CAPÍTULO XI

Corbett se pasaba casi todo el día paseando por el castillo y algunas veces asistía a las sesiones del tribunal que se celebraban en la gran sala. Morgan se acomodaba en un gran sillón de madera labrada y a su lado, encorvado en su escabel como un ratón asustado, se sentaba el padre Tomás, el capellán y secretario del castillo, temeroso de lo que tendría que ver y transcribir en el largo rollo de pergamino que tenía delante. Buena parte de los delitos eran pequeñas disputas sobre tierras y discusiones sobre propiedades. Sin embargo, la autoridad de lord Morgan era desafiada de vez en cuando por algún que otro falsario, cazador furtivo, ladrón o malhechor y en tal caso el castigo era duro, cruel e implacable, aunque, a su manera, fuera justo y equitativo.

Corbett vio juzgar y condenar a un cazador furtivo que inmediatamente fue sacado de la sala y enviado al patio del castillo, donde, con el brazo derecho extendido sobre un tajo, una espada le cortó limpiamente la mano a la altura de la muñeca. El hombre lanzó un grito y se medio desmayó mientras los verdugos se lo llevaban y le introducían el brazo amputado en una caldera de pez hirviente para cauterizar y sanar el ensangrentado muñón. Otros menos afortunados fueron condenados a la horca. Uno de ellos fue conducido a las almenas de la muralla con un lazo corredizo alrededor del cuello y, una vez allí, lo colgaron en la parte exterior para que muriera por asfixia mientras que los demás fueron conducidos en un gran carro de dos ruedas al gran cadalso del promontorio que se elevaba por encima de las embravecidas olas que rompían contra el acantilado.

En Neath se respiraba una atmósfera de terror, pero la situación podía pasar de un extremo a otro sin solución de continuidad. A la hora de cenar, los juglares recitaban poemas y relatos épicos y unos bardos de largas melenas cantaban tristes endechas sobre las glorias pasadas y los sueños perdidos. Corbett tenía que soportarlo en compañía del malhumorado Ranulfo. Ninguno de los dos entendía los cantos y las conversaciones, pues Morgan se empeñaba en hablar casi todo el rato en galés, por lo que los emisarios ingleses tenían que permanecer sentados como unos tontos, sabiendo por las risas o la expresión de los rostros de Morgan y Owen que ellos eran a menudo el blanco de sus crueles bromas y comentarios. Corbett observaba que Maeve simulaba participar, pero sus carcajadas sonaban falsas y la sonrisa jamás le llegaba a los ojos. Más de una vez, el escribano inglés la había sorprendido mirándole tristemente de soslayo con sus grandes ojos azules.

Pocos días después de la llegada de los enviados ingleses a Neath, Maeve decidió romper el tedio de los banquetes nocturnos de Morgan y, mientras los bardos se preparaban con todos los gestos y el aparato propios de los juglares profesionales, se levantó y se acercó a Corbett.

— ¿Os gusta nuestra música, inglés? -le preguntó, mirándole con expresión burlona.

— Me llamo Hugo -contestó Corbett-. Y vuestra música es decididamente mejor que vuestra conversación, aunque supongo que eso no es un cumplido.

La joven le miró haciendo pucheros.

— Muy bien pues, Huw -dijo, pronunciando deliberadamente su nombre en galés-. Vamos a cambiar esta situación. ¿Sabéis jugar al ajedrez? Quizá me podríais enseñar.

Corbett contempló su solemne y hermoso rostro y se mordió el labio para ahogar el grito que pugnaba por escapar de su garganta. Sabía que la seriedad de su semblante era una máscara y que por dentro la chica se burlaba de él, pero no le importó, pues se hubiera podido pasar toda una eternidad contemplándola como un ángel prendido en el ojo de Dios. Oyó una risita y vio hacia el fondo de la mesa el sonriente rostro de Owen.

— Bueno -dijo, lanzando un profundo suspiro-, me sentiría muy honrado si pudiera enseñaros a jugar al ajedrez.

Se levantó y acompañó a Maeve al asiento de una ventana.

Maeve llamó a un criado y éste regresó con una mesa, un tablero, un estuche con las piezas del ajedrez y una pequeña lámpara de aceite. Corbett no prestó la menor atención al murmullo de las conversaciones ni a las risotadas procedentes de la mesa donde los demás estaban cenando. Sólo veía a Maeve, sentada delante de él, sosteniéndose con las manos el rostro en forma de corazón mientras sus risueños ojos exploraban su turbación con fría expresión burlona. Corbett le explicó las complejas reglas del juego, le mostró las distintas piezas y le enseñó las jugadas más complicadas. Maeve asintió con la cabeza y le dio las gracias en un susurro antes de probar a hacer alguna jugada. Después, satisfecha del resultado, batió palmas y anunció que deseaba jugar toda una partida. Corbett accedió a su petición. Ya estaba oscureciendo, algunos de los invitados se habían retirado, unos pocos se habían congregado alrededor de los arpistas que todavía estaban tocando y otros se habían acercado a la mesita junto a la cual ellos dos estaban sentados. Corbett hizo unas cuantas jugadas al azar, diciendo el consabido j'adoube

[9] mientras empujaba las piezas sobre el tablero. Maeve contraatacó y, de repente, Corbett despertó de su sueño, pues la joven estaba respondiendo con inteligentes y sutiles jugadas hasta que, de pronto, lo derrotó. Corbett contempló el tablero y después examinó el preocupado rostro de Maeve.

— ¡Habéis ganado! -exclamó-. Sois…

Sus palabras quedaron interrumpidas por la cantarina carcajada de Maeve, la cual se estaba cubriendo el rostro con sus largos y hermosos dedos para disimular la risa mientras las lágrimas le bajaban por las mejillas. Corbett la miró y después contempló el sonriente círculo de rostros que los rodeaban. Esbozó una sonrisa, se encogió de hombros para disimular su sorpresa e, inclinando la cabeza ante la joven, se levantó y se alejó, cruzando la sala. El rumor de las pisadas de unas sandalias lo indujo a volver la cabeza. Maeve se acercó a él y lo tomó del brazo.

— Vamos -le dijo en tono burlón-, ¡sé jugar al ajedrez mejor que cualquier hombre! No os ofendáis, os lo suplico -dijo, comprimiéndole el brazo-, era solo una broma. Salgamos a tomar un poco el aire nocturno desde la torre.

Corbett la miró con una sonrisa, confiando en que ella no percibiera la violencia de los latidos de su corazón causada por la cercanía de su presencia. Mientras subían por la estrecha escalera, Maeve se apoyó en su brazo y él sintió el roce de su sedoso y perfumado cabello contra su rostro. Al llegar a la puerta del parapeto, Corbett descorrió los pestillos y ambos salieron al tejado de la torre. Ya había oscurecido y sólo un leve resplandor rojizo hacia el oeste señalaba el ocaso mientras soplaba una fuerte brisa marina y las estrellas brillaban en el cielo como unas joyas en un cuarto oscuro. Ambos se acercaron al muro almenado y oyeron el distante murmullo de las olas que rompían contra las rocas y los sonidos procedentes del patio del castillo.

— Siempre me ha gustado el ajedrez -dijo Maeve, quebrando repentinamente el silencio-. Desde que mis padres murieron en las guerras galesas, vivo aquí con mi tío. El juego del ajedrez nos ayuda muchas veces a disipar el tedio de las interminables jornadas del castillo.

— Sabéis jugar muy bien -comentó Corbett.

Volviéndose de espaldas a la muralla, Maeve le miró dulcemente. En medio de la penumbra, el escribano observó que su rostro estaba sereno y tranquilo y que la fingida solemnidad había desaparecido.

— He leído varios tratados, incluido el poema De Shakie Ludo

[10] -explicó Maeve-. Me gusta recibir visitas, pues siempre son un nuevo reto para mí.

— ¿Sabéis leer?

— Latín y francés.

Corbett contempló las sombras que los rodeaban.

— ¿Y sois feliz aquí, en Neath?

— Es mi casa.

— ¿Y lord Morgan?

Maeve le miró sonriendo.

— Es un hombre extraño. ¿Sabéis que odia a los ingleses?

Corbett asintió con la cabeza.

Maeve apartó la mirada.

— ¿Quién no los odiaría? ¡Mataron a mis padres, incendiaron medio Gales, mataron a nuestros caudillos, construyeron grandes castillos como el de Caernarvon y dividieron nuestro reino en condados ingleses gobernados por parientes del rey Eduardo!

Corbett no pudo por menos que mostrarse de acuerdo. Había combatido en Gales y había sido testigo de las crueldades y la barbarie de ambos bandos: hombres crucificados, niños arrojados a los pozos, mujeres violadas hasta morir. Prisioneros ingleses desollados vivos o clavados a los árboles.

— ¿Y vos nos odiáis, Maeve? -preguntó.

— No, sólo aborrezco vuestro afán de aplastar y conquistar -contestó la joven, volviéndose para contemplar la oscuridad de la noche-. En el sur de Gales se han producido hechos muy extraños. Dicen que este camino de aquí abajo conducía a Camelot, la corte del rey Arturo, y que las antiguas tribus de los siluros, que se alimentaban con carne humana y ofrecían sacrificios a los dioses del bosque, aún siguen viviendo en la espesura. -Maeve se arrebujó en su capa y señaló la playa con la cabeza-. Y, sin embargo, es el mar el que nos ofrece los espectáculos más extraños, por ejemplo, los pequeños cuerpos morenos que la marea empuja hacia la orilla. Las hechiceras dicen que proceden de una tierra del oeste.

Corbett sonrió y se acercó un poco más a las almenas. Muy pronto averiguaría por qué razón la muchacha lo había conducido allí arriba. El escribano era un cínico. Ninguna bella mujer, pensaba, querría estar a solas con él. Tenía que haber un motivo, algo que a ella le interesara. Siempre lo había. Corbett sintió que la mano de la joven le comprimía el codo, se volvió y vio su rostro tan bello como la noche, mirándole. Maeve se acercó un poco más, le dio un suave beso en los labios y se alejó corriendo.

Corbett no estaba acostumbrado a semejantes franquezas. Quizá su esposa María hubiera hecho algo semejante o tal vez su amante Alicia, una asesina que ya llevaba diez años muerta y tenía un temperamento sutil, complicado y tortuoso. En cambio, Maeve era natural y sincera en todo lo que hacía. Al día siguiente, la joven lo buscó y reanudó con él la conversación y los besos de la víspera.

Corbett pensó que Maeve estaba allí para vigilarle e informar a su tío de sus acciones, pero después se avergonzó de sus sospechas y las consideró indignas de él. La muchacha le dijo que era demasiado serio y estirado, pero que a ella le hacía gracia porque, en el fondo, era un hombre tímido y asustado que necesitaba reírse un poco más. En los días siguientes Corbett tuvo ocasión de hacerlo, pues Maeve salió varias veces a cabalgar con él por la hermosa campiña que rodeaba el castillo.

La muchacha trató de enseñarle algunas palabras galesas, pero desistió de su intento y se burló de él, diciéndole que era demasiado insensible a las sutilezas de aquella lengua. Después consiguió que le contara su pasado y él le habló de su mujer, de su trabajo en la Cancillería e incluso de Alicia y de la gran conspiración de Londres que él había logrado destruir diez años atrás.

Al principio, Corbett se mostró un poco cauteloso, pero enseguida empezó a parlotear como un chiquillo, fascinado por el mudable temperamento de aquella extraña y bella mujer que, en determinado momento, se burlaba tímidamente de él y, al siguiente, le echaba un sermón sobre las glorias pasadas de Gales y los saqueos del rey inglés.

Maeve fue muy sincera a propósito de la visita de Corbett a Neath.

— Mi tío lord Morgan -dijo en cierta ocasión- es un bellaco y un bribón, un hombre muy duro que odia al rey Eduardo y de buena gana se levantaría contra él si se le ofreciera la oportunidad de hacerlo. Pero -añadió en tono sombrío- el precio del fracaso sería demasiado alto. Ya se ha rebelado una vez y ha sido perdonado. La próxima vez, puede que sufriera el mismo destino que el gran príncipe David, el hermano de Llewellyn.

Corbett prefirió cambiar de tema. Temía que Maeve provocara una disputa, acusándole abiertamente de ser un espía. Además, no quería que Morgan se ofendiera por el hecho de que un inglés cortejara a su sobrina. Pero, curiosamente, el viejo bribón se limitó a reírse y a darle una palmada en el hombro. Por lo visto, pensó Corbett, Maeve era la única persona a quien lord Morgan temía.

Owen, el capitán de la guarnición, ya era otra cosa. Sonreía un poco más que al principio, pero sus ojos oscuros le miraban con furia asesina cada vez que se tropezaba con él, y hasta Ranulfo, ya inmerso en la rutina del castillo, le había pedido a su amo que tuviera más cuidado. Una vez Maeve lo acompañó al patio del castillo, donde Owen estaba adiestrando a sus hombres. Hugo estaba acostumbrado a las falanges montadas de los caballeros ingleses, un festival de color en el que los caballeros, protegidos por cotas de malla y petos adornados con multicolores dibujos heráldicos, cargaban y rechazaban las cargas del enemigo con espadas, mazas y lanzas romas según las reglas de los torneos y las justas. Sin embargo, aquello era distinto. Cuando Owen le vio con Maeve en los peldaños de la torre del homenaje, eligió a uno de sus hombres y escenificó un simulacro de combate no sólo para deslumbrar a la joven, sino también para advertir al inglés.

Corbett experimentó una punzada de celos cuando Maeve aplaudió con entusiasmo la proeza de Owen, pero no tuvo más remedio que alabar a regañadientes al galés, jurando en su fuero interno que, si alguna vez se enzarzara en una pelea con él, se vería obligado a descargar el primer golpe y matarlo, pues Owen era un guerrero nato. Owen y su oponente combatían montados en unos resistentes caballos de montaña que se volvían y giraban sobre sí mismos en cuanto sus jinetes les comprimían los flancos con la rodilla o el muslo. Ambos hombres llevaban cota de malla, polainas y botas de cuero hervido, y se protegían la cabeza con unos yelmos cónicos provistos de carrilleras y nasales. Cada uno de ellos sostenía un pequeño escudo redondo y, tratándose de un simulacro, unas espadas romas que, a pesar de todo, podían producir graves heridas. Los jinetes cargaron y se rodearon el uno al otro. La habilidad de Owen era tan grande que los espectadores emitían jadeos de admiración cuando daba la vuelta y esquivaba los golpes de tal forma que caballo y jinete parecían una sola cosa. Una y otra vez, Owen conseguía burlar la guardia de su adversario y le golpeaba el pecho y el estómago con la parte plana de la hoja de su espada.

Al final, Owen se cansó del juego, interrumpió el combate y se alejó. Su adversario cargó contra él con la espada extendida mientras los cascos de su caballo golpeaban el suelo con fuerza. Owen dio media vuelta para recibirle, pero no se lanzó al galope. Corbett pensó con una punta de malicia que Owen se estaba confiando demasiado y que su adversario lo iba a derribar. Los jinetes se encontraron y Corbett vio cómo Owen se agachaba bajo la espada de su adversario y, mientras éste pasaba por su lado, obligaba a su montura casi a arrodillarse en el suelo para golpear con su espada la parte posterior de la cabeza del otro jinete y lo dejaba tendido en el suelo sin sentido. Los espectadores lanzaron vítores de entusiasmo, Owen se quitó el yelmo y, levantando la espada, saludó a la jadeante y emocionada Maeve, cuyas mejillas se habían teñido de arrebol. Después dirigió una prolongada mirada asesina a Corbett.

El escribano inglés sólo se preocupó por el amor de Maeve, pues siempre que ambos salían a pasear a caballo por la campiña, ella lo besaba y abrazaba con una pasión cada vez más apremiante. Corbett hubiera querido llegar un poco más lejos y esperaba que Maeve lo invitara finalmente a visitarla en su cámara. Se lo insinuó sólo una vez, pero ella le contestó en tono ofendido que no pensaba regalarle su virginidad a un inglés que estaba allí sólo de paso. Corbett estaba casi seguro de que la joven no hubiera deseado que él se fuera, pero ya llevaba cuatro semanas en Neath y sabía que el rey Eduardo estaría aguardando con impaciencia su regreso, aparte el hecho de que su continuada presencia en aquel lugar ya estaba empezando a aumentar la atmósfera de tensión que se respiraba en el castillo. Maeve lo amaba, pero disimulaba sus sentimientos con una agridulce actitud de burla. Morgan no le prestaba la menor atención, Owen seguía sus pasos como un cazador y Ranulfo, aburrido y asustado por la abierta hostilidad de Owen, no paraba de preguntarle cuándo regresarían a Londres.

Por su parte, Corbett se preguntaba ansiosamente si Morgan les permitiría abandonar sanos y salvos el país y, en caso de que se lo permitiera, si Owen y sus hombres obedecerían la orden de su señor. Sin embargo, lo que más lo preocupaba era la esperada reacción del rey Eduardo: había averiguado muy pocas cosas en Neath y lo que había descubierto no constituía ninguna novedad: Morgan estaba deseando rebelarse, pero no existían pruebas, nada que pudiera relacionarlo con los franceses o con el traidor del consejo de Eduardo. Corbett había preguntado aquí y allá siempre que podía, pero las respuestas eran siempre unos semblantes inexpresivos. Maeve le dijo que recordaba a Talbot e incluso el día en que éste había abandonado el castillo de Neath para siempre.

— Hubo una fuerte discusión entre Talbot y Owen -comentó-. Talbot pedía que le permitieran marcharse, pues estaba allí por deseo del rey, pero Owen se mostraba contrario a su partida.

— ¿Por qué? -preguntó Corbett-. ¿Qué motivo tenía Owen para retener a Talbot?

— No lo sé -contestó Maeve en tono malhumorado, frunciendo el entrecejo-. ¡Sólo oí que Owen decía a gritos que Talbot había estado entre las sillas de montar!

— Pero eso es absurdo. ¿Las sillas de montar? ¿Qué tienen de especial las sillas de montar?

— Cualquiera sabe -contestó Maeve-. Mi tío ordenó a gritos a Owen que dejara marchar a Talbot, pero no sin que antes se hubieran enviado a unos jinetes para advertir a los hombres que estaban reconociendo el territorio de que Talbot emprendería el viaje. Poco después de su partida, Morgan envió a Owen y a un grupo de jinetes tras él. -Maeve se encogió de hombros-. ¿A quién le importaba Talbot? Era un espía inglés. Nadie lloró su muerte.

Corbett estuvo a punto de preguntarle si también pensaba que él era un espía inglés y, muy particularmente, si alguien, y especialmente ella, lloraría su muerte.