10
Stéphane había pasado semidormido las últimas horas. Había cogido una insolación en el pecho. Al principio creyó que era la quemadura lo que le despertaba, antes de darse cuenta del zumbido penetrante que le había sacado de su sopor. Con un gesto mecánico agitó la mano delante del rostro para espantar al insecto importuno. Abrió los ojos para ver el animalito; el zumbido se amplificaba. Comprendió que no debía ser un moscardón, sino un avión. Después de lanzar una breve ojeada a Alexandra, que seguía dormida, se levantó y se metió en el lago. Nadó por debajo del agua con fuertes brazadas; luego dio media vuelta y regresó a la orilla. Alexandra, ya despierta, sentada con la cabeza reposando sobre las rodillas, pareció algo aliviada al verle reaparecer. El sonrió:
—¡Anda, ven! Luego continuaremos la marcha. Hemos dormido cuatro horas.
—¡Stéphane! ¿No oyes?
—¿El avión? Sí; ya lo he oído.
—Quítate el agua de las orejas. Deben ser más de cien aviones los que se acercan a poca altura.
Se quitó el agua, apoyándose en una roca. Rápidamente se puso la camisa, el pantalón y las alpargatas. Ella tenía razón. Lo que se les venía encima semejaba una verdadera escuadra aérea, pero no se les podría ver antes de que alcanzasen casi la vertical del lugar. Sin embargo, Stéphane se puso a escudriñar el cielo, mientras el rugido seguía con la misma intensidad.
—¿Qué ocurre, Stéphane?
—¡No sé más que tú! Por el ruido, parece un gran número de aparatos de transporte a hélice que vuelan rozando las cimas. Venían hacia aquí, pero ahora parece que hayan formado en rueda. Pronto les veremos hacia el sur.
En efecto, el primer aparato pareció brotar directamente de la montaña. Stéphane acudió a los prismáticos y en seguida explicó:
—Es un Fiat militar, probablemente un C 119.
—O sabes mucho, o estás intentando darme el pego.
—No; son los que transportan su brigada paracaidista. Deben preparar unas maniobras.
Los transportes Fiat aparecieron a unos cincuenta metros de distancia entre sí y, como había previsto Stéphane, volaban formando un amplio círculo.
—Ahí están —continuó—. Los italianos sólo tienen ese modelo para su única brigada aerotransportada. A lo mejor hemos tenido suerte; si saltan, recibiremos compañía,
Secamente, sin apartar la vista de los prismáticos, agregó:
—Te aconsejo que te vistas, Alexandra.
Stéphane seguía las lentas evoluciones de la escuadrilla esperando ver saltar a los hombres. Pero, después de pensarlo un segundo, cambió de opinión. El responsable de la operación tendría que estar loco de atar para llevar maniobras paracaidistas en una región tan accidentada.
Alexandra miraba en dirección opuesta, e iba contando automáticamente los aviones a medida que aparecían. Ofendida por el tono de su compañero, se había puesto rápidamente su vestido de paño burdo. Mientras trataba de encontrar una réplica adecuada, reparó en el noveno aparato y vio llegada su oportunidad. Empezó con calma:
—A mí me parece que hay actitudes más ridiculas que la de una mujer desnuda al borde de un lago. ¡Por ejemplo, la de los «expertos» militares que anuncian cualquier tontería en tono perentorio!
—Sé amable, Alexandra, y déjame en paz. Estoy tratando de comprender y no tengo ganas de jugar.
—¡Ahora me sales con ésas! Eso no quita que los italianos tengan dos modelos diferentes de aviones.
—Tienen veinticinco —replicó Stéphane, siempre con los prismáticos pegados a los ojos—, pero aquí estamos hablando de transportes pesados. ¿Te importaría olvidarme durante cinco minutos?
—Nunca en la vida, Stéphane, podré olvidar esta postura viril de mi amante convertido de nuevo en señor de la guerra. ¡Los mismos gestos, la misma actitud marcial del general Patton el seis de junio de 1944! Por cierto, ¿cómo se llaman, en lenguaje militar, unos aviones cuatro veces más grandes que los transportes pesados? ¿Transportes ligeros, quizá?
Stéphane dejó caer los gemelos con gesto furioso y se volvió a tiempo de ver, estupefacto, la aparición del cuarto Transal por encima de la cresta montañosa.
—¡Toma! ¡Les han vendido los Transal!
Ajustó los prismáticos. Su asombro subió de punto.
—¡Son franceses! Pero, ¿qué lío es éste? ¡No entiendo nada de nada!
—Cálmate, querido. ¿Te interesaría saber si esos aviones van a soltar paracaidistas?
—¡Desde luego!
—Pues vuélvete, que a tu espalda está bajando todo un pelotón. Es más fácil sin prismáticos, ¿sabes?
Ambos se sentaron apoyando la espalda contra la roca, y contemplaron cómo los aviones iban vomitando racimos de hombres.
—¿No podría ser algo como unas grandes maniobras internacionales, Stéphane?
—Sí, pero es inexplicable en estas condiciones. ¡Es una locura largar sobre este terreno una operación de semejante estilo! Además, la formación que traen no corresponde a la disposición de unas maniobras internacionales.
El primer Transal largó a su vez. En esta ocasión los prismáticos resultaron útiles.
—Me lo figuraba, es el segundo REP.
—¿Tu regimiento?
—Mi regimiento fue disuelto. Es la misma cosa con el número cambiado.
—¡Mira, Stéphane! ¡Esos tres van a caer aquí!
En efecto, tres paracaidistas italianos maniobraban con sus correas tratando de alcanzar el lago. Uno de ellos lo consiguió; él segundo aterrizó a menos de cincuenta metros, rompiéndose una pierna. El tercero quedó colgado a seis metros del suelo, con el paracaídas enredado en las ramas altas de un plátano. El del lago se desembarazaba hábilmente de sus correajes. Con tranquilidad de profesional, buceaba metiendo la cabeza en el agua y respirando a intervalos. Así, doblegado sobre sí mismo en postura fetal, procuraba deshacer las hebillas de sus botas. Tomó otra bocanada de aire antes de sumergirse una vez más.
—¡Se está ahogando! —gritó Alexandra.
—No, no; lo está haciendo muy bien. Ve a ver qué le ocurre a ese que grita; ha debido hacerse daño.
Así era. A sus espaldas se oían con gran claridad los gritos de dolor, seguidos de las más groseras blasfemias del vocabulario romano, y luego de súplicas místicas en tono acobardado y humilde. El del lago se había librado de todo peso inútil, incluido el casco, y nadaba hacia la orilla. Metiéndose el pulgar y el índice debajo de la lengua, Stéphane lanzó un silbido estridente. El paracaidista levantó la cabeza, les vio y rectificó el rumbo para ir a reunirse con ellos.
Stéphane ayudó al exhausto soldado a ganar la orilla; a pesar de su cansancio, el hombre no dejaba de vociferar, entre jadeos:
—Banda di coglioni... Figlio di puttana di colonnelo... Paracadutisti di mió culo!
—De acuerdo, «Totó» —respondió Stéphane—, ma basta adesso!
Agregó, naturalmente en italiano:
—Descansa un poco, estúpido, que a fin de cuentas no has salido tan mal parado. Uno de los tuyos seguramente se ha cascado la pierna, y el otro está colgado de un árbol si no se ha caído ya.
El italiano se tumbó de espaldas, resoplando como un cachalote. Era un tipo bajito, de piel aceitunada, de seca musculatura y ojos llenos de malicia. Muy pronto se normalizó su respiración. Se incorporó hasta quedar sentado y rebuscó en un bolsillo del uniforme, con gesto mecánico, para sacar la papilla informe en que se había convertido su paquete de «Nazionale».
—¡Mierda! —berreó—. ¿Tienes tabaco?
Stéphane encendió un Marlboro y se lo tendió. El soldado se quedó mirándole, perplejo.
—¿Desde cuándo fuman americano los destripaterrones en Sicilia? En todo caso, gracias, Augusto.
—Ocúpate de lo tuyo y dime a qué viene todo este programa de circo.
—¡Ah! ¡Esa sí que es buena! ¿A lo mejor te crees que me lo dicen a mí, o que han consultado mi opinión? Esta mañana nos han metido en el pote con la «mochila» a la espalda; creíamos que era un entrenamiento de rutina y, una vez en el aire, nos dijeron que íbamos a Sicilia. Eso ocurre de vez en cuando: Cerdeña, Sicilia, e incluso Lipari o Salina. A los gordos les gusta jugar a la guerra como en el cine: contacto por radio, mapas con coordenadas y toda esa comedia... y nosotros como siempre, a sudar como mulos. Un día o dos, o tres, hasta que llegamos a algún sitio; los oficiales que han ganado su guerra, a emborracharse, y nosotros a roncar si podemos. Lo que sí es nuevo, ha sido eso de largarnos sobre el cráter del Etna u otra putada por el estilo... ¡Ah!, se me olvidaba, y también lo de esos cabrones de franceses que se nos han unido en pleno vuelo. De ahí viene todo el jaleo; nuestro coronel sólo tiene una ambición en la vida, y es demostrarle a ese «regimiento corso» que somos más memos que ellos. Se veía venir el ascenso, pero de ese lado me parece que no anda muy bien aconsejado. ¿No te sobra otro petardo?
Stéphane le alargó el paquete y el encendedor.
—Acompáñame —ordenó—. Vamos a ver qué ha sido de tus compañeros.
Alexandra no había podido hacer otra cosa sino tratar de mejorar la postura del herido, afianzándole la pierna sobre un rimero de guijarros y tierra seca.
—¡Ah!, eres tú, Felipe—dijo el pequeñín—. Estás lucido, amigo. Eso te vale tres meses de permiso por convalecencia. ¡Vaya suerte!
—Según como se mire tienes razón, Gianni, sobre todo ahora que me ha arreglado la señorita. Me duele menos. Y ahí tenemos a ese cochino del sargento. Se está cagando de miedo a menos de veinte metros, ¡eso sí que da gusto!
Gianni, atolondrado, contemplaba a Alexandra. Inclinó la cabeza con gesto de entendido antes de expresar, a su manera, cuánto le agradaba la sorpresa.
—¡Mira tú! Como haya más chávalas de ésas por el sector, no sería tan idiota la operación esa, a fin de cuentas.
—¡No se haga ilusiones! Soy la única chávala de este sector, y el tío alto que va detrás de usted es mi marido.
—Eres un grosero, Gianni. ¿No ves que es una señora? —explicó con finura el herido—. ¿Podría darme un poco más de agua, señora?
Alexandra destapó una cantimplora y la acercó a los labios de Felipe, quien bebió a sorbítos.
—¿Es la cantimplora de Felipe? —preguntó Gianni.
—Naturalmente.
—Yo no quiero faltarle a nadie, señora, pero el orujo que le está dando no debe bajar de los sesenta y cinco grados.
Alexandra olfateó el gollete y reprimió un sobresalto.
—Bueno —decidió Stéphane—. En todo caso, no le hará daño. ¡Vamos a ocuparnos del colgado! Sigúeme, Totó.
—Haznos un favor, Augusto —se burló Gianni—. Déjale media horita más, ¿quieres? Ese sargento-radio es un cabrón redomado.
—¿Radio?
—Pues sí. Radio.
—¿Ha saltado con su emisora?
—Natural.
—Ayúdame a quitarle los correajes a tu amigo.
—¡No me toquéis! —aulló Felipe—. Llevo el cuchillo en la bota; cortad la tela si queréis.
Gianni se apoderó del puñal de comando y cortó el cordaje del paracaídas sin necesidad de mover a su compañero. Stéphane, con una serie de gestos rápidos y exactos, recogió la tela de nylon. Su competencia, en este aspecto, era manifiesta.
—Oye, Augusto, tú eres del oficio —le lanzó Gianni.
—Aficionado nada más. Recoge el paraguas y sigúeme.
El sargento-radío se bamboleaba lentamente, con el casco inclinado sobre la nariz. Stéphane le contempló sirviéndose de los prismáticos, o mejor dicho, se aseguró del estado del radioteléfono que llevaba colgado al pecho. Parecía intacto. Con la ayuda de Gianni desplegó un cuarto de paracaídas, abriéndolo al estilo de los bomberos.
—¡Abridlo más! —ladró el sargento—. ¡Que no trabajo en el circo!
—Ya te lo he dicho —rechinó Gianni entre dientes—. Es un cornudo malaleche. Uno se molesta por salvarle la vida, y encima te grita.
—¡No es para ti! —le gritó Stéphane al sargento—. ¡Suelta la emisora primero!
La maniobra era tan lógica, que el sargento no dudó en desprenderse de su peso, el cual cayó blandamente en la tela. Stéphane se apoderó del paquete y lo depositó a un lado con grandes precauciones. Luego desplegaron el paracaídas hasta duplicar la superficie anterior.
—¿Tienes las frecuencias de las demás unidades? —gritó Stéphane.
—¡Pues claro! Yo no salto con treinta kilos a las Costillas para escuchar el consultorio de belleza.
—Quiero decir dónde las tienes.
—En el bolsillo de mi camisa, cretino. Además, ¿a ti qué mierda te importa?
—Una vez conocí a un fulano en tu misma situación, y se rompió la columna vertebral en menos de lo que se tarda en decir jesús. Podría verme en el caso de tener que usar la radio, ¿entiendes?
—Sí. Eres un alma caritativa que apesta a galones a cien metros.
—Tú ganas. Fui el capitán preferido de Mussolini. Ahora salta de pie; nosotros paramos el golpe y luego haz el rodillo.
El sargento accionó el único cierre de su arnés, ganó algunos centímetros descolgándose a pulso, y luego saltó. Aterrizó elásticamente, sin hacerse ni un arañazo. Se puso en pie, se ajustó el uniforme, y recobró su tono natural de perro ladrador.
—¿De dónde has sacado ese payaso, Gianni, y desde cuándo los paisanos toman la iniciativa en una operación militar?
—Mi sargento, me ha parecido más útil socorrerle a usted que iniciar un interrogatorio. Felipe se ha roto una pierna y la mujer del paisano está atendiéndole. Además, mi sargento, resultaba más práctico sujetar la lona entre dos, ¿no le parece?
—¿Quién es usted? —preguntó el sargento mirando fijamente a Stéphane.
—El arzobispo ermitaño de Sicilia, pero tuve que colgar la sotana cuando los bonzos del Vaticano supieron que vivía en pecado con una monja carmelita. Recoge la radio y vayamos adonde mi mujer y el herido.
En presencia de Alexandra la actitud del «radio» cambió. Quitándose la gorra, esbozó un saludo y se presentó.
—Sargento Guido Tassoni, de la primera brigada paracaidista. Mis saludos, señorita, y mi agradecimiento por los cuidados que presta a uno de mis hombres.
—¡Al fin, un ser humano! —sonrió Alexandra sin asomo de burla—. Mucho gusto, sargento. Mi nombre es Anne Boleyn.
—¿Le importaría explicarme su presencia en este lugar desierto? Su compañero sólo responde a mis preguntas con bromas de colegial.
—Es mi marido —continuó Alexandra—. Estábamos haciendo «camping» y nos hemos perdido.
El sargento sacó un cuaderno y un lápiz.
—¿Cómo dijo que se llamaba?
—Henri.
—Henri Bolen, BOLEN.
—LEYN; somos ingleses, pero todos sus amigos le llaman «Enrique el mala sombra».
—Lo comprendo... Gracias, señorita. Perdón... señora. Hablan ustedes el italiano estupendamente, para ser ingleses.
Stéphane intervino, en inglés:
—¿Quieres dejarte de tonterías?
Ella replicó en el mismo idioma:
—Me gano su confianza; con que te hagas el camarada de armas no adelantamos nada.
—Debo rogarles que hablen en italiano. He de redactar un informe sobre nuestra misión —dijo el sargento, siempre modoso.
—De acuerdo, sargento —convino Stéphane—, hablemos de su misión.
—¡Top secret! Lo siento, viejo.
Aparentando indiferencia, Stéphane se acercó al paracaídas del herido, cerca del cual estaba todavía el cuchillo. Cortó un trozo largo de nylon y se volvió, apuntando con su pistola al sargento.
—No me gusta hacer esto, pero ando corto de tiempo. ¡Gianni, ata a ese imbécil a un árbol! ¡Con las manos a la espalda!
Asombrado, Gianni consultó al sargento con la mirada.
—Haz lo que te dice. ¿No ves que está chiflado ese tipo?
Por escrúpulo profesional, Stéphane comprobó la solidez del nudo. No hacía falta. El sargento estaba inmovilizado, sentado al pie de un castaño enano. Stéphane se metió la pistola debajo del cinturón.
—Bien. Ahora, ¡habla! ¿A qué viene esta operación quebrantahuesos?
—Palabra que no sé nada, sino que debo ponerme en contacto con el Cuartel General para que me transmita las coordenadas de rastreo.
—¿Con qué objeto?
—¡Te juro que no lo sé.
—Y el REP, ¿qué mierda tiene que ver con esto?
—Tampoco lo sé. Cuando me enteré de que intervenían en la operación ya estábamos en vuelo. Fue al leer la lista de frecuencias de llamada de las compañías.
—¿Tienes la frecuencia de llamada del REP?
—En el bolsillo de mi camisa.
Stéphane metió la mano y desplegó un papel de color rosa. El dato buscado figuraba después de la lista de compañías italianas: segundo REP Clave: Gran Soleil: Romeo - Echo • Papa. Frecuencia de llamada 139,3 metros 2506 kilociclos. Gran Soleil transmitirá todo mensaje a sus niños.
—¡El mapa! —exigió Stéphane.
—En el bolsillo derecho.
Era un mapa plastificado de Estado Mayor, y correspondía al este de Sicilia. Se había trazado un gran círculo a compás, con tinta china, alrededor del monte Donna Giacoma. En menos de un minuto, Stéphane identificó la pista de.aterrizaje de su llegada, el sendero recorrido por el Range-Rover hasta la casa y el camino que habían recorrido de noche hasta el pequeño lago.
—A ver el lápiz —le dijo a Alexandra—. Regístrale los bolsillos.
—En el bolsillo izquierdo del uniforme, señora —dijo el sargento, que empezaba a recobrar la serenidad.
Stéphane trazó una minúscula cruz en el lugar exacto donde se hallaban, y anotó las coordenadas en una margen del mapa: Zulú 126 Delta 21. Alzó la mirada hacia el sargento.
—Oye, no entiendo nada, y te creo cuando dices que tú tampoco. Dame tu palabra de soldado de que te quedarás quieto y contestarás a mis preguntas si te suelto.
—¡Palabra!
—Suéltale —ordenó a Gianni, el cual cortó las ligaduras con una mueca de amarga decepción.
—¿Por qué no lleváis armas?
—¡Bueno! De eso tampoco sé nada. El armamento ha quedado a bordo de los «camellos». Se nos ordenó que nos quedáramos con sólo los cuchillos y las cantimploras.
Stéphane continuó en inglés:
—¿Sabes lo que me parece, Alexandra? ¡Toda esta función es por nosotros!
—Estaba pensándolo también. Pero, ¿cómo?, ¿por qué?
Volvió al italiano:
—Bien, sargento, voy a usar su radio.
—Déjeme llamar arites al cuartel general. ¿De acuerdo?
—No, viejo. Yo voy a ser quien llame al REP. Luego te devolveré tu juguete. Sé que eso va contra el reglamento, pero diremos que yo te amenacé, ¿OK?
—OK. ¿Sabe manejarlo?
—Sí.
—Es usted un tipo raro.
—Sí.
Stéphane sacó la antena y localizó la frecuencia del REP; luego recitó en francés:
—Enfant deux. Romeo - Echo - Papa llamando a Soleil. Romeo - Echo - Papa llamando a Soleil...
La respuesta llegó instantáneamente.
—Aquí Soleil, Romeo, le oigo, Enfant deux. Cambio.
—Aquí oficial Enfant deux... ¡Ah! ¡Mierda! ¡Me cago en la...! —berreó Stéphane antes de cambiar.
—¿Qué ha pasado, Enfant deux? ¡Respondan! Les escuchamos. Respondan.
Stéphane escuchó con una sonrisa el tumulto de pánico que había suscitado. Habían caído en la trampa como pajaritos.
—Mi comandante, estaba en contacto con el teniente Garnier cuando se puso a gritar... y luego, nada.
—Enfant deux, aquí Soleil en persona, conteste.
Stéphane restableció la comunicación. Ahora ya sabía quién representaba ser.
—Perdone, mi comandante. Me pareció verlos pero ellos se echaron a correr. Mi oficial-radío se ha roto una pierna y estoy solo.
—¿Eran un hombre y una mujer, Garnier? ¿Está seguro?
—Afirmativo, mi comandante. Hasta creo haber reconocido al fulano.
—¿Conoce usted a Nallet?
—Vi las fotos del juicio.
—¿Sabe usted dónde se encuentra?
—Pues no, no he tenido tiempo de establecer la localización.
—Espere, voy a pasarle al especialista... ¡Lebreton! Ayude a Garnier a orientarse.
Cambió el sonido de la voz en el amplificador.
—Aquí el capitán Lebreton. Garnier, dame las coordenadas del salto.
Stéphane sonrió.
—¿Qué pasa? ¿Se te ha olvidado el código al Cuartel General? ¿No quieres decirme también el apellido de soltera de tu madre? Sólo me faltaría eso.
—¿Estás loco, Garnier?
—¿Conque loco, eh? ¡Esa sí que es buena! Os llamo desde una emisora italiana, y en menos de un minuto averiguo cómo me llamo y el nombre del oficial cartógrafo. ¡Os van a hacer sargentos de cocinas, muchachos! ¿Cómo está Simone, Maurice? Cambio.
—De acuerdo, Steph. Buena jugada. ¿Sabes dónde estás?
—Zulú ciento veintiséis veintiuno, pero daos prisa. Traed un sanitario; tengo «prisioneros» italianos y uno de ellos se ha roto una pierna. Cambio.
—Estaremos ahí dentro de media hora. ¿Estás a orillas del lago? ¿La chica está contigo?
—¡Bravo! ¡Cuánto sabes! Sí, aquí está. Nos encontramos a cincuenta metros de la orilla. No entiendo lo que pasa, pero ahora tengo que devolverle su radio al italiano, que ha de comunicar con su Cuartel General. ¿No hay objeción?
—¿Tendrá las coordenadas?
—No creo que entienda el francés. Puedo borrarlas si os interesa llegar primero.
—Tanto como interesar, no; lo que importaba era encontraros. Pero, por aquello del prestigio, ya sabes...
—OK. Daos prisa. Corto.
Humedeciendo la yema del pulgar, Stéphane borró disimuladamente los signos que había anotado sobre el plástico del mapa; luego se volvió hacia el sargento.
—Su turno. De todos modos, está en camino una brigada del REP. En cuanto a mí, voy a tomar un baño. ¿Vienes, querida? —se dirigió a Alexandra.
—¡Marrano! ¡He visto cómo borraba las coordenadas! —bramó el sargento—. ¿Qué voy a decirles ahora? No puedo orientarme; en esta región hay lagos a porrillo.
—Descansa veinticinco minutos, que luego te las doy, ¿vale?
—Vale. ¿Eres accionista de esa compañía de asesinos del REP?
—¡Lo has acertado, sargento! Y procura tener ocupado a tu quinto; si se acerca para hacer el mirón, será lo último que vea.
—La tentación era fuerte —replicó Gianni.
—Gracias —sonrió Alexandra—. Está visto que los italianos saben hablar a las mujeres.
No regresaron con los italianos sino pocos minutos antes de que llegase la patrulla francesa. Venían, con todo su armamento, tres secciones encabezadas por el comandante Bourdier y por Lebreton. Stéphane sintió en la boca del estómago la extraña emoción que siempre experimentaba al divisar las boinas verdes encasquetadas sobre los pétreos rostros de los voluntarios extranjeros, y su paso lento que subrayaba la común expresión de indiferencia ante cualquier eventualidad.
—Llama a tu Cuartel General —dijo Stéphane al suboficial italiano—. Las coordenadas son Z ciento veintiséis D veintiuno. Diles que el REP cayó por aquí casualmente, y que tú estabas ocupado rescatando al herido.
En los tiempos en que Stéphane desertó del primer REP para unirse a la OAS, Bourdier era aspirante a las órdenes de Bigeard. Le conocía de vista.
—¡Veintiún hombres a la enfermería por tus santos cojones, Nallet! —lanzó el comandante sin más preámbulos—. Y la cuenta todavía no está cerrada.
—¿Quién te ha llamado, Bourdier? Procura comportarte según corresponde a tus galones; te presento a la señorita Alexandra Posidonios. Al comandante Bourdier le conocí de joven; ya entonces se creía un Bonaparte. Su compañero es el capitán Lebreton, hombre modesto, salido de entre la tropa como yo.
Los dos oficiales estrecharon la mano de Alexandra, después de descubrir sus cráneos con el pelo cortado a cepillo.
—He pedido transporte por la carretera de San Stephano a Corleone. Son unos cinco kilómetros al sur, pero por buen terreno —dijo Bourdier.
—Bien —replicó Stéphane volviéndose hacia el sargento italiano—. ¿Has hablado con tu Cuartel General?
—Sí, estarán aquí dentro de una hora.
—Vuelve a llamar y pásame a tu jefe.
—Oye, Nallet, que aquí soy yo el que lleva la voz cantante —se burló Bourdier.
—¡Que tu jefe hable con el comandante! Por primera vez en su vida, tiene razón.
Bourdier cogió el micro y preguntó:
—¿Alguien habla francés? Aquí el comandante Bourdier.
—Minuto, aspette signar commandante.
Otra voz habló en francés por el altavoz.
—Teniente Verdi. Le escucho, comandante.
—Misión cumplida. Pueden replegar el dispositivo. Tengo tres hombres de ustedes, uno herido. Estoy a dos horas de la carretera. ¿Recogemos a sus hombres o pasarán a buscarlos?
—Si pudieran encargarse de ellos ganaríamos tiempo, los estamos recogiendo un poco por todas partes. Ha habido muchas bajas.
—OK. Corto.
—¡Comandante!
—Sí, le escucho.
—¿Me recibe en difusión general?
—Sí.
—¿Me hace el favor de ponerse el casco?
—Conecta los auriculares —ordenó Stéphane al radio italiano—. Quieren hacerse confidencias.
Bourdier escuchó durante un minuto y medio, muy serio, haciendo gestos afirmativos con la cabeza, antes de concluir.
•—Entendido. Quedo enterado. Cambio y cierro.
Por si acaso, Stéphane tuvo la idea de pasar disimuladamente su pistola a Lebreton. Este, sin preguntar nada, la escondió en su mochila.
—Disponemos de media hora de descanso —anunció Bourdier—. La cita con los vehículos es a las dieciocho horas.
—Excelente idea —aprobó Stéphane, sentándose—•. Eso te dará tiempo a explicármelo todo.
—Afirmativo, viejo.
El comandante les hizo un breve y completo resumen de los acontecimientos ocurridos desde la noche del secuestro. Ale-xandra y Stéphane le escuchaban asombrados. Stéphane comprendía perfectamente la iniciativa de Sánborn y Vinckel; en cambio, no lograba entender cómo podían estar seguros de que ellos habían sido conducidos a Sicilia. De todos modos, pronto iba a enterarse.
—Queda por dilucidar un punto esencial —agregó Bourdier—. El comando japonés exige la presencia a bordo de Stéphane Nallet y de Alexandra Posidonios. Ahora bien, a la señorita Posidonios no podemos obligarla a entregarse.
—Ni a mí tampoco —observó Stéphane. —En mi ingenuidad, supuse que tendrías la honradez de presentarte espontáneamente, como hicieron tus compañeros.
—No se preocupe, señor. Iré yo sola, si el señor Nallet tiene miedo —replicó Alexandra.
—Se lo agradezco, señorita. Creo que finalmente él se decidirá a acompañarla. Voy a darle un tubo de pastillas para los nervios; hágale tomar una cada dos horas y ya verá qué bien se porta. ¡En fin!, pongámonos en marcha. ¿Quiere que la lleven los sanitarios, señorita? Debe estar agotada, y nos quedan dos horas de camino.
Ella se echó a reír alegremente.
—Estoy en plena forma, comandante. Gracias de todos modos.
—¡Bourdier! —interrumpió Stéphane—. Se te ha olvidado explicarme tu conversación particular por radio.
—Secreto militar.
—¿Estás de broma?
—Bien, ¡qué importa! Los italianos han encontrado el lugar donde os tenían secuestrados. Es posible que la gendarmería de Palermo te acuse de las dos muertes, aunque luego se haya de sobreseer por legítima defensa. Es por lo de la vieja... ¡les pareció poco elegante que ahorcases de esa manera a una anciana!
—¡No lo dirás en serio, Bourdier! —replicó Stéphane con severidad—. La vieja se suicidó, y sabes muy bien que yo lo habría impedido si lo hubiera previsto.
—Sí, yo bromeaba. Pero ellos no. De cualquier modo, puedes hacerles tragar el primer rollo que se te ocurra, puesto que está en tus manos la llave de las válvulas de petróleo.
—Llama a la gendarmería de Palermo y pásame al jefe de carabinieri —ordenó Stéphane al radio italiano. En seguida se estableció el contacto radiotelefónico con el capitán Giacobbini.
—Le habla Nallet. ¿Sabe dónde se halla el petrolero?
—No se ha movido. Hemos transmitido la noticia del rescate de ustedes. Le esperan a bordo esta noche. He previsto lo necesario.
—¿Pueden ustedes comunicar con ellos?
—Según parece, están a la escucha permanente por la frecuencia de socorro.
—Entonces, trate de negociar con ellos para que la señorita Posidonios no haya de subir a bordo. Yo iré, naturalmente.
—De acuerdo, se intentará.
—Otra cosa. Primero me pasaré por su despacho para prestar declaración, ¡pero exijo el sobreseimiento por lo que se refiere a nuestros carceleros! Vamos, ¡muévase! Y recuerde: si no hay sobreseimiento, no hay embarque, ¿entendido?
—Entendido; ahora mismo llamo al procurador.
Stéphane estaba sentado con elegante indiferencia en un sillón de mimbre. De pie a su alrededor estaban Alexandra, Bourdier, Lebreton, el procurador, el juez de instrucción de Palermo y el gobernador civil de Sicilia.
Enfrente, el capitán Giacobbini, sentado detrás de su escritorio, releía la declaración que acababa de mecanografiar su secretario al dictado del francés. Dejando las tres hojas de papel sobre la mesa, se quitó las gafas y declaró en tono sarcástico:
—Muy bien, señor Nallet; su declaración está perfectamente clara. Paso por alto las circunstancias de su secuestro en Suiza, que no nos conciernen. Hemos situado su punto de aterrizaje y el camino recorrido por el Range-Rover... Evidentemente, es una lástima que desconozca usted las cuestiones relativas a la aviación de turismo, pues la matrícula de la avioneta habría sido un dato precioso para nuestra investigación. En cuanto al retrasado mental, a quien yo conocía personalmente, no tiene antecedentes penales. Pero el hecho de que sus cómplices acondicionasen y reforzasen ese granero, hace varios años, para servir de prisión, basta para implicarle como cómplice del secuestro, lo mismo que a su madre. Con lo cual llegamos a las circunstancias en que murieron. Según su declaración, el gigante abrió la trampilla a medianoche y les rogó que bajaran. Mientras ustedes se hallaban en la planta baja, él se clavó un cuchillo de cocina en el abdomen y luego, llevándose la mano a la espalda, repitió idéntica operación en sus ríñones. Entonces cayó hacia atrás soltando el mango, y el cuchillo se hundió bajo el peso de su cuerpo. A continuación se sacó del bolsillo una pistola de calibre nueve milímetros y se disparó un tiro en la sien. Usted no pudo sino verificar el fallecimiento, y luego halló a la madre ahorcada en el establo, lo cual, siempre según usted, fue el motivo de la antedicha serie de actos suicidas, ¿no es así?
—Exactamente —mintió Stéphane sin asomo de duda.
—¿Señorita Posidonios?
—Exacto en todos los detalles, señor.
—Perfectamente. Ahora firmo la declaración. Resta a las autoridades presentes el pronunciar el oportuno sobreseimiento.
Los tres magistrados, con idéntico gesto hostil, estamparon sus firmas en los documentos oficiales. Hecho esto, el fiscal ironizó estúpidamente:
—¡No crea que nos ha engañado, Nallet!
—«Señor» Nallet para usted, por favors señor procurador. Lo que usted dice supone una grosería para con la señorita Posidonios.
El procurador palideció, dándose cuenta de su indiscreción. Nadie ignoraba las amistosas relaciones que existían entre el armador y el presidente de la República italiana. Tartamudeó:
—Disculpe... Lo siento de verdad. Le ruego me disculpe... El cansancio, la confusión... Suplico su perdón, señorita, aunque bien sé que esto ha sido... imperdonable.
—No se inquiete. Todos estamos nerviosos, no es para menos.
—Gracias, señorita, gracias.
—A propósito —intervino el capitán de carabinieri—, he comunicado con el capitán Vinckel, quien devolvió la llamada al cabo de media hora: los piratas no se oponen a que la señorita permanezca en tierra.
—Iré de todos modos —cortó Alexandra sin vacilación.
—¿A qué correr riesgos inútiles, Alexandra? —preguntó Stéphane, sorprendido.
—No es ningún riesgo; el objeto de extorsión sigue siendo el petróleo. Ellos no ignoran que mi abuelo soltaría hasta el último céntimo con tal de impedir que sea derramado.
—De acuerdo —admitió Stéphane—. Pero, ¿qué interés puede tener la presencia de usted a bordo?
—Sin duda van a producirse nuevas negociaciones. Ellos deseaban disponer de mí en calidad de intermediario con capacidad jurídica, no por ser la nieta del millonario.
—¿Podría tratar de comunicar con ellos? —le rogó Stéphane al capitán.
—Acompáñeme a la sala de radio.
Vinckel respondió sobre la frecuencia de socorro.
—Johan... Soy Nallet. La pequeña insiste en subir a bordo. Cambio.
—Buena cosa. Ni siquiera tendrá que tratar a los japoneses, que se han apoderado del puente de mando y sólo autorizan mi presencia. Alie Seymour y Sanborn ocupan mi cabina. La del armador ha sido puesta a disposición de la señorita Posidonios; los miembros del comando son correctos y no la molestarán. Únicamente han exigido su presencia para poner a punto nuevas modalidades de pago del rescate. Cambio.
—Es lo que ella pensaba. OK, cierro.
Stéphane refirió la conversación en breves palabras. Alexandra pareció aliviada.
—Les espera una lancha rápida en Castelmare del Golfo. Yo les llevaré; está a menos de cincuenta kilómetros —concluyó Giacobbini.
Mientras conducía rápido pero atentamente su Fiat por la tortuosa carretera, el capitán apuntó:
—No hemos mencionado la pistola, Nallet.
—¡Ah, cierto! La arrojé al lago después de mi contacto con el REP.
Giacobbini replicó, sonriente.
—Pero después de caminar un rato, no recuerda en qué dirección, ni por cuánto tiempo, y, además, la arrojó muy lejos...
—¿Cómo lo ha adivinado?
—Cosas del oficio. Mire, ignoro lo que ocurrió en este asunto, pero estoy seguro de que la vieja se colgó sin ayuda de nadie.
—Gracias, señor —dijo Alexandra—. Le juro que es cierto.
Eran las tres de la madrugada cuando pusieron pie sobre la escala del petrolero. La lancha de la gendarmería pilotada por un solo marino, dio media vuelta inmediatamente. Alie, Bruce y Vinckel les esperaban en el puente; todos se abrazaron con emoción, y luego se trasladaron con el ascensor al lujoso compartimiento del armador. Alexandra se dejó caer sobre la inmensa cama cuadrada. Vinckel declaró:
—Bruce y Stéphane, reunión con los miembros del comando en el puente. Usted, señorita Posidonios, descanse en compañía de Alie. Ellos han sido los primeros en pedirme que cortase los circuitos de escucha y televisión. ¡Caballerosidad oriental! Desde aquí no podrán oír lo que hablemos en el puente de mando, pero no tiene importancia. Las tendremos al corriente de los hechos. Las relaciones son de mutua tolerancia, y tanto Sanborn como yo circulamos con libertad. Por razones evidentes, ellos no quieren que sus hombres se relacionen con el elemento femenino.
Los tres cómplices regresaron al ascensor y salieron al puente. Después de ponerse cómodos, se relataron mutuamente sus aventuras. Vinckel concluyó:
—Por lo que a mí concierne, el objetivo está cubierto, y mejor de lo que me atrevía a esperar. Bastaría decir que los japoneses levantaron el campo a medianoche, y conducir el barco a Fos. Sin embargo, no me considero con derecho a pedirles que renuncien al dinero, y por consiguiente les ceda la iniciativa. Me someteré a sus decisiones siempre que no signifiquen ningún peligro, sobre todo en lo que respecta a derramar ni una sola gota de crudo en el mar. ¿De acuerdo?
Stéphane y Bruce asintieron.
—No quiero influir en sus opiniones —continuó Vinckel—, pero debo exponerles la situación. Posidonios está firmemente decidido a convertirse en portaestandarte del freno al gigantismo, adelantándose en dar el ejemplo por supuesto. ¡La mayor parte de su fortuna volará como una bomba! No crean que cincuenta millones son una bagatela, ni siquiera para él.
—Perdona que te interrumpa, Johan —dijo Stéphane—, pero no entraba en nuestras intenciones exigirle el total de la suma. Fue él quien se empeñó.
—¿Me permite exponerle un plan? —intervino Bruce.
La bañera en la que Alexandra se recreaba desde hacía media hora tenía casi las dimensiones de una piscina. Alie fumaba sentada sobre la gruesa y suave moqueta. Vestía unos pantalones téjanos viejos y una camiseta, e iba descalza.
—Tuve tiempo de empaquetar tres pantalones y algunas blusas —dijo—. Si quiere cambiarse... creo que servirán.
—Cómo no, gracias. Dígame, Alie, ¿cómo son esos japoneses?
—No los he visto. Está totalmente prohibido, como dijo Vinckel.
Alexandra accionó el mando de la ducha-teléfono y se enjabonó dos veces sus largos cabellos. Los aclaró abundantemente con agua fría y luego salió de la bañera, envolviéndose en una gruesa bata. Después de tumbarse en la moqueta, tomó un cigarrillo del paquete que Alie le ofrecía y cogió al vuelo el encendedor. Empujó con el pie el cenicero de jade para que ambas pudieran utilizarlo cómodamente.
—¿Qué clase de individuo es ese Nallet? —preguntó Alexandra con indiferencia perfectamente fingida—. Si no quiere contestar no lo haga.
—No me importa, y en todo caso es muy fácil: es un niño al que le rompieron su único juguete, y encima le castigaron severamente, haciéndole responsable de ello. Hasta 1961 fue una especie de boy-scout, de increíble ingenuidad; luego, durante sus años de detención, desarrolló su cultura, rabiosamente decidido a buscar la verdad.
—¿Y no la encontró?
—Claro que no, y eso que empezó con la Biblia para terminar con Wilhelm Reich. Luego se lanzó a una vertiginosa «huida hacia adelante», luchando contra sí mismo a cada segundo, y por fin, ¡el milagro! Conoció a un maestro en el cinismo y la indiferencia, a cuyo atractivo nadie puede sustraerse. Ha resultado un alumno muy aprovechado.
—¿Sanborn?
—En efecto. Se complementan a las mil maravillas; yo llegué un poco más tarde y les seguí, aunque siempre a dos pasos de distancia, debo decirlo.
—Veo que usted está enamorada de Sanborn, y sin embargo parece despreciarle.
—Le admiré desde el primer día, y nunca he dejado de hacerlo. Hay que aceptarle tal como es. En lo único que se diferencia de Stéphane, es que él sabe desde la cuna lo que Nallet tuvo que aprender a bofetadas, a los veintiocho años.
—¿Y las mujeres? ¿Existen en la vida de Nallet?
—No sé gran cosa. En Argelia quiso casarse con una niña bienpensante, que contrajo matrimonio con un ricachón a los dos meses del encarcelamiento de Stéphane. Desde entonces ha tenido algunas aventuras pasajeras, de cuando en cuando, sin darles apenas importancia.
—He tenido un pequeño flirt con Nallet —confesó Alexandra.
—Supongo que hay que entender eso como un eufemismo.
—Así es.
—¡Qué raro! Usted no parece el tipo de mujer que se pone a contar su vida.
—Y no se equivoca; hablo porque espero de usted una muestra de franqueza a cambio de la mía.
—Me intriga. ¿Le importa hablar claro?
—Perfecto. ¿Quién ha sido el organizador del golpe?
—¿Perdón?
—Me ha entendido perfectamente. ¿A quién se le ocurrió la idea de secuestrar este barco? ¿A Vinckel, a Nallet o a Sanborn?
—¿Está perdiendo la razón?
—Alie, hace tiempo he comprendido que lo del comando no era sino una comedia genial. No voy a decírselo a nadie, pero admita que me bastaría subir arriba para confundirles a los cuatro.
—¿Quiere convencerse de que Stéphane le habría prohibido subir a bordo si hubiera un peligro real?
—Sí.
Alie se puso en pie y salió de la pieza. Regresó casi en seguida, para dejar unos pantalones téjanos y una blusa sobre el mármol de separación del doble lavabo.
—Vístase. Yo voy a tomar un baño. ¿Sabe el camino?
—Perfectamente. ¡Fui la madrina del «Vacamarat»!
Bruce y Stéphane se pusieron en pie como impulsados por un resorte cuando vieron aparecer a Alexandra en el puente de mando. Vinckel no exteriorizó ningún movimiento de sorpresa y permaneció sentado. Se le notaba contrariado.
—Gracias por su iniciativa, señorita —murmuró—. Realmente, no sabía cómo dar el primer paso.
—Tampoco ha sido fácil para mí, capitán. Acabo de infringir la ley más sagrada de mi profesión: ¡el secreto profesional! Para que vea si confío en Nallet, Sanborn y Alie.
—¿Qué significa esto? —interrumpió Stéphane.
—Vamos a explicárselo todo. ¿De acuerdo, capitán?
Alie entró de súbito.
—Estaba duchándome y...
—No te canses —le dijo Bruce sin dejar de sonreír—. Me parece que, por esta vez, los primos hemos sido nosotros.
Alexandra continuó:
—¿Recuerda, Alie, la pregunta que le hice antes, sobre quién era el organizador del golpe? Usted fingió admirablemente su sorpresa, pero ignoraba que yo ya conocía la respuesta...
Se produjo un denso silencio; todos miraban a Alexandra. Luego Bruce estalló en una carcajada, mientras Stéphane, dejándose caer en un sillón, se limitaba a suspirar.
—¡Naturalmente!
Alie no les entendía, cosa poco frecuente. Se puso a gritar:
—¡Conque me toca el papel de tonta! ¿Qué pasa aquí? ¡Ah! ¡Vaya, vaya! Me parece que ya lo entiendo...
—Como siempre... estamos en lo normal: ¡te enteras con medio minuto de retraso!
—¿Lo supo usted antes o después? —preguntó Bruce dirigiéndose a Alexandra.
Fue Vinckel quien respondió:
—¡Después! Posidonios se lo confesó todo tras la conferencia de prensa. Pero no vayan a cometer un error: considero que los instigadores fuimos dos, Nikos Posidonios y yo. ¡Así son las cosas! Hacía años que luchaba contra molinos de viento. Como último recurso, decidió emplear su fortuna para poner sobre aviso a la opinión; la respuesta de los grandes consorcios no se hizo esperar. Anunciaron que contraatacarían demostrando que él intentaba arruinar a todos sus rivales, teniendo medios suficientes para reconvertir su flota y llegar a ser el único amo del transporte petrolero. ¡Su campaña no sería sino la infame maniobra de un especulador insaciable! Y, en cierto sentido, habría sido verdad. Estábamos desayunando a solas cuando él descargó un puñetazo sobre la mesa y tronó con rabia: «Pero, ¿qué se puede hacer, por Dios, qué se puede hacer?» Y yo le contesté: «Golpear a la opinión pública mundial, cualquiera que sea el procedimiento.» La idea se concretó en algunas semanas. El decidió arruinarse en la operación, y yo empecé a buscar a Stéphane.
—Por curiosidad —preguntó Bruce—. ¿De quién fue la idea de «hacer japoneses» a los del comando fantasma?
Vinckel sonrió.
—De él. Me parece estar viéndole, loco de entusiasmo, diciéndome: «¡Japoneses, Vinckel! Les ha costado siglos cimentar su reputación; con ellos no se regatea, sino que se cede. Los samurais, el hara-kiri, los kamikazes...»
—¡Qué genio! —interrumpió Bruce—. ¡Qué lucidez y qué conocimiento de las reacciones humanas!
—A propósito de humanidad —intervino Stéphane—, estábamos hablando de nuestra común reticencia en cuanto a lo de exigirle a Posidonios un rescate fabuloso, después de todos los golpes que ha recibido. Vinckel acaba de decir que eso podría asestar un golpe mortal a sus empresas.
—Es verdad —dijo Alexandra—. Los cincuenta millones de dólares exigidos se reunieron mediante una serie de transacciones bancarias, en las que mi abuelo puede fácilmente dejar la piel. Pero eso fue idea suya; él estableció el importe de los «salarios» de Nallet y Sanborn. Al arruinarse deliberadamente, al proclamar durante la confrencia de prensa que se hacía cargo de toda la responsabilidad él solo, creyó agitar más a fondo la opinión, conmoverla, obligarla a reaccionar con fuerza.
—¡La ingenuidad de los grandes hombres! —se burló Bruce—. Es más cierto lo contrario: ¡necesita de toda su potencia si realmente quiere una oportunidad de ver triunfar su cruzada! Por consiguiente, no le acepto ni un céntimo.
—¡Estoy soñando! —ironizó Alie—. ¿Renuncias a la tercera parte de cincuenta millones de dólares? No ignoras que me obligas a imitarte automáticamente.
—Lo mismo digo—se plantó Stéphane—. ¡Johan, estás viendo a los tres primos más grandes del mundo!
—No he dicho eso —le interrumpió Bruce.
—¡Qué alivio! —resopló Alie—. Creí que te había tocado la gracia santificante, que te ibas a hacer ermitaño...
—Claro que no; sencillamente, los cincuenta millones de dólares no los pagará Posidonios.
—Pues, ¿quién? —preguntó Vinckel.
—No lo sé, ni quiero saberlo, ni me importa.
—Me parece que te estás liando —observó Stéphane.
—Al contrario, es bien sencillo —retrucó Bruce—. ¡Vamos a «pasar la gorra»!
Vinckel no entendió la expresión, por lo que Stéphane le explicó:
—Pasar la gorra es hacer una colecta. Pero explícate antes de continuar.
—Basta con fijar un baremo9 en función de la riqueza turística de los centros costeros. Estamos a lunes, son las cinco de la mañana, luego nos quedan dos horas para hacer los cálculos mientras ponemos rumbo al sur de Italia. ¿Es posible echar el ancla, digamos, entre Capri y la península de Sorrento, lo más cerca de Capri que se pueda?
—Desde luego —replicó Vinckel.
—Perfecto. ¿En cuánto tiempo alcanzaríamos ese lugar?
—La distancia debe ser de setenta a noventa millas; digamos entre cinco y seis horas.
—¡Bien! Fíjese: hacia mediodía echamos anclas a la vista de Capri y de Sorrento. Sobre las ocho habremos transmitido un mensaje de los «japoneses» declarando que esa primera escala va a durar tres días enteros; del lunes a mediodía hasta el jueves a mediodía. Exigiremos tres millones de dólares distribuidos en billetes de cien dólares, cien marcos alemanes o quinientos francos suizos; dicha suma representa la cuota de la región de Campania. Con tres días les bastará para reuniría. Una lancha que nos traiga la maleta, una cuerda que largamos desde el puente bajo... y sin contar, que sería demasiado largo, valoramos el dinero a ojo. ¡Eso me lo dejan a mí, que tengo práctica!
—¿Pretendes hacer escala de tres días delante de cada estación turística? —preguntó Vinckel.
—No será necesario, aunque por otra parte no veo que fuese problema. Nuestro mensaje comunicará una lista de las escalas futuras y de las correspondientes cantidades exigidas. Les sobrará tiempo para la recaudación. Las siguientes paradas serán de una hora o dos, justo lo necesario para que se acerquen con el «correo de la pasta».
—¿Y si el farol no funciona?
—Echar faroles es mi oficio —replicó Bruce—. No se arriesgarán a presenciar el vertido de trescientas veinte mil toneladas de petróleo en sus mismas narices. Desde luego, les daremos a entender que no ignoramos dónde almacenan las barreras protectoras. En primer lugar, serían de una eficacia relativa; en segundo lugar, los japoneses tienen espías en todas partes. ¡Si tocan las barreras, vaciamos la porquería sin previo aviso!
—De todos modos, admitamos que hay una posibilidad entre mil de que nos manden a tomar viento fresco.
—En tal caso, habremos perdido. Johan nos dejará en casa de Posidonios; para Alie y para mí le exigiremos empleo como porteros, y Stéphane será el guardabosques... ¡Es lo mínimo que puede hacer!
—A eso me comprometo —sonrió Alexandra.
—Gracias, Lady Chatterley —replicó Alie, sonriendo también.
Stéphane fusiló a la americana con una mirada. Alexandra le explicó:
—Tranquilízate. He confesado mi debilidad y mi deshonra. Si es eso lo que te avergüenza, siempre podrás decir que no tenías otra cosa entre manos.
Stéphane se limitó a encogerse de hombres.
A las siete, Vinckel conectó el piloto automático; quince minutos más tarde, el «Vacamarat» navegaba rumbo al nordeste. A las ocho transmitió el mensaje, precisando los puntos de escala y las cantidades correspondientes:
Sorrento-Capri, tres millones de dólares.
Nápoles-Ischia, cuatro millones.
Anzio-Roma, cinco millones.
Porto Ercole-Ancedonia-Porto San Stephano, cinco millones.
Piombino-isla de Elba, tres millones.
Livorno, cinco millones.
Porto Pino-Santa Margharita, cinco millones.
Savona, tres millones.
San Remo, cinco millones.
Monaco, cinco millones.
Saint-Jean-Cap-Ferrat, cinco millones.
Cannes, cinco millones.
Bahía de Saint-Tropez-Saínte-Máxime, diez millones.
Resultó un total de sesenta y ocho millones de dólares. Al finalizar el mensaje, Vinckel explicó el cambio de actitud haciendo referencia a la reacción de Posidonios, quien apoyaba moralmente la tesis ecológica propugnada por la organización, y quien necesitaría de toda su potencia financiera para continuar la lucha contra el gigantismo. Concluyó afirmando que la última escala del «Vacamarat» sería el golfo de Saint-Tropez, donde permanecería una semana. Ese tiempo sería aprovechado por los hombres del comando para abandonar secretamente el navío; eran dieciséis, pero el peligro seguiría siendo real mientras no hubiese desembarcado hasta el último, el jefe de todos ellos.
El plan Sanborn resultó perfecto. Su principal acierto consistía en dar un plazo de tres días, el cual fue aprovechado, tanto en Francia como en Italia, para entablar sórdidas negociaciones dignas del más ínfimo bazar marroquí. Cuando las provincias afectadas exigieron a sus Gobiernos las sumas del rescate, éstos acudieron a las Cámaras de comercio quienes, a su vez, se pusieron a regatear con los sindicatos. La solución fue hallada por el ministro de Hacienda francés, quien trazó un proyecto durante la noche del lunes al martes.
Este proyecto constaba de dos partes: la primera, relativa a las explotaciones comerciales, desde las compañías propietarias de hoteles de lujo hasta los más modestos tenderos. Se les sugirió que contribuyesen al pago del rescate en proporción a su cifra anual de negocios, a cambio de lo cual el Gobierno autorizaría un aumento del diez por ciento en los precios tarifados, válidos por cinco años. El golpe genial del proyecto estribaba en que, según los cálculos del ministro, la pérdida debida a aquella cotización imprevista sería de un cinco por ciento; tanto el ministro como los hoteleros y las empresas turísticas sabían perfectamente que el importe de tal pérdida no sobrepasaba el uno por cien, como mucho. Desde el más humilde hasta el más poderoso, los comerciantes vieron el negocio que iban a hacer a costa de la clientela. La segunda parte del plan afectaba a los propietarios de residencias de recreo, a quienes se invitaba a pagar el cinco por cien del valor notarial de su propiedad. Los que no pagasen verían duplicarse durante cinco años la contribución devengada por las mencionadas propiedades. El Gobierno, generoso, se comprometía a conceder créditos a los comerciantes y propietarios que careciesen de efectivo, mediante el pago de un interés razonable. Ni que decir tiene que si un comerciante se negaba a cotizar, se le retiraría durante cinco años la licencia de su establecimiento. Bajo las disposiciones del estado de emergencia, las leyes correspondientes fueron votadas simultáneamente en Francia y en Italia. Los Centros de informática recurrieron a sus ordenadores para calcular las cuotas que debían ser aportadas por cada cual, en función de las declaraciones que obraban en poder de los ministerios de Hacienda respectivos. Casi nadie se negó a pagar; en todas partes se registraron superávits. Esas diferencias estaban previstas; los fondos excedentes serían reintegrados a los pagadores, con arreglo al baremo establecido.
A las tres de la madrugada del jueves, Bruce aguardaba en el puente bajo. El «Vacamarat» estaba anclado a una milla de Capri; la noche era clara y permitía distinguir las luces de la península de Sorrento. Observó las luces roja, blanca y verde de la motora que enfilaba directamente hacia el petrolero. Por escrúpulo profesional, escrutó la embarcación con los prismáticos. Un solo hombre, tal y como ellos habían exigido, llevaba el timón.
Bruce largó un cable, a cuyo extremo habían fijado un gancho. El marino tripuló hábilmente su lancha hasta ponerse al costado del petrolero; guiado por señales eléctricas, colgó del cable una gran maleta metálica. Bruce izó el botín sin dificultad. Abrió la maleta y paseó el haz de su linterna sobre los fajos de billetes. El examen fue satisfactorio; hizo un gesto al marino, quien desvió la embarcación y se alejó a todo gas. Vinckel, que observaba la maniobra desde el puente de mando, accionó el cabrestante. Habían echado sólo un ancla. El «Vacamarat» contorneó prudentemente Capri y puso proa al oeste. El capitán había decidido ganar Porto Anzio por alta mar, a fin de eludir la proximidad de las pequeñas islas de la bahía de Napóles.
Bruce había esparcido el contenido de la maleta sobre la gran mesa de conferencias del puente de mando. El pago constaba exclusivamente de dólares; eran trescientos fajos de cien billetes de cien dólares atados con gomas. Todos en billetes usados; Bruce empezó por asegurarse de que no hubiese ninguna correlación numérica susceptible de identificarlos. A continuación examinó diez billetes tomados al azar, con los cuales hizo una serie de manipulaciones extrañas que duraron más de media hora. Por último, dictaminó:
—Están jugando limpio y no intentan pegárnosla.
Stéphane contestó, sonriente:
—Me quito el sombrero ante tu penetración psicológica. ¡A decir verdad, no me sentía del todo seguro!
—Este crucero y sus lucrativas escalas, ¿lo tenía usted planeado desde el principio? —preguntó Alexandra—. ¿Desde que Vinckel le propuso el «negocio»?
—No, pero sabía que alguien tendría que pagar, y con esa seguridad me bastó. Como es natural, no podía prever la serie de acontecimientos que han dado lugar a la estúpida intervención de esos payasos de la Cosa Nostra.
—A propósito —agregó Alexandra volviéndose hacia Stéphane—, ¿por qué no has querido dar detalles a la gendarmería de Palermo, en lo que concierne a la marca y número de matrícula de la avioneta?
—Por miedo y por cobardía —contestó Stéphane con toda la seriedad del mundo.
—No te creo.
—Pues se equivoca —terció Bruce—. Yo habría hecho lo mismo. La Cosa Nostra cuenta con más de un siglo de existencia. En ese tiempo ha tenido sus altibajos; cierto que el golpe asestado por Valachi la tiene en cuarentena desde hace algunos años, pero sólo algunos políticos miopes y algunos policías fanfarrones confunden el sueño de la bestia con la muerte de la misma. William Agnew Patón define a esa organización como «una forma tácita de inmoralidad social aceptada por un número limitado de sicilianos».
—Confieso que no tengo ideas muy claras sobre esta cuestión —dijo Alexandra.
—Es sencillo —explicó Bruce—. Primer caso: tú eres siciliano o siciliana y no quieres saber nada de la mafia (que tiene ramificaciones en todo el mundo, y no sólo en América). Estás en tu derecho y nadie te molesta. Segundo caso: necesitas ayuda, de cualquier tipo que sea. Un tribunal secreto examina tu caso y tu curriculum vitae. Si juzga válida tu petición, la organización te presta ayuda sin regateos. A cambio, quedas comprometido a obedecer ciegamente, de por vida, las órdenes que se te comuniquen, bajo pena de muerte.
—De acuerdo, he leído El Padrino, como todo el mundo. Pero es increíble que tales procedimientos sigan existiendo en nuestros días.
—El secuestro de usted ha sido una demostración concluyente. Tome por ejemplo el caso de ese piloto que rehusaba toda responsabilidad; era un típico especialista formado con ayuda de la Cosa Nostra. A cambio, se le ordenaba que pilotase un avión. Con ello, y eventualmente con su silencio, quedaba saldada la deuda.
—Bien, pero nada de eso contesta a la pregunta que le hice antes a Stéphane.
—Ahora voy a ello. Existe otra regla fundamental, menos conocida: si la organización te ataca, no teniendo nada que ver con ella, y tú te defiendes, incluso suprimes a varios de sus miembros, aquí no ha pasado nada. ¡Pero si proporcionas a las autoridades una información susceptible de inculpar a los miembros de la mafia, date por muerto! Tal es la clave del sistema, y de su infalibilidad.
—Es la pura verdad —agregó Vinckel—. A estas alturas, sin duda ya saben que usted está acostumbrada a pilotar personalmente su avioneta particular; más aún, que ha sido una de las primeras clientes de la Partenavia Víctor. Por tanto, saben que no habló, o más exactamente que Nallet no habló, prefiriendo protegerla.
—En efecto, ésa es una parte de la cuestión —admitió Stéphane—. Pero, aunque hubiera estado solo, no habría hablado. Lo único que no haré nunca será ponerme en situación de tener que pasar el resto de mi vida en guardia, veinticuatro horas sobre veinticuatro, esperando siempre el golpe fatal. ¡Es la peor tortura que existe! En Dien-Bien-Phu conocí a un mafioso que se había refugiado en la Legión extranjera, y una vez me lo confesó. Hacía dos años que buscaba la muerte en cada escaramuza, sin pillar ni un arañazo siquiera. Durante toda la noche traté de levantarle la moral, haciéndole ver que había cambiado de nombre y de nacionalidad, que estaba bajo la protección de su regimiento. Lo decía convencido... y sin embargo, le atraparon algunos años más tarde, en un bar de Philippeville: ¡un cuchillo siciliano bien clavado entre los omóplatos! Recuerdo un detalle que me hizo sonreír por su aparente simpleza, y que rememoré el día que lo ejecutaron: el ochenta por cien de los que se saben condenados por la mafia, me había dicho, se suicidan. Desde aquel día, lo creo.
—Te doy las gracias, Stéphane —dijo Alexandra.
—¡Te habrías cortado la lengua antes de confesar que lo hiciste por ella! —se burló Alie.
—Me habría cortado la lengua antes que mentirle. ¡Ocúpate de tus asuntos! Nunca he pretendido ser el Zorro, Superman ni James Bond.
Después de trazar un semicírculo en alta mar, el «Vacamarat» se aproximó a Porto Anzio. La escala duró apenas media hora. La motora había salido a su encuentro y Vinckel ni siquiera tuvo que echar el ancla. Salvo la aparición de algunos francos suizos y de marcos alemanes, no hubo ninguna novedad. El pago se efectuó a pleno día.
Menos de cuarenta y ocho horas después de la salida de Anzio, y habiendo rendido todas las escalas previstas sin la menor sorpresa, recibían la valija de San Remo. Sanborn contaba el dinero y no se cansaba de comprobar la autenticidad de los billetes. Luego, doblando los fajos a lo largo, los metía uno tras otro por el orificio de un bidón de acero cuya cabida era de quinientos litros. Esta única abertura del bidón era un gollete roscado de doce centímetros de diámetro. Aunque el paso de rosca era pequeñísimo, la parte roscada no medía menos de seis centímetros, que era también la medida del espesor de las paredes. La robustez y la estanqueidad de dicho bidón de acero obedecían al destino originario del mismo: el transporte de explosivos líquidos. Tras cada inyección de divisas, Bruce y Stéphane sacudían el recipiente a fin de igualar la distribución de su contenido. La altura total del bidón era de un metro veinte. Después de la inyección de San Remo, Bruce metió por el orificio una regla rígida. La altura de lo llenado no pasaba de ochenta centímetros; el dinero de los franceses iba a caber también.
Durante la noche del sábado al domingo comunicaron con radio Grasse para hacer saber que el jefe del comando había modificado sus planes. El pago del rescate francés debía efectuarse de una sola vez, en alta mar, a cinco millas del cabo Drammont. Al amanecer recibieron una vez más respuesta favorable a su nuevo ultimátum, fijándose la medianoche del domingo al lunes como plazo de entrega. La motora procedente de Saint-Raphaél les entregó cinco maletas en vez de una. Las cuentas salieron; como los italianos, tampoco los franceses se atrevieron a hacer trampa. Mientras Bruce llenaba el tonel, Vinckel aparejó a la velocidad mínima de cinco nudos.
El americano introdujo el último fajo de billetes de quinientos francos suizos. Stéphane arrojó al mar las cinco maletas metálicas abiertas, operación que realizaba por undécima vez en tres días. Salvo Johan, todos se agrupaban alrededor de Bruce, el cual, con gestos de relojero, atornillaba el robusto cierre antes de apretarlo por medio de una llave especial cuyo extremo, en forma de destornillador encajaba en una profunda ranura de la tapadera.
—¿Cuánto falta, capitán? —preguntó Bruce.
—Unos cuarenta minutos.
—Vamos a bloquear la rosca entre los dos, Stéphane —dijo Bruce—. Por lo seguro, y, al mismo tiempo, por lo simbólico.
Nallet asintió con una sonrisa y cogió uno de los extremos de la llave en T. Con un golpe seco y simultáneo, apretaron el tapón los escasos milímetros que le faltaban para quedar bloqueado.
—Ahora, la operación Zodiac —dijo Stéphane.
Ciñeron el bidón con un cable a fin de poderlo transportar entre los dos, y se trasladaron al puente inferior, donde había sido preparada una Zodiac. Descargaron en ella el recipiente de acero y lo estibaron mediante cabos reforzados con cadenas. Todo estaba preparado; Stéphane se puso un casco emisor-receptor, cuyo micrófono acomodó sobre la garganta.
—¿Me oyes, Johan?
—¡Naturalmente!
—¿Estás seguro de que no hay ningún error?
—La situación y la derrota de este barco se calculan con precisión centimétrica.
Bruce comprobó el triple seguro de la cadena de ancla que había fijado sobre la armadura metálica de estiba del bidón, después de amarrarla a la Zodiac.
—¿Cuánto tiempo queda? —preguntó Stéphane.
—Nueve minutos.
—¿Nada en el radar?
—Nada.
Después de una espera que les pareció interminable, sonó de nuevo la voz de Johan a través del casco.
—Un minuto.
Bruce y Stéphane clavaron tres veces las hojas de sus cuchilíos, desgarrando todos los compartimientos estancos de la Zo-diac. El aire empezó a escapar con leve silbido.
—Quince segundos —avisó Johan—, y ahora: cinco, cuatro, tres, dos, uno.
Arrojaron el ancla, que arrastró al mar diez metros de cadena, y en seguida el tesoro. Ambos se precipitaron hacia la delantera del puente. La Zodiac sólo era visible ya gracias a la fosforescencia del agua arremolinada. Enfocaron sus prismáticos, para verla desaparecer y hundirse en el preciso instante en que Vinckel advertía por el intercomunicador:
—Si vuestras perforaciones estaban bien hechas, ha debido empezar a hundirse hace un segundo.
—¡Bravo, capitán! Hemos terminado.
Al vaciarse de aire poco a poco, la Zodiac haría que el dispositivo se hundiese con la lentitud suficiente para no ser atrapado por el remolino de las hélices y destruido.
Los dos hombres regresaron al puente de mando. Alie había destapado una botella de champán, y llenó cinco copas. Todos brindaron. Sólo Bruce mantenía una expresión de contrariedad. Alie se burló de él sin rodeos:
—¡No puedes evitarlo! Y eso que es la caja fuerte más segura del mundo.
—Después de mi bolsillo, en efecto.
—Mire —le tranquilizó Vinckel—, sus sesenta y ocho millones de dólares se encuentran ahora a cuarenta y cuatro metros de profundidad, lejos de todo lugar frecuentado por pescadores. El ciclón más potente, o una ola gigantesca como las que se producen cada veinte o treinta años en estos parajes, los desplazaría un metro o dos, como mucho. Sin las coordenadas que usted posee, podrían pasar sobre este punto ejércitos de hombres-rana durante siglos y no serían capaces de hallar nada. En cambio, con las coordenadas, cualquier aprendiz de marino provisto de una brújula barata, de una carta y de una corredera sabría localizarlo en menos de una hora. En fin, Estamos llegando a nuestro destino definitivo.
Esta vez, Vinckel amarró a la gira con las dos anclas. Había elegido la cala de Bougnon, entre la punta de Isambre y los arrecifes de Sardinaux, a pocos kilómetros al este de Sainte-Máxime. El «Vacamarat» quedaba inmovilizado a dos millas de los extremos de la bahía, pero sólo a una milla de la tierra más cercana: la playa de La Nartelle.
Vinckel paró máquinas antes de afirmar:
—Conviene que actúes con la mayor rapidez posible, Stéphane. Voy a largar la Zodiac por el costado de estribor.
—Pero, ¿cuántas Zodiac lleva usted a bordo? —preguntó Alie.
—Doce, señorita, y doce motores de setenta y cinco caballos. Se tarda menos de cinco minutos en inflarlas, montar los motores y botarlas al mar.
Stéphane se acomodó en la Mark 3. Cuando Vinckel se disponía a hacer funcionar la grúa que maniobraba las eslingas le detuvo con un gesto.
—¡Eh! Pero si no llevo ni cinco.
—¿Y qué?
—¡Mierda!, dadme al menos para tomar una cerveza.
—Los gendarmes, Steph —ironizó Bruce—. Ellos cuidarán de ti, no te preocupes.
Alexandra le arrojó un paquete de cigarrillos.
El motor arrancó al primer tirón del cable. Dejó que se calentara mientras soltaba los garfios de las eslingas y luego embragó haciendo saltar la canoa neumática sobre el agua dando un giro a la palanca del acelerador. Puso proa a la baliza de Sardinaux y, cuando distinguió la de la Moute, enfiló las luces intermitentes de la bocana de Saint-Tropez. Logró meter la Zodiac entre un velero y un yate del muelle deportivo y saltó a tierra, encendiendo un cigarrillo y echando a andar poco a poco hacia el puerto viejo. Consultó el reloj: eran las dos y veintitrés. Al llegar a la altura del Papagayo le golpeó la agitación ruidosa y la iluminación chillona de los locales. La fauna de julio había recalado en su habitual punto de cita, mezcla heteróelita de millonarios, turistas en francachela y chulos barriobajeros. Carrusel de exhibicionistas en moto, bandas chillonas y vagabundas. Pero a Stéphane sólo le interesaba la torpeza ingenua de los policías que acababan de bajar del coche radio recién llegado al otro lado de la calle. Estaban encantadores con sus camisitas de manga corta y sus pantalones grises. Se movían con aire de indiferencia.
Stéphane cambió de planes y se instaló en una mesa a la entrada del Gorille. Tuvo que gritar para que le sirvieran tres Carlsberg. Interpeló al primer polizonte, que pasaba a menos de un metro.
—¡Tome asiento, señor inspector, y llame a su colega para que nos acompañe! Ya iba a la comisaría pero, puesto que están ustedes aquí...
El esbirro le siguió el juego.
—¡Claro! Aquí está desapercibido. ¿Es usted Stéphane Nallet?
—Sí. Necesito que me lleven a Tolón; he de pasar unas instrucciones.
A las tres de la madrugada, la furgoneta 504 «camuflada» cruzaba Cogolin y enfilaba a la izquierda por la carretera del bosque de Dom. Stéphane fue alojado en un dormitorio de la prefectura marítima.
Salió de su profundo sueño a las ocho de la mañana. La conferencia que había convocado estaba prevista para las nueve. El ministro de la Defensa nacional acababa de aterrizar en Istre; el del Interior llegaría una hora más tarde, y estarían presentes los principales responsables de los servicios de la Marina, la policía y la gendarmería.
El almirante Landais iba a rogar al ministro que declarase abierta la sesión, cuando llegó el comisario jefe Antón Klebe, de la policía de Zurich. El ministro le presentó y se dirigió a Nallet:
—¡Usted decide! Mi deber era convocar al comisario Klebe por mediación de mi Servicio, puesto que él lleva una investigación paralela sobre el secuestro de usted. ¿Puede tomar parte en esta conversación, a cuyo término comunicaré a usted ciertas informaciones?
—Se lo ruego —respondió Stéphane.
Klebe tomó asiento, y Stéphane empezó:
—Señores, el mensaje que debo transmitirles es muy breve. Esta noche debo regresar al punto de atraque del petrolero para subir a bordo. He sido designado como emisario por dos razones. La primera, que una conversación por radio sería escuchada por terceros, o podría serlo. La segunda, para efectuar una verificación que ha resultado positiva al cien por cien.
—Expliqúese pronto y con claridad, por favor —cortó el ministro, a quien molestaba la seguridad y la calma con que hablaba Nallet.
—He abandonado el petrolero a la una y cuarenta y ocho de esta madrugada, a bordo de una Zodiac, y he navegado a razón de veinticinco nudos aproximadamente. En el puerto me esperaba un radio patrulla. Conclusión: empleo de un radar que transmitía las evoluciones de mi lancha a varios vehículos de la policía. Técnicamente, el procedimiento es de una simplicidad infantil, y ellos no lo ignoran.
—¿Se refiere usted al comando japonés? —interrumpió el almirante.
—Lo que la prensa, siempre rápida en forjar titulares, llama un «comando japonés», comprende dieciséis hombres; diez de ellos son, en efecto, japoneses, más dos indonesios, un alemán, un holandés, un inglés y un americano. El jefe, a lo que parece, es el alemán. He sido autorizado por ellos a suministrar esta información acerca de sus nacionalidades. Dicho sea de paso, hago constar que no saldrá de mis labios ningún dato sin que ellos lo hayan autorizado. Con nosotros han guardado una corrección irreprochable. Asimismo, solicito que uno de los servicios de ustedes informe al señor Posidonios de que su nieta se aloja en la cabina del armador. Está ocupada con el estudio de las proposiciones que deben ser transmitidas a su abuelo. El inglés posee grandes conocimientos de Derecho marítimo y de cuestiones financieras.
—Vamos al asunto, ¿quiere? —dijo Landais.
—Ya conocen el lugar donde ha fondeado el navío —continuó Stéphane—. En su último mensaje hicieron saber que evacuarían el petrolero uno a uno, o tal vez de dos en dos o de tres en tres; lo ignoro. El hecho es que lo evacuarán como les parezca mejor. Han fijado el plazo de un mes, a contar desde hoy.
—¡Un mes! —rugió el ministro—. No devolverán el «Vacamarat» hasta dentro de un mes. ¡Se están burlando de nosotros!
—Debía comunicarles otras instrucciones, pero sólo después de verificar que no se me hubiera controlado...
—¿Quién ha sido el cretino que ordenó montar ese dispositivo? —tronó el ministro, loco de rabia.
—Fue usted, señor ministro —explicó el almirante con tranquilidad— y, por cierto, que lo hizo sin consultarme. Ayer mismo tuve una conversación personal de más de media hora con su consejero secretario, para hacerle comprender que esa empresa era absurda. Supongamos, en efecto, que consiguiéramos localizar a uno de los hombres, o incluso a dos o tres de ellos. Posiblemente recuperaríamos alguna de las maletas, tal vez dos. Pero, con la organización que poseen, no tardarían en saberlo.
—¡Y abrirían las válvulas! —afirmó Stéphane—. ¡Estén seguros! No crean que son unos cobardes ni unos caprichosos.
—Su consejero secretario me ha telefoneado desde el ministerio de Marina —continuó el almirante—. Se me ha ordenado que transmita a los Servicios de seguridad del territorio cualquier novedad detectada por el radar.
—¡Dije que se hiciera «discretamente», maldita sea!
—Lo transmití discretamente a tenor de las instrucciones recibidas: por radio, sin utilizar el código, y a menos de cinco kilómetros de la instalación receptora del «Vacamarat», que sería capaz de captar un mensaje emitido en Borneo.
—No fueron ésas mis instrucciones...
—Habrán sido mal interpretadas, señor ministro.
—¡Por favor, señores! —terció Stéphane, procurando disimular cuánto le divertía aquello—. Señores, hace ya varios días que somos rehenes de un comando formado por dieciséis hombres. Ninguno de ellos alzó jamás la voz. Toman sus decisiones después de consultarse, con toda calma, y por ahora no han cometido ningún error. Mi presencia en esta reunión lo demuestra. No me proponía comunicarles la conversación que tuve con el alemán, jefe del grupo, antes de mi partida; pero voy a tratar de reproducir sus frases, con perdón... «Señor Nallet», me dijo, «va usted a encontrarse con un grupo de morones cuya estupidez rutinaria ha sido decuplicada por los sucesivos golpes que nosotros les hemos infligido. En todos los países del mundo, un esbirro piensa como un esbirro, aunque normalmente suele dar resultado, por cuanto tratan con bandidos que piensan como bandidos, es decir, de la misma manera que ellos».
—Le ruego que no abuse de la situación, señor Nallet —le interrumpió el ministro.
—Me limito a repetir las palabras del comando, que no las mías, señor ministro.
—No me interesa la opinión de esos monstruosos asesinos acerca de los servicios que están a mis órdenes.
—Esa opinión se desprende de un análisis de las reacciones de los subordinados de usted, señor ministro, cuyo análisis se ha visto confirmado por los hechos.
—Pero, ¿qué se ha creído? ¿Quiere que le pongamos a la sombra por injurias a un miembro del Gobierno? Quiero decir... más adelante, evidentemente.
—Mientras tanto, ¿se me permitirá continuar sin más interrupciones?
—Hágalo.
—En mi opinión, los secuestradores han cometido su primer error de juicio...
Esta vez, la atención se hizo general. Stéphane se sacó un cigarrillo y fingió que no tenía fuego. El comisario suizo le tendió un encendedor.
—... Creo que han sobreestimado la capacidad de los servicios de ustedes.
—¡Esto es demasiado, Nallet! ¡Maldita sea! ¡Nos insulta descaradamente! Puesto que ha dicho «creo», ahora es usted quien se ríe de nosotros.
Stéphane, que hasta ese momento había afectado una calma absoluta, estalló entonces:
—¡De acuerdo! ¡Me dan ustedes risa, sí! Dos mujeres, así como mis mejores amigos, son rehenes de los delincuentes más peligrosos del mundo, unos «locos geniales», unos fanáticos completamente insensibles a las nociones de la vida y la muerte. Vengo a comunicarles unas exigencias de parte de ellos, y ¿qué encuentro desde hace media hora? Una discusión sobre «responsabilidades», una pelea de gallos y, como apoteosis, la amenaza de encerrarme por insultos a la autoridad. ¡Y además, no me dejan que les explique la cuestión!
El almirante Landais, los prefectos y los comisarios que se enfrentaban a Stéphane se pusieron en pie. Acababa de entrar el ministro del Interior.
—No se molesten; disculpen esta interrupción —dijo cortésmente yendo a sentarse a la izquierda del almirante—. ¿A quién iba dirigida la diatriba que involuntariamente he escuchado al entrar, señor Nallet?
—Ha sido acceso de cólera, por la cual le ruego me disculpe, señor ministro. Digamos que era una especie de análisis, hecho a mi manera.
—Me hago cargo. Supongo, almirante, que habrá sido grabado el comienzo de estas conversaciones.
—Así es en efecto, y aquí nadie lo ignora. El aparato está a la vista y, en un despacho cerca de esta sala, se van mecanografiando al mismo tiempo las declaraciones.
—No le entretendré más de algunos minutos. ¿Puede facilitarme una copia? Así nos ahorraremos el tener que comenzar de nuevo.
—Ciertamente, señor ministro —replicó el almirante, agregando sin levantar la voz—: ¿Lo ha oído, Dufresne?
Al instante llamó a la puerta un alférez, para entregar seis folios al almirante, quien se los pasó al ministro. El responsable del Interior los leyó sin exteriorizar ninguna mueca ni comentario. Luego dejó la última hoja al revés sobre las demás, y declaró con calma:
—Ya veo. No perdamos tiempo. Nos vemos en la necesidad de aceptar ese último plazo. Por otra parte, será preciso cancelar todo dispositivo de control hasta que haya abandonado el navío el último hombre.
—Con su permiso, señor ministro —intervino el comisario jefe responsable del departamento de Var—. Seguramente habrán convenido como punto de cita algún edificio discreto de los alrededores. Si consiguiéramos localizarlo, nos sería posible echarles luego el guante.
El ministro suspiró con la expresión fastidiada de un maestro oyendo decir a un niño que dos más dos suman tres.
—Mire, amigo. Para que lo entienda bien, voy a ponerle un ejemplo. Supongamos que, dentro de pocos días, uno de los coches patrulla de usted descubre a medianoche, entre Sainte-Maxime y el Foux, a dos japoneses portadores de sendas maletas metálicas haciendo auto-stop. Sus agentes se detienen, no piden ninguna documentación y les conducen a donde ellos quieran. A continuación, regresan a comisaría y me informan por teléfono. ¿Sabe cuáles serían mis órdenes? ¡No se muevan! En cuanto a su hipótesis sobre un lugar de reunión en el Var, es absurda, como demuestra el mero hecho de que se le haya ocurrido a usted. ¡Porque ellos no razonan como ustedes! A propósito, lo que dije acerca de dos autoestopistas iba en serio.
—Nos quedaría el último hombre —objetó el comisario entre la cólera y la confusión—. El capitán Vinckel podría lanzarnos un mensaje por radio tan pronto como aquél saliera del navío. Ese sí que no se nos escapa, aunque para ello fuese necesario dar la alarma a la NATO,
—Ante todo, está usted hablando en presencia de un hombre que ha pasado como una flor entre uno de sus dispositivos infalibles...
—Gracias, señor ministro —sonrió Stéphane.
—¡Usted las tiene todas! En segundo lugar, y a mi modo de ver: o bien sacrificarán a su último hombre, o bien nos reservan una sorpresa especial de última hora. ¿Cómo puede esperar una oportunidad de meterle mano al último hombre, con la habilidad y la minuciosidad diabólicas que han demostrado hasta el momento? ¿Cree que iban a caer en una trampa tan burda? Ustedes cogerán al hombre, lo llevarán a la comisaría más cercana, le soltarán un par de bofetones, ¡y él se rajará, confesará el escondrijo de sus cómplices y toda la estructura de la organización! ¡No estamos tratando con vulgares ladrones de gallinas, señor comisario!
—¡Y tanto! —interrumpió de nuevo Stéphane—. Como que una de las explicaciones que se me han confiado se refiere precisamente a esos dos últimos hombres. En efecto, serán dos. Es tan sencillo como admirable.
—Le escuchamos, señor Nallet.
—Supongamos que ha llegado el día D, cuya fecha por ahora ignoramos ustedes y yo. Sólo dos hombres quedan a bordo. Pueden inmovilizarnos a los cinco rehenes. Poseen esposas, y todo el mundo sabe que los barcos están llenos de escalerillas de acero. Luego, conectan un aparato de tiempo a la sirena principal, regulado con doce horas de diferencia. Cuando se dispare la sirena, el sonido se oirá dentro de un radio de veinte millas, o sea desde Cavalaire hasta Saint-Raphaél. Será la señal para que ustedes intervengan y acudan a liberarnos. Les suplico que se den prisa entonces, y no vayan a correr detrás de los fugitivos antes de quitarnos nuestros grilletes de acero, porque a esas horas quizás estarán en Yakarta, en las islas Caribes, o simplemente paseando por la Cannebiére.
—¡Un despertador y veinte centímetros de cable eléctrico, mientras nosotros fabricamos submarinos atómicos! —murmuró Landais como si hablara solo.
—Perdón. ¿Decía, señor? —preguntó el ministro de Defensa.
—Decía que se nos queda la cara de tontos con nuestras maniobras nucleares, mientras a ellos les basta un despertador y un palmo de cable para neutralizarnos.
—De acuerdo, pero no veo que eso tenga nada que ver con nuestra fuerza de intervención inmediata.
—No se preocupe, ya verán la relación los redactores y los caricaturistas del «Canard enchaíné».
—No nos salgamos del terreno de la información —continuó Stéphane—. Salvo lo que dije acerca de la sirena, todos los órganos de Prensa deben comunicar a los turistas que, a excepción de una zona prohibida de trescientos metros, la navegación queda no sólo autorizada, sino incluso recomendada tanto de día como de noche. Ahora bien, si cualquier embarcación se acerca a menos de trescientos metros, habrá disparos. Y tienen carabinas de calibre doce con alza telescópica. En cuarto a los periodistas y fotógrafos de prensa provistos de poderosos teleobjetivos, no importan. Ninguno de los hombres ha puesto aún pie en el puente.
—Comprendo la finalidad que buscan; evidentemente, se trata de impedir que utilicemos el radar. Pero es que la gente se acercará, aunque sea con patines a pedales y botes de remos. ¿Cómo sabrán esas personas cuándo están a trescientos metros?.
Stéphane se sacó un papel del bolsillo de la camisa.
—A eso iba, almirante, y le concierne a usted. Se me ordena que le pida cuatro kilómetros de hilo de nylon, de diámetro cuatro milímetros. ¿Es posible?
—¡Naturalmente! Muy astutos.
—El «Vacamarat» está fondeado a cincuenta metros. Quieren diez cuerpos muertos de veinte kilos, cada uno de ellos atado a un hilo de nylon de sesenta metros, y de igual calibre que el anterior.
—Ya veo. ¿Qué más?
—Veinte boyas de día, que según dicen deben ser bolas negras coronadas por dos triángulos equiláteros con un vértice común, y veinte boyas fosforescentes, que deben ser bolas del color rojo coronadas por esferas blancas y verdes.
—Ya lo oye, Dufresne —dijo el almirante a intención del alférez de navío encargado de la grabación—. Encargue el material y téngame al corriente. ¡Lo quiero antes de media hora! ¿Entrega a domicilio, o para llevar en seguida? —preguntó volviéndose hacia Nallet.
—Aseguran que todo debe caber fácilmente en mi Zodiac.
—Hay seis tamaños de Zodiac.
—Perdón. Es una Mark 3 propulsada por un motor Evinrude de setenta y cinco.
—Con eso se puede transportar más de una tonelada a treinta nudos.
El alférez entró después de llamar, y se acercó al almirante.
—Es por lo del material. Disponemos de todo, menos los cuerpos muertos. Pueden fabricarse por colada con cemento rápido en el cual empotrarán unas anillas; cuestión de una hora.
—Servirá.
—Con su permiso, Excelencia. No se ha detallado el color de los triángulos equiláteros... quiero decir que el señor Nallet no lo ha mencionado en su explicación.
—Negros también.
—Gracias, Excelencia.
Iba a salir, pero el almirante le detuvo.
—Dígame, Dufresne, ¿ese tipo de balizas no le sugiere nada?
—A decir verdad, Excelencia, no me viene a la memoria.
—¡Ya lo veo! Cuando haya terminado su trabajo, vaya a la biblioteca. Pedirá usted el manual de instrucción de los guardiamarinas. En las primeras páginas, verá unos dibujitos en color. Cuando llegue a las señales de balizaje que significan: prohibida la navegación de día y de noche... las copiará usted veinte veces, con los correspondientes dibujitos en colores.
El rostro del alférez se tino de púrpura, y tartamudeó:
—A sus órdenes, Excelencia.
Cuando el almirante se disponía a levantar la sesión, el comisario suizo reclamó unos instantes de atención:
—Deseo poner en su conocimiento una triste noticia relaclonada con el caso. Ayer por la tarde, cuando el abogado Wackenroder llegó a su finca en las cercanías de Ginebra, halló a su esposa y a su hijo de dieciocho años colgados cabeza abajo de un árbol del parque, y degollados como corderos. Hemos podido calcular la hora de su llegada; según las primeras conclusiones de las autopsias, se disparó un tiro en la boca después de cuatro horas de reflexión. Ustedes perdonarán mi franqueza, pero según las averiguaciones de mis servicios, podemos afirmar que no se suicidó de pena... Naturalmente, eso no lo dirá el comunicado que hoy facilitaremos a la Prensa; pero Wackenroder sólo sentía odio y desprecio hacia su familia. Si desde el fondo de su cobardía supo hallar recursos para suicidarse, fue porque se sabía condenado. Por eso, y aunque no tengo muchas esperanzas, he venido a preguntarle al señor Nallet si tiene alguna idea que pudiese ayudarme en mi investigación. ¡Empiezan a ser demasiados cadáveres los que llevo a cuestas!
—Realmente, señor, no veo en qué pudiera serle útil —respondió Nallet—. Supongo que le habrán dado parte de mi declaración ante la gendarmería de Palermo.
—¡Desde luego! Pero es evidente que el comando pirata consiguió averiguar en qué lugar de Sicilia estaba usted secuestrado. Por otra parte, es indudable que sólo tres personas conocían la estancia de la señorita Posidonios en su casa, la noche del secuestro: Wackenroder, Roth y Gessner. A lo que parece, Wackenroder informó de ello a los secuestradores, primero, y después a los cómplices del comando nipón. Como usted ha tenido trato con los responsables del comando, creí que le habrían explicado ese punto.
—¿Cree usted que esos tratos son como reuniones de sociedad, durante las cuales se charla y se intercambian confidencias?
—Claro que no, pero pudo ocurrir que...
—¡No le dé más vueltas! Lo que pasa es que usted está convencido de que ese rapto fue perpetrado por la mafia, y trata de recoger informaciones. Lo siento, pero no tengo ninguna.
En la mañana del martes, el «Vacamarat» quedó rodeado por un cinturón elíptico que habían instalado durante la noche Vinckel y Nallet. Las señales de día alternaban cada cien metros con las de noche; las boyas mantenían en flotación el cable, y los veinte cuerpos muertos impedían todo desplazamiento del dispositivo. Toda Francia se enteró de la autorización de acercarse a través de la radio y los periódicos de la mañana, que reproducían asimismo las últimas exigencias de Nallet: prohibición de tocar el dispositivo así como de utilizarlo para amarrar o echar el ancla en las proximidades.
A las ocho, embarcaciones de todas clases alquiladas por periodistas, fotógrafos y equipos de filmación empezaron a retratar el petrolero desde todos los ángulos posibles. A las once empezó la ronda de los turistas: desde la embarcación más humilde hasta la más lujosa, los veraneantes acudían para experimentar el cosquilleo de la emoción.