3

Eran justo las tres de la tarde del 15 de junio cuando Helmut, doblando a la derecha en el centro de Cogolin, enfilaba con su furgoneta 4L la carretera que conduce a Tolón por el bosque del Dom. Conducía con suma prudencia, ya que el menor incidente podía comprometerlo todo. Cuatro días atrás, había enviado a su mujer con una cuñada que residía en la Alta Provenza. Los mismos que llevaba sin afeitarse ni lavarse. Su pelambrera rojiza estaba revuelta, tenía los ojos legañosos y apestaba.

A las dieciséis horas y diecisiete minutos detuvo el vehículo frente a la estación de Tolón. Era la hora de llegada del tren de Lyon. Cuatro minutos más tarde, Bruce Sanborn subía a la furgoneta y Helmut arrancaba hacia la Place de la Liberté. Los hombres cambiaron solamente las palabras necesarias para comprobar que, tanto de un lado como de otro, las etapas de la operación se habían desarrollado sin obstáculos. Hacia las dieciocho horas cruzaban Aix-en-Provence. Las carreteras de la Camargue estaban desiertas y había niebla, y Helmut se veía obligado a conducir con luces de cruce a menos de cincuenta.

—Con esta niebla, todo el proyecto puede irse al cuerno —comentó Bruce.

Helmut se encogió de hombros.

—¡Yo la prefiero!

Pocos kilómetros antes de llegar a Saintes-Maries, enfiló un camino de tierra que cruzaba la carretera nacional alejándose gradualmente hacia la izquierda. Durante media hora, y pese a la falta de visibilidad, el vehículo se lanzó a una especie de gymkhana1 complicada y misteriosa. A cada cambio de dirección, Bruce tomaba nota. Se alumbraba con una linterna cuyo haz luminoso alternaba entre su agenda y el cuentakilómetros.

Cuando Helmut detuvo al fin el vehículo después de darle media vuelta, Bruce pudo adivinar una invisible playa. La niebla se había espesado aún más. Con gestos exactos, Helmut descargó el enorme saco que contenía la lancha Zodiac Mark Tres. Luego, con ayuda del americano, depositó sobre la arena el motor Evinrude de setenta y cinco caballos. A este material se agregaron seis bidones de veinte litros, más cuatro latas de reserva que habían cabido aún en la plataforma de la furgoneta.

Empleando dos bombas a pedal, los dos hombres empezaron a inflar la lancha neumática. Haciendo un alto a la mitad de la operación, Helmut instaló hábilmente el bastidor de madera que servía de armazón al fondo de la embarcación. Siguieron inflando, y luego Helmut comprobó mediante un pequeño manómetro las presiones de los seis compartimentos de la Zodiac. Satisfecho, declaró:

—Quita las bombas y ponte a pelo, que vamos a botar la barca. Ya instalaremos el motor después.

—¿Está muy hondo? —se aseguró Sanborn.

—Menos de medio metro. ¿Tienes miedo de mojarte los huevos?

Profirió una enorme risotada.

—Muy gracioso, sí —observó Bruce—, pero estás haciendo demasiado ruido.

El alemán se carcajeó aún más ruidosamente.

—Aquí podrías disparar con un mortero, que no se oiría. No hay nadie en veinticinco kilómetros a la redonda.

Botaron la lancha sin dificultad. Aunque no había viento ni corriente, Helmut echó un anclote pequeño antes de regresar a la orilla y transportar el motor, el cual fue instalado por el alemán por medio del sistema autoblocante. En seguida subieron a bordo el primer bidón y lo conectaron. Helmut inyectó la mezcla de carburante y con rápido movimiento tiró del cordón de arranque. El motor se puso en marcha al segundo. El alemán lo paró por descompresión, y ambos transportaron a bordo el resto del material.

—¿Sabrás encontrar el camino de Saintes-Maries? —preguntó Helmut.

—No te preocupes, lo he apuntado todo. Pero, ¿y tú, con este puré de guisantes?

—Acudiré a la cita en el instante convenido. Con esta máquina me comprometo a doblar el cabo de Hornos con mar arbolada.

—Pues entonces, ¡buen viaje!

—Lo mismo digo.

En efecto, Bruce supo regresar sin verdaderos problemas a la carretera nacional que comunica Arles con Saintes-Maries. Menos de dos horas más tarde, entraba en la rampa del parking del viejo puerto marselles, subiendo hasta la tercera planta. Metió debajo de la alfombrilla el billete de parking y la documentación de la furgoneta, y cerró cuidadosamente ventanillas y puertas. Helmut poseía el duplicado de las llaves. Rechazó la idea de tomar un taxi. Le sobraba tiempo para recorrer a pie la Canebiére hasta la estación de Saint-Charles, para coger el tren. En Lyon tuvo que esperar veinticinco minutos a la llegada del Burdeos-Ginebra.

Alie y Stéphane le esperaban en Kloten, el aeropuerto de Zurich. El aparato que tomó en Ginebra aterrizó el 16 de junio a las once horas veinte minutos de la mañana: la hora prevista.

Helmut escuchaba con sagacidad de cardiólogo el uniforme latido del potente motor de dos tiempos, funcionando al mínimo de su ralentí. La gran lancha neumática se deslizaba sobre las aguas inmóviles de la laguna de Gallabert, a cuyo centro estaba llegando. Helmut navegaba con ayuda de su compás fosforescente. La «corredera de patente» que había largado en seguida le daba con exactitud su velocidad y la distancia recorrida. Cada cinco minutos, establecía su posición. La derrota trazada sobre el mapa estaba dividida por puntos que indicaban su avance a la velocidad de cinco nudos.

Halló sin dificultad la comunicación con el mar. Un golpe de muñeca hizo saltar la lancha, aumentando su velocidad a veinticinco nudos, rumbo doscientos setenta grados: es decir, al oeste. Mantuvo igual rumbo y velocidad durante doce minutos. Había recorrido cinco millas náuticas. Sin reducir, pasó la barra del motor a estribor; la embarcación describió un cuarto de círculo, hasta que la aguja del compás marcó rumbo ciento ochenta grados. Ahora podía seguir derecho al sur, hacia alta mar, sin peligro de acercarse a la punta ni a la baliza de Beauduc.

Apenas se veían los destellos del faro de la Gacholle. Consultó su reloj: aún faltaba tiempo para las veintitrés horas. Llevaba una hora de adelanto. La mar estaba tranquila como un lago. De acuerdo con lo previsto, recorrió cincuenta millas náuticas hacia el sur, llegando al punto de cita en dos horas y diez minutos, después de detenerse cuatro veces para reemplazar los bidones vacíos y hundirlos.

A fin de no derivar, se puso a navegar con velocidad mínima, describiendo los tres lados de un triángulo equilátero imaginario: doce minutos rumbo norte, doce al sudeste, doce al sudoeste. A las cero horas cuarenta y cinco minutos paró el motor. Si el holandés era puntual, diez minutos de deriva no le arrastrarían demasiado lejos del punto de cita.

El «William Vacamarat» bramaba su largo y lúgubre lamento cada diez segundos. A más de veinticinco metros sobre el nivel del mar, en el puente de mando, Johan Vinckel apenas distinguía las luces de posición del superpetrolero, a trescientos cincuenta metros por delante.

Aldo, uno de los cuatro camareros, franqueó la puerta trasera de la sala de mandos, portador de una bandeja: el té de medianoche, algunos bocadillos de pan dulce, pastas secas, todo arreglado con buen gusto y, en medio de la bandeja y como siempre, la jarrita con la rosa indispensable al holandés.

Reproducido por una serie de cuarenta y tres altavoces, un discreto timbre de dos notas se oyó hasta los últimos rincones de la parte habitable de aquel gigante marino. Señalaba el cambio de turno para los miembros de la tripulación en servicio de noche.

—¿Toma usted una taza de té? —propuso el holandés a Moretti, su segundo.

—Gracias, capitán. Prefiero acostarme.

—Buenas noches, amigo.

Ugo relevó a Wolker frente al radar, aceptó la taza de té y se comió dos bizcochos. Quedaba a solas con el capitán en el puente de mando.

El holandés siempre se sonreía ante la necesidad de llamar puente de mando a aquel laboratorio electrónico, que además poseía lujos y refinamientos propios de un palacio: ciento veinte metros cuadrados alfombrados con una espesa moqueta gris. Con una ojeada circular, verificó todos los instrumentos. La consola de maniobra, situada de cara a proa; la rueda del timón, no mayor que un volante de automóvil, y que prácticamente no se usaba jamás. A babor se veía la consola de telecontrol de las válvulas de carga, los indicadores del nivel en los tanques, la consola de telecontrol de las bombas propulsoras; a estribor, su mirada se fijó en Ugo, el cual, vuelto de espaldas, sólo parecía atento al excesivo calor de su té, y no a la consola de navegación con la sonda, la corredera automática y el radar, que teóricamente debía vigilar en todo momento.

El capitán consultó su reloj y lo verificó mirando el cronómetro de a bordo: las doce y diez. Si la operación se había desarrollado según lo previsto, la Zodiac de Helmut estaría al pairo a una distancia de diez a quince millas dentro de la derrota del superpetrolero. Su presencia tendría que ser revelada por el radar de un momento a otro. El holandés reprimió el deseo de acercarse a vigilar por sí mismo la carrera circular del rayo luminoso en la pantalla. Pasaron aún seis minutos, que le parecieron interminables, antes de oír la reacción de Ugo:

Commandante!

Casi todos los miembros de la tripulación hablaban italiano:

—¿Sí, Ugo?

—Hay algo a unas diez millas al nornordeste, veintidós grados. Eso debe quedar cerca de nuestra derrota.

Al fin pudo el holandés inclinarse con atención sobre el radar.

—Es muy pequeño y parece inerte. Un pecio sin importancia. Voy a reducir la marcha por prudencia. Vigile la pantalla.

Un dedo bastó para reducir a cinco nudos la marcha del navío, si bien esto era puramente teórico; la orden del telemando tardaría quince minutos en realizarse. Duplicó la frecuencia de las señales de niebla y dio orden de conectar los proyectores, que alcanzaban hasta diez millas en tiempo claro.

Helmut oyó que se amplificaban los aullidos de las señales de niebla. Cuando se duplicó su frecuencia, comprendió que había sido localizado por el radar. Pasaban treinta y cinco minutos de medianoche. Empezó a distinguir un vago resplandor amarillento que luchaba con el espesor algodonoso de la niebla. Arrojó por la borda su equipo de navegación, abrió la tapa protectora del motor y, con tres golpes exactos de destornillador, desajustó el volante magnético. Consultó el reloj y metió la primera bengala roja de socorro en el enorme cañón de la pistola de lanzamiento.

La tercera bengala fue vista por el holandés. Inmediatamente dio la alarma y ordenó desembragar las turbinas, gritando al micrófono:

—¡Listos para la maniobra! ¡A sus puestos los maquinistas! ¡Avante al mínimo!

Sería preciso un cuarto de hora, ni un minuto menos, antes de poner en funcionamiento los inversores de marcha para frenar la carrera del monstruo.

Su voz se oyó a través del sistema de altavoces.

—Les habla el capitán. Acabo de ver una bengala de socorro. Que todos permanezcan en sus puestos. La embarcación en peligro ha sido localizada por el radar; es un esquife minúsculo. Los aprendices y los grumetes al puente número uno bajo el mando del jefe de manutención, para desbloquear la escotilla de evacuación número cuatro, a estribor, y prepárense para largar una escala. ¿Oído, jefe de manutención?

—Perfectamente, mi capitán.

—El jefe de servicio a estribor, ¿me oye, teniente?

—A sus órdenes, mi capitán.

—Dispóngase con cuatro grumetes para largar la lancha de salvamento número uno, a estribor, pero espere a recibir mi orden, ¿entiende?

—Entendido, mi capitán.

El segundo y los tres oficiales de máquinas se presentaron en el puente de mando.

El teniente miró el radar antes de volverse hacia el capitán:

—¿No podríamos señalar por radio la presencia del esquife? Es posible que navegue por aquí algún navío más maniobrable, y por otra parte, estamos a cincuenta o sesenta millas de Marsella. La guardia costera o la Armada podrían ocuparse de esto.

—Conozco el reglamento marítimo tan bien como usted, Fernández —replicó el holandés—, y no ignoro que tiene razón, pero lo tenemos en nuestra derrota y puede que se vea en un apuro. No perderemos más de media hora. Comprendo que eso cuenta después de cincuenta y un días en alta mar.

—A sus órdenes, mi capitán. Al fin y al cabo, puede que sean mujeres.

Distinguieron aún tres bengalas antes de que los turbios haces de los proyectores captasen la Zodiac de Helmut. El holandés comprobó el régimen de la turbina para ver si era suficientemente lento, y ordenó:

—En marcha los inversores.

Un furioso remolino surgió a popa del superpetrolero, que terminó por inmovilizarse a menos de cincuenta metros de la Zodiac, donde se distinguía a Helmut aparentemente extenuado. No obstante, sacó el aparejo de emergencia y se puso a remar, guiado por las señales que le hacían desde el navío gigante.

Desde el puente número uno, a donde se había dirigido, el holandés ladró:

—¡Listos para largar! Vamos a izar la barca con ese fulano.

Un grumete se descolgó con una boya salvavidas fija en la eslinga delantera. Hizo un signo a Helmut para que ocupase su lugar, y el alemán fue izado hasta el puente con la grúa eléctrica. En seguida, el grumete fijó los cabos a los amarres anterior y posterior de la Zodiac, y se dejó izar con la pequeña embarcación.

—Todos otra vez a sus puestos —ordenó el holandés—. Fernández, al puente de mando para esperar órdenes. Transmita nuestra posición y prepare el parte de este incidente.

Dirigiéndose a Helmut, agregó:

—Sígame, voy a alojarle en mi cabina.

Helmut respondió en alemán:

—No entiendo el francés.

El capitán repitió su frase en alemán y ofreció apoyo al náufrago para ayudarle a llegar hasta el ascensor.

Tan pronto como hubo cerrado la puerta de su cabina, se volvió hacia Helmut. Este sonreía con regocijo. El capitán sacó de un mueble una botella de coñac, sirvió dos copas y ambos hombres bebieron en silencio. Luego el holandés declaró:

—¡Adelante!

Abrió el pupitre de su transmisor personal que, desde la cabina, comunicaba con todo el sistema de altavoces del navío. Accionó una palanca y empezó a hablar con voz tranquila.

—Aquí el capitán. A toda la tripulación, ordeno que se dirija inmediatamente a la sala de proyección. Teniente Fernández, le hago responsable del cumplimiento de esta orden. ¡Usted mismo y los veintiocho miembros de la tripulación, a la sala de cine en menos de un minuto! ¿Entendido, Fernández?

Invirtió el circuito difusor. La voz de Fernández, con acento de sorpresa, llegó desde el transmisor del puente de mando:

—Entendido, mi capitán.

La sala de proyección estaba a nivel del primer puente, entre el salón deportivo, la biblioteca y la piscina. Estaba totalmente acolchada con fibra espesa, y el suelo alfombrado con moqueta. Interrogándose unos a otros, o tratando de sonsacar al teniente Fernández, los hombres fueron ocupando los amplios asientos.

Fernández reclamó silencio y explicó:

—Sé tanto como vosotros. El capitán viene ahora.

Se oyó la voz del holandés:

—Teniente Fernández a la cabina de proyección, y llámeme por el teléfono. Estoy en el puente de-mando.

El segundo obedeció a toda prisa. Empezaba a sospechar algo raro. Por teléfono, el holandés habló secamente:

—Haga un recuento de los hombres.

A través del cristal de la cabina, Fernández verificó en seguida los efectivos de su tripulación.

—Veintiocho, mi capitán. No falta nadie.

—Bien. Regrese con ellos. Voy a darles instrucciones por el difusor central.

Fernández había cerrado apenas la puerta de la cabina de proyección, que comunicaba únicamente con la sala, cuando la voz del «pacha», como le llamaban los miembros de la tripulación, se hizo oír en italiano, el idioma que todos entendían.

—Os habla el capitán. Mis órdenes son que guardéis la más estricta calma. Ni vosotros ni yo corremos el menor peligro, os doy mi palabra. Hablo bajo la amenaza de un revólver de gran calibre cuyo cañón se apoya en mi nuca. El hombre que nos abordó dispone además de unas quince granadas defensivas, una de las cuales lleva en la mano izquierda. Acabo de conectar el circuito cerrado de televisión. Como sabéis, ello le permite observar hasta vuestros menores movimientos. Además, no ignora que ninguno de nosotros va armado. Mi única consigna, mi única orden, es que permanezcáis en vuestros lugares. A fin de evitar posibles reacciones de pánico, se me ordena informaros acerca de las próximas fases de la operación. Una lancha rápida nos abordará dentro de pocos instantes. Estamos siguiendo su aproximación por el radar. Cierto número de cómplices subirán a bordo. No puedo oponerme; mi agresor es hombre decidido. Una acción desesperada de mi parte acarrearía sin duda mi muerte, y posiblemente la de todos vosotros. El hombre que me amenaza es marino y conoce este navío a la perfección. Me ha asegurado que todos seremos desembarcados al amanecer, y creo que dice la verdad. Quieren apoderarse del navío; no tienen ningún interés en retenernos como rehenes. Por tanto, obedeced mis órdenes y tened presente que, aun estando coaccionado, sigo siendo vuestro jefe a bordo y el único responsable. No olvidéis tampoco que él os observa y puede oíros. Cuando el comando haya subido a bordo, me reuniré con vosotros. Termino.

El holandés aceptó un «Gauloises» ofrecido por Helmut de su arrugado paquete, y luego ambos hombres tomaron asiento, frente a frente, en unos sillones giratorios. Después de la breve pausa, el holandés hizo un signo a Helmut:

—Adelante, muchacho. Empiece por el puente de mando. Ya sabe: botón verde abajo y a la izquierda de cada ventana.

—No se preocupe. Me lo sé de memoria. He estudiado el recorrido más de veinte veces.

Helmut accionó los pulsadores verdes que bajaban automáticamente las persianas de láminas graduables para el cierre hermético de las ventanas. Sobre los mandos verdes había otros dos pulsadores, uno blanco para regular la orientación de las láminas, y otro rojo para levantar la persiana. Repitió seis veces la maniobra en el puente de mando. De este modo se hacía imposible ver nada desde el exterior, pese a la cruda luz de las lámparas de neón. En cambio, las cuatro pantallas de televisión dispuestas sobre la consola de mando permitían vigilar la derrota del navío y observar el mar a babor, a estribor o a popa. Además, uno de los monitores podía conectar a cualquiera de las cincuenta y dos cámaras emplazadas en distintos lugares del navío, exceptuando únicamente las cabinas personales de la tripulación.

Moviéndose con rapidez y seguridad, Helmut salió por la pasarela trasera de navegación y verificó las operaciones de parar máquinas y calderas desde el cuadro central que comunicaba con aquélla. Mediante el ascensor de los oficiales pasó al puente bajo, para condenar las ventanas de las cabinas del armador, del comandante y de los jefes de servicio; a continuación hizo lo mismo en las cabinas de los contramaestres y los marinos, la sala de fumadores, el pañol de la manguera antiincendios, la despensa, las cámaras frigoríficas, el salón deportivo, la piscina y la sala de aspiración y ventilación de las máquinas. En menos de un cuarto de hora, las ventanas de todo el castillo de popa del petrolero quedaron veladas por sus persianas exteriores herméticas. Helmut regresó al puente de mando. Su primera ojeada se dirigió a la pantalla de televisión. La tripulación no se había movido; -los hombres parecían postrados, aunque sin manifestar nerviosismo.

—Cerrado a cal y canto —anunció Helmut—. ¿Se han portado bien los marineritos?

El holandés no pudo reprimir una sonrisa.

—Fernández hizo un número de pantomima, solicitando hablarme. Le di permiso para usar el teléfono. Uno de los chavales tenía ganas de mear, conque les autoricé a orinar en el suelo, pero sin levantarse ni cambiar de sitio. Dentro de nueve minutos, como tenemos previsto, les daré más informacio-

nes.

—¿Y el radar?

—Lo vigilo también. Nadie a nuestro alrededor. Le repito que no hay una probabilidad entre mil de que se nos aproxime ninguna embarcación. Estamos apartados de la ruta de Marsella. En cuanto a Fos, la única aproximación prevista esta noche

52

éramos nosotros. He dejado pocos puntos al azar; además, la calma y esa niebla providencial nos favorecen.

—¿Está todo el material a bordo?

—En sus lugares designados.

—¡Bien! Parece que las cosas marchan, ¿no es cierto?

—Ha pasado meclia hora —le interrumpió el holandés—. Voy a hablarles.

Conectó el intercomunicador.

—Aquí el capitán. Acaban de subir a bordo quince hombres armados. Se me ordena reemprender viaje con rumbo a las islas Hyéres. Cuentan con fondear a la altura del banco de Magaud. Se navegarán noventa y seis millas náuticas al este, o sea unas cinco horas. En consecuencia, dotación de máquinas a sus puestos de maniobra. Los demás, prohibido moverse. La dotación de maniobra, prohibido acercarse al castillo.

Cuatro hombres se pusieron en pie y abandonaron la sala de cine. Su presencia en los puestos de maniobra era superflua, salvo caso de avería de uno de los ordenadores de navegación. Cuatro minutos más tarde regresaban a la sala. Las turbinas funcionaban, impulsando al gigante de los mares a su velocidad de crucero de dieciséis nudos.

—¿Ha estudiado bien los principales puntos de vigilancia del cuadro sinóptico de alarma y de telecontrol? —preguntó el capitán a Helmut.

Ante la seña afirmativa, continuó:

—Bien. Voy a reunirme con ellos. Aunque no puede ocurrir nada, llámeme si nota algo anormal. Sobre todo, no se fíe de su intuición; el piloto automático va controlado electrónicamente por dos compases giroscópicos que se regulan mutuamente. Es improbable que nos desviemos de nuestra derrota ni en una décima de grado.

El capitán se fue a la sala de proyección; al entrar, reiteró a su tripulación la orden de no moverse.

—Nos oyen y ven continuamente. He venido para que estéis tranquilos, pero no me preguntéis nada. Sé tanto como vosotros. Ignoro lo que se proponen pero estoy seguro de que nos dejarán desembarcar dentro de cuatro o cinco horas.

Una vez a solas en el puente de mando Helmut se puso a trabajar, sin precipitación, con arreglo al plan sugerido por el capitan Johan Vinckel aquella noche de marzo. Con el ascensor de los oficiales se dirigió, sin vacilar y sin necesidad de consultar ningún plano, a la cabina del armador. En el fondo del segundo cajón en una cómoda halló la llave que abría el gran armario reservado al propietario del navío. Todo estaba allí, y representaba un volumen de menos de un metro cúbico. El resto fue muy sencillo para él. Consistía en instalar, en casi todos los lugares del «castillo», unos magnetofones conectados entre sí por finos cables. Cada aparato estaba provisto de una pequeña etiqueta, indicando el lugar donde había de ser instalado: piscina, sala de fumadores, cocina, cantina de los oficiales, etc. A continuación, conectó el sistema de un transformador. Y finalmente, por medio de un simple relé, instaló un dispositivo de puesta en marcha del alternador Diesel de emergencia, con un sistema eléctrico de disparo automático, tan sencillo en sus fundamentos como un vulgar radiodespertador.

El grupo electrógeno de emergencia se alimentaba de las mismas reservas de combustible que el turboalternador y el generador Diesel principales, con una potencia total de dos mil cuatrocientos kilowatios, los cuales no habrían de funcionar. La reserva de fuel bastaría para suministrar electricidad auxiliar al navío durante cuatro horas cada noche a lo largo de todo un año. En efecto, y aunque las persianas bajadas impedían distinguir sombras ni movimientos, de noche sería posible vislumbrar la iluminación interior. El procedimiento planeado simularía una actividad en el navío, haciéndole parecer habitado con la emisión de los ruidos auténticos grabados a ese fin por el holandés durante el año precedente. Al mismo tiempo, las luces interiores del castillo de popa se encenderían solas durante varias horas cada noche, y a lo largo de varios meses si fuese necesario.

Le quedaba a Helmüt la ejecución de la parte más delicada. Aunque estaba seguro de recordar bien el emplazamiento exacto, consultó por primera vez el plano del cuadro sinóptico de alarma y'telecontrol. Cada botón, cada interruptor llevaba un número negro sobre fondo blanco. Sólo dos de ellos, el treinta y dos y el treinta y tres, figuraban en rojo. Estaban precintados; el pequeño pulsador cilindrico no podía ser accionado sin antes romper el delgado hilo de acero que lo atravesaba. El treinta

y tres estaba protegido además por una caja de vidrio grueso. Helmüt consultó su plano, aunque tal escrúpulo era innecesario. El treinta y dos: telemando de seguridad de las válvulas de carga. Rompió el precinto y accionó el pulsador, haciendo funcionar un piloto intermitente verde. Esto significaba que cada una de las treinta y dos válvulas correspondientes a los dieciséis compartimentos estancos dispuestos en dos filas longitudinales quedaba libre del pesado cerrojo de acero que constituía su sistema de doble segundad. Y significaba, sobre todo, que ahora bastaba romper la jaula protectora de vidrio del treinta y tres, y hacer saltar el precinto para poder apretar el botón. Entonces, por la simple acción de la gravedad, casi una quinta parte de la carga del petrolero —equivalente a la proporción no sumergida de los tanques— se vaciaría en el mar.

Este sistema de descarga se llama «de flotación semilibre». Otro mando, representado en el esquema con el número treinta y tres bis, pondría en marcha cuatro turbopropulsores. Cada uno de ellos proyectaría el petróleo, con un alucinante caudal de tres mil quinientos metros cúbicos por segundo, en dieciséis chorros alternativos capaces de alcanzar una distancia de ciento cincuenta a doscientos metros. Para terminar la operación, dos turbopropulsores adicionales llamados «bombas de vaciado» drenarían hasta la última gota de la carga, siempre con el mismo caudal y potencia. En menos de veinte horas se habrían vertido al Mediterráneo trescientas veinte mil toneladas de petróleo. Si la operación se hacía con viento del sudeste rolando al norte —un régimen muy frecuente en las costas mediterráneas—, nadie podría volver a bañarse, entre Torremolinos y Napóles, antes de diez años como mínimo. Como tampoco en las costas de las Baleares, de Córcega, de Cerdeña, de Elba o de Capri. Toda la fauna submarina quedaría extinguida, quizá para siempre, en el Mediterráneo occidental. ¡Para desencadenar tal desastre, sin precedentes en la historia de los cataclismos mundiales, a Helmüt le habría bastado en aquellos momentos utilizar un martillito!

Mientras Helmüt instalaba el conjunto de su extenso dispositivo, el superpetrolero corría sus dieciséis nudos sobre una derrota exacta como una vía de ferrocarril. En la sala de proyección, el holandés y Fernández combinaban la autoridad con la comprensión y la persuación para mantener entre los veintiocho hombres un clima de relativa confianza.

A las cinco cincuenta y cinco se oyó la voz de Helmut hablando en alemán por el difusor:

—¡Capitán al puente de mando, y que venga solo!

—Estaba previsto —explicó el holandés a sus hombres—. Me avisaron de que me reclamarían sobre las seis de la mañana. Mantened la calma; sabéis que no tengo libertad para decidir. Os tendré al corriente hasta donde me autoricen. Teniente Fernández, cuento con usted. Que nadie se mueva de sus puestos.

—A sus órdenes, capitán.

El capitán Johan Vinckel regresó al puente de mando, recibiendo en seguida el informe de Helmut. No se había registrado la menor dificultad. Johan verificó la posición del navío en relación con las señales de los radiofaros. Los destellos de los faros ópticos de la península de Gien y la isla de Porque-rolles no podían identificarse, por estar sumergidos en la niebla, pero no cabían dudas. El «William Vacamarat» navegaba a cinco millas, siete náuticas al norte del faro del Titán, emplazado en el espigón este de la isla de Levant.

Seguido por Helmut, el capitán pasó a la central de radio. Era preciso avisar a Fos, que estaría inquietándose por el retraso. Localizó radio Marsella poniendo su aparato en la frecuencia de transmisión de esa emisora, 1929 kilociclos por segundo, después de comprobar que estaba libre la banda de emergencia de 2182 kiloclicos por segundo. A continuación sintonizó la frecuencia de escucha.

—Marseille-Radio-Marseille-Radio-Marseille. Aquí T/S (tur-bine-ship) «William Vacamarat» — Víctor — Alfa — Charlie — Alfa — Mike — Alfa — Romeo — Alfa — Tango. Les escucho sobre mil novecientos treinta y nueve kilociclos. Escúchenme sobre dos mil quinientos nueve kilociclos, cambio.

Inmediatamente se recibió la respuesta sobre 2509.

—Recibido, «Vacamarat». Cambio.

Johan continuó:

—Aquí el capitán. Incidente me obliga a desviarme de mi ruta. Fondearé en banco de Magaud, distancia ocho puntos dos millas náuticas de la torreta de L'Esquillade. Once punto cero una millas náuticas al sur del cabo Camarat. Avisen prefectura marítima de Tolón y «base Mazurkas Levant». Toda aproximación aérea o marítima encierra inmenso peligro. Seguirá mensaje explicativo, eventualmente sobre dos mil ciento ochenta y dos kilociclos. Cambio y cierro.

—Recibido, lo transmitimos. Cierro.

Johan cortó el contacto. Una ojeada al cronómetro de a bordo le bastó para comprobar que el navío se hallaba a seis millas náuticas del fondeadero previsto. Redujo progresivamente la velocidad.

A las seis horas veintiún minutos, el mastodonte avanzaba apenas, con sus máquinas paradas. El mar frenaba inexorablemente la inercia de aquella montaña flotante desprovista de toda propulsión. Johan y Helmut tenían los ojos clavados en la sonda electrónica. Los destellos del indicador acababan de pasar a la zona de setenta y cinco metros y se acercaban a la de setenta. El extremo este del banco de Magaud presenta un remanso de unos ciento sesenta mil metros cuadrados, con fondo arenoso estable entre treinta y cinco y cuarenta metros de profundidad. El calado a plena carga del «Vacamarat» era de veintiocho metros; por consiguiente, el fondeadero elegido por el holandés era tan seguro como el de la rada de Brest.

Johan conectó el difusor central.

—Aquí el capitán. Teniente Fernández, tome el mando de la dotación para echar anclas. El contramaestre, el carpintero y cuatro grumetes a proa listos para asegurar la maniobra.

Observó por el televisor la llegada de la dotación y estableció el contacto por radio. La radiosonda indicaba treinta y ocho metros de fondo.

—Listos para largar anclas.

—Listos, mi capitán —se oyó por el altavoz del puente de mando.

Johan accionó otro pulsador. Una vez más, la presencia de la dotación y las órdenes transmitidas eran de orden meramente teórico, dado el funcionamiento electrónico de todos los mandos. La tarea de la dotación de proa sólo consistía en verificar el buen funcionamiento del ordenador guía.

—Apeadas las anclas, mi capitán.

—Fondead a babor.

Al transmitir la orden, paradójicamente, Johan la ejecutaba él mismo. Dieciséis toneladas de acero rompieron las aguas creando un gigantesco remolino. La cadena del ancla con su longitud de trescientos treinta metros, pesaba ciento veinte toneladas. Estaba formada por eslabones de quince centímetros de diámetro, con un peso de ciento, setenta y cuatro kilos cada uno.

—Ciaboga lenta —anunció Johan.

La enorme cadena se desenrolló poco a poco. Ahora, la maniobra consistía en volver hacia atrás el monstruo, hasta la posición que permitiría amarrar a la gira con dos anclas. Esto significaba que el navío iba a quedar definitivamente retenido por una gran V de trescientos metros de lado.

—Fondead a estribor.

Se hundió la segunda ancla, y Johan dispuso una nueva maniobra de ciaboga, antes de desembragar las turbinas y cortar los contactos. La deriva del petrolero fue lentamente frenada por el peso de las cadenas, que se tendieron al máximo para luego ceder normalmente.

—Navío fondeado a babor sobre trescientos dos metros, a estribor sobre doscientos noventa y seis metros —anunció Fernández.

—Regresen a la sala de proyección. Estaré allí dentro de cinco minutos —ordenó el capitán.

Se dirigió a la central de radio, poniéndose a la escucha de Marine-Toulon que, evidentemente, llevaba más de veinticinco minutos tratando de comunicar con él mediante ininterrumpidas llamadas. Respondió:

—«Vacamarat» fondeado en lugar previsto. Nos disponemos a neutralizar peligro de explosión. No se aproximen. Desembarcaremos tras puesta a punto dispositivo provisional de seguridad. Lancha arribará a puerto de Cavalaire dentro de una hora, cambio.

La respuesta fue interceptada por la emisora militar de Levant.

—Aquí base Mazurkas Levant. Capitán de navío Perrier. ¿Podemos ayudarles? Cambio.

—Repito. Toda aproximación podría provocar catástrofe. Disposiciones a tomar ulteriormente, demasiado largas para comunicarlas. Seguirá explicación en Cavalaire. Desvíen toda navegación y no se acerquen. Cierro.

Johan estrechó en silencio la mano de Helmut antes de tomar el ascensor para reunirse con sus hombres, que le esperaban, tranquilizados por la detención de las máquinas y el fondeado del navío.

—Preparados para desembarcar —ordenó—. Usaremos la lancha rápida.

Desde el puente, Fernández maniobró la grúa eléctrica, botando sin dificultad la embarcación de doce metros en donde se habían acomodado el capitán y los veintiocho hombres. Como todas las unidades de salvamento, al descender hasta el mar la motora desenrollaba simultáneamente una escala, para que pudiera ganar la embarcación el hombre que permanecía a bordo dirigiendo la maniobra. Y así lo hizo Fernández, después de parar el motor de la grúa. El propio Johan puso en marcha los dos Diesel de trescientos caballos. Fernández largó amarras. Johan dio marcha atrás a babor, y luego avante a estribor, para alejarse del petrolero antes de rodearlo y poner luego proa al sur. Amanecía, y la niebla empezaba a disiparse. Muy pronto distinguieron el perfil del cabo Lardier. Johan viró veinte grados a babor. La rápida embarcación corría a veintiún nudos, apuntando su proa hacia la concha de Cavalaire. La tripulación guardaba silencio. Ante aquella situación, cada hombre notaba una inconsciente angustia que frenaba la lógica reacción de alivio que debían haber sentido; por eso no hubo manifestaciones de júbilo, pues si bien salían indemnes después de varias horas de dramatismo, aún no se adivinaba la conclusión.

—¡Capitán! ¿Ha visto? ¡Han descorrido el sistema de seguridad de las válvulas!

A excepción del holandés, todos volvieron la mirada hacia el costado de estribor del petrolero. En efecto, las barras protectoras de acero habían sido alzadas de las dieciséis válvulas visibles desde aquella posición.

—Lo sé —replicó Johan, lacónico—. Lo sé todo. Han hecho de mí su portavoz, encargado de transmitir sus instrucciones.

—¿A la prefectura de Tolón?

El holandés respondió en tono de amargura y de impotencia:

—Es al mundo entero a quien quieren dirigirse por medio de mi voz. Y mucho me temo que se harán escuchar.

A bordo del «Vacamarat», Helmut, después de una última ronda de inspección, ganó el puente, se sirvió de la misma grúa para botar su Zodiac, y se embarcó utilizando la misma escala. Ajustó el volante magnético y se alejó a toda velocidad hacia el cabo Camarat. Atracaba en su embarcadero particular de Canoubiers al mismo tiempo que la lancha del petrolero franqueaba la bocana del pequeño puerto de Cavalaire. Se afeitó, se duchó, saltó sobre su motocicleta y se encaminó a la estación del autocar de Saint-Tropez. Llegó a Saint-Raphaél justo a tiempo de coger el rápido de Marsella.

A las once y media de la mañana, Helmut sacaba del parking la furgoneta 4L que Sanborn había dejado allí. A las dos de la tarde regresaba a su taller de Canoubiers, recuperando de paso la motocicleta. Ya no quedaba sino esperar el regreso de su mujer, previsto para la tarde, y escuchar por la radio las informaciones relativas al secuestro del «William Vacamarat» por un comando japonés.