CAPÍTULO V
La reunión que tuvo lugar a continuación fue breve, pero más bien descorazonadora y en ella el conde de Lancaster resumió claramente la posición inglesa: Felipe retendría Gascuña en su poder el mayor tiempo posible y sólo devolvería el territorio en unas condiciones plenamente ventajosas para los franceses. Además, Felipe IV creía que él tenía la sartén por el mango (cosa con la cual los demás se mostraron amargamente de acuerdo) y pretendía llevar a efecto un gran plan o designio contra Eduardo. Lo más preocupante, sin embargo, había sido la descarada provocación de Felipe al insinuar que él estaba al corriente de la presencia de un traidor en el consejo de Eduardo y que la muerte de Fauvel y el ataque en el camino de Beauvais habían sido algo así como hurgar en una herida abierta. La reacción de los demás miembros de la embajada inglesa fue la esperada: Richmond se puso furioso, Eastry observó fríamente que habían hecho todo lo que habían podido y ahora deberían abandonar el país, mientras que Waterton permaneció en silencio, aparentemente deseoso de marcharse cuanto antes. Al final, el conde de Lancaster los despidió a todos, pero le pidió a Corbett que se quedara. El conde cerró la puerta de la cámara y fue directamente al grano.
— No os tengo el menor aprecio, Corbett -explicó-, sois demasiado reservado y misterioso. Carecéis de experiencia diplomática y, sin embargo, mi augusto hermano os ha enviado aquí y es evidente que confía en vos, ¡más que en mí! -añadió amargamente el conde. Corbett se limitó a mirarle en silencio-. Supongo, mi señor escribano, que os habrán enviado para que descubráis al traidor y os aconsejo que empecéis a hacerlo.
— Si lo hiciera -replicó sarcásticamente Corbett-, ¿por dónde me aconsejaríais vos que empezara?
— Bueno pues -replicó el conde con aspereza-, ¡podríais seguir vigilándonos de la misma manera que yo, maese Corbett, os seguiré vigilando a vos!
— ¿Y en segundo lugar?
— ¡Descubrid quién ha matado a Poer y Fauvel!
Corbett hubiera deseado que el conde le explicara cómo hacerlo, pero el hermano del rey ya se había vuelto de espaldas, señal inequívoca de que la reunión ya había terminado.
Y ahora Corbett, en compañía del parlanchín Ranulfo, estaba recorriendo las calles, pasadizos y callejones de París. Les habían facilitado algunos datos acerca de Poer y Fauvel. Los relativos al primero de ellos eran muy escasos: una breve descripción del hombre y la taberna que solía frecuentar. Tras toda una serie de pesquisas, interminables preguntas y miradas de extrañeza ante su acento extranjero, Corbett había localizado finalmente la taberna donde Poer había sido visto por última vez. No le había servido de mucho, pues el bajito y antipático tabernero se había limitado en tono malhumorado a describir a un hombre que aquella noche en concreto había comido y bebido allí y cuyo aspecto coincidía con la descripción de Poer: no, iba solo, no, se fue solo, nadie lo siguió y la única persona que salió aproximadamente a la misma hora fue un mendigo tullido. Corbett trató de sacarle algo más, pero el tipo le miró frunciendo el entrecejo, dio media vuelta y soltó un escupitajo.
El escribano decidió visitar a continuación la casa del difunto Fauvel, por lo que, acompañado de Ranulfo, se abrió paso entre el gentío que esperaba a la orilla del Sena la llegada de las barcazas que transportaban los productos de las alquerías de las afueras de la ciudad. Cruzaron uno de los grandes puentes de piedra del Sena y recorrieron las callejuelas que serpeaban por detrás de la sillería labrada de la catedral de Notre Dame. Ranulfo no paraba de hacer preguntas, pero al ver que su amo se negaba a contestar, se sumió en un enfurruñado silencio. Al final, encontraron la rue Nesle, una angosta callejuela por cuyo centro discurría un profundo albañal con enormes montones de basura apilados en sus bordes. Las casas de ennegrecida madera y sucio enlucido estaban apretujadas las unas contra las otras, tenían tres o cuatro pisos de altura y cada piso parecía colgar sobre el inferior. Las ventanas estaban protegidas por postigos de madera, algunas de ellas disponían de paneles de cuerno y unas pocas tenían vidrieras de colores. Corbett encontró el edificio que buscaba y llamó al panel de cristal de la puerta. Se oyó un rumor de pisadas, se abrió la puerta y una arrogante mujer de mediana edad, ataviada con un amplio vestido de velludillo, miró con los labios fruncidos al escribano inglés.
— ¿Qu'est ce que?
— Je suis anglais. Je cherche..
— Hablo inglés -dijo la mujer, interrumpiéndole-. Soy de Devon y mi difunto esposo era mercader de vinos de Burdeos. Cuando murió, convertí parte de esta casa en posada para los visitantes ingleses en París. Ya sé -añadió en voz baja-, habéis venido por maese Fauvel, ¿no es cierto?
Corbett sonrió.
— En efecto, madame, y os agradecería mucho que me pudierais facilitar alguna información sobre su muerte.
Pensó que la mujer quizá los invitaría a entrar, pero, en su lugar, ésta se encogió de hombros y se apoyó contra la puerta.
— Poco os puedo decir -contestó, señalando con el dedo la calle llena de barro-. ¡Lo encontraron aquí, con un puñal clavado en la garganta!
— ¿Nada más?
— No -contestó la mujer, mirando primero a Corbett y después a Ranulfo, el cual la estaba mirando a su vez con mal disimulada lascivia. La mujer se ruborizó al ver su descarada sonrisa de admiración y trató de responder-. No había nada -balbució-, sólo las monedas.
— ¿Qué monedas?
La mujer señaló el suelo de tierra de la calle.
— Aquí, unos pocos sous tirados en el suelo;
— ¿Se le habían caído de la bolsa?
— No, más bien de la mano, como si hubiera estado a punto de dárselos a alguien.
— ¿A quién?
— No lo sé -contestó la mujer con aspereza-, tal vez a un mendigo.
— Ah -exclamó Corbett, lanzando un profundo suspiro.
Era posible, pensó, muy posible. No sabía por qué razón habían muerto Fauvel y Poer ni quién había dado la orden, pero adivinaba cómo y por quién. Cuando el escribano se volvió dando las gracias en un susurro, la mujer lo llamó.
— Monsieur, ¿necesitáis alojamiento?
Corbett sacudió la cabeza sonriendo. Él no regresaría a aquella casa, pero, a juzgar por la expresión del rostro de Ranulfo, su criado lo haría con toda certeza.
Corbett se reunió con los demás miembros de la embajada inglesa sabiendo lo que les había ocurrido a Poer y Fauvel, por más que sólo fuera una conjetura. Sin embargo, aunque sus deducciones fueran acertadas, no podría hacer nada sino esperar, por cuyo motivo decidió centrar su atención en sus compañeros. Los condes de Lancaster y Richmond no le interesaban demasiado, Eastry era un tipo muy frío que se pasaba casi todo el tiempo encerrado en su pequeña cámara y, por consiguiente, sólo le quedaba Waterton, un brillante escribano de mente lógica y ordenada cuya valía había quedado demostrada en el resumen que había redactado de la reunión con el rey Felipe de Francia. Como cortesía, los ingleses y los franceses se habían intercambiado unos memorandos de la reunión mantenida en el palacio del Louvre y Felipe IV se había mostrado tan favorablemente impresionado por la labor del escribano que le había enviado una bolsa de monedas como regalo.
Pese a ello, el comportamiento de Waterton desconcertaba a Corbett: el hombre se mantenía siempre apartado y aprovechaba la menor oportunidad para salir a pasear por las calles, de las que no regresaba hasta las primeras horas del día siguiente a no ser que se requirieran sus servicios como amanuense. Semejante conducta no inspiraba demasiadas sospechas a Corbett, pues París y sus burdeles constituían una poderosa atracción. Sin embargo, conforme pasaban los días, Waterton se iba mostrando cada vez más reservado. Corbett observó también que, cuando los funcionarios o mensajeros franceses visitaban la casa donde ellos se alojaban, siempre preguntaban por monsieur Waterton y le llevaban regalos. Incluso en cierta ocasión a Corbett le pareció ver que uno de los franceses le entregaba disimuladamente un pergamino.
Al final, el escribano le pidió a Ranulfo que siguiera a Waterton en una de sus expediciones nocturnas, pero el criado regresó sin haber conseguido su propósito.
— Le seguí un buen trecho -explicó con aire cansado-, pero, de pronto, me vi rodeado por un grupo de borrachos y, cuando éstos averiguaron que yo era inglés, empezaron a darme empujones y a burlarse de mí. Cuando logré librarme de ellos, Waterton ya había desaparecido.
Corbett, picado por la curiosidad, decidió interrogar a Waterton.
Eligió cuidadosamente el momento: un domingo después de misa, encontró a Waterton solo en su pequeña cámara sin ventanas. El escribano estaba sentado junto a una mesa redactando una carta, rodeado por varios rollos de pergamino, piedras pómez, plumas y tinteros. Corbett, disculpándose por la interrupción, inició una intrascendente charla sobre el tiempo, la reciente reunión con los franceses y la posible fecha de su regreso a Inglaterra. Waterton se mostró cortés pero cauteloso, sin que su alargado rostro dejara traslucir otra cosa que no fueran las huellas del cansancio y la tensión. Mientras hablaba, Corbett reparó en el elegante atuendo de su compañero, sus suaves botas de cuero, su capa de pura lana, los calzones, el jubón y el fino encaje de Holanda que le asomaba por el cuello. Waterton llevaba una cadena de plata alrededor del cuello y un anillo de amatistas en el dedo meñique de la mano izquierda. Se veía a la legua que era muy mujeriego, pensó Corbett.
— ¿Os parezco interesante, maese Corbett? -preguntó repentinamente Waterton.
— Sois un excelente escribano -contestó Corbett-. Pero parecéis muy reservado. Apenas os conozco.
— ¿Y por qué deberíais conocerme?
Corbett se encogió de hombros.
— Todos estamos encerrados juntos en esta casa -contestó-. Nos enfrentamos con un peligro común y, sin embargo, vos salís a pasear por París, incluso después del toque de queda.
Waterton tomó un afilado abrecartas y empezó a cortar un trozo de vitela siguiendo la línea con toda precisión. Después empezó a frotar el pergamino con la grisácea piedra pómez hasta dejar la superficie tan suave como la seda. Una vez terminada su tarea, levantó los ojos.
— ¿Qué estáis insinuando, Corbett?
— Nada. No insinúo nada. Os he hecho simplemente una pregunta.
Waterton frunció los labios en gesto de hastío y posó la piedra pómez sobre la mesa.
— Mirad, Corbett -dijo en tono cortante-. Mis asuntos son cosa mía. Vos me estáis vigilando como si fuerais una chismosa de pueblo. Mi padre era un acaudalado mercader y de ahí procede mi relativa riqueza. Mi madre era francesa y, por consiguiente, hablo con fluidez el idioma y no me da miedo pasear por una ciudad francesa. ¿Estáis satisfecho?
Corbett asintió con la cabeza.
— Os pido disculpas -dijo sin experimentar la menor contrición-. Eran sólo unas preguntas.
Waterton le miró enfurecido y reanudó su tarea de frotar el pergamino. Corbett se retiró, lamentando con toda su alma no haber conseguido nada como no fuera alertar a Waterton y ponerlo en guardia.
El escribano no le comunicó sus sospechas al conde de Lancaster, el cual lo evitaba deliberadamente desde la última reunión que celebrara con él. Además, ya había anunciado la fecha del regreso a Inglaterra y estaba ocupado con los preparativos del viaje. El conde, que no había olvidado el ataque sufrido en Beauvais, exigía salvoconductos y un incremento de la escolta militar que debería acompañarlos hasta la costa. Como siempre, el rey Felipe puso reparos, señalando que el conde de Lancaster no debía de fiarse mucho de él, lo cual obligó al conde a enzarzarse en unas complicadas negociaciones y a soportar las astutas insinuaciones y las sutiles burlas de la corte francesa, todo lo cual no contribuía precisamente a mejorar su estado de ánimo.
Corbett seguía esperando. Los emisarios y funcionarios franceses visitaban con frecuencia la casa y, en una de las ocasiones, Corbett vio con toda claridad que uno de ellos le entregaba a Waterton un trozo de pergamino. Estuvo tentado de interpelar a su compañero allí mismo, pero comprendió que haría el mayor de los ridículos si el asunto no tuviera la menor trascendencia. Pero aquella misma noche, arrebujado en una gruesa capa de soldado y con una espada y una daga colgadas del cinto, siguió a Waterton cuando éste abandonó la casa, se adentró por todo un laberinto de callejuelas y cruzó varias plazas, pasando por delante de las casas a oscuras. Corbett caminaba muy despacio, vigilando desde lejos a su presa por si hubiera otros silenciosos protectores de aquel nocherniego escribano inglés.
Al final, Waterton entró en una taberna y Corbett se quedó fuera, vigilando la puerta iluminada y las cuadradas ventanas con los postigos cerrados. Las calles estaban desiertas, a excepción de algún que otro mendigo borracho o los soldados que hacían las rondas nocturnas del barrio con el constante acompañamiento de sus chirriantes cotas de malla. Corbett, oculto entre las sombras, los vio pasar iluminados por la fuente de luz de la antorcha que portaba el que iba delante. Aparte los canturreos de los soldados y el rumor de la taberna, el silencio de la calle era opresivo. Corbett pegó un brinco mientras una rata surgida de un montón de basura de una esquina soltaba un chillido y un enorme gato la atrapaba entre los dientes y se alejaba corriendo bajo la fina y helada llovizna que había empezado a caer.
Las casas del otro lado de la calle se elevaban como una gigantesca y oscura mole, el cielo nocturno se estaba empezando a encapotar y, de repente, la luna llena primaveral quedó cubierta por unos densos nubarrones. Corbett se estremeció, se arrebujó en su capa y procuró concentrarse en la rendija de luz que señalaba la puerta de la taberna, preguntándose cuándo saldría Waterton. ¿Acaso pensaba quedarse toda la noche de jarana allí dentro? ¿O tal vez la persona con quien se tenía que reunir ya estaba con él? El escribano maldijo su propia estupidez, pensando que por lo menos hubiera tenido que intentar resolver la cuestión en el momento en que Waterton había entrado en la taberna. Ahora ya no se atrevía a acercarse a la puerta.
Las dudas de Corbett quedaron súbitamente resueltas por el rumor de unas botas sobre los adoquines de la calle. Dos figuras encapuchadas surgieron de la oscuridad. La primera entró en la taberna, pero la segunda se detuvo bajo la luz que había junto a la puerta, se echó la capucha hacia atrás y miró rápidamente a su alrededor. Corbett contrajo los músculos. Era De Craon. El escribano inglés esperó a que los dos personajes entraran en la taberna y, al cabo de un ratito, cruzó la calle y miró a través de una rendija de un postigo.
La taberna estaba débilmente iluminada por unas lámparas de aceite fijadas a la pared. Corbett miró hacia el fondo de la sucia sala y vio a Waterton en compañía de De Craon y la otra persona. Ésta se echó la capucha hacia atrás y dejó al descubierto un cabello negro como ala de cuervo y un rostro que la mismísima Helena de Troya le hubiera envidiado, con una tez tan delicada como el alabastro, unos carnosos labios rojos como la grana y unos grandes ojos oscuros. A pesar de la escasa iluminación, Corbett pudo ver que Waterton estaba muy tranquilo y se alegraba de la presencia de sus visitantes. Asiendo las muñecas de la joven, el escribano volvió la cabeza y le pidió a gritos al tabernero el mejor vino que tuviera. Corbett ya había visto lo suficiente y, al volverse, estuvo a punto de lanzar un grito de terror al tropezarse con una desgreñada figura acurrucada a su espalda.
— ¡Un sueldo por el amor de Dios -gimoteó el mendigo-, un sueldo!
Corbett contempló el mugriento rostro y los ardientes ojos del mendigo e inmediatamente se apartó, dio media vuelta y echó a correr más raudo que el viento por la oscura callejuela. Se detuvo para prestar atención por si alguien lo seguía. A pesar de que estaba casi sin resuello, reanudó la carrera, extravió el camino y subió por varios callejones hasta que, en determinado momento, resbaló, emitió un jadeo al pisar unos montones de basura, perdió el equilibrio y cayó en un albañal lleno de excrementos que discurría por el centro de la calle. Tuvo que esconderse más de una vez para que no le viera la guardia y, en otro momento, empujó y arrojó al suelo a una pobre pordiosera que había surgido de las sombras para pedirle limosna. Extrajo la daga y, sosteniéndola en la mano delante de su pecho, siguió corriendo hasta llegar a su alojamiento, trastornado y sin respiración.