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Danilo murmuró instintivamente la continuación:

L'omu ch'é omu num rivela mai.7

—Eso ya es una contestación —afirmó Bruce—. Pertenecéis a la mafia. ¡Y decían que estabais medio retirados! Conque, ¿otra vez a las andadas?

—Puesto que lo sabe, le consta que no hablaré.

—¡Ah! ¡Ya lo creo! Hablarás, pobre idiota. Te interesa cantar, porque a mí los juramentos de los matones, las sociedades secretas, los refranes milenarios, los aforismos definitivos, me la traen floja. ¡Son viento para mí, y no creo en ellos!

—No, Bruce. ¡Ten compasión de mí, Bruce! ¡No lo hagas!

Era Alie quien acababa de intervenir. Se arrodilló junto al herido, con el rostro trastornado lleno de lágrimas que resbalaban sobre sus mejillas. Le cogió la mano llevándosela a los labios e imploró, suplicante, patética:

—¡Habla, Danilo, habla! ¡No sabes lo que sería capaz de hacer! No permitas que le maldiga más. ¡Es un monstruo! ¡Habla, Danilo, no le dejes seguir!

—Es usted muy buena, signara, pero no puedo hablar. Perdone.

—Hará que hables, Danilo. He asistido a otra situación parecida. Dos brutos me sujetaban. Me desmayé; la víctima resistió sólo media hora. Tenía fe como tú, Danilo, defendía la vida de miles de los suyos y la existencia de su país, ¡pero habló! Desde entonces recurría a Bruce siempre que se trataba de arrancar informaciones a un prisionero. ¡Cientos de veces! Nadie le resistió, Danilo, y ya sabes lo que dicen de los soldados vietnamitas. No temían al dolor ni a la muerte, ¡sólo temían al teniente Sanborn!

Bruce no intervino; conocía la capacidad de Alie para poner en funcionamiento sus glándulas lacrimales en cualquier circunstancia. Aunque aquella proeza histriónica era verdaderamente digna de un «estreno»; sólo faltaban los aplausos retumbando en la sala. La agarró por el brazo, la levantó literalmente del suelo y, de una sonora bofetada, la envió a tres metros de distancia aullando: «No, piedad, piedad...» El cruzó el salón a grandes zancadas y arrancó el cordón de seda de una cortina.

Levantó a Alie tomándola de sus largos cabellos y le ató las manos a la espalda, y luego los tobillos antes de dejarla caer otra vez al suelo. Ella se retorció y hundió el rostro en la espesa moqueta, entre sollozos y gemidos.

El rostro de Danilo estaba cubierto de sudor frío. Con voz desfalleciente, articuló:

—Haz conmigo lo que quieras, pero no le pegues más a ella.

—¿Acaso es asunto tuyo, eh?

—No, pero ha sido buena conmigo.

—Sí, ya lo he visto, cabrito. Así te podrá servir de recuerdo.

Bruce registró el botiquín y halló en seguida lo que buscaba: tres ampollas de aceite alcanforado. Anunció:

—Aceite alcanforado, ¿sabes? Es para que tu corazón resista. Ahora mismo pincho una y preparo las otras dos por si hacen falta.

Sin tomar ninguna precaución higiénica, pinchó el brazo de Danilo antes de agregar:

—Bien. Ahora hablaremos tú y yo.

Abrió la caja de madera que había traído con el destornillador. Contenía una taladradora eléctrica pintada de rojo y cuidadosamente alojada en el estuche, con un juego de siete brocas de diferentes calibres. Bruce se entusiasmó de nuevo:

—¡Vaya, vaya! ¡Material suizo! ¡Si la hubiera tenido en el Vietnam, en vez de aquella filfa japonesa!

Sujeto con una goma en el interior de la tapadera encontró el folleto de instrucciones de la máquina, y se puso a hojearlo.

—Mira esto, Danilo. Las instrucciones en todos los idiomas. ¡Eso sí que es organización! Espera... ¡ah, sí! En italiano también.

Danilo no conseguía despegar de la máquina sus ojos aterrorizados. Bruce empezó a leer en voz alta: «El modelo F.K 112 de Sezner es mucho más que una simple taladradora. Es una herramienta de profesional puesta al alcance de los verdaderos aficionados al bricolaje, con su percusión incorporada...»

—Eso sí que es una novedad, Danilo. ¡La percusión incorporada!

Prosiguió la lectura: «...sus dos velocidades dos mil y tres mil revoluciones por minuto con alimentación de doscientos ochenta voltios, le permiten taladrar todos los tipos de hormigón, incluso el vibrado, hasta una profundidad de veinticinco centímetros. Asimismo taladra los demás materiales: el acero, la piedra, la madera...»

—Espera, espera... fíjate en esto. ¡Escucha bien!

«La finura de su broca número siete es única en el mundo. Su diámetro máximo no sobrepasa dos milímetros y, no obstante, la inflexibilidad de su acero sueco permanece constante sobre todos los materiales mencionados.»-

Bruce se puso a buscar la broca número siete que, en efecto, era más delgada que una aguja de hacer punto. Empezó a contemplarla, fascinado, haciéndola rodar entre el índice y el pulgar, ante la mirada cada vez más espantada del siciliano. Reanudó su conversación de vendedor ambulante:

—Ya has visto que los suizos son honrados por encima de todo. Admiten que el acero sueco es más bueno que el suyo, y no lo dudan: encargan acero sueco.

Sin dejar de mostrarle la máquina, montó la broca y apretó el sistema de fijación poniendo en ello, visiblemente, toda la fuerza de su muñeca. Luego repasó la punta con el índice y retiró el dedo con precipitación, sin dejar de monologar:

—¡Huy! Esto pincha como un puñal. ¡Es una broca completamente nueva!

De la yema del dedo brotaba una pequeña gota de sangre. Se lo llevó a los labios y continuó:

—Ya ves, he sido el primero en probarla. Curioso, ¿no?

Danilo, espantado, no logró articular palabra. Sanborn desenrolló el largo cable y se incorporó para enchufarlo; luego regresó junto a Danilo y accionó el gatillo de puesta en marcha de la máquina, cuyo motor empezó a emitir un chirrido estridente. Lo paró y, en seguida, accionó el conmutador de la velocidad rápida. Esta vez se oyó un zumbido agudísimo, que recordaba el berbiquí de un dentista y taladraba los tímpanos. Con un gesto del pulgar, Bruce puso fin al insoportable mosconeo, dejó a un lado la taladradora y, fijando sobre el siciliano una mirada fría y despiadada, prosiguió en tono muy diferente del empleado antes:

—Escúchame bien, gusano. Sólo deseo una cosa, y es que no hables en seguida, porque a mí lo que me pone a tono es despellejar sujetos de tu especie. Lo que es hablar, hablarás, pues

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no eres lo bastante degenerado como para imaginar lo que voy a hacerte si te empeñas en mantener el pico cerrado. Y, ¿sabes por qué estoy tan seguro? Ya oíste lo que dijo mi mujer hace un rato sobre los cien monos amarillos que me he cargado... En realidad fueron ciento doce, y ninguno resistió, ¿entiendes? ¡Ni uno! Voy a hacerte una estadística ahora que está de moda: de los ciento doce, a setenta y nueve ni siquiera los toqué. Ni rozarles con el meñique. Hablaron antes. Hoy ésos circulan por sus arrozales; algunos han llegado a ser bonzos del régimen, tienen sus familias en Hanoi o en Lang Son, se llenan la andorga, beben, echan un polvo, se dan buena vida. Quedan otros treinta y tres. De ellos, treinta se dan también buena vida, ¡sólo que están tuertos! ¿Te vas haciendo cargo? Hablemos ahora de los tres restantes. Dos ciegos, arrastran el culo por los escasos lugares santos que han quedado en Laos, con la escudilla en la mano, viviendo de la caridad y comiendo un puñado de arroz día sí día no. ¡Y vaya si hablaron, los muy cretinos! ¡Cómo cantaban, con sus dos agujeros ensangrentados en medio de la jeta! Nos queda el último. Ese sí, a decir verdad, estuvo a punto de guardarse lo que sabía. Y no por tozudo, sino porque a poco más no lo cuenta. No, no murió... Espera, será mejor que te diga los detalles. Era un coronel. El coronel Nimh-Pha. La jugada era de categoría: dos regimientos completos acorralados en la selva a menos de ochenta kilómetros de Saigón. Tres mil tíos, ¿entiendes? ¡Aquel idiota creía en el heroísmo! Cuando saqué la broca después de haberle vaciado la segunda cuenca, y mientras limpiaba los filos llenos de una sustancia viscosa... el globo, en fin, el ojo hecho cisco y el nervio óptico que se enrolla y sale también arrancado... La verdad es que resulta un poco asqueroso, aunque él no podía verlo, como es natural... Pues bien, él seguía en sus trece, pero ¡alto!, era de esos tozudos, fanáticos y místicos que sólo se encuentran entre los orientales, ¡puedes creerlo! Me parece estar oyendo su vocecilla chillona que me atacaba los nervios. ¿Tú has estado en Asia? Seguro que no. Esos hablan por la nariz. Suena como un disco rayado —hizo la imitación—. «No sé nada. Pueden matarme, que no les diré nada.» Tuve que cabrearme; además estaba en juego mi prestigio, pues mis superiores no eran de los más indulgentes. Entonces lo puse barriga abajo, le quité la camisa y me puse a agujerearle la quinta vértebra por la punta del hueso, con la broca puesta en diagonal. ¡No te imaginas cómo apestaba!, porque el hueso se va quemando a medida que se hace polvo. Y además estaba el sargento, que iba echando taladrina con una pipeta. Entonces sí que se puso a rebuznar como un asno, suplicándome que no lo hiciera. Ya ladraba la situación del primer regimiento, pero hice un movimiento en falso al retirar la broca y empezó a salírsele la médula espinal y provoqué un comienzo de parálisis. ¡Con todo tuvo tiempo de cantar! Los emplazamientos de la artillería... todo, en fin. Estaba encima de una mesa y tuvieron que darle la vuelta; se había quedado tieso como un tronco. Pues bien, puedes creerme o no, pero de eso han pasado más de doce años y todavía vive encima de una mesa. Sus compinches lo rescataron y lo alimentan con inyecciones. Son aún más marranos que nosotros pues, aunque está ciego y no puede menearse ni una centésima de milímetro, lo entiende todo, y ellos vienen a verlo todos los días, desde hace doce años, para tratarlo de traidor y de asesino. Pero estoy hablando demasiado y me olvido de nuestros asuntos. ¡Vamos! Voy a ponerte otra inyección para el corazón cuando te haya vaciado el primer ojo.

Agarrando a Danilo por sus largos cabellos, le alzó la cabeza con brusco movimiento; puso en marcha el insoportable chirrido de la taladradora, y en seguida la paró diciendo:

—Se me olvidaba... Si tienes valor, no cierres los ojos, porque luego los párpados agujereados dan bastante asco, la verdad.

—¡No! ¡No! —jadeó Danilo con sus últimas fuerzas—. Dame una inyección para el corazón y te diré lo que sé, pero desconecta ese trasto.

Bruce fingió quedar un poco defraudado, al tiempo que arrojaba la máquina a varios metros.

—Adelante. Voy a preparar tu inyección. ¿Quién os dio la información?

—El abogado Gerhart Wackenroder. Hace años que colabora con un siciliano de América, al que yo no conocía.

—¿Su nombre?

—Douglas Dugy.

—¿No dijiste que era un siciliano?

—Domenico Guglielmo, pero sus papeles van a nombre de Douglas Dugy.

—¿A dónde han llevado a Stéphane y a la chica?

—A nuestro país, a Sicilia. No sé más, ¡lo juro por la Virgen!

Era verosímil. Bruce pinchó el brazo del herido y le inyectó una nueva dosis de aceite alcanforado.

—¿Cómo los transportan?

—Una de nuestras avionetas, una bimotora, desde una pista cerca de Lucerna.

—Y ¿por qué?

—No lo sé. Te juro que no lo sé. Lo que te he contado es lo que me dijo Alessandro para convencerme de que se trataba de un golpe importante. Dugy estuvo con nosotros en el avión, y también el abogado, y estuvieron hablando toda la tarde. No sé más. El abogado, ése sí que lo sabe todo. Te lo juro por la Virgen, por la tumba de mi santa madre.

—¡Déjame en paz con tu familia! Y procura dormir.

—¿Quieres hacerme un favor? —susurró Danilo.

—Desde luego, si puedo.

—Mátame sin hacerme daño. ¡Ahora estoy perdido de todos modos! En la cárcel o en el hospital me buscarán para enviarme al otro barrio, lo sabes tan bien como yo.

Bruce no estaba muy orgulloso de lo que había hecho. Tocó el hombro del siciliano.

—¿Quieres tomar un trago?

—¡Ah, sí! Un vaso grande.

Bruce se precipitó hacia el bar. Al pasar cerca de Alie, murmuró:

—Luego rne ocupo de ti.

—Ve, no te preocupes. Ya me he soltado.

Bruce sirvió aguardiente de frambuesa en un vaso grande, se arrodilló junto al desgraciado y le ayudó a tomar el primer trago, levantándole la cabeza con precaución.

—Oye, Danilc —explicó suavemente el americano—. Eres todo un hombre, y muy fuerte además. Desde el primer momento me he dado cuenta de que no sobrevivirás a tus heridas, aunque te pusiéramos en manos de los mejores médicos del mundo. Estás acribillado de perdigones, mi pobre amigo. Sólo las inyecciones te han hecho aguantar hasta ahora.

—Eso lo arregla todo —admitió el siciliano con fatalismo—. ¿Irá más rápido si bebo?

—Creo que sí.

—¡Dame!

Esta vez tomó un gran trago, que provocó una tos sanguinolenta. Sin embargo, le quedaron fuerzas para articular una última pregunta, hablando a soplos intermitentes:

-Todo ese cuento... la taladradora, Vietnam... ¿Era verdad?

Cogido de sorpresa, el ingenio de Bruce reaccionó con la rapidez de un relámpago. Bajó la cabeza y respondió:

—Sí, por desgracia. Era verdad, y contigo tampoco habría vacilado.

Bruce alzó la cabeza, sosteniendo la mirada del moribundo. Le pareció ver un comienzo de dolorida sonrisa y tomó la mano del siciliano, que se crispó sobre la suya. Mientras acudía a sus labios un chorro de sangre. Danilo pudo pronunciar aún:

—Gracias...

Su mano se cerraba con desesperado vigor, y sus ojos tenían una expresión implorante. Bruce comprendió que luchaba empeñando sus últimas fuerzas con voluntad feroz, para pronunciar aún otra palabra. Lo consiguió milagrosamente al expirar. Bruce oyó con claridad que decía:

—¡Embustero!

Gianlucas redujo poco a poco el régimen de los motores de la avioneta, a los tres minutos del despegue. El aparato continuó su rumbo ascendente a razón de veintiséis pies por segundo. Tumbados cara a cara, atados de manos y pies, Sté-phane y Alexandra empezaron a padecer frío y sintieron que se les anquilosaban los miembros. El sistema de climatización de la Víctor no es el punto fuerte de ese aparato italiano; la temperatura no debía exceder de catorce o quince grados y, además, los prisioneros seguían prácticamente desnudos. La joven tiritaba; dejando de lado el pudor, se acercó a Stéphane para apretarse contra su cuerpo. Juntó los labios al oído del hombre y murmuró:

—¡Tengo frío!

Stéphane, que no era insensible a aquel contacto, le gritó al piloto:

—¿No podría darle una manta a la chica?

—Pídasela a Polco —replicó Gianlucas—. Sus asuntos no me importan, no sé quiénes son ni quiero saberlo. Se me paga para pilotar y callarme.

—¿Lo has oído, Polco? —insistió Stéphane.

El tonto experimentó el inevitable pánico que sentía cada vez que debía tomar una decisión personal. Inclinándose un poco desde donde estaba, Stéphane podía ver los hombros colosales que rebasaban del respaldo, así como la nuca coronada por la minúscula cabeza que le bamboleaba con gesto perplejo. Al no obtener respuesta, primero atribuyó el mutismo del gigante a una crisis de sadismo provocada por los disparos que había oído; pero en seguida comprendió lo evidente: Polco era un retrasado mental. Este se dirigía desesperadamente al piloto:

—¿Qué hago, Gianlucas? Dímelo de una vez.

—Una mierda, Polco. ¿Entenderás eso al menos? ¡Una mierda!

Alexandra había comprendido también. Con voz dulce y en perfecto italiano, explicó:

—Mire, señor Polco, estoy helada, y me duele todo. No creerá que soy más fuerte que usted y que sería capaz de atacarle, aunque no llevase armas. ¡Además, no sé pilotar aviones! Conque sea tan amable y suélteme, que iré a sentarme a su lado para que pueda vigilarme todo el tiempo, y déle una manta a Stéphane.

Hubo un largo silencio antes de que Polco, obstinado, se dirigiera de nuevo al piloto:

—Dímelo tú, Gianlucas. No es ella quien debe...

El piloto replicó, fastidiado:

—¿Crees que es más fuerte que tú?

—¡Estás loco!

—Pues entonces, cretino, hay unos sacos de dormir ahí detrás. A ese fulano lo metes en el mío; a la chica desátala, métela en el otro saco y deja que se siente a tu lado.

El rostro de Polco se iluminó de gratitud,

—Gracias, Gianlucas. Es lo que yo pensaba, ¿sabes?, pero como no estaba seguro...

—Anda, cierra la boca y déjame en paz.

Sin arriesgarse, pues tenían las caras muy juntas, Stéphane le susurró a Alexandra:

—Procure distinguir la brújula para saber qué rumbo llevamos.

Ella le rozó suavemente la oreja con sus frescos labios antes de contestar:

—Con este aparato y con un motor averiado, sería capaz de aterrizar en un campo de cuatrocientos metros.

Stéphane se inquietó:

—¡No hagas locuras! No hay ninguna posibilidad; el tonto debe tener reacciones de fiera acorralada.

—¿Le parezco demasiado nerviosa?

El se limitó a sonreír.

Una vez desatada, ayudó a Polco en la tarea de envolver a Stéphane con el saco de dormir y luego se instaló tranquilamente junto al asiento del copiloto, en el pasillo central. Se había abrigado con un grueso edredón de camping.

Sin hablar y sin mirarla, Gianlucas le tendió el termo de café caliente tomado de una fijación especial, en la pared izquierda de la cabina. Ella le dio las gracias y empezó a beber pequeños sorbos.

Al devolver el recipiente preguntó:

—¿Puedo darle un poco a Stéphane?

Gianlucas se encogió de hombros.

—Por mí, de acuerdo. Para el permiso, hable usted con su cancerbero.

—¿Señor Polco?

—Hágalo, pero cuidado que los vigilo.

Saliéndose a medias del saco, cuya cremallera no había cerrado del todo, se arrodilló al lado de Stéphane y le ayudó a tomar un vaso de café.

A continuación se puso en pie, tapó cuidadosamente el termo y se lo tendió al piloto. Casi temió que éste no reaccionase como ella esperaba: con la derecha en la palanca del mando, cogió la botella con la izquierda para devolverla a su lugar. Al hacerlo así, Alexandra pudo registrar el único dato que le faltaba, la hora exacta. En el reloj de pulsera del piloto vio que eran las cinco y cuarenta y seis. Polco no llevaba reloj ni ella tampoco.

Pudo entonces realizar un cálculo mental. El altímetro indicaba una altura de nueve mil pies. El aparato había despegado con los alerones a su inclinación máxima de treinta y cinco grados; en lo sucesivo, Gianlucas había pilotado muy clásicamente al sesenta y cinco por cien de la potencia máxima. De este modo, el aparato subía a razón de mil seiscientos pies por minuto. Una sencilla división permitía deducir que llevaban cinco minutos treinta segundos de vuelo. A la luz del alba ella había comprobado que la camioneta rodaba, casi seguro, hacia el oeste, y eso durante unos veinte minutos, o veinticinco minutos como mucho. Por tanto, habían despegado a las cinco cuarenta desde un lugar situado a unos treinta kilómetros de la casa. Verificó que Gianlucas había estabilizado el altímetro a nueve mil pies; los aparatos indicaban dos mil seiscientas cincuenta revoluciones por minuto, equivalente a una velocidad de crucero comprendida entre doscientos noventa y ocho y trescientos dos kilómetros por hora. En cuanto al rumbo, Gianlucas lo tenía puesto en ciento sesenta grados al sursureste. Sin duda alguna, la avioneta se dirigía a Italia. Trató de calcular el radio de vuelo de la avioneta al sesenta y cinco por cien, que sería de unos mil setecientos kilómetros. Atravesaron una zona de turbulencia sin que Gianlucas hiciera nada por evitarla; luego, un sol deslumbrador invadió la cabina por el lado de babor. Sobrevolaban a unos mil metros la espesa capa de nubes color gris plomizo.

El vuelo regular duró más de cuatro horas. El techo de nubes formaba una capa continua y densa que impedía ver el suelo. Gianlucas consultó su reloj, redujo los motores, accionó los timones y empezó a descender poco a poco. A los tres mil pies, Alexandra distinguió un paisaje lunar, árido y accidentado; el aparato enfiló un desfiladero que desembocaba en una pista llana de quinientos a seiscientos metros de longitud. Se necesitaba un piloto hábil y perfectamente familiarizado con el lugar para posar un avión en el fondo de aquella garganta. Gianlucas lo hizo sin dificultad y sin manifestar la menor aprensión, dando media vuelta a su avioneta cuando llegó cerca de un Range-Rover matriculado en Milán que les aguardaba.

El pequeño Alessandro estaba sentado sobre el guardabarros del vehículo. Empuñaba un revólver de grueso calibre. De pie a su lado estaba un tipo moreno, de unos cuarenta años, armado de un 38 de policía americano que llevaba bajo el sobaco izquierdo. Detrás, a varios metros de distancia, Ugo Fossati llevaba en bandolera una escopeta de cañón recortado. El fue el primero en aproximarse cuando se abrió la puerta del aparato, y le arrojó a Polco un paquete de ropa mientras gritaba para hacerse oír entre el silbido de los inyectores:

—¡Desátalos! ¡Que se vistan y salgan en seguida!

Alexandra se puso un vestido negro de algodón, más o menos de su talla. Stéphane, después de ser desatado, vistió un pantalón y una camisa. Ambos prisioneros calzaron alpargatas. Tan pronto como salieron de la avioneta, los motores se aceleraron y el aparato inició nuevamente el despegue.

Aunque los tres hombres llevaban ropas sobrias y vulgares, muy parecidas entre sí (pantalón, camisa con grandes bolsillos en la pechera, zapatillas de goma), Stéphane descubrió en Douglas Dugy los hábitos de la vida americana: el reloj de pulsera, el Marlboro que acababa de encender, el característico modo de fumar y sostener el cigarrillo, el corte de pelo...

—Suban delante los dos —ordenó Alessandro—. Conduce tú, Polco. Nosotros iremos atrás.

El Range-Rover emprendió un laberinto de senderos rocosos. Mientras se vestía, Alexandra había observado la hora que marcaba el reloj del piloto. Habían volado cuatro horas y dieciséis minutos. Con esto disponía de todos los elementos necesarios para saber dónde se hallaban. Además, no podían estar muy lejos de algún aeropuerto importante, como lo demostraba la presencia de Alessandro quien, probablemente, debió tomar en seguida un avión de línea regular. Aplazó el cálculo para luego.

Stéphane se frotaba sus muñecas y tobillos doloridos, tratando de restablecer la circulación.

—¿Me dan un cigarrillo?

Douglas Dugy se llevó la mano al bolsillo de la camisa, pero Alessandro le detuvo.

—Antes contestarás a una pregunta.

—Si puedo.

—Danílo recibió una perdigonada en el pecho desde cinco metros de distancia, como mucho. ¿Sabes de qué estaba cargada la escopeta de la americana?

Stéphane se vio obligado, una vez más, a pensar con rapidez. Se le ocurrió una maniobra para ganar tiempo.

—¿Quiere que conteste para recibir mi premio, o prefiere la verdad?

—Dale el cigarrillo —ordenó Alessandro a Dugy—. La verdad.

—Sería un milagro que hubiese durado más de un minuto o dos.

Notó a sus espaldas una reacción de alivio; no se había equivocado. Douglas ofreció un cigarrillo a Alexandra y le regaló el paquete de Marlboro a Stéphane, al tiempo que le alargaba su encendedor.

—Gracias —murmuró Stéphane, el cual, antes de embolsarse el paquete, tuvo oportunidad de leer el «made in USA», de venta prohibida en toda Europa desde hacía cuatro años.

Alexandra, que no se hacía ilusiones acerca de la complejidad del secuestro de que habían sido víctimas, quiso hacerse la tonta:

—Espero que hayan tomado ustedes sus disposiciones. Mi abuelo pagará.

—No haga tantas preguntas ¿quiere? Podría cansarse —repuso Fossati.

Siguieron su accidentada marcha por caminos de mulas durante varias horas. A ratos el sendero desaparecía oculto por la vegetación. Después de cruzar una serie de bosquecillos secos y áridos, se detuvieron frente a un edificio bajo y mísero formado por bloques de piedra torpemente amontonados. Debían ser más de las dos de la tarde. Fueron introducidos en una pieza que comunicaba con el establo, destinado a albergar el rebaño de cabras esqueléticas que habían visto pacer a unos cien metros de allí.

Les recibió una vieja de gesto impasible, con el arrugado rostro de un color ceniciento oscuro, quien sirvió en seguida, sin pronunciar palabra, seis escudillas de sopa espesa y agria. Polco se puso a cortar pan a rebanadas y Fossati sirvió vino. Todos se sentaron y comieron en silencio. Luego Fossati explicó:

—Arriba hay un granero —señaló una escalera casi vertical—. Observen bien la trampilla de entrada y el espesor de los seis cerrojos que la bloquean. La máxima altura hasta el techo es de noventa centímetros, pero hallarán dos colchones limpios, almohadas y mantas, así como bidones de agua y varias clases de víveres. Hay rendijas entre las piedras, pero no darían paso ni a una liebre grande. Polco y su madre estarán siempre abajo. No hay nada que hacer, conque no intenten nada. Pueden gritar si quieren; digan lo que digan, ellos tienen orden de no contestar, y Polco suele cumplir al pie de la letra. Ahora, el detalle sórdido: encontrarán un embudo de piedra que comunica con el establo. Es posible que hayan de permanecer bastante tiempo aquí. No hagan preguntas. La ignorancia será la garantía de su salvación. Por último, hallarán asimismo cigarrillos y un encendedor de mecha. No se les ocurra pegar fuego a los colchones; lo único que conseguirían sería tener que dormir en el suelo, y Polco tiene orden de no intervenir ni siquiera en ese caso. Suban ahora; luego nosotros retiraremos la escalera.

Lo hallaron todo tal como se les había dicho. Stéphane examinó las latas de conserva. Se abrían por medio de un tirador de plástico, sistema americano no comercializado en Europa, y procedían todas de California.

Alexandra se había sentado en uno de los colchones y descansaba la cabeza sobre una gran almohada. Ciertamente, estaba todo limpio; sin duda era nuevo. Oyeron cómo arrancaba el Range-Rover. Stéphane se precipitó hacia una de las «mirillas» y vio alejarse el vehículo, con sus tres raptores en los asientos delanteros.

—Nos han dejado un privilegio —afirmó—. Podemos hablar.

—Dos privilegios —replicó Alexandra—. He conseguido robar un lápiz, y las etiquetas de las conservas son de papel.

—¿Quiere lanzar mensajes al rebaño de cabras?

—He tomado de memoria todas las coordenadas del vuelo. Como exoficial debería usted ser capaz de dibujar un mapa aproximado, lo que nos permitiría situar nuestro punto de aterrizaje con un error de menos de cincuenta kilómetros. Estamos a mil cuatrocientos kilómetros al sudeste de Lucerna, rumbo ciento sesenta grados.

—¡Bravo! —celebró Stéphane—r. Exacto, pero inútil. Sé dónde estamos: en Sicilia, en algún lugar del centro de Sicilia, y seguramente un poco al oeste.

—Deberíamos comprobarlo; estaba dudando entre Calabria y Sicilia.

—Yo también, al principio. Pero sería necesario que el pequeñín tuviera en Roma una segunda avioneta particular para conducirle a Reggio di Calabria. Hay una compañía que cubre ese trayecto, pero sólo dos veces por semana, y las salidas son por la tarde. Necesariamente ha debido tomar el vuelo Alitalia Zurich-Roma de las siete y cinco. Hay un vuelo diario Roma-Palermo que sale a las nueve; el Roma-Catania creo que sale por la tarde. De todo esto deduzco que hemos aterrizado a una hora en coche de Palermo, y el paisaje viene a confirmarlo. Lo cual no es nada tranquilizador, pues seguramente estamos en medio de un círculo desértico de unos veinte kilómetros de radio. De todos modos, la felicito por sus dotes de observación. Si no fuese por el sol, y por la presencia de ese siciliano pequeñín, estaríamos en la ignorancia.

—Pero, ¿qué pretenden, Stéphane?

—¡Ahí está la incógnita! No consigo adivinarlo.

—Son de la mafia, ¿no es cierto?

Stéphane había evitado pronunciar esa palabra, pero, ante la lucidez de la joven, no le quedó más remedio que asentir.

—Parece lo más probable.

—¿Y uno de ellos es americano?

—Sin duda.

—¿Cree que son cómplices del comando japonés?

—Todo parece indicar lo contrario.

Al llegar el crepúsculo la temperatura bajó bastante. Stéphane no lograba conciliar el sueño. Adivinaba que tampoco Alexandra, tendida en el otro colchón, conseguía dormirse. Su respiración era lenta, pero carecía de la regularidad característica propia del sueño, por ligero que sea. Una serie de suspiros alternaba con jadeos intermitentes; luego hubo una sucesión de gemidos que la joven quiso silenciar llevándose la mano a los labios. Aun comprendiendo que lloraba, él no se atrevió a intervenir. Sabía que ella deseaba mostrarse dueña de sí misma en todas las circunstancias... Mas fue ella misma quien cedió, yendo a buscar el pecho del hombre. Su rostro lleno de lágrimas se hundió en el cuello de Stéphane. Este la abrazó por los hombros, apretando a medida que cesaban los sollozos que la agitaban todavía. Ella alzó la cabeza, buscando los labios de su compañero, Intercambiaron un beso ardiente. Las lágrimas mezcladas con la dulzura de los labios de Alexandra le dieron un sabor especial. Luego ella se abandonó totalmente.

Al cabo de mucho rato, murmuró ella:

—¡Soy feliz!