CAPÍTULO XIII

Cuando ya llevaba seis semanas en Neath, Corbett estaba tan perplejo y nervioso como un perro sujeto con una correa. No había descubierto nada, no le apetecía dejar a Maeve y se sentía cada vez más atrapado, pues lord Morgan ignoraba amablemente sus reiteradas peticiones de permiso para regresar a Londres. Los días transcurrían tan lentamente que la solución de sus dificultades lo pilló por sorpresa y fue tan rápida como la espada que abandona la vaina o el zumbido de una flecha en el aire.

El martes siguiente al solsticio de verano, el castillo se vio envuelto en un frenesí de actividad. Por la noche, cuando Corbett y Ranulfo regresaron a su habitación, encontraron a Owen vestido de negro y posado como un pajarraco en el estrecho alféizar de una de las ventanas.

— Soy portador de un mensaje de lord Morgan -anunció Owen-. Deberéis permanecer confinados en vuestro aposento.

— ¿Hasta cuándo? -preguntó Corbett-. Hace unas cuantas semanas ocurrió lo mismo. Lord Morgan tiene un extraño concepto de la hospitalidad. ¿Por qué nos trata de esta manera? ¿Qué pretende ocultar?

Owen saltó al suelo con la agilidad de un gato y se acercó tanto a Corbett que éste aspiró el rancio olor de su sudor y vio las amarillentas manchas de sus ojos oblicuos.

— ¡Lord Morgan -dijo Owen- puede hacer lo que quiera en su castillo y en sus dominios, no lo olvidéis, inglés!

Después, pasó por delante de Corbett y bajó velozmente los peldaños de la estrecha escalera de caracol.

Owen tenía razón. Morgan podía hacer lo que quisiera y tanto él como Ranulfo permanecieron prácticamente prisioneros en su aposento hasta el lunes siguiente. Fue una experiencia que ninguno de los dos hubiera querido repetir. Corbett paseaba arriba y abajo, contestaba con muy malos modos a Ranulfo o se tendía en la carriola, mirando enfurecido hacia el techo mientras se preguntaba qué estaría tramando Morgan, aunque ya tenía cierta idea.

Corbett también sabía que, a pesar del amor que le profesaba a Maeve, tendría que irse de Neath con las manos vacías. El rey se pondría furioso cuando supiera que no había averiguado nada después de haberse pasado seis semanas en Gales. Ranulfo trataba de consolarle, ofreciéndose a enseñarle a jugar a los dados, engañar y ganar, pero sólo conseguía arrancarle unas pocas palabras de gratitud. Les subían las comidas a la habitación y Maeve visitaba a Corbett, pero la presencia de Ranulfo limitaba el gozo de la mutua compañía y los encuentros se reducían a las preguntas de Corbett acerca de lo que estaba ocurriendo y a las evasivas respuestas de Maeve. La habitación estaba permanentemente vigilada por tres o cuatro facinerosos de Owen, los cuales montaban guardia en el estrecho pasadizo del exterior de la estancia y sólo les permitían salir para visitar el retrete situado en un cercano rincón.

Corbett trataba por todos los medios de averiguar el motivo de su detención y se pasaba casi todo el rato haciendo preguntas retóricas sin dirigirse a nadie en particular, aunque Ranulfo trataba siempre de contestarle. Al final, el joven, harto de tantas preguntas, comentó que Corbett no tendría ninguna dificultad en averiguar el motivo de su detención provisional.

— ¿Qué quieres decir? -le preguntó Corbett.

— Preguntádselo a Gareth -contestó Ranulfo-. Anda constantemente por ahí, observándolo todo.

— ¡Pero si es un pobre necio!

— No -dijo Ranulfo sonriendo-. Se hace pasar por tonto, pero, si le dais unas cuantas monedas, hablará como un cuerdo.

Corbett soltó un gruñido y se tendió de lado, pero una idea había empezado a tomar cuerpo en su mente.

El lunes siguiente, a última hora de la mañana, un sonriente Owen ordenó a los guardias que se retiraran y anunció que Corbett y Ranulfo eran libres de ir adónde quisieran y que ello incluía su regreso a Londres. Aquella misma noche lord Morgan repitió la invitación, dando a entender con toda claridad que los ingleses llevaban allí más tiempo del debido y ya era hora de que se fueran. Corbett miró tristemente a Maeve, la cual se mordió el labio, pero asintió casi imperceptiblemente con la cabeza. Corbett comprendió lo que la muchacha estaba intentando decirle, pero, a la mañana siguiente, Maeve pareció esquivarle y tanto Morgan como Owen procuraron por todos los medios que ambos no tuvieran ocasión de verse ni de hablarse.

Corbett percibió también un cambio en la atmósfera del castillo: todo el mundo se mostraba más distante y los criados los trataban con visible desprecio. Se aspiraba una amenaza en el aire y un silencioso riesgo parecía acechar en los más oscuros rincones de la fortaleza. Corbett, a pesar de su larga experiencia en las aulas de Oxford y de su profundo conocimiento de las argucias legales de la Cancillería y el tribunal del Tesoro, prefirió confiar en su instinto y creyó que corría peligro y le convenía luchar o escapar. No obstante, recordando el consejo de Ranulfo, fue en busca de Gareth y lo encontró sentado en un rincón del parapeto en lo alto de la muralla.

— ¿Cómo estás, Gareth?

El hombre sonrió mientras un hilillo de saliva se le escapaba de la boca. Corbett miró rápidamente a su alrededor, rebuscó en su bolsa y sacó una moneda de plata.

— Eso es para ti, Gareth, si me dices algo sobre los barcos que acaban de zarpar.

El escribano estudió atentamente a Gareth y le pareció ver en sus húmedos ojos un destello de inteligencia y comprensión.

— ¿Qué barcos? ¿Qué desea saber mi señor inglés de los barcos?

— ¿O sea que sabes que hubo unos barcos?

Corbett se agachó y sacó otra moneda. Gareth miró a su alrededor, moviendo los ojos cual si fueran unas burbujas de agua.

— Tres barcos -murmuró, alargando la mano.

— Ya -dijo Corbett, retirando la suya-. ¿Qué barcos?

— Franceses -contestó Gareth-. Me dije que eran franceses porque llevaban unos grandes estandartes azul y oro. Un espectáculo espléndido, mi señor espía.

Corbett miró fijamente a Gareth y sonrió, comprendiendo que Ranulfo tenía razón. Aquel hombre se hacía pasar por loco. Gareth confirmó sus sospechas: los franceses visitaban Neath y sus barcos podían ocultarse fácilmente en las desiertas calas de la desolada costa del sur de Gales. Ello explicaba la presencia de los faros, la misteriosa conducta de Morgan y su bien surtida bodega, si bien Corbett sospechaba que los franceses transportaban armas y pertrechos amén de toneles de exquisito vino de Burdeos. Felipe quería provocar una rebelión en Gales y Morgan era su principal aliado, pero, ¿existía alguna relación con el espía de Felipe en el consejo de Eduardo?

Corbett vació su bolsa y le mostró a Gareth un puñado de monedas.

— Son tuyas -le dijo-, si me puedes decir por qué murió Talbot.

Gareth se secó la saliva de la boca y, mientras estudiaba a Corbett, la estúpida mirada de sus ojos se transformó en una taimada expresión de cautela.

— Maese Talbot -dijo babeando- era un hombre muy preguntón que también me pagaba.

El anciano alargó una mugrienta mano semejante a una garra y Corbett arrojó sobre su palma unas cuantas monedas.

— Gareth -le dijo en tono de advertencia-, se me está acabando la paciencia.

Gareth le miró sonriendo.

— Maese Talbot tuvo una pelea con lord Morgan.

— ¿Qué dijeron?

— Nada. Lord Morgan acusó a Talbot de fisgar donde no debía.

— ¿Alguna otra cosa?

— No, pero oí que Talbot, maese Talbot quiero decir, comentaba algo sobre una silla de montar. Supongo que quería marcharse, pero hubo otra cosa.

— Ah, ¿sí? ¿Qué?

— Un hombre llamado Waterdoun.

— ¿Quieres decir Waterton?

— Sí, creo que sí. Oí a lord Morgan y a maese Talbot mencionar ese nombre.

— ¿Algo más?

Gareth se volvió, mirando con expresión taimada por el rabillo del ojo.

— Oh, no -contestó-. Eso es todo lo que sabe Gareth. ¿Por qué no pagarle a Gareth el dinero que se merece?

Corbett le entregó el resto de las monedas y se levantó para retirarse. Oyó unas pisadas en los peldaños de la escalera que conducía al pasillo del parapeto y se apartó rápidamente del anciano, pero, justo en aquel momento, apareció Owen y le cerró el paso, plantándose delante de él con las piernas separadas. Vestido de negro, el capitán de la guardia parecía un cuervo de lustroso y bien cuidado plumaje. Sus ojos miraron primero a Corbett con un destello de rabia y después se desviaron hacia el lugar donde Gareth permanecía acurrucado en el suelo con expresión aterrada.

— O sea que los ingleses han estado conversando -dijo el galés con un sonsonete- y ahora maese Corbett se tiene que ir. En fin.

Se apartó a un lado, se inclinó en burlona reverencia y le señaló a Corbett la escalera, haciendo un ceremonioso gesto con las manos. El escribano se volvió y miró con tristeza a Gareth, agachado en el suelo como un conejo asustado. No podía hacer nada por él y, además, tenía que preparar su partida. Asiendo el puño de la daga bajo la capa, Corbett miró enfurecido a Owen y, con la garganta seca y el corazón latiendo violentamente en su pecho, pasó por su lado y empezó a bajar los peldaños de la escalera, medio esperando que Owen lo desafiara. Prestó atención por si oía el silbido del acero de una espada o una daga al salir de la vaina.

Pero no hubo nada. Corbett alcanzó el pie de la escalera, cruzó el patio del castillo y subió los peldaños de la torre del homenaje. Una vez dentro, cerró la puerta y se apoyó contra las frías y grises piedras, tratando de dominar el terror que le había empapado el cuerpo en sudor y amenazaba con derretirle las entrañas y las piernas. Respiró hondo, tragando bocanadas de aire hasta que su corazón se calmó y el calor regresó poco a poco a su cuerpo.

Hubiera deseado permanecer escondido en la oscuridad, pero tenía que preparar el viaje. Lanzó un suspiro y subió muy despacio hacia su habitación. Una vez allí, dejó la puerta abierta y empezó a colocar todas sus pertenencias en las alforjas, cuidado de guardar debidamente las bolsas, los documentos y los memorandos secretos. Rebuscó en el más grande de los baúles hasta que encontró lo que estaba buscando, lo sacó y prestó atención por si oía algún ruido en la escalera que tenía a su espalda. Oyó el suave rumor de unas botas y rezó para que no fuera Ranulfo. Se colgó la sudadera del brazo, vio cómo la puerta se abría hacia adentro y Owen penetró en la estancia cual si fuera la imagen de la muerte. Sostenía una espada en la mano. Corbett vio unas salpicaduras de sangre en el filo y la punta del arma.

— Cualquiera diría que me estabais esperando, inglés.

— Os esperaba, Owen -dijo Corbett, clavando los ojos en la espada-. ¿Cómo está Gareth?

— Gareth ha muerto -contestó Owen esbozando una radiante sonrisa de satisfacción-. Siempre pensé que se hacía pasar por loco. Se lo había dicho y repetido muchas veces a lord Morgan, pero, tal como vos habéis podido comprobar, ¡mi señor tiene el corazón tan tierno como su sobrina Maeve!

— Como su sobrina Maeve -repitió Corbett, alegrándose al ver el leve rubor de cólera que se había encendido en el rostro de Owen-. Y vos, mi señor galés -añadió-, ¿a qué habéis venido?

— ¡A mataros!

— ¿Por qué?

— Primero, porque sois inglés. Segundo, porque estáis al servicio del rey inglés, tercero, porque sois un espía y, finalmente, porque me da la gana.

— ¿Y eso por qué? -preguntó Corbett, provocándolo-. ¿Por qué Maeve me ama?

Echando la cabeza hacia atrás, Owen soltó una sonora carcajada y entonces Corbett ya no esperó más. Dejó caer la sudadera al suelo, soltó el cierre de la pequeña ballesta de malla de acero y la dentada flecha salió disparada hacia el pecho de Owen y lo alcanzó justo por debajo del corazón, arrojándolo contra la puerta entreabierta. Owen soltó un gruñido y miró con asombro a Corbett mientras se desplomaba al suelo. Una gran mancha oscura rodeaba la flecha profundamente clavada en su pecho y una rosada espuma le asomaba por la boca.

— ¿Por qué? -preguntó en un susurro-. ¿Por qué así?

— Como todos los asesinos -contestó Corbett-, habláis demasiado.

Pero Owen ya no le podía oír. Emitió un gemido, escupió sangre y la cabeza le cayó hacia adelante mientras exhalaba el último suspiro. Corbett se acercó a él, apoyó un dedo en la garganta y se sintió culpable al sentir el calor que todavía perduraba en la piel, aunque lanzó un suspiro de alivio al comprobar que ya no se percibían los latidos del corazón. Experimentó un sobresalto y acercó la mano al puño de la daga cuando la puerta fue empujada repentinamente hacia adentro y el cuerpo de Owen cayó boca abajo. Maeve se encontraba en la puerta con el rostro tan blanco como la nieve, la boca abierta y el pecho subiendo y bajando afanosamente como si tratara de ahogar un grito.

— ¡Hugo! -exclamó-, he visto a Owen cruzando el patio con la espada desenvainada y he adivinado que venía hacia acá. Pero esperaba…

— ¿Encontrar a Owen vivo y a mí muerto? -preguntó Corbett, interrumpiéndola.

Maeve asintió con la cabeza, contemplando a Owen con el rostro desencajado por el terror.

— ¿Está muerto?

Corbett asintió con la cabeza.

— Mató a Gareth y vino para asesinarme a mí.

— ¿Por qué?

— ¿Y por qué no? -replicó Corbett, dejándose caer pesadamente en la cama-. Maeve, vos sabéis por qué razón me enviaron aquí. Sé que vuestro tío está conspirando contra el rey. Tiene que dejar de hacerlo. Felipe de Francia se sirve de él porque le conviene. Owen sabía que yo era un espía y me odiaba por eso y porque os amo.

— ¿Es cierto que me amáis? -Maeve se acercó a Corbett, pasando cuidadosamente junto al cadáver de Owen-.

Oh, inglés -añadió-, estoy aquí en mi castillo con el cadáver de un hombre que me hubiera defendido contra el mundo y, sin embargo, yo lo desprecio a causa de un inglés que es un espía y dice que me ama. Pero, ¿de veras me amáis?

Corbett asió sus blancas manos apretadas y la atrajo hacia sí para besarla.

— Con todo mi corazón -musitó en un ronco susurro-. ¡Venid conmigo, Maeve, os lo suplico!

Ella le dio un suave beso en la frente y le acarició una mejilla, recorriendo con la yema de un dedo el contorno de su boca.

— No puedo -contestó en voz baja-, pero vos tenéis que iros enseguida. -Acalló cualquier protesta de Corbett, cubriéndole suavemente la boca con sus dedos-. Debéis iros, pues, de lo contrario, mi tío os matará por la muerte de Owen. No os vayáis a caballo, sino por mar. Os enseñaré cómo. -Miró a su alrededor-. ¡Id en busca de Ranulfo ahora mismo! -le ordenó.

Corbett se levantó y estaba a punto de decir algo, pero, al ver la decidida expresión de su rostro, se apresuró a obedecer.

Encontró a Ranulfo en uno de los edificios anexos, protegiéndose de los ardientes rayos del sol de la tarde junto con algunos miembros de la guarnición. Estaba tratando de seducir a una moza que se empeñaba en hablar galés y se negaba a aceptar sus cumplidos. Corbett lo arrastró fuera, le explicó en voz baja lo ocurrido y, ahogando el horrorizado grito del joven con un fuerte puntapié en su espinilla, regresó con él a su habitación de la torre del homenaje. Temía que los soldados de la guarnición despertaran de su siesta y empezaran a hacer preguntas. No se hacía ninguna ilusión acerca de lo que iba a ocurrir en caso de que todavía se encontraran en Neath cuando se descubriera el cadáver de Owen. Maeve estaba todavía en la estancia.

La muchacha ya había llenado las alforjas y ajustado las correas. Ranulfo emitió un leve jadeo de temor al ver el cadáver de Owen, pero Maeve le ordenó que se callara y les hizo señas a los dos de que la siguieran. Bajaron rápidamente los peldaños de la torre del homenaje, pasando por delante de la sala principal del castillo en la que algunos criados ya habían reanudado sus tareas para gran alarma de Corbett, el cual oyó el gañido del perro del espetón, una pequeña criatura de espalda encorvada, que, atada a un poste de hierro, empujaba los dientes y las ruedas que hacían girar un enorme asador. Se oyeron unos gritos y apareció un gato con un ratón en la boca. Maeve salió con ellos de la torre del homenaje y, siguiendo su perímetro, llegó a una puerta de madera adornada con tachones de hierro y trató de correr el pesado pestillo,

Corbett miró nerviosamente a su alrededor: los soldados de la guarnición estaban despertando lentamente de su siesta vespertina, una moza cantaba suavemente y un perro se estaba desperezando sin prestar la menor atención a las moscas que zumbaban alrededor de su cabeza. Un grito quebraría muy pronto el silencio, cuando alguien descubriera el cuerpo de Owen o el de Gareth. Maeve volvió a empujar el pestillo y Corbett trató de vencer el miedo, moviéndose nerviosamente bajo el peso de las alforjas que llevaba colgadas de los hombros mientras Ranulfo gemía de temor a su lado. Al final, la puerta se abrió con un crujido. Maeve les dijo en voz baja que tuvieran cuidado y bajó muy despacio por unos peldaños resbaladizos. Unas antorchas cubiertas de pez ardían y parpadeaban desde sus oxidados candelabros, iluminando los húmedos muros.

Al llegar al pie de los peldaños, Maeve tomó una antorcha y los acompañó a través de un oscuro pasadizo, sorteando cuidadosamente los montículos de barro que cubrían el suelo. Había otros pasadizos que se irradiaban en distintas direcciones desde el pasadizo principal. Corbett comprendió que conducían a las mazmorras y los almacenes del castillo. Maeve, que encabezaba la marcha, volvió una vez la cabeza y les exigió silencio total con gesto autoritario. Corbett tosió e inmediatamente se dio cuenta de que el eco se propagaba por los pasadizos como el estruendo de unos pies calzados con escarpes. Se detuvo, se quedó paralizado como un conejo, pero, apremiado por los gestos de Maeve, la siguió por el pasadizo, que era cada vez más frío y oscuro. Corbett se preguntó adónde se dirigían. Una gélida brisa hacía parpadear y danzar la llama de la antorcha. Una rata se cruzó en su camino soltando un atemorizado chillido mientras, por encima de sus cabezas, se oían los susurros y aleteos de unos murciélagos. Un lejano fragor parecido al de los cascos de unos caballos antes de que sus jinetes los lanzaran al ataque lo indujo a detenerse hasta que se dio cuenta de que era el rugido del mar.

La cueva era cada vez más clara y húmeda. De pronto, doblaron una esquina y Corbett estuvo casi a punto de lanzar un jadeo de alivio al vez la luz del sol penetrando a través de la boca de la cueva. En cuanto salieron del pasadizo, el escribano miró a su alrededor y vio a su espalda los escarpados peñascos de Neath y, más allá de la arena y los guijarros, la vasta extensión del mar bajo un claro cielo azul. Maeve se detuvo y señaló la orilla.

— Si seguís la línea de las rocas, llegaréis a una pequeña aldea de pescadores. -Se quitó del dedo una sortija en forma de cruz celta y se la entregó a Corbett-. Entregádsela a Griffith el pescador. Decidle que os la he dado yo. Él os llevará bordeando la costa hasta Bristol.

— Maeve, ¿no queréis ir con nosotros?

— ¡Debéis iros, Hugo, os lo ruego! Ése es el único medio. Los hombres de mi tío os perseguirían y os darían alcance.

Corbett tomó su mano y la miró sonriendo.

— ¿Y lord Morgan no controla a los pescadores de los mares?

— No -contestó Maeve-. Debéis saber que tales derechos se los cedió vuestro rey al conde de Richmond. Mi tío está negociando para adquirirlos. ¿Por qué? ¿Sucede algo? -preguntó al ver la sorprendida mirada de Corbett.

— Nada -contestó Corbett en un susurro-. Nada en absoluto.

— Pues entonces debéis iros -dijo la joven, estampando un suave beso en su mejilla antes de dar media vuelta para retirarse.

— Maeve -dijo Corbett, sacándose del dedo la sortija de su difunta esposa-.¡Tomadla y no me olvidéis!

Maeve asintió con la cabeza, tomó la sortija y se alejó en silencio hacia el pasadizo.