CAPÍTULO VI
A la mañana siguiente, Corbett se quedó en su cuarto y envió a Ranulfo a un falso recado. Estaba muerto de cansancio después de los terrores de la víspera. Se mareaba sólo de pensar en aquellas silenciosas y desiertas calles y en lo cerca que había estado de la muerte. Temía verse obligado a repetir la experiencia y permaneció todo el día en su habitación, tratando de desentrañar el significado de la caótica información que había adquirido. Waterton era medio francés, trabajaba como escribano del consejo real de Inglaterra y, por consiguiente, estaba al corriente de todos los planes secretos del rey Eduardo. Se comportaba de una forma sospechosa, era tratado con especial deferencia por los franceses, se reunía de noche con De Craon, lo cubría todo con el manto del secreto y parecía disponer de una cantidad ilimitada de dinero. ¿Sería él el traidor? ¿Quién era la chica? ¿Y por qué medio transmitiría Waterton la información a De Craon cuando regresara a Inglaterra? Cayó la noche y Corbett se levantó de su jergón. Había pensado en la posibilidad de solicitar ayuda al conde de Lancaster, pero aún no se atrevía a revelar a nadie sus descubrimientos. Sin embargo, sí le pidió al mayordomo de la casa del conde de Lancaster ciertos objetos que necesitaba. El hombre lo miró extrañado, pero le facilitó lo que había pedido. Corbett bajó por la estrecha escalera de caracol al comedor con sus negras vigas, sus desnudas paredes encaladas, la alargada mesa con bancos a cada lado, los candelabros de pared y los oxidados braseros de carbón. Los franceses, tal como el conde de Lancaster no se recataba en comentar, no se tomaban demasiadas molestias en ofrecerles un cómodo alojamiento. Las habitaciones estaban sucias y se oían constantemente los gritos de los cocineros desde la despensa o la cocina, quejándose de las dificultades con que tropezaban a cada paso.
Por la noche, la cena no solía ser un momento demasiado placentero. El conde de Lancaster se limitaba a contemplar la comida con cara de asco; el conde de Richmond guardaba silencio cuando estaba de mal humor o bien se dedicaba a contar con entusiasmo los aburridos detalles de su desastrosa campaña gascona del año 1295 que jamás se cansaba de justificar. Eastry, tras haber rezado la oración del Benedictus
Corbett salió poco después, siguiendo el mismo camino que la víspera. Muy pronto vio a Waterton caminando con paso decidido y no tuvo la menor dificultad en seguirle, pues el escribano se dirigió a la misma taberna. Corbett se ocultó en las sombras e inició la vigilancia. Esta vez no se concentró exclusivamente en la puerta de la taberna sino que, de vez en cuando, miraba también a su alrededor, pero no vio ni oyó nada. Sólo la luz y los amortiguados rumores de la taberna quebraban la silenciosa amenaza de la oscura calle.
Al final, llegaron De Craon y su acompañante, y esta vez entraron rápidamente en la taberna sin detenerse ni volver la mirada hacia atrás. Corbett esperó unos segundos, cruzó la calle y miró a través de la rendija del postigo. Waterton, De Craon y la dama estaban sentados alrededor de la misma mesa. El escribano contempló la escena, aguzando nerviosamente el oído mientras el corazón le latía con fuerza en el pecho. Hubiera deseado huir corriendo del peligro que acechaba en la sombra. Un leve sonido lo indujo a volver la cabeza. El mismo mendigo de la víspera levantó los ojos hacia él, agachado a cuatro patas sobre unas tablillas de madera.
— Un sueldo, señor, sólo un sueldo.
Corbett introdujo la mano en la bolsa y la alargó lentamente para entregarle una moneda. Más tarde, el escribano no pudo describir realmente lo que ocurrió, a pesar de que la escena entró a formar parte de sus pesadillas. El mendigo levantó la mano y, de repente, se abalanzó sobre él, blandiendo una daga. Corbett se desvió hacia un lado, pero la daga que el mendigo ocultaba entre sus andrajos le melló el camisote que llevaba bajo la capa. Corbett contraatacó clavando su daga en la garganta del mendigo y éste contempló con asombro la sangre que brotaba de su herida y le bajaba por el pecho antes de doblar la cintura y desplomarse sobre el barro de la calle.
Corbett se apoyó contra el muro de la taberna, procurando dominar los sollozos que se escapaban de su garganta mientras miraba a su alrededor, pero el peligro ya había pasado. Contempló el cuerpo de su atacante y le dio cuidadosamente la vuelta con el pie. Apartando la vista de los empañados ojos y el desigual corte de la garganta, registró el cadáver, pero no encontró nada. Se levantó y miró a través de las rendijas del postigo, pero Waterton aún estaba conversando con sus acompañantes, ajeno por completo a la horrible y silenciosa tragedia que se acababa de escenificar en la calle.
A la mañana siguiente, Corbett se aseguró de que Waterton hubiera regresado al alojamiento y fue a ver al conde de Lancaster. Cuando le reveló sus sospechas y le contó lo que había ocurrido la víspera, el conde se rascó la barbilla todavía sin rasurar y le miró con los ojos entornados.
— ¿Y cómo es posible que ya estuvierais preparado para el ataque de un mendigo?
— Porque alguien como él -contestó Corbett- mató a Poer y a Fauvel.
— ¿Y cómo lo sabéis?
— Pues porque la única persona que, según el tabernero, estaba cerca de Poer era un mendigo.
— ¿Y qué me decís de Fauvel?
— Lo apuñalaron delante de su casa. Le quitaron la bolsa para simular un robo, pero él aún sostenía en la mano unas cuantas monedas. La única explicación razonable es la de que estaba a punto de dar una limosna, un puñado de sueldos, a alguien que se le había acercado. Cualquiera sería vulnerable al ataque de un asesino que pidiera limosna disfrazado de mendigo.
— Pero, ¿por qué razón el mendigo no os mató la primera noche?
— No lo sé -contestó Corbett-. A lo mejor, no le di ocasión, pues huí de allí como alma que lleva el diablo.
El conde se reclinó contra el respaldo de su asiento y jugueteó con una borla dorada de su túnica.
— ¿Y creéis que Waterton es el traidor? -preguntó.
— Tal vez, pero el hecho de reunirse con De Craon no es una traición, aún no tenemos ninguna prueba.
— Si lo atrapamos, no podemos hacerlo en Francia -dijo el conde-. Ya tendremos otras oportunidades -añadió, levantando la vista con una sonrisa en los labios-. Emprenderemos el camino de regreso a Inglaterra pasado mañana.
Corbett se alegró de abandonar Francia. Su permanencia allí era demasiado peligrosa. Había matado al sicario de De Craon y los franceses no lo perdonarían ni olvidarían. En cuanto a Waterton, Corbett estaba casi convencido de que era el traidor y el culpable de la muerte de por lo menos dos ingleses en París y de la total destrucción de un bajel inglés junto con su tripulación. Corbett trataría de encontrar otras pruebas y enviaría a Waterton al cadalso de los Olmos en Smithfield.
Por su parte, Waterton seguía comportándose como si nada hubiera ocurrido, pero aceptó la cordial despedida de los funcionarios franceses y una nueva bolsa de monedas de oro, enviada por Felipe IV. Corbett ya no tuvo ocasión de seguir vigilándole, pues él y Ranulfo se pasaron los últimos días haciendo el equipaje y colaborando en los preparativos de la partida. El conde de Lancaster los apremiaba a que se dieran prisa, pues, con su repentina partida, pretendía pillar desprevenidos a los franceses e impedirles urdir una traición. Se ensillaron los caballos y las acémilas, y los baúles, las cajas y los cofres se llenaron en mitad de la noche y se trasladaron y cargaron sobre los lomos de las bestias. El conde de Lancaster ordenó que algunos documentos fueran sellados en el interior de unas bolsas y que otros fueran quemados. Después se distribuyeron todas las armas y las armaduras, yelmos, espadas, celadas, dagas y ballestas. Corbett se puso el camisote que había sacado de la armería y, tras reunirse con el conde de Lancaster, obtuvo su permiso para cabalgar en el centro de la columna.
La embajada inglesa abandonó París en la fecha prevista con los estandartes y pendones ondeando al viento, los soldados en la parte exterior y los funcionarios y escribanos en el centro. Fuera de París, a cosa de media legua al norte de la horca de Montfauçon, una escolta francesa integrada por seis caballeros y cuarenta soldados armados, se reunió con ellos. El conde de Lancaster aceptó a regañadientes su ofrecimiento de protección, pero, haciendo caso omiso de las protestas de los caballeros, insistió en colocar a los franceses en los lugares que él dispuso. Corbett contempló en silencio al jorobado conde de lacio cabello oscuro y llegó en su fuero interno a la conclusión de que él no era el traidor, a pesar de no saber todavía con certeza quién era.
Las precauciones del conde resultaron innecesarias, pues los emisarios ingleses tuvieron un agotador, apresurado, pero tranquilo viaje de regreso a la costa francesa. Cuando llegaron a Calais, Corbett estaba muerto de cansancio y tenía la piel irritada a causa del roce de la silla de montar, pero se alegraba de poder abandonar Francia. Waterton se mostraba tan distante y reservado como siempre, pero no hizo nada que pudiera despertar sospechas. Ranulfo estaba de muy mal humor y Corbett lo atribuyó a la inherente holgazanería de los criados, pero las razones de Ranulfo eran otras. Había regresado a la rue Nesle y a la casa del difunto Fauvel para galantear a la altiva dama y disfrutó plenamente de las consecuencias.
Al principio, madame Areras, que así se llamaba la señora de la casa, puso muchos reparos, pero Ranulfo consiguió vencer su resistencia con pequeños obsequios, dulces palabras y lánguidas miradas. Madame Areras era tan fría y distante como las damas ensalzadas por los trovadores en sus chansons, pero poco a poco, como los girasoles que se abren al sol, había cedido a los apasionados requerimientos del joven inglés. Hubo muchos suspiros y protestas cuando Ranulfo le quitó la ropa en su cámara, pero él no hizo caso, le dio unas palmadas en el trasero y la llenó de caricias hasta que ambos amantes saltaron a la gran cama de madame Areras y se entregaron con entusiasmo a placenteros retozos entre los mullidos traveseros que cubrían el lecho. Ahora Ranulfo no podría prolongar las relaciones y estaba furioso con su taciturno amo, a quien consideraba responsable del término de su dicha.
Corbett no prestó la menor atención a su enfurecido criado y se concentró por entero en la tarea de ayudar al conde de Lancaster, que tan cuidadosamente había elaborado los planes de la partida. Un barco inglés escoltado por un bajel de guerra los estaba aguardando en el puerto de Calais. Bajo la severa mirada y la cáustica lengua del conde, los ingleses subieron precipitadamente a bordo con los caballos, las acémilas y el equipaje. El conde de Lancaster ni siquiera se tomó la molestia de despedirse de los miembros de la escolta francesa, sino que, acercándose a ellos, escupió al suelo delante de los cascos de sus caballos, dio media vuelta y subió a grandes zancadas por la escalerilla. Aquella misma noche los barcos ingleses soltaron amarras y se adentraron en el canal, rumbo a Inglaterra.
David Talbot, pequeño agricultor, hacendado y heredero de unas prósperas tierras en Hereford y en la frontera galesa, galopaba en un desesperado intento de salvar la vida. Clavó con más fuerza las espuelas en los suaves y cálidos flancos de su caballo y éste se inclinó hacia adelante con la cabeza extendida mientras las soberbias patas y los cascos golpeaban la pizarra del camino, levantando una fina polvareda blanca. Talbot volvió rápidamente la cabeza para mirar hacia atrás, en la certeza de que lo estaban persiguiendo.
Los hombres de Morgan le seguían el rastro por los tortuosos y estrechos valles galeses, pues Talbot era un joven que sabía demasiado. El rey Eduardo de Inglaterra le había prometido una fortuna en oro a cambio de información sobre un cabecilla rebelde galés que estaba negociando en secreto con los franceses. Pues bien, Talbot ya tenía la información requerida y también el nombre del traidor inglés del consejo real. Ya le había enviado al soberano algunos detalles, pero lo demás lo entregaría personalmente en el momento de recibir la justa recompensa, siempre y cuando pudiera escapar de sus perseguidores, pues había tenido la desgracia de ser descubierto en un edificio de Morgan, estudiando de qué forma el espía inglés había transmitido su información al fementido señor galés.
Talbot tenía que escapar de aquellos traicioneros valles encerrados por unas colinas cubiertas de tojos, entre los cuales se podía ocultar algún arquero de Morgan. Los galeses conocían aquellos caminos de los valles y Talbot ya había visto las hogueras que enviaban señales de advertencia. El joven volvió nuevamente la cabeza y el corazón le dio un vuelco en el pecho al ver que sus perseguidores, con las negras capas volando al viento, también habían penetrado en el valle. Se inclinó sobre el cuello de su caballo, animándole con sus palabras y con la fuerza de sus espuelas ya teñidas de sangre. Al ver la salida del angosto valle, Talbot lanzó un grito de alivio y se incorporó sobre la silla de montar, lo cual fue la causa de su muerte instantánea. Los finos y cortantes hilos tendidos en la boca del valle le cortaron la garganta y su ensangrentada cabeza cayó brincando como una pelota sobre los fragmentos sueltos de pizarra.