CAPÍTULO VII
Corbett estaba esperando fuera de la cámara situada al fondo de uno de los largos pasillos encalados que se irradiaban en distintas direcciones desde la gran sala de Westminster. Se volvió no por primera vez levantando la vista hacia el techo de madera, después se acercó a una ventana y abrió el postigo para contemplar el jardín real que ya empezaba a florecer bajo el tibio sol primaveral. Había llegado a Dover hacía apenas dos semanas y, una vez en Londres, había sucumbido a unas fiebres que le habían causado unos fuertes dolores en la cabeza y las extremidades. El conde de Lancaster lo había invitado a descansar en su casa mientras él y los demás miembros de la expedición se presentaban ante el rey para rendirle cuentas de los resultados de su misión.
Corbett había pasado varios días atendido por un solícito Ranulfo, el cual siempre se preocupaba cuando su amo se ponía enfermo, sabiendo que, en caso de que muriera, él perdería su medio de vida. Mandaron llamar a un médico y éste propuso hacerle una sangría para quitarle la fiebre y eliminar los humores perniciosos. Cuando Corbett amenazó con cortarle la garganta, el médico cambió rápidamente el remedio, le aplicó una piedra de jade sobre el estómago y le recetó una poción de perejil silvestre, hinojo, jengibre y canela bien machados y mezclados con vino muy caliente. Corbett durmió, sudó profusamente y tuvo un sueño turbado por la fiebre y unas terribles pesadillas en las cuales revivió el horror de la muerte del mendigo asesino de París.
Al final, se despertó muy debilitado, pero sin fiebre. El médico regresó, sinceramente sorprendido del efecto de su remedio, le dio unas apresuradas instrucciones a Ranulfo, se embolsó los crecidos honorarios y se retiró rápidamente, no fuera a ser que el paciente se agravara de golpe. Corbett no tardó en recuperar las fuerzas y, unos días más tarde, recibió un documento real exigiéndole su presencia en Westminster.
Corbett se preguntó cuánto rato tendría que esperar, pues, a juzgar por los gritos que se filtraban desde la cámara, Eduardo estaba dando rienda suelta a uno de sus habituales arrebatos de cólera. Al final, se abrió la puerta y el propio rey le hizo señas de que entrara. Dentro, un nervioso escribano sentado junto a una mesa trataba de disimular su inquietud estudiando cuidadosamente lo que había escrito mientras el conde de Lancaster permanecía sentado en un sillón, ligeramente inclinado hacia adelante para que la joroba de su deformado hombro no rozara contra el respaldo.
Tanto el rey como su hermano iban sencillamente vestidos con unas túnicas, sobrevestes y mantos oscuros y su única concesión al lujo eran los broches, las hebillas y las sortijas cuajadas de piedras preciosas. Por su parte, la estancia más parecía una tienda o un campamento que una cámara palaciega; dos polvorientos tapices ligeramente torcidos cubrían el muro, uno de los candelabros de hierro de pared aparecía inclinado hacia abajo y unos juncos no demasiado limpios habían sido empujados con los pies y ahora formaban montículos en el suelo. Por la expresión de forzada paciencia del conde de Lancaster y las manchas de arrebol de las mejillas del rey, Corbett dedujo que los regios hermanos se habían enzarzado en una violenta discusión.
El rey mandó retirarse al escribano, miró enfurecido a Corbett y le indicó por señas que se sentara en un banco adosado a la pared.
— Os ruego que os sentéis, maese Corbett -dijo, rezongando-. No creo que tengáis mejores noticias para mí. El viaje a Francia fue una farsa, Felipe os ganó en ingenio, os insultó y os ninguneó. No habéis aprendido nada ni habéis averiguado nada, aparte los insultos. ¡Bien sabe Dios qué os tuvisteis que retirar como perros apaleados con el rabo entre las piernas!
— Majestad -contestó Corbett muy despacio-, ¿qué otra cosa podíais esperar? Disculpad mi franqueza, pero dudo mucho que podamos atrapar al espía en Francia, pues se trata de alguien que pertenece a vuestro consejo.
Eduardo miró a Corbett sin poder disimular su ira, pero éste siguió adelante.
— En primer lugar -añadió, marcando los puntos con los dedos de la mano-, eliminamos al asesino de Fauvel y probablemente de Poer; en segundo, sabemos que Waterton está bajo sospecha -dijo, mirando al conde de Lancaster-, y yo le entregué al conde un informe detallado durante la travesía de vuelta. Y, finalmente, sabemos que Felipe tiene un gran proyecto y que el dominio sobre Gascuña es sólo una parte de él.
El rey se sentó con aire cansado en un escabel, sosteniéndose la cabeza con las manos.
— Perdonadme -dijo, levantando los ojos-. Vos, maese Corbett, y mi hermano el conde de Lancaster sois las únicas personas en quienes confío. -Le arrojó un grasiento pergamino al escribano-. Un informe de David Talbot, hacendado al servicio real. Es la última carta que envió. Hace cinco días, su cuerpo descabezado fue encontrado en el fondo de un valle galés. Otra baja provocada por Felipe.
Corbett leyó lentamente la carta de Talbot, escrita en un torpe y forzado estilo.
David Talbot, hacendado, a Su Majestad Eduardo, rey de Inglaterra, salutaciones. Sabed que he estado muy ocupado con vuestros asuntos de Gales en el condado de Glamorgan. Sabed que he sometido al castillo y a la servidumbre de lord Morgan a estrecha vigilancia y que el susodicho lord Morgan, a pesar de haberse acogido recientemente al perdón real, conspira con los enemigos extranjeros del rey. He visto barcos franceses frente a la costa y a miembros de su tripulación acercándose en barcas de remos a la orilla, desde donde han sido conducidos al castillo de lord Morgan. He llevado a cabo averiguaciones por mi cuenta y he descubierto que lord Morgan también ha recibido a emisarios de algunos descontentos señores de Escocia. Creo, Majestad, que lord Morgan sigue siendo hostil a vuestros intereses y se ha aliado con vuestros enemigos tanto en nuestro país como en el extranjero. La fuerza que se mueve detrás de todo ello es, como vos sabéis, Felipe de Francia, el cual pretende destruir el patrimonio de Vuestra Majestad en Francia y provocar una rebelión contra vos en Escocia, Gales e Irlanda. Sabed que he visto a los susodichos barcos franceses desembarcar armas y que lord Morgan ha adquirido una repentina riqueza. Suplico la inmediata intervención de Vuestra Majestad, de lo contrario, todos vuestros intereses se perderán. Dios guarde a Vuestra Majestad. Escrito en Neath, marzo de 1296.
Corbett miró al rey Eduardo.
— ¿Quién es este Morgan?
— Un señor galés que estaba en guerra con el conde de Gloucester, se rindió y se acogió a mi perdón.
— Pues entonces, ¿por qué no detenerle si es un traidor? -preguntó Corbett, contemplando el cansado rostro del rey Eduardo.
— Son sólo rumores -contestó el rey sin poder disimular su irritación-. No tenemos pruebas fehacientes, sólo las cartas de Talbot. Y ahora Talbot ha muerto.
El conde de Lancaster se levantó y se acercó a la ventana.
— Mirad -dijo en un susurro-, todo eso no son más que síntomas. Poer, Fauvel, Talbot y la intervención de los franceses en los asuntos de Gales no son más que síntomas de una enfermedad más grave, que es la traición. Si descubrís al traidor y lo arrancáis de cuajo, todo lo demás morirá.
Eduardo miró en silencio a su hermano.
— Waterton -dijo bruscamente el rey-. Waterton tiene que ser el espía y el traidor. Su madre era francesa y posee más riquezas de las que debería poseer, por mucho que su padre fuera un rico mercader. Pero aún hay más, su padre era un partidario de Simon de Monfort.
Corbett se incorporó en su asiento y miró fijamente al rey. En 1265, Simon de Monfort, el gran rebelde que se había levantado contra Enrique III, el padre de Eduardo, fue destruido finalmente en la batalla de Evesham, que marcó el término de una encarnizada guerra civil. Londres y sus mercaderes habían sido fervientes partidarios de De Monfort. Cientos de ellos habían muerto o fueron multados por el apoyo que le prestaron. Las viejas heridas aún no habían cicatrizado. Bien lo sabía Corbett, pues años atrás Eduardo lo había utilizado para perseguir y destruir a los partidarios del difunto Simon de Monfort.
— Majestad, ya tenemos pruebas suficientes -dijo Corbett en tono apremiante-. Detened a Waterton para que cese la traición.
— Eso es fácil decirlo -contestó el rey-. Pero las pruebas… ¿os son necesarias?
— No.
— ¿Y si estuvierais equivocado? ¿Qué ocurriría si Waterton sólo fuera un peón? A fin de cuentas, pertenecía a la casa del conde de Richmond, fue el conde quien me lo recomendó para que entrara a formar parte de mi servicio y fue el conde quien perdió mi ejército en Gascuña.
— ¿Sospecháis acaso del conde de Richmond? -preguntó Corbett.
— Es francés, tiene tierras allí y sólo Dios sabe cómo perdió mi ejército. -Eduardo se levantó de su asiento y empezó a pasear por la estancia-. Los franceses -añadió- lanzaron su ataque contra Gascuña en 1293. En otoño de 1294, Juan de Bretaña desembarcó con mi ejército en La Reole y dejó una guarnición. En la primavera de 1295, los franceses pusieron sitio a la ciudad y, en quince días, ¡sólo quince días!, Juan de Bretaña se rindió y entregó la ciudad y el ejército.
— ¿Cree Vuestra Majestad que Juan de Bretaña podría ser el traidor? -preguntó Corbett.
— Es posible, es muy posible -contestó el rey Eduardo.
— Si el traidor está efectivamente aquí en Westminster -terció el conde de Lancaster-, ¿cómo se comunica con los franceses? Felipe no tiene emisarios en Londres y todos los puertos y los barcos están vigilados. Ninguno de nuestros espías en los puertos franceses ha observado el menor intercambio de cartas.
— ¿Y si lo hiciera a través de Gales y Escocia? -apuntó Corbett en tono esperanzado.
— No -contestó el rey-. La información se envía con demasiada rapidez. Felipe se entera de mis decisiones en cuestión de unos días. No -repitió el rey-, la información se envía desde aquí.
— ¿Disponemos de alguna carta de las que se envían a Francia? -preguntó Corbett.
— Cartas oficiales a Felipe -contestó Eduardo- y cartas a los rehenes.
— ¿Los rehenes?
— Sí, cuando Juan de Bretaña se rindió, varios caballeros sólo se pudieron rescatar a sí mismos entregando rehenes a los franceses, en la mayoría de los casos, niños. Los caballeros les escriben con regularidad.
— ¿Y alguno de esos caballeros sirve en el consejo o tiene conocimiento de los asuntos que en él se tratan?
— No -contestó el rey-. Sólo Tuberville, sir Thomas de Tuberville, un barón de Gloucestershire que sirve como caballero de cámara y es capitán de la guardia.
— ¿Podría haber escuchado algo?
— No -contestó el rey-. Nadie puede oír nada a través de las puertas de roble macizo y las gruesas paredes de piedra. Además, Tuberville odia a los franceses y sus cartas así lo atestiguan.
— ¿Y cómo lo sabe Vuestra Majestad?
— Al igual que las de todos los demás, en los archivos de la Cancillería se guardan las copias de todas sus cartas.
— Eso no son más que conjeturas -dijo bruscamente el conde de Lancaster-, simples conjeturas. Todo apunta a Richmond. Haríamos bien en encerrarlo en una cárcel junto con Waterton, Tuberville y cualquier otro que haya mantenido tratos con él.
Eduardo volvió a levantarse y empezó a pasear por la estancia.
— No -dijo-, todavía no. -Apuntando con el dedo a Corbett, añadió-: Seguiréis investigando lo que ya sabemos. Primero visitaréis a lord Morgan en Gales y le haréis unas cuantas preguntas.
Corbett se hundió en el desánimo, pero una sola mirada a los fríos y cansados ojos del rey le hizo comprender que cualquier objeción hubiera sido despiadadamente rechazada.
Un día después, Corbett y Ranulfo empezaron a prepararse para el viaje. Ranulfo puso reparos, pero Corbett le ordenó severamente cumplir las instrucciones y encargarse de conseguir la ropa, las armas, las provisiones y las cabalgaduras necesarias. Entre tanto, el escribano salió a dar un paseo por las calles para pensar y reflexionar acerca de su última entrevista con el rey. Al final, llegó a Cheapside, el ancho camino que atravesaba la ciudad de este a oeste y en el que se concentraban las principales actividades comerciales de Londres, con el mercado del trigo, el matadero, la prisión del Tonel y el gran canal que abastecía de agua a la ciudad.
Los comerciantes habían sacado sus tenderetes y extendido unos toldos para protegerse de los ardientes rayos del sol. Se vendía de todo, desde un par de calzones o unas cerezas recién cogidas en las ramas del árbol hasta unas espuelas de oro o una camisa de raso con encaje de Holanda. Pasó un cortejo fúnebre encabezado por la siniestra figura de un fraile envuelto en su oscuro hábito, con el enjuto rostro medio escondido bajo la cogulla que le cubría la cabeza. Le seguían los miembros de la comitiva y el féretro portado a hombros. Corbett oyó los sollozos de las mujeres y el gutural aullido de un perro. El espectáculo le pareció totalmente fuera de lugar en un día como aquél en que la gente se había echado a la calle, los abogados envueltos en sus capas de piel se dirigían majestuosamente a los tribunales de Westminster y los campesinos con sus blusones pardos y verdes empujaban sus carros hacia los mercados sin prestar atención a las burlas y los intentos de hurto de las hordas de andrajosos pilluelos que los seguían. Una columna de arqueros montados se acercó ruidosamente, custodiando a unos prisioneros que caminaban a pie con las manos atadas a las sillas de montar y los tobillos sujetos con unas cadenas que cruzaban los vientres de los caballos.
Una cortesana con la cara pintarrajeada y las cejas depiladas cruzó la calle, levantándose con una mano enfundada en un guante de terciopelo rojo la falda de su vestido de encaje para no manchársela de barro. La mujer le dirigió una insinuante mirada a Corbett y prosiguió su camino. El ruido y el bullicio eran casi insoportables. Los comerciantes le tiraban de la manga y lo dejaban medio sordo con sus gritos y sus ofrecimientos a los clientes. Arrepintiéndose de su decisión de salir a dar un paseo, el escribano se abrió paso entre la gente hasta llegar al frescor de la taberna del Cernícalo Encapuchado, una sucia estancia de techo muy bajo, con unos barriles vueltos hacia arriba que hacían las veces de mesas y una hilera de grandes tinas y barriles. El escribano pidió una cerveza y un cuenco de sopa de pescado, pues había descubierto que el hecho de comer lo ayudaba a pensar con lógica. Estaba turbado por lo que acababa de descubrir: a pesar de sus victorias en Escocia, el rey, cual si fuera un perro enjaulado, se abalanzaba sobre las sombras y trataba de apresar el aire como si fuera un cuerpo sólido. Corbett comprendía su inquietud, pero sabía que el traidor sólo podría ser atrapado por medio de un hábil interrogatorio, de la utilización del análisis y de la aplicación de la lógica. Tomó un buen sorbo de cerveza y empezó a detallar lo que sabía acerca del traidor:
Ítem: La persona era alguien muy próximo al rey Eduardo.
Otrosí: Había establecido un rápido e ingenioso medio de comunicación con los franceses, con el cual conseguía esquivar todos los esfuerzos y la vigilancia de los espías de Eduardo.
Otrosí: Al parecer, la persona formaba parte de la casa del conde de Richmond, el barón que con tan desastrosos resultados había tratado de defender Gascuña apenas unos meses atrás, cuando, según el rey, se había iniciado la filtración de información de vital importancia a los franceses.
Otrosí: Era lógico que él empezara a interrogar a los miembros de la casa del conde de Richmond que también tenían algo que ver con el consejo real.
Corbett esbozó una leve sonrisa. Se sentía un poco mejor y, tras haber decidido lo que iba a hacer a continuación, abandonó la taberna y regresó a su casa de la calle del Támesis. Ranulfo se sorprendió de ver sonreír a su amo por primera vez en varias semanas y, ni corto ni perezoso, aprovechó la ocasión y le pidió permiso para salir a hacer un recado. Corbett, sonriendo con aire ausente, asintió con la cabeza y Ranulfo se alejó corriendo antes de que el escribano cambiara de idea, pues el «recado» era nada más y nada menos que el intento de seducción de una dama y siempre cabía la posibilidad de que Corbett sospechara algo. Ranulfo bajó apresuradamente los peldaños de la escalera mientras a su espalda se escuchaba el quejumbroso sonido de la flauta que su amo siempre se empeñaba en tocar cuando trataba de resolver alguna intrincada cuestión.