12

El representante de la agencia de viajes hablaba un inglés perfecto, aunque teñido de un acento indefinible. Su obsequiosidad molestaba a Angie, pues tal actitud contrastaba con la dureza del tono empleado para dirigirse al mozo del aeropuerto de Niza. Tampoco Frank se hallaba muy a gusto en su camisa hawaiana de colorines, pero lo que más le disgustaba era el sombrero de tejano beige claro que se había visto obligado a encasquetarse. El representante insistió en que el Mercedes 280 SE de alquiler que aguardaba a los señores «Harrison» fuese conducido por un chófer de la compañía Avis, lo cual les permitiría acompañarle y disfrutar de sus servicios como cicerone hasta llegar a la ciudad. Frank se opuso enérgicamente.

—Prefiero conducir; le seguiré.

El verdadero motivo era que temía ser objeto de nuevas burlas por parte de sus hijos, Vince y Glenda, a quienes divertía enormemente el disfraz de su padre.

—¿Has visto qué lacayo de opereta? —se burló Angie, imitando los modales del representante—: «Sus domésticos llegaron ayer a Marsella; el mayordomo de usted afirmó que estaba apoderado para firmar el inventario. Sin embargo, le agradecería se sirviera confirmarlo. Y los amigos de ustedes vinieron a informarme de que llegaban hoy: el señor y la señora Wallis, ¡qué pareja tan encantadora! ¡Cuánto nos gustaría que todos nuestros clientes fuesen como ustedes!» De hecho, nos ha tomado por unos millonarios ávidos de sensaciones morbosas.

—De acuerdo —replicó Frank, cada vez más fastidiado—. Es su oficio, ¿no?

—¿Qué es un mayordomo, papá? —preguntó muy serio Vince.

—Es un criado que se encarga de mandar a los demás criados de una casa grande, cariño. Ya te lo explicaré.

—¡Ya lo sé! Es un lacayo jefe. ¿Va a ir vestido de smokin? ¿Va a traerme el periódico abierto por la página de las historietas?

—¿De dónde saca todo eso? —barbotó Frank.

El extravagante Mr. Ruggles. Charles Laughton, por la CBS, el pasado mes de febrero —respondió Angie.

—Yo también me acuerdo —habló la pequeña Glenda.

—Oye —continuó Frank—, cuando hayamos llegado, llévate a esos dos monstruitos y mételos en la bañera, mientras yo despacho al payaso de la agencia.

—¡Me gusta más bañarme en el mar, y no en una bañera! —ceceó Glenda en tono vindicativo.

—Más vale que te rindas —se burló su hermano—. Es el sheriff que desenfunda más rápido de todo el Oeste, ¿no es verdad, sheriff?

Angie no pudo contener la risa. El rostro de Frank siguió impasible debajo del sombrero tejano.

—Les dejas que vean cualquier cosa de las que dan por televisión —gruñó.

—Cierto, Frank, y casi siempre sentados en tus rodillas, teniendo que soportar además tus comentarios de una ingeniosidad más o menos comparable a la de los diálogos de la película.

El no replicó. El coche que les precedía empezaba a enfilar la caravana de Fréjus. Rodaron despacio hasta Saint-Aygulf, obstaculizados por las filas de coches aparcados a los dos lados de la recta que bordeaba la playa. Luego iniciaron las curvas de la ruta costera. A la altura de la punta de Issambres, el Chevrolet redujo la marcha; el representante de la agencia gesticulaba sacando el brazo izquierdo por la ventanilla, con insistencia febril.

—¿Qué le pasa a ese imbécil? —preguntó Angie.

—Quiere indicarnos la majestuosidad de lo que, según cree, es la meta de nuestras vacaciones: ¡el «Vacamarat circus»! Es como para ponerse a vomitar...

Angie desvió la mirada hacia la bahía, y exclamó:

—¡Cristo!

Los niños, que iban atrás, descubrieron al mismo tiempo el alucinante espectáculo.

—¿Has visto, papá? —gritó Vince.

—He visto.

La titánica masa flotaba de norte a sur, con su costado de babor iluminado por el sol poniente, y rodeada de un enjambré multicolor formado por cientos de embarcaciones que giraban, respetando la distancia impuesta, como un carrusel morboso. Recorrieron todavía cuatro kilómetros más; la carretera se alejaba de la playa, separada de ella por los parques de las residencias privadas. El intermitente izquierdo del coche guía se puso a parpadear; franquearon un gran portal de verja y enfilaron un camino de grava cuidadosamente apisonada. Frank detuvo el Mercedes detrás del automóvil que les precedía.

Donald y Philip esperaban al pie de la escalera, vistiendo ligeros uniformes de hilo con chaquetas de «cuello Mao». No tenían aspecto patibulario, y desempeñaban a maravilla su papel de criados de unos plutócratas de la última jornada. Jane y Gerald «Wallis» hicieron su ruidosa aparición. Gerald llevaba en la mano un vaso gigante de «scotch», mordía un puro habano de los grandes y dejaba colgar sobre su vientre una filmadora super 8 con toma de sonido. En una perfecta imitación de acento tejano ladró, después de descargar una palmada sobre los hombros de Angie:

—¡Hola, paisano! ¿Has visto qué espectáculo ahí fuera? Llevo tomados más de trescientos metros de película.

—¡No he visto nada tan divertido desde el terremoto iraní del año setenta y dos! —replicó Frank, completamente en serio.

—¿Me hace el favor de la firmita...? —les interrumpió tímidamente el hombre de la agencia.

—OK, dame ese papelote.

El hombre extrajo con presteza de su cartera un grueso manojo de papeles. Apoyándose en el techo del Mercedes, Frank rubricó todas las páginas sin molestarse en leerlas, junto a las firmas de su falso mayordomo. Luego firmó en la última página y tendió el contrato al representante. Angie había desaparecido con los niños hacia el interior de la casa. Sacando de su camisa un impresionante fajo de dinero, Frank metió cien dólares en el bolsillo delantero de la chaqueta del agente, cuidando de que sobresaliera bien el billete.

—¿No estuvieron ustedes aquí el cincuenta y nueve, cuando la catástrofe de Fréjus? —preguntó el hombre, procurando ser amable.

—¡No! Lo habíamos pensado, pero entonces hubo un corrimiento de tierras en el Perú, con más de cinco mil muertos, y ¡dónde va usted a comparar! —interrumpió Wallis—. Ahora lárgate, Totó, que he de enseñarles tu barraca, y esta noche tenemos invitados.

Don Giulio les había presentado sumariamente a todos en Nueva York, pero Frank no sospechaba que fuesen tan buenos actores. Ahora que... ¡veinte mil dólares por sólo un mes! Les habían cobrado más del doble, pese al gran número de cacharros modernos, a la situación de la casa lejos de la carretera, con su parque, su playa particular protegida por setos de cañizo, su terraza que habría podido servir para dos pistas de tenis, su ascensor hasta el garaje con capacidad para seis automóviles, sus dormitorios, todos con salida a la terraza, y las confortables dependencias para el servicio en la parte posterior. El propietario debía asemejarse mucho al tipo de personajes que ahora ellos fingían ser.

—¿Alguien sabe a quién pertenece esta «choza»? —preguntó Frank al salir a la terraza, acompañado por Gerald Wallis.

—Es de un farmacéutico alemán.

—¿Farmacéutico?

—En fin, debe tener unos veinte laboratorios. Parece ser que la contribución para el rescate le dejó sin numerario de momento. Aquí era donde se corría sus juergas.

Vallis se repantingó en un sofá-columpio; Frank tomó asiento enfrente, en una mecedora.

—¿Dijiste algo de invitados esta noche?

—¡Exacto! Traerán todo el material en los portaequipajes de los coches.

—¡Perfecto! Que lo suban en seguida. Mañana por la noche empezaré.

—¿Tran pronto?

—Mira viejo, para mí esto no son unas vacaciones.

—No he dicho eso, pero, ¿no sería mejor hacer un ensayo?

—No serviría más que para descargar las baterías de mi propulsor submarino. Y fíjate en el barco: está girando lentamente sobre su anclaje. De noche debe quedar orientado de oeste a este, es decir, presentándonos la proa. Esto significa que su longitud se suma a la distancia que habré de recorrer, ¡y son trescientos noventa metros!

—Eso no lo entiendo.

—Tienen una sonda que capta en profundidad gracias a unas ondas en forma de V. Si paso de largo por su campo, me tomarán por un pez grande o un banco de peces pequeños, pero si me detuviera para trabajar en la proa, podrían extrañarse.

Angie y Jane se asomaron por una de las ventanas del piso superior.

—Vamos a bañarnos con los niños.

—OK. Ten cuidado con Glenda. Hay poca profundidad hasta adentrarse ocho metros; luego es una fosa.

—Sé nadar más que tú —gritó la niña.

A las tres de la madrugada la fiesta continuaba en la terraza. O mejor dicho, los invitados lo aparentaban a la perfección. El petrolero era el único lugar desde donde pudiera vérseles. En el garaje, Frank, Gerald, Donald y Philip acababan de montar el material. Frank verificó la perfección de su funcionamiento, y se ocupó personalmente de repartir varios accesorios en tres sacos cilindricos impermeables, provistos de ventosas. El propulsor submarino había sido colocado sobre una plataforma con ruedas que lo mantenía a cincuenta centímetros del suelo. Parecía un largo torpedo gris; la hélice de tres palas estaba ceñida verticalmente por el alerón en media luna del timón. De los costados sobresalían dos culatas con sendos gatillos dobles. Los de la izquierda servían para accionar, uno la puesta en marcha y la velocidad de la hélice, y otro el timón de profundidad; los de la derecha gobernaban el movimiento del timón de dirección. La empresa de San Francisco poseía una veintena de estos aparatos, cuyo concepto no tenía nada de revolucionario; una versión primitiva de los mismos era empleada ya por el equipo del comandante Cousteau en 1950. La única mejora importante del nuevo modelo consistía en la aplicación de baterías de isótopos, las cuales, por su peso y volumen reducidos, permitían una mayor acumulación de electricidad y, en consecuencia, una velocidad de hasta tres nudos para una autonomía de cinco millas dentro de la profundidad máxima de cincuenta metros. Cuando quedaban montados los tres elementos de que constaba, la longitud total era de tres metros cincuenta, y el diámetro máximo de sesenta y cinco centímetros.

Frank y Gerald aplicaron las cuatro ventosas del primer saco al casco del propulsor. Frank se puso a dar vueltas a una de las pequeñas llaves que tenía cada ventosa; la aspiración creada mejoraba la adherencia. Al mismo tiempo ordenó:

—¡Vamos! El otro saco, al lado izquierdo.

—¿No sería mejor poner el propulsor en el suelo?

—¡Qué va! El empleo de estas ventosas es la base de nuestro oficio. Su forma está proyectada especialmente para adherirse al casco del propulsor. No las arrancarías con un camión de diez toneladas!

En efecto, la cuádruple succión retuvo los dos sacos sin dificultad. La última operación fue arrimar, siempre por el mismo sistema de ventosas, un rollo de dos mil quinientos metros de cable eléctrico, cuidadosamente bobinado sobre un tambor.

—¿Qué hora es? —preguntó Frank.

—Las tres y diez.

—¿Se han emborrachado los de arriba?

—No demasiado, creo.

—¡Vamos a verlo!

Las consignas habían sido cumplidas, pero de un modo relativo; las ocho parejas distaban mucho de hallarse en ayunas. Frank observó que, en conjunto, las ocho chicas eran bonitas, mientras que el tipo y la catadura de sus acompañantes masculinos resultaban mucho más dudosos. Angie se reunió con su marido, que no quiso bailar, pero se dejó conducir hasta el columpio, donde se tumbaron ambos. Angie había bebido; abrazó nerviosamente a Frank y murmuró:

—Tengo miedo.

Frank se apartó suavemente y respondió:

—No hay motivo; todo saldrá bien.

Ella farfulló:

—¡Es una cochinada!

—Es una cochinada para los peces y para los pescadores. El espectáculo de esta tarde ha acabado con todos mis escrúpulos. Que esos cretinos repugnantes que daban vueltas alrededor del barco se vean obligados a mojarse el culo en otra parte, para mí no es caso de conciencia. Y ellos representan el noventa por ciento de la fauna que pulula por esas playas, ¡y los que no están aquí se mueren de envidia por imitarles! En todo caso, el viejo del Bronx hace las cosas bien. ¿De dónde ha sacado esas ocho zorras?

—¿Conque es eso lo que te interesa, cerdo? La verdad es que no están del todo mal... ¡Ah!, pero si es verdad; olvidaba tu afición a las dependientas de supermercado.

—No seas tonta. Me preguntaba por qué se habrá fiado de ellas; es un hombre que no deja nada al azar.

—Los fulanos pertenecen a la asociación, y ellas pertenecen a los fulanos. ¡Así de sencillo!

—¡Evidentemente! Bien, ahora corre la voz: ¡Todos en pelotas!

—¡Frank! ¿Te has vuelto loco?

—Nunca he hablado tan en serio. Vamos todos a tomar un «baño de madrugada». Necesito un poco de diversión para instalar la primera parte del cable; con eso adelanto media hora para mañana. ¿Entendido? Es probable que estén observándonos desde el barco, ¿no es natural?

—Ayúdame a quitarme el vestido.

Frank abrió la cremallera del vestido de cóctel de Angie. Esta se puso en pie y reclamó atención, cosa que obtuvo sin dificultad, pues al mismo tiempo el vestido cayó a sus pies.

—¡Oídme, amigos! —exclamó—. ¡Todos en pelotas!, y no os quedéis quietos como estatuas, que a lo mejor nos están viendo. Hemos de desviar la atención.

Con un gesto grácil se quitó las transparentes bragas y el sujetador. Los hombres obedecieron con menos entusiasmo que sus compañeras, mas no obstante acabaron por participar en la insólita exhibición. Las mujeres se metieron en el ascensor, mientras los hombres tomaban por la escalera; todos se lanzaron alegremente a las tibias aguas.

En el garaje, Frank enchufó un grueso cable blindado de veinticuatro metros al transformador, en ese momento desconectado de la red. Alzando apenas la puerta basculante que daba a la playa, desenrolló el cable provisto de una toma en su extremo libre. Se desnudó por entero y salió a su vez al exterior, recorriendo a gatas los escasos metros de playa mientras tendía el cable. Entró en el agua a cuatro patas y luego emergió en medio del grupo, que disfrutaba con regocijo del imprevisto baño.

—¿Tienes la máscara, los patos y el tubo? —preguntó a Gerald.

—A mis pies.

Frank se sumergió, calzándose los pies de pato y ajustándose la máscara antes de volver a la superficie. Se metió la pieza protectora del tubo entre los dientes y empezó a nadar, propulsándose con los patos, para desenrollar el cable hasta que no le quedó en las manos sino la toma de corriente. Al sentir la tensión del cable, Frank ganó profundidad. A cinco metros descubrió, como esperaba, en fondo rocoso, y aseguró la pieza terminal en una grieta. Deshaciendo camino, ordenó a todos que formasen alboroto a su alrededor. Entonces excavó en la arena un pequeño surco, en el que hizo desaparecer el tramo de cable tendido entre el garaje y el mar.

Mientras se vestían en el salón y en la terraza, Frank les dijo:

—Espero que os haya gustado, porque mañana habrá otra sesión a las doce en punto. Será mejor que estéis aquí a partir de las nueve. ¡Buenas noches!

Desde la cabina del capitán que ocupaban él y Alie, Bruce había observado la escena con sus prismáticos. Estuvo durante una hora en su puesto de observación, como si le hubieran atornillado allí. Despertándose por quinta vez, Alie encendió un cigarrillo y exclamó furiosa:

¿De qué tienes miedo, maldita sea? ¡Ven a dormir!

—No tengo miedo. Estoy recreándome la vista.

—¿Qué?

—Ven a verlo. Hay un grupo de americanas que acaban de obsequiarme con un strip-tease a la luz de la luna. Estoy esperando a que empiece la orgía.

—Que eras un maníaco sexual, ya lo sabía, pero ignoraba que fueses además un pervertido.

—También es novedad para mí, pero lo encuentro interesante. ¡Mierda!, ahora se meten en la casa; el baño les ha dado frío.

Alie se levantó y le quitó los prismáticos.

—¿De dónde sacas que sean americanas?

—¿He dicho americanas?

—¡Seguro!

—Pues ha sido una reacción inconsciente: sus vestidos, su manera de beber, sus jetas, sus piernas, sus culos... ¡yo que sé!

—Sí lo sabes, y además tienes razón. Ven a dormir; se han largado ya.

A las seis de la madrugada se puso a sacudir a Bruce, quien abrió un ojo, iracundo:

—¿Qué?

—Bruce, había algo muy raro en el comportamiento de esa banda.

—¿El qué?

—No lo sé. Estaban en pleno cachondeo, y no se les ocurre sino volver a vestirse y entrar.

—Ya te dije que debieron enfriarse por el baño.

—Nosotros dos nos hemos bañado de noche muchas veces, pero la cosa nunca ha terminado así.

—¿Cuándo acabarás de meterte en la cabeza que yo soy un superhombre, un tío excepcional?

—¡Anda ya! Duerme. ¡Me aburres!

Faltaban dos minutos para la medianoche. Los nudistas hacían la pared delante de Frank, quien se arrastraba por la arena como un molusco. Llevaba su combinación de hombre rana, y las tres botellas de oxígeno de la escafandra autónoma a la espalda. Delante de él, tendidos de espaldas, Donald y Philip hacían avanzar alternativamente el propulsor submarino volteando la plataforma. La barrera protectora humana entró en el agua, salpicándose unos a otros con gestos de niños jugando en la playa. Todo el dispositivo fue botado sin más problemas. Frank se metió la embocadura de la escafandra entre los dientes y conectó el sistema de alimentación interna; en seguida se hundió con su propulsor hasta quedar a dos metros del fondo. Accionando un simple pestillo, se deshizo de la plataforma, y luego puso en marcha la hélice a velocidad mínima. Ante él sólo veía los tres instrumentos fosforescentes: el indicador de profundidad, el velocímetro con el totalizador de millas recorridas, y el compás.

Después de recorrer unos diez metros, paró el motor y se dejó caer hasta el fondo. A menos de un metro halló el extremo del cable instalado la noche anterior, cosa que le confirmó la absoluta exactitud del compás. Desenganchó la toma de corriente, de dimensiones un poco inferiores a las de su puño, y fijó sobre ella el enchufe que había metido en su cinturón lastrado antes de soltar el propulsor. Atornilló el manguito de acero que aseguraba la solidez y la estanqueidad del empalme y luego, guiándose por el cable, recuperó su propulsor.

Puso en marcha el aparato, y avanzó lentamente hasta una profundidad de veinte metros. Entonces puso el motor eléctrico a la potencia máxima, maniobrando únicamente los gatillos de orientación según las indicaciones de los instrumentos. Se dejó llevar durante veinte minutos, crispado, con la vista fija en la aguja del compás, cuyas menores desviaciones compensaba con los mandos. La proa del propulsor estaba cubierta de un grueso protector de goma, que le habría permitido chocar, sin ningún peligro, con el casco del «Vacamarat». Pero él se proponía evitarlo; le gustaba hacer un trabajo perfecto, y esa inclinación se decuplicaba cuando actuaba en inmersión. Instintivamente soltó el gatillo del motor cuando consultó el cuenta-millas: debía de hallarse a pocos metros del casco, cerca de la popa. Aunque la oscuridad era absoluta, notaba la proximidad de la aplastante masa. Avanzó dando breves ráfagas de corriente al motor; la nariz de goma del torpedo rozó entonces el casco y él se aproximó, tocando el acero con la mano desnuda. Puso los timones de profundidad al máximo y disparó el motor durante tres segundos. El propulsor picó hacia abajo, arrastrándole al fondo. A los veinticinco metros comprendió que estaba alejándose de la pared y rectificó un poco el ángulo de descenso... veintiséis... veintisiete... veintiocho metros. Estaba debajo del barco, a treinta centímetros por debajo. Continuó diez metros en horizontal, y sólo entonces se arriesgó a encender la linterna eléctrica, cuyo cono de luz proyectó verticalmente. La claridad se quebró a escasos centímetros, interrumpida por una pared sin límites que parecía horizontal, por efecto del gigantismo de la superficie cilindrica que constituía el fondo del casco.

Frank podía ya alumbrarse con la linterna sin temor a ser visto desde arriba. Le faltaba localizar el eje central, cosa que le llevó tres minutos. Hizo entonces un viaje de ida y vuelta hasta la popa; a veintitrés metros de distancia descubrió, a la luz de su lámpara, la pala de la hélice descomunal. Apagó, dio media vuelta a su aparato, encendió de nuevo y recorrió, en sentido inverso setenta y cinco metros a lo largo del eje mediano; luego remontó diez metros sobre el costado de estribor del petrolero. Consultó su cronómetro; pasaban cuarenta minutos de medianoche. Se había adelantado en cinco minutos al tiempo previsto.

El propulsor parado flotaba entre dos aguas, pues el aire contenido en los sacos compensaba el peso de la carga. Frank accionó las pequeñas palancas de las ventosas que sujetaban el saco del lado derecho; al entrar agua en las ventosas, éstas se despegaron. Una vez suelto, el saco tendía ligeramente a escapar hacia arriba; en cambio, el propulsor pareció algo desequilibrado. De una funda que llevaba atada a la pierna sacó una de las diez ventosas dobles y la fijó sobre el casco, al cual se adhirió perfectamente, pese a estar pintado con un granulado anticorrosivo. Al lado opuesto de la doble ventosa fijó el propulsor, el cual quedó así sólidamente sujeto. Repitió la misma operación con el saco, pero utilizando sólo una de las cuatro ventosas de éste. A continuación invirtió varios minutos en desenrollar los seiscientos metros de hilo eléctrico sobrantes, que se hundieron poco a poco. Cogiendo el extremo, se metió el enchufe en el cinto; luego cogió el saco, cuya cremallera descorrió un centímetro.

El aire escapó en burbujas pequeñas, que difícilmente llamarían la atención arriba. Eso llevó también varios minutos, pero ahora Frank iniciaba el automatismo de su trabajo habitual, cien veces repetido. Abrió la cremallera en toda su longitud y extrajo del saco un accesorio familiar: un soplete electrónico Robot, de propulsión oxiacetilénica, cuyo cuerpo —su volumen sería como mucho de un metro cúbico— se adhería mediante ventosas a cualquier superficie submarina plana o curva. Fijó el dispositivo a cinco metros del propulsor y del saco, y luego atornilló el brazo giratorio perpendicular del aparato; sobre dicho brazo se desplazaba a voluntad el cabezal del soplete. Accionado electrónicamente, era como la rama móvil de un compás; según la distancia a que estuviese el cabezal sobre la guía, el instrumento podía cortar en círculo desde diez hasta ciento cincuenta centímetros de radio, y ello sobre aceros hasta tres veces más espesos que el del casco del «Vacamarat». Desplazó el cabezal del soplete sobre el brazo graduado hasta obtener un radio de corte de cincuenta centímetros; luego, sacándose del cinturón el enchufe, lo metió en la toma a red de la máquina. Previamente había lubricado los tres polos de contacto con una grasa especial, para estar seguro de que entrasen sin dificultad. Ajustó la velocidad de giro y apretó un botón. El cabezal avanzó perpendicularmente respecto del brazo soporte y se detuvo automáticamente a pocos milímetros de la pared que iba a cortar. Apretó otro botón, y en seguida apareció un arco incandescente de color anaranjado... Frank regresó hasta el saco, de donde extrajo un peso de quince kilos que le arrastró en seguida hacia el fondo, mientras se guiaba por el cable eléctrico.

La velocidad del descenso era lenta, y la verificó con el indicador de inmersión que llevaba en la muñeca izquierda, sobre el cronómetro; en efecto, al cabo de veinte minutos pudo distinguir el fondo. Los quinientos metros de cable sobrante formaban un montón de bucles desiguales que descansaban, inmóviles, en el fondo marino. Frank enganchó el peso en un fiador de su cinturón, lo que permitía sentarse en la arena. Con infinitas precauciones enrolló dos vueltas de cable alrededor de su mano derecha; luego consultó su reloj. El soplete debía hallarse a la mitad de su recorrido circular; el agua estaría infiltrándose por la semicircunferencia ya cortada. De un momento a otro, la diferencia de presiones abatiría la pieza cortada dejando expedita la abertura. Se tumbó; veinte metros más arriba veía el diminuto resplandor anaranjado de la llama incandescente, trabajando a una temperatura de mil setecientos grados centígrados. Respiró despacio, como profesional que era, para economizar el producto regenerador que vivifica las espiraciones. De súbito, notó la tensión del cable con la seguridad del pescador que acaba de coger un gran pez. En lo alto, desapareció bruscamente el arco luminoso. Se había soltado el enchufe, sin duda; pero como el agua penetraba a torrentes entre la doble pared del casco, el cable sólidamente retenido por el puño de Frank seguía vertical por efecto de la corriente que lo tensaba. El mismo, a pesar del lastre que llevaba al cinto, empezó a subir ligeramente, a lo que cedió. Transcurridos unos diez minutos se estabilizó, y disminuyó la tensión del cable. En el compartimiento estanco del navío se habían equilibrado las dos fuerzas: la presión del agua y la contraría del aire al quedar aprisionado. Soltó el lastre; el cable estaba cayendo. Recogió el enchufe, el cual metió una vez más en su cinturón, y se puso a subir.propulsándose con los patos, aunque sin dejar de respetar las correspondientes pausas de descompresión.

La operación estaba resultando tal y como la habían planeado Vince y él. La presión había hundido el disco de un metro de diámetro; cuando la circunferencia estuvo cortada en poco más de sus cuatro quintos, el metal se doblegó sin romperse. Ahora, establecida la igualdad de presiones, el agua habría subido de quince a dieciséis metros dentro del compartimiento, aunque ello no afectaba a la flotación del petrolero. Frank podía penetrar en el compartimiento inundado y salir de él sin la menor dificultad. Recuperó el soplete electrónico y lo guardó de nuevo en el saco. Del segundo saco extrajo otro aparato, éste menos voluminoso, y le adaptó una broca taladradora. Una tercera máquina estaba destinada a recibir una robusta sierra para metales. Los dos bloques motores estaban enchufados a una toma común, y Frank conectó ésta con el enchufe recuperado; para asegurarse, esta vez atornilló el manguito de apriete. Se introdujo por la abertura practicada y, sin perder tiempo, atacó justo enfrente la pared del primer tanque de petróleo, utilizando la taladradora. Quedó perforada en veinte segundos pues, aun siendo muy fuerte, la aleación metálica de los tanques no era tan resistente como el acero del casco. Cambió de instrumento, y con la sierra electrónica cortó en menos de veinte minutos un orificio suficiente para permitirle el paso. Como había previsto, al ser la densidad del petróleo bruto inferior a la del agua, aquél no tendía a escaparse por la abertura.

Frank regresó al propulsor y guardó el material de perforación; luego se apoderó del tercer saco y volvió a la doble vía de acceso. Alargando los brazos, metió el saco dentro del petróleo y se sumergió a su vez en la cisterna. Sabía de memoria las dimensiones del paralelepípedo que formaba cada uno de los tanques, todos iguales: cuarenta y dos metros en el sentido longitudinal del navío, por diecinueve de ancho y veintisiete de alto. Empezó a seguir la pared derecha; ahora no le servía la linterna, cuyo resplandor no alcanzaba sino a crear unos reflejos repugnantes. Tampoco podía consultar la hora ni la profundidad. Al cabo de tres minutos palpó el rincón; dando un viraje de noventa grados, continuó su avance. El saco hermético tiraba de él hacia arriba. Frank llevaba los planos grabados en la mente, y sabía dónde se hallaba. Después de contar hasta doscientos, encontraría la escala metálica; en efecto, la palpó con la mano. Se dejó llevar hacia lo alto, controlando la ascensión con la mano izquierda mientras la derecha aferraba el saco. La gruesa capucha de goma amortiguó el golpe cuando chocó contra el techo. Tanteó hacia la derecha de la escala, y en seguida encontró el volante de la válvula de comunicación. Ató el saco a uno de los peldaños de tubo. El volante giró con asombrosa facilidad y la válvula se abrió sin el menor problema; la igualdad de las presiones hizo que pudiera bajarse totalmente la compuerta, la cual quedó automáticamente retenida contra la pared por un sistema de mordazas de sujeción. Abrió el saco y tomó la primera bomba, colocándola debajo de la válvula, donde quedó adherida por la acción de un electroimán.

Hizo pasar el saco al tanque número siete y le siguió a continuación, al tiempo que desenrollaba el cable de dos conductores que enlazaba las bombas entre sí. Esta operación se repitió quince veces más, atravesando las ocho cisternas de estribor y las ocho de babor después de abrir todas sus válvulas. En la proa estaban las dos cisternas de comunicación directa. Finalmente, instaló la bomba principal en el último tanque a la una y cuarenta minutos aunque había perdido ya la noción del tiempo. Disparó el aparato de relojería, previamente ajustado para un retardo de seis horas, soltó el saco y, ya con las manos libres, empezó a nadar en sentido contrario, guiándose por los hilos que conectaban las dieciséis bombas.

Lógicamente, avanzaba con mucha más facilidad que durante la ida. Pasó de babor a estribor sin más novedad; ahora estaba atravesando los tanques en dirección de proa a popa. Tenía una sola idea fija: regresar a la casa y poner sobre aviso al comando y a sus rehenes, para que pudieran evacuar el barco. Era una de sus condiciones, una concesión arrancada de don Giulio en el último momento. Había propuesto también un procedimiento infalible: en la playa, los «alegres juerguistas» prenderían un castillo de fuegos artificiales, lo cual no dejaría de atraer la atención. Luego, con la casa totalmente a oscuras, emitiría señales luminosas en Morse desde el fondo del salón. Mas, para que esto fuese posible, debía cumplirse el horario; es decir, estar de regreso en casa antes de las cuatro y media y desde luego antes de que amaneciese.

Le faltaba atravesar sólo cuatro tanques cuando sintió sobre las mejillas el cosquilleo familiar de un líquido colándose gota a gota dentro de una máscara imperfectamente hermética. ¡Era imposible! El material que usaba había sido fabricado a sus medidas; aquella máscara reforzada le había servido en inmersiones de más de cien metros. Sin embargo, era preciso rendirse a la evidencia: el petróleo bruto penetraba. Consiguió pasar aún las válvulas de otros dos tanques, pero el petróleo ya le llegaba a la altura de los orificios nasales. Pronto iba a verse obligado a quitarse la máscara y apretarse la nariz con los dedos, aunque eso le estorbaría para avanzar y le obligaría a ganar la playa nadando en superficie; pero, sobre todo... ¡no comprendía lo que estaba ocurriendo!

El petróleo le llegaba hasta los ojos; los cerró, alzó la máscara hasta la frente y se apretó la nariz. Llegaba al tanque que comunicaba con la doble abertura en el casco. De súbito, comprendió. El aire que aspiraba por la boca llegaba con mayor dificultad, seguramente había penetrado una gota de petróleo en el circuito. ¡El crudo había corroído el material, e iba a introducirse en sus pulmones! No por eso se abandonó al pánico, sino que se impuso una completa inmovilidad y aspiró por pequeñas succiones. De este modo logró almacenar el oxígeno necesario para contener la respiración. Ya estaba moviéndose a lo largo de la última pared; halló la perforación, atravesó el compartimiento inundado y, por fin, se halló en el mar. Se alejó hasta el límite de su resistencia y exhaló el aire con la mayor lentitud posible. Intentó hacer otra aspiración; ahora era agua de mar lo que penetraba en el dispositivo. Encendió la linterna y abrió los ojos. Aún consiguió llenar los pulmones a medias, dejando de aspirar tan pronto como escuchaba gorgotear líquido en el tubo de toma. Empezaba a bordear el desmayo. Sabía que, si intentaba una nueva aspiración, el agua invadiría sus pulmones y provocaría un síncope azul. No obstante, siguió dando vigorosas patadas y aceleró los movimientos del brazo libre, con la otra mano crispada apretándose la nariz. Se detuvo para quitarse el cinturón lastrado y los patos. Su única esperanza estribaba en alcanzar: la superficie, aunque fuese sin respetar las pausas de descompresión; logró exhalar tres bocadas de aire y aspirar otras tantas. Subía utilizando los pies para mantenerse a distancia del casco.

Perdido el control de sus reflejos, aspiró una mezcla de aire y agua, y se desmayó durante algunos segundos, al tiempo que emergía en la superficie. Empezó a toser y a vomitar, volvió en sí, y vomitó más aún. Estaba sangrando por la nariz y por los oídos, pero se dio cuenta de que había expulsado la mínima cantidad de agua que había penetrado en sus pulmones. De no ser así, jamás habría recobrado el conocimiento sin ayuda. Se desembarazó de su escafandra. Comprendió que no le quedaban fuerzas para nadar más de cincuenta metros, y proyectó la luz de su poderosa linterna, después de frotar el vidrio para limpiar el petróleo de que estaba cubierta. A menos de diez metros estaba la escala de cuerda, rodando la superficie del agua. Consiguió alcanzarla y aferrarse a ella, pero sabiendo que ya no tendría fuerzas para subir. Siguió barriendo con el haz luminoso la gigantesca pared vertical; movía la linterna con gesto desmayado y sujetó el último travesano de la escala debajo del brazo. Sintió que le abandonaban las fuerzas: Respiraba mal, estorbado por la sangre que le corría por el rostro.

Fue Alexandra, la única de a bordo que no dormía, quien notó el resplandor que acababa de atravesar la persiana mal ajustada de una de las ventanas. Intrigada, se levantó, salió a cubierta. Vio la linterna, que se le había caído a Frank en ese instante. Estaba cerca el amanecer y la oscuridad ya no era tan cerrada; Alexandra distinguió al hombre que, desesperado, intentaba, por todos los medios, sujetarse a la escala con la otra mano.

—¡Stéphane! —gritó, y echó a correr hacia la cabina del armador sin dejar de gritar. Tropezó con Stéphane que salía aturdido de sueño. Estaba desnuda.

—¡Stéphane! Un hombre que no puede más, estoy segura, colgado de la escala... va a soltarla...

Stéphane salió corriendo. Vio a Frank, que acababa de soltar la escala e iba a hundirse; dio tres pasos sobre cubierta y saltó sin dudarlo. Le fue fácil sacar a la superficie el cuerpo inerte y, sujetándose a la escala a su vez, le mantuvo con la cabeza fuera del agua. Johan, Bruce y Alie se habían reunido con Alexanda en cubierta.

—¿Vive? —gritó Johan.

—Creo que sí.

—¿Puedes aguantar así?

—Sí, pero no nadar... sería difícil.

—No te muevas, voy a colgarme de una eslinga y bajaré un cinturón salvavidas.

Cinco minutos más tarde Frank, con el cuerpo ceñido por dos correajes cruzados en diagonal, colgaba inerte mientras era alzado hasta la cubierta por la grúa.

Al mismo tiempo, Johan y Stéphane subían por la escala. Llegaron en el preciso instante en que Bruce, utilizando el puñal de submarinista del desconocido, le cortaba el traje impermeable para ganar tiempo. Luego, y sin verificar si aún le latía el corazón, aplicó ambas manos sobre el ancho tórax y practicó hábilmente las presiones clásicas de la respiración artificial. Dos borbotones de agua salieron de entre los labios del ahogado; luego éste tosió.

Johan había salido corriendo hacia la enfermería.

—¡Stéphane!, el boca a boca —lanzó Bruce sin detener sus movimientos.

Stéphane aplicó sus labios sobre los del desconocido e insufló aire, acompasando el ritmo con los movimientos de su amigo.

—¿Por qué no me dejáis a mí? —se burló Alie.

—No es momento para idioteces —ladró Bruce—, y menos para chistes sobados.

Johan regresó con una botella de oxígeno provisto de un regulador y una máscara. Stéphane aplicó la máscara sobre el rostro del hombre. Johan preparaba dos jeringuillas. Inyectó por vía intravenosa una dosis de adrenalina y aceite alcanforado; luego le administró un potente diurético.

—¡Le late el corazón! —anunció Bruce.

—Sigamos durante un minuto más de todos modos. ¡Creo que se salva!

—¡Johan! —intervino Stéphane—. ¿Has visto lo mismo que yo?

—¿El qjué? —terció Alexandra.

Bruce intervino antes de que Johan pudiera responder.

—Si ha visto lo curiosas que estáis las dos en cueros.

Sólo entonces se dio cuenta Alexandra de que iba desnuda. Se alejó confusa y ruborizada; Alie la siguió diciéndole:

—¡Queda tranquila! Sólo pretendían librarse de nosotras. Vamos a vestirnos con calma.

Bruce se detuvo y se incorporó, anunciando:

—El corazón le late como un reloj; dentro de cinco minutos estará otra vez entero. Sólo que, como todos hemos notado, está empapado en petróleo.

—¡Sí!, y por más que me devano los sesos, no alcanzo a entender cómo ni por qué —gruñó Johan—. Bruce y Steph, cargad con él. Yo os sigo con la botella y la máscara. Al ascensor y al puente de mando.

Instalaron el cuerpo sobre un sillón del puente de mando, después de quitarle los restos de su equipo. Llevaba sólo unos calzoncillos de color azul celeste. Los tres cómplices se miraron, movidos por un mismo pensamiento: ellos también llevaban ese tipo de ropa interior... La de Bruce, incluso, era idéntica, con su ribete blanco y su escotadura en V en cada pernera.

—El traje de hombre rana también era de origen americano —murmuró Stéphane como si estuviera leyendo los pensamientos de los demás—. Es un modelo profesional y, que yo sepa, no se exporta.

Frank intentó abrir los ojos, provocándose un fuerte escozor, e hizo gesto de llevarse la mano a la cara.

—¡Quieto! Vamos a limpiarte los párpados —le dijo Bruce en inglés—. ¿Me oyes? ¿Me entiendes?

Johan empapó un pedazo de algodón en aceite de almendras. En ese instante aparecieron Alexandra y Alie, vistiendo sus eternas camisetas y pantalones téjanos.

—Acerqúese, Alie. ¿No quería hacer algo útil? Intente limpiarle los ojos.

Alie empezó a pasarle el algodón por el párpado izquierdo; Alexandra cogió el frasco de aceite e hizo lo propio sobre el derecho.

—¿Cómo se habrá puesto así de petróleo? —preguntó Alie.

—Contamos con él para que nos lo explique. Todo lo que sabemos es que está vivo y es americano.

—Trate de abrirlos poco a poco —murmuró Alie.

Lo consiguió; le escocía y le hizo llorar, pero ahora pudo soportarlo.

Johan le tomó la tensión arterial, le auscultó el corazón con el estetoscopio y luego ordenó:

—¡Que alguien se haga cargo de la máscara! Bruce y Steph, haced el favor de levantarlo, quiero auscultarle por la espalda.

Paseó el estetoscopio por los puntos indicados y finalmente anunció, incorporándose:

—No tiene líquido en los pulmones. Podéis tenderle y quitarle la máscara.

Frank había vuelto en sí; respiraba despacio y con regularidad. Pronunciando claramente, dijo:

—¡Abandonen el barco!

—Oiga —dijo Johan—. Será mejor que se explique.

—¿Qué hora es? —preguntó Frank.

—Las cuatro y doce —replicó Johan.

—Todo volará entre las nueve y las diez. Déjenme aquí si quieren, me da igual, pero hablen con los japoneses para que les dejen desembarcar.

—Los dos últimos se largaron mientras te subíamos a bordo —dijo Bruce.

—Has minado el casco, ¿verdad? —preguntó Vinckel empezando a comprender.

—¡Piénsalo mejor, Johan! —exclamó Stéphane—. Lo que ha minado ha sido el interior de los tanques, ¿no es así?

—Sí —profirió Frank—. ¡Vamos, largúense! Las dieciséis cisternas están minadas.

—¡Es imposible! —rugió Johan—. ¿Cómo pudiste entrar?

—Hice dos agujeros; luego me colé por las válvulas de comunicación

—¡Imposible! —se puso tozudo Johan, vociferando cada vez más—. No hay cámara de aire; no habrías tenido fuerza para exhalar la respiración nadando más de un kilómetro sumergido en petróleo bruto. ¡Así que deja de tomarnos por idiotas y dinos toda la verdad, mal rayo te parta!

—Cálmate, Johan —intervino Bruce con serenidad—. Ese tipo no miente. Desconozco lo que quiere decir con sus explicaciones técnicas, pero estoy seguro de que no miente.

—¿En qué te fundas?

—En mi intuición.

—Y en ese dominio jamás se equivoca —comentó Stéphane—. Además, hay una explicación. Si ese tipo la da sin que yo se la apunte, Bruce habrá tenido razón.

—Llevaba una autónoma en circuito cerrado, ¿era eso lo que deseaban saber? ¿Me creen ahora?

—¿Qué marca?

—Hutch and Brady.

—¿Cuántas botellas?

—Tres, comunicantes. ¿Quieren también la fórmula del producto regenerador de oxígeno? Están perdiendo el tiempo.

—¿Cómo hiciste los agujeros? —insistió Stéphane.

—El del casco, mediante un soplete autopropulsado; el tanque número ocho, con una taladradora y una sierra electrónica. Todo ese material está pegado con ventosas a veintisiete metros de profundidad y diez hacia proa, a contar desde la escala.

Johan dio media vuelta y se precipitó hacia el extremo opuesto del puente, mirando una batería de indicadores.

—¡Maldita sea! ¡maldita sea! —monologó—. El muy hijo-puta ha dicho la verdad. El aire está comprimido; el agua ha debido subir unos diecisiete metros en los compartimientos. ¡Si llega a salirse con la suya, saltamos en pedazos!

—Escúcheme —suplicó Frank—. Por compasión, cállese y escuche.

Los cinco hicieron corro a su alrededor.

—Que uno de ustedes enfoque la playa con los prismáticos. Hacia el oeste-noroeste verán un barracón; fíjense y distinguirán un castillo de fuegos artificiales preparado sobre la arena. Mi idea... la concesión que logré obtener fue poder avisarles, atraer su atención con la traca y luego transmitir en Morse desde dentro de la casa.

—¡Cuanta consideración! Y si los japoneses no nos hubieran creído... y el mar, que se iba a hacer puñetas de todos modos —ladró Johan.

—Que se irá a hacer puñetas. ¡Largúense ya!

—¿No se puede detener tu mecanismo?—gritó Johan.

Stéphane intervino:

—Los fuegos artificiales están donde él dijo, Johan, y en la terraza veo un grupo de gente que no parecen estar de fiesta. Ahora seré yo quien haga de psicólogo —soltó los prismáticos y se acercó al intruso—: Un hombre que se lanza solo a una hazaña tan fenomenal no puede estar del todo corrompido. Debe tener motivos. ¿Quién te obligó, amigo?

—No contestaré a eso.

—Es suficiente; he comprendido.

—Además... tienen a mi hijo mayor —confesó Frank.

—¡Bueno! ¿A qué hora deben explotar las bombas?

—Lo ignoro. Es imposible ver nada estando sumergido en esa basura, pero ha de ser seis horas después de disparar el mecanismo, que va con la bomba principal en la cisterna número nueve.

—¿Entraste por la ocho? —preguntó Johan.

—Sí, y di la vuelta por la uno y la dieciséis.

—Espera; eso no lo entiendo bien —interrumpió Stéphane.

—Mira el plano a tus espaldas; las cisternas van numeradas desde la proa, a estribor. La ocho y la nueve son las que tenemos bajó nuestros pies.

—¡Ya veo! —contestó Stéphane—. ¿Las bombas están conectadas entre sí por un circuito eléctrico?

—Sí.

—¿Se puede cortar ese circuito?

—Sí, pero sería necesario rehacer todo mi recorrido, y ya no me quedan fuerzas, para no hablar del material.

—¿Qué pasaría si se abrieran las treinta y dos válvulas exteriores, Johan? —preguntó Stéphane.

Vinckel lo pensó antes de replicar.

—Se provocaría un caudal de petróleo, que iría a mezclarse con el agua de mar almacenada entre los dos cascos.

—Pero el petróleo, ¿no se derramaría en el mar?

—En principio, no. Las pérdidas producidas por los remolinos serían ínfimas.

¿Y todos los compartimientos están en comunicación con el aire?

—Sí.

—¿Y habríamos obtenido, en la parte superior de cada tanque, una cámara de aire de volumen equivalente al del petróleo desplazado?

Johan hizo un rápido cálculo sobre un pedazo de papel antes de anunciar:

—De unos treinta centímetros, en lo alto de cada cisterna. De todos modos, las válvulas de correspondencia están todas en la parte superior de las cisternas, por lo que dejaría de existir circulación tan pronto como el nivel disminuyese veintiocho centímetros.

—¿Dónde has puesto las bombas? —preguntó Stephane a Frank.

—Debajo de las válvulas de correspondencia, como era lógico. Pero ¡no sueñen! Si estoy aquí, es porque se me olvidó un detalle: el petróleo destruye la goma, y eso que mi material estaba reforzado diez veces, en comparación con el que deben ustedes tener a bordo.

—¡De acuerdo! Pero, en cambio, yo tendré aire en todas las cisternas. Me colocaré una pinza en la nariz, nadaré sin máscara y reforzaré los tubos de la autónoma con cinta aislante.

—¿Puede pasar una máscara por sus válvulas de evacuación?

—¡No! El puño o un brazo sí, o eventualmente una manguera de agua dulce.

—La manguera de agua dulce no serviría para nada; el petróleo corroe en profundidad. Lo que estropea, estropeado queda.

—¿Dónde están las escafandras? —indagó Stephane.

—En un armario, a la entrada del puesto central de calefacción y máquinas —replicó Johan—. Donde los japoneses tenían las esposas. También hay varios rollos de cinta aislante ancha. Te acompaño.

Stephane abrió la doble puerta del armario y se inclinó para coger una de las escafandras autónomas. A su espalda, Johan cruzó los dedos de sus enormes manos y descargó un potente golpe sobre la nuca de su amigo.

Stephane cayó de bruces al suelo. Johan se apoderó de un par de esposas, tendió a su compañero boca arriba y cerró las mandíbulas de acero sobre sus muñecas, a la altura del ombligo. Sacó la llave y la hizo desaparecer en un bolsillo de cremallera de su propio equipo de buceador. En seguida cogió una escafandra autónoma normal con dos botellas de oxígeno, una máscara, un cinturón lastrado y un puñal, así como los pies de pato y un gigantesco rollo de cinta aislante de ocho centímetros de anchura. Regresó al puente de mando y, sentándose tranquilamente, se puso a enrollar la cinta de tela adhesiva alrededor de los tubos de goma.

—¿Dónde está Stephane? —exclamó Alexandra venciendo el estupor mortal en que había caído desde que comprendió la iniciativa que proyectaba su amante.

—Iba con tanta prisa, que se cayó. ¡Si será atolondrado! Convendría que fuese a echarle un cubo de agua por la cabeza. Cayó con las manos alargadas hacia adelante sobre un par de esposas, que desgraciadamente se cerraron. Entonces cometí el error de coger la llave y, no sé cómo, se me escapó y fue a parar al mar...

Alexandra contempló al capitán, mientras resbalaban gruesas lágrimas sobre sus mejillas. Stephane apareció, un poco aturdido todavía. Parecía un malhechor a quien hubieran sorprendido en calzoncillos.

Sin levantar la voz, silabeó serenamente:

—Dame esa llave, Johan. ¡No tienes ninguna oportunidad!

—He tirado la llave al agua, y además tengo más oportunidades que tú porque conozco esos tanques y el equipo es mío. Perdona, pero si recurrí a ese procedimiento fue precisamente para no eternizar la discusión.

—Sabes perfectamente que no te dará la llave —se interpuso Bruce—, conque más vale que le ayudemos.

—He olvidado la pinza nasal. Que alguien vaya a buscarla y me traiga además unos alicates. Siga forrando los tubos, Sanborn, mientras me preparo. Stephane, si quieres hacer algo útil, búscame un peso... ¡ah, sí!, las pesas del gimnasio. Una de cincuenta kilos.

—¡Treinta! —rectificó Frank—. Es lo máximo, por fuerte que sea usted. Si quiere tener éxito, actúe con calma y respire poco a poco. ¿Su aparato tiene dos horas de autonomía?

—Puedo cortar la difusión de oxígeno y respirar tranquilamente en la superficie de cada tanque; posiblemente incluso atravesarlos sin bucear.

—Es verdad. Puede salir.

Johan se acercó al cuadro de mandos y accionó el pulsador de seguridad. A continuación, hizo lo mismo con el de apertura de las válvulas. Las treinta y dos compuertas se levantaron. Contempló el cuadro de instrumentos: la presión del aire aumentó durante cuatro minutos, para estabilizarse luego.

—Esto marcha —dijo, acercándose a Frank—. Habla tú ahora. Los hilos serán dos, ¿es suficiente cortar uno?

—Óigame bien: hay dos cables independientes, uno liso y el otro en espiral. Hay que cortar el que está en espiral. ¡No lo olvide, el que está en espiral!

—¡Corriente! ¿Y la bomba muestra?

—Sólo tiene una palanca pequeña. Al bajarla se desconecta definitivamente el aparato de relojería.

—Eso basta —declaró Johan—. Óiganme todos: Alie y la señorita Posidonios se quedarán aquí con el «ahogado». Sanborn y Stéphane aguardarán en cubierta a la altura de la segunda válvula. Podrán oír mi voz; si todo va bien, diré simplemente: «OK.» No pretendan hacerme hablar. En seguida, irán dos válvulas más allá y repetirán la operación. En cada caso, deben cronometrarlas. Si, para alguna de ellas, el tiempo excede en un cuarto de hora del empleado para la primera, esto significará que estoy muerto y deben abandonar el barco. No me volveré atrás en ningún caso, ¿entendido?

—¡Capitán! Si viera usted que es imposible... —suplicó Alexandra.

—Por favor, señorita.

Se ajustó la escafandra y el cinturón, verificó la eficacia de la pinza nasal, se cubrió con la capucha hermética y alzó la máscara sobre la frente.

—Y tu hijo, ¿qué? —preguntó Johan a Frank antes de salir—. ¿Si yo tuviera éxito...?

—Supongo que ustedes me entregarán; se aplicará la extradición, pero de todos modos yo he cumplido mi parte del contrato.

—Si lo consigo, habrá tiempo de hablar.

Salió a cubierta. Stéphane y Bruce le acompañaban. Stéphane, con las manos aún esposadas, llevaba un peso de veinte kilos, Bruce los patos y una linterna herméticamente blindada. Johan pasó los brazos por las correas del salvavidas, sin abrochárselas, y dejó que Bruce le pusiera los patos.

—¡Adelante! —ordenó el capitán, tomando la pesa de manos Stéphane.

—Ahora, Johan, dime dónde está la llave.

—Lo siento, la arrojé al mar.

—¡Cerdo!

—No necesito que nadie me siga, grandísimo tonto. Si no lo consigo yo, tú tampoco podrás —gritó Johan para sobreponerse al enorme ruido del motor que estaba bajándole.

Ya era casi de día. Pudieron seguir con la mirada la silueta de su amigo mientras se hundía. Salieron al puente superior y ganaron la escala de hierro que conducía a la cubierta sobre las cisternas. Descubrieron a Alie, Alexandra y Frank sentados alrededor de la segunda válvula. No era momento para polémicas.

—¿A qué hora se sumergió? —preguntó Frank.

—A las cinco y dieciocho —respondió Bruce.

—Con veinte kilos bajará más de dos metros por minuto. Puede estar aquí dentro de media hora, o sea, a las cinco y cuarenta y ocho. Si no llega antes de las seis y cinco la cosa se presenta comprometida; y si pasa de las seis y media, podemos despedirnos. ¡Perdonen la franqueza!

Se manifestó a las cinco y cuarenta y cinco minutos.

—¡Eh! ¿Me oyen?

La voz sonaba irreal, amplificada y sorda, con tonos de órgano catedralicio.

—Mejor si hablas menos alto. ¿Nos oyes, Johan?

—OK, pero habla más bajo tú también. ¡He cortado el primer empalme! Esto va bien; es como un paseo. Hasta ahora.

Tardó seis minutos en recorrer los cuarenta y dos metros de longitud que separaban los tanques. Al pasar por segunda vez se limitó a decir:

—OK, voy a seguir. Todo va bien, estoy nadando por la superficie.

—Tardó una hora y diez minutos en llegar hasta la cisterna decimosexta.

—¿Están ahí?

—¡Naturalmente!

—¡Esperen! Voy a quitarme la pinza.

Estaba encaramado en la escala, a la altura de la válvula de evacuación.

—¡Ya está! He parado la relojería. El «ahogado» no mintió.

—¡Regresa, no pierdas tiempo!

—¡Steph!

—Sí... estoy aquí, soy yo el que te habla.

—¡Oye! —la voz llegaba ronca, cavernosa, agotada—. He tragado de esa basura... la escafandra está en el fondo de la tercera cisterna, y la máscara en el de la octava... por donde entré. Todo quedó corroído... antes de emerger la primera vez... No creáis que he sido un héroe... aunque hubiera querido, no habría podido sumergirme otra vez.

Alexandra hundió la cara entre las manos; Alie la cogió de los hombros. Ella también lloraba.

—¿No se podría cortar por donde estás ahora? —propuso Bruce.

—Sí, podrían intentarlo —respondió Johan, cuya voz sonaba más débil por momentos—, incluso podrían prolongar mi agonía algunas horas... Por compasión, no intenten nada... el petróleo me corroe las tripas... y... además... estoy ciego... ya no tengo párpados.

—¡Johan! —gritó Alexandra—. ¡No, Johan!

—¿Están ahí las chicas? —continuó la voz, casi inaudible—. Que se vayan... tengo algo que decirte. Voy a tratar de pasarte la llave... ahora... ¿La ves?

¡La vio! ¡Cogió la llave, que sacaba cogida entre los dedos índice y medio. Quiso tocarle la mano, pero se lo impidieron las esposas, y el brazo desapareció. Stéphane se puso en pie, bajó la cabeza y balbució:

—Sólo había llorado una vez en mi vida de adulto, el día que arriaron para siempre los colores del primer REP. Qué idiotez, ¿no? Hoy eso me parece menos idiota.

—¿No intentamos nada? —preguntó Bruce.

—Se ha abierto las venas... eso era lo que quería enseñarme, ¡el muy perro!

Se limpió los ojos con un gesto torpe, con el dorso de una de sus manos esposadas. Bruce se acercó, le cogió la llave y le libró de los grilletes.

—Ahora me reúno con vosotros en el puente de mando —pudo articular Stéphane.

Bruce se los llevó a todos, dejándole solo.

Stéphane permaneció de pie, inmóvil, durante media hora. Le sacó de su torpor el primer barco que, cargado de periodistas, doblaba la punta de Issambres. Regresó a su vez al castillo de popa.

—¿Crees que murió? —balbució Alexandra.

—Murió pocos segundos después de darme la llave, su dolor físico contrarrestado por una fabulosa alegría moral: la de haber vencido. Este acontecimiento dará la vuelta al mundo en primera plana de todos los periódicos.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Bruce.

—Votemos. Somos libres, ya que se fueron los dos últimos matones.

Designó a Frank:

—¿Qué? O le entregamos, o esperamos a que se haga de noche.

—¿Crees que sea necesario votar?

—¡No! Pero tenía que proponerlo.

—Se ha pronunciado el veredicto —declaró Bruce mientras descorchaba una botella de ron—. Has sido puesto en libertad por un tribunal compuesto de una pareja que nunca entregará a nadie, una millonaria sentimental como una colegiala y un tonto que tiene la boca abierta de admiración ante tu hazaña. ¡A tu salud! —y bebió un trago de ron antes de continuar—: Ahora, ve a limpiarte. Hay duchas abajo. Búscate un traje y una camisa del capitán.

Frank abandonó el puente de mando.

—Esta es la versión oficial —dijo Stéphane—. El jefe del comando hizo cantar al intruso y cuando lo hubo conseguido, lo liquidaron y botaron el cuerpo al mar. Johan propuso desarmar las minas, los dos últimos piratas se lo autorizaron y luego se largaron como los demás, provistos de escafandras submarinas, aprovechando que nosotros estábamos distraídos con los preparativos.

—Buscarán el cuerpo... —objetó Bruce.

—No buscarán nada. El servicio meteorológico anuncia que va a soplar el mistral, y hay para tres días de vientos con fuerza siete. A lo mejor encuentran su escafandra allá por el cabo Corsé, pero sería de lo más natural. El se irá esta noche de la misma manera que vino, y llevándose de paso sus herramientas. Quedan a bordo tres escafandras: le daremos una.

Habían pasado ocho meses. Al extremo del cabo Issambres se inauguró una estatua. Representaba al capitán Johan Vinckel, al triple de su tamaño natural, de cara al mar, con el brazo tendido y el índice apuntando al horizonte. Nikos Posidonios había comprado el terreno y pagó de su bolsillo aquel gigante de bronce, que permanecía iluminado todas las noches por un haz de potentes reflectores. Stéphane y Bruce habían dirigido los trabajos de erección, e indicaron la orientación definitiva: el dedo índice apuntaba al rumbo 135.

Esa orientación les fue de inestimable utilidad algún tiempo después, durante una noche sin viento y sin luna.

Título del original francés: Ultimátum

Traducción: J. A. Bravo

Cubierta: M. R.

©Ediciones Martínez Roca, S. A.

ISBN 13: 978-84-270-0322-4