. Aquel necio de Balliol había proclamado prácticamente a los cuatro vientos quién era, pero los miembros de su consejo o estaban bebidos o no habían tenido la suficiente perspicacia como para comprenderlo. A excepción de Ogilvie, el cual soñaba con la riqueza y el poder. El secreto que guardaba le permitiría alcanzar ambas cosas.

Ogilvie bajó por una angosta calle cubierta de excrementos que apestaba como un estercolero en medio del calor estival. Observó cómo un andrajoso mendigo manco apartaba de sí a un pobre perro bastardo, y el espectáculo de la desgracia ajena lo indujo a deleitarse en su propia suerte. Era joven, estaba sano y pronto sería muy rico. Cruzó la plaza del mercado sin prestar atención a los gritos de los buhoneros y mercachifles ni a las chucherías y baratijas que solían vender y entró en la fresca penumbra de la taberna iluminada tan sólo por la luz del sol que penetraba a través de dos toscas ventanas abiertas en la pared. Al fondo de la sala lo esperaba su homólogo inglés.

Bueno, pensó el escocés, no exactamente inglés, sino más bien galés. Había acudido allí por unos asuntos relacionados con Eduardo de Inglaterra y había prolongado su estancia en la esperanza de obtener toda la información que pudiera. Ogilvie cruzó la estancia con una sonrisa en los labios, sabiendo que sus noticias dejarían boquiabierto de asombro al arrogante escribano galés.

Goronody De Rees se alegró mucho de ver a Ogilvie. Eduardo de Inglaterra lo había enviado como espía y aquel joven gallito escocés le sería muy útil. Pidió el mejor vino y, cuando la moza se lo sirvió, llenó generosamente dos copas para que el escocés se tragara todo el vino mientras él se limitaba a tomar unos sorbitos. Escuchó atentamente las palabras del escocés y separó el trigo de la paja, las habladurías de la verdad y los hechos de las difamaciones que Ogilvie parecía especialmente empeñado en facilitarle. Comprendió que el escudero tenía algo importante que revelarle y adivinó que, con el tiempo y el vino suficientes, lo haría. Al final, Ogilvie, con el rostro arrebolado por el vino, hizo una pausa, tomó un buen trago de su copa y la posó ruidosamente sobre la mesa.

— Tengo una noticia especial -anunció en voz alta-, pero la vais a tener que pagar a un precio muy alto.

De Rees asintió con la cabeza, pues ya lo esperaba, y entonces el escocés le hizo unas sorprendentes revelaciones. De Rees le escuchó procurando disimular la emoción que sentía y, cuando Ogilvie terminó, sacó una tintineante bolsa, la depositó sobre la mesa y la empujó hacia Ogilvie.

— ¡Te lo has ganado, escocés! -dijo-. Te lo has ganado muy bien.

Tras lo cual se levantó sin más y abandonó sigilosamente la taberna. Ogilvie, bajo los efectos del vino, contempló la bolsa, la tomó cuidadosamente, se la guardó bajo el manto, apuró el contenido de su copa y se levantó para marcharse.

Dos hombres sentados al fondo de la taberna habían observado atentamente la pequeña escena y, en cuanto Ogilvie salió a la calle tambaleándose, rompieron el silencio.

— ¿Crees que Ogilvie se lo ha dicho? -preguntó el primero.

— ¡Por supuesto que sí! -contestó el segundo-. Por eso le ha entregado la bolsa.

— Y ahora, ¿qué?

El otro se encogió de hombros.

— El emisario de Eduardo ya tiene la noticia. ¿Qué hacemos con Ogilvie?

El primer hombre se volvió a mirar a su compañero con una sonrisa en los labios.

— Ha prestado el servicio que se esperaba de él. ¡Procura reunirte con él esta noche y córtale la garganta!