6

El vino espeso había impregnado la carne de la liebre. Douglas aún notaba en el paladar el sabor del guiso. Silvana, la mujer de Fossati, se retiraba con la discreción de una sombra, después de hacer desaparecer las sobras de la suculenta comida. A la una de la madrugada, el garajista quedaba tan enterado como el propio Douglas de todo lo concerniente a los proyectos del viejo. Su reacción había causado fuerte sorpresa e impresión al enviado de don Giulio. El organizador de la joven mafia daba muestras de un entusiasmo racional y frío, sin manifestar ninguna reticencia. La juventud, pensó Douglas, y sin embargo Fossati ya pasaba de los treinta. Lo que fue para don Giulio la apoteosis de su carrera, correspondía en el joven siciliano al apogeo de la suya. Explicó:

—Desde niño me han hablado de don Giulio Gagini. Tú no te habrás enterado, pero estuvo en Sicilia en 1941. Organizó la Resistencia; mi padre fue su brazo derecho. Después del desembarco aliado, mi padre y dos compañeros suyos fueron traicionados. Once fascistas, un oficial, dos suboficiales y ocho hombres les sorprendieron mientras dormían y los liquidaron como a perros. Yo sólo tenía once días entonces. La mañana siguiente, los aliados tomaban el pueblo. Los once fascistas fueron hechos prisioneros e internados en un campo de concentración americano, en Palermo, pocas semanas más tarde. Giulio Gagini se enteró de que el oficial de Mussolini estaba en tratos con los Servicios especiales americanos, a quienes interesaban ciertos detalles sobre las concentraciones de tropas alemanas al este de la isla. A cambio, exigía la libertad para sí mismo y para sus hombres. Una mañana, mi madre se levantó con el alba para darme el pecho, abrió las ventanas y vio a los once marranos colgados de los árboles que rodean la plaza.

Fossati sacó de un cajón una vieja foto amarillenta, de formato dieciocho por veinticuatro. Representaba a los ahorcados, con sus uniformes y camisas negras. Douglas reconoció la torpe letra del Viejo: «Quann ccé la mortu bisogna pensari a la viva,5 a Ugo, hijo de mi amigo Vitorio traicionado por unos cobardes. Su padrino, Giulio.»

Douglas bajó la cabeza.

—Así pues, te conoce.

—No le he visto jamás. Pero, desde que aprendí a escribir, nos cruzamos tres cartas al año: la de Navidad, la de Pascua, y la del aniversario de la muerte de mi padre. Esas cartas siempre van dirigidas al cura, quien me las entrega; a cambio, le doy las mías. Este año he recibido una más, la que me anunciaba tu llegada.

—Por eso no encontré en Palermo ni un coche de alquiler.

—Ahora ya sabes mi historia.

—Eso sí, pero ¿y la otra?

—¿La otra?... Te lo diré todo y nada; controlo muchas cosas de la isla, pero nadie lo sabe con certeza. A veces corren rumores por las tabernas, después de algunas copas.

—Lo sé, Ugo. Ya me acuerdo.

—Si aquel imbécil hubiese hablado con otro, y no contigo, tal vez habría podido llegar a centenario. Hablemos con franqueza; por mi parte, tampoco he de preguntar más de lo que necesito saber. Haz tú lo mismo. Dispongo de seis hombres capaces de morir, matar y callar; un séptimo no lo hay en toda la isla. Puedo disponer de una Partenavia P. sesenta y ocho B Víctor, una avioneta bimotor con seis plazas, además del piloto. Tenemos una pista de aterrizaje en la isla. El piloto es muy hábil y también sabe guardar silencio, pero no quiere participar en actos de violencia. Disponemos de lugares de aterrizaje en el extranjero: uno en los Alpes Altos franceses, otro en el norte de Italia, entre Verona y Ferrara; dos en Calabria, uno en la región suiza de Lucerna, y otro en Alemania occidental. El avión circula desde hace cinco años sin haber tenido jamás el menor problema... No me preguntes el cómo ni el porqué; no tiene importancia.

—Ese aparato, ¿está registrado en Sicilia y a tu nombre?

—¡Nunca en la vida! Está oficialmente matriculado en el aeroclub que dirige mi piloto. Cuando llega, aterriza en nuestro campo, pero luego regresa a su base.

—Claro. ¿Y la cuestión marítima?

—En ese aspecto, todo lo que quieras, pero siempre en base a los mismos seis hombres de confianza. Por lo demás, controlo prácticamente a todos los capitanes responsables de los puertos de recreo y, lo que es más importante, a todos los marinos encargados de la manutención de los yates fuera de temporada. Apruebo la idea de don Giulio; nuestra primera actuación debe hacer creer que los únicos responsables de la catástrofe sean el comando japonés y la organización que lo dirige. En segundo lugar, sería para nosotros un juego de niños hacer volar el petrolero.

—En efecto, a primera vista parece lo más fácil, pero explícate.

Fossati hizo un gesto con la mano para describir la sencillez de la técnica que iba a exponer.

—Tomemos el puerto deportivo de Trapani. Un pesquero de cabotaje de treinta metros, con tripulación de cuatro hombres. En el sollado, una Lancer-Bomber de ocho metros. ¿Sabes lo que es eso?

—Una de esas lanchas que corren sobre el agua a velocidades inimaginables, con el casco de plástico pintado de colores chillones, que cuestan una fortuna y no sirven para nada.

—Sirven para que ciertos industriales, u otros canallas, hagan alarde de su dinero, metan ruido y se den pisto con la eterna piara de putas caras que arrastran el culo por las playas entre junio y septiembre. Estas máquinas cabalgan el agua a ciento veinte kilómetros por hora. Coge una, móntale un compás giroscópico, cárgala con cualquier tipo de explosivo, envíala desde el pesquero, a una distancia de cincuenta millas náuticas, contra el blanco. Lo alcanzará en cuarenta minutos. La explosión no destruirá más de un dos por ciento del petróleo bruto, pero hará saltar todos los compartimientos del petrolero.

—Pero la Marina francesa, ¿no localizará tu artefacto con el radar, cualquiera que sea su velocidad?

—Hace algunos meses, un carguero naufragó en el canal de La Mancha y fue abandonado por la tripulación, presa de pánico. Representaba un peligro de colisión, y la Marina francesa decidió hundirlo a cañonazos. Lo consiguieron al cabo de ocho horas, después de ciento ochenta y tres disparos. El blanco representaba una superficie cien veces superior a la de la lancha, y además estaba prácticamente inmóvil.

—Ahora me acuerdo —admitió Douglas—. La prensa americana mencionó el caso, y los capitostes de la US Navy defendieron a sus compadres franceses con un montón de explicaciones técnicas. Admito que tu plan es practicable, pero me cuesta creer que no se inflame el petróleo.

—Acuérdate de lo del «Torrey Canyon». Los ingleses quisieron pegarle fuego al bruto con napalm y no lo consiguieron. Esa basura no es como la gasolina, es fango.

—Cierto; también lo he leído. Ahora me toca a mí enseñar mi juego, o más exactamente mi carta. Tengo un aliado en el seno de la organización suiza.

—¿Quieres decir en la banda Nallet y compañía?

Douglas asintió. Fossati emitió un ligero silbido de admiración.

—¿Seguro?

—Lo tengo. Hace años que come de nuestra mano como un pajarito. Por tanto, dame una semana. Me consta que Posidonios no podrá pagar antes de quince días. En caso de que no resultase eficaz ningún planteamiento, a pesar de mi contacto, adoptaríamos tu solución. Aprovecha el plazo para estudiar las dos fases. A primera vista no se me ocurre de qué podría servir la avioneta; sin embargo, tenia lista para intervenir en cualquier, momento, lo mismo que a tus hombres de confianza, y eventualmente tus marinos.

—Eso no es problema. Pero, ¿cómo puede ser que un tipo como Posidonios necesite tanto tiempo para reunir los cincuenta millones de dólares?

—¡Evidentemente, podría firmar un cheque y cualquier establecimiento bancario lo descontaría con los ojos cerrados! El modo de pago exigido, que desde luego debe quedar secreto, me ha sido revelado por mi «contacto». Ni el gobierno de los Estados Unidos, ni la Sociedad de banqueros suizos, podrían acelerar el plazo de la transacción.

—¿Cómo haremos para comunicar?

—No comunicaremos bajo ningún pretexto. Esperarás a mi regreso listo para la acción. Eso es todo.

«Señoras y señores, estamos llegando al aeropuerto de Zurich-Kloten. Hagan el favor de ponerse los cinturones y apagar sus cigarrillos... La Compañía Swissair... el capitán de a bordo... Esperamos tener el placer...»

Alexandra Posidonios cerró maquinalmente la hebilla de su cinturón, alzó con una presión el respaldo de su asiento y aplastó el cigarrillo que acababa de encender. Cerró el documento que venía leyendo desde la salida de Niza, en el que no había logrado descubrir el menor fallo legal después de repasarlo tres veces. El voluminoso intercambio de correspondencia entre la Compañía de su abuelo y la Tanker Owners Voluntary Agreement concerriing Liability for Oil Pollution, más conocida en el mundo de los transportistas de productos contaminantes bajo la sigla de TOVALOP, no dejaba al anciano armador el menor resquicio jurídico contra dicha asociación, formada por un trust de las diecisiete compañías de seguros marítimos mundiales más importantes que, mediante el pago de colosales primas, aseguraban a los armadores escrupulosos frente a los riesgos de contaminación creados por un eventual siniestro. Sólo que, no lamentándose de momento ninguna contaminación de facto, el contrato entre la TOVALOP y la Hellenic Posiship Corporation se apoyaba además, con plena lógica, en el Código internacional de seguros marítimos; el cual, en disposición anexa de 3 de julio de 1967 por convenio especial modificativo del antiguo artículo 332, precisaba en su artículo primero como cláusulas de restricción de pago:

«a) Actos de guerra civil o entre naciones, de hostilidad o de represalia, mediante torpedos, minas o cualesquiera otros artefactos, incluso nucleares, etc., así como los actos de sabotaje o de terrorismo con carácter político.

»b) Actos de piratería.

»c) Capturas, presas, detenciones, embargos, agresiones y retenciones de cualquier tipo.»

Así, en 1967, cuando apenas habían comenzado las extorsiones de tipo terrorista, cuando los problemas del gigantismo en materia de transporte petrolero aún no se discutían sino sobre proyectos, una junta constituida por las más altas autoridades marítimas contemplaba ya, para precaverse con suma prudencia, la acción que hoy causaba inquietud y estupefacción al mundo entero.

Cuando las ruedas del Boeing 737 entraron en contacto con el asfalto de la pista, Alexandra sonreía. Acababa de recordar la reacción de su abuelo cuando declaró solemnemente que no pensaba recurrir a sus aseguradores para el pago del rescate.

Stéphane la reconoció sin vacilar, mientras ella esperaba su equipaje. Se tomó el tiempo necesario para admirar la esbelta silueta de la joven. Había visto muchas fotografías de ella, pero no la suponía tan alta. Llevaba un vestido ancho de ante oscuro. Ella dio algunos pasos para acercarse a una gran bolsa de cuero que tomó por las asas. La mano de Stéphane se adelantó, haciéndose cargo del equipaje. Ella le miró sin sobresaltarse e hizo una inclinación de cabeza. Stéphane depositó el bolso en el asiento trasero de un Opel de alquiler, antes de abrir la puerta izquierda con un movimiento natural. Alexandra Posidonios encendió un cigarrillo y abrió el cenicero del coche.

—¿Desea usted ir a su hotel? —inquirió Stéphane—. He reservado una habitación en el Dolder bajo nombre supuesto. Pero, si lo prefiere, nos complace recibirla en nuestra casa.

—No es que lo prefiera, sino que me parece una solución más conveniente. La elección del Dolder ha sido un error.

—Perdone. Creí que sería acertada.

Ella se limitó a sonreír mientras él pagaba el importe del parquímetro. Cuando el coche se puso en marcha, explicó:

—Mire, señor Nallet: ignoro hasta qué punto participa usted en la responsabilidad por este drama, pero me he informado suficientemente para no tomarle por un imbécil. Concédame ese mismo privilegio y no perdamos tiempo. Mi pasaporte americano con el apellido de mi madre no ha llamado la atención de los controles de Aduana y de la policía suiza, pero usted sabe perfectamente que hasta el último botones del Dolder me reconocería en un abrir y cerrar de ojos. Aunque no creo que mi visita pase desapercibida por mucho tiempo, no deseo que me sigan quince periodistas cada vez que vaya a comprarme una revista. Y para terminar, su elección implica que, según usted, mi condición de heredera rica me impide alojarme en un lugar que no sea uno de esos superpalacios. A mis ojos, esto equivale a tratarme de tonta.

—Conforme. No he reservado ninguna habitación en el Dolder. Yo también tengo mis informaciones, pero tenía que decir algo ¿no?

—Así está mejor. Considéreme como un apoderado con quien tratar una negociación delicada, y olvídese de mis antecedentes familiares, de mi edad y de mi sexo. ¿He hablado claro?

—Perfectamente.

—Cuento con usted para que comunique nuestra conversación a sus...

Viendo que ella vacilaba, tomó la palabra:

—A mis compañeros de infortunio. La palabra «cómplices» que iba usted a pronunciar pudo quizás aplicarse a ciertas antiguas colaboraciones que me relacionaron con Sanborn y Alie Seymour, y aun bajo reserva de su sentido peyorativo. Hoy por hoy sería incorrecta, créame.

A dos kilómetros de la salida de Horgen, Stéphane hizo entrar el Opel en el camino particular que se remontaba hasta la finca.

Bruce y Alie esperaban junto a la escalera. Alexandra escuchó las presentaciones de Stéphane con una sonrisa crispada. Bruce se hizo cargo del bolso y precedió al grupo hasta la amplia habitación del primer piso, que habían reservado para la joven. La pieza, como otras tres idénticas a ella, tenía salida a la terraza y disponía de baño independiente así como de teléfono y receptor de televisión. Alie explicó:

—Cuando alquilamos esto, nos hallábamos muy lejos de sospechar el giro que iban a tomar los acontecimientos. Habíamos contratado los servicios de una pareja de criados; desde luego ha sido preciso despedirlos, y la cocina se resiente de ello. ¡Usted no ignora que soy americana!

Alexandra replicó con sequedad:

—No he considerado este desplazamiento como un viaje de placer; por tanto, le suplico que no se moleste.

—Gracias. Instálese a su comodidad y no dude en llamarme si necesita algo. Estaremos abajo.

—Me reuniré con ustedes dentro de cinco minutos.

Atardecía ya; en menos de una hora, el sol se hundiría al oeste del lago de Zurich.

Alie había preparado el té. Bruce agregaba a su taza un chorro de ron blanco. Alexandra había recompuesto su peinado austero. Por más que se esforzaba, no conseguía familiarizarse con la situación.

—¿Cómo hemos de tratarla? ¿Señorita? ¿Abogado?

—Puede llamarme por mi nombre si eso facilita nuestras relaciones, pero vayamos al grano del asunto, ¿le importa?

—La escuchamos —intervino Stéphane.

—La suma íntegra se halla en Suiza, en la forma exigida. Podrá ser entregada a la banca Gessner de Zurich en cuestión de horas. Está constituida por billetes usados cuyos números no guardan relación entre sí. Mi abuelo ha ordenado a los responsables de los diversos establecimientos bancarios tenedores de los billetes que se abstuvieran de anotar su numeración.

—La policía y los diversos Servicios especiales habrán sugerido, probablemente, lo contrario —observó Bruce.

—Para eso habría sido preciso que supieran a quién dirigirse.

—No los subestime.

—No subestime usted a Nikos Posidonios, y no sobreestime la disposición de los banqueros suizos a colaborar con las autoridades. Mi abuelo no es un cliente desdeñable, y puede imponer condiciones en el aspecto financiero, si quiere,

—Tiene razón —admitió Sanborn— pero, dadas estas condiciones, ¿no sería preferible moverse con rapidez, pagar en seguida sin agotar los plazos «graciosamente» concedidos por la organización pirata?

—Esa fue la primera reacción de mi abuelo, y también la mía. Ayer por la noche quedamos de acuerdo en que yo les expondría esa sugerencia. Pero, durante parte de la noche, he repasado la cuestión desde el principio y he llegado a una serie de conclusiones, las cuales han sido aprobadas por mi abuelo esta mañana, antes de mi partida. No estimo necesario ocultárselas a ustedes.

—Alie, deberías preparar unos bocadillos —interrumpió Bruce con propósito de reducir la tensión del ambiente, que le hacía sentirse incómodo.

—Es posible que mis palabras no le interesen, señor Sanborn —replicó Alexandra, cortante—. Nada me obliga a continuar... Me permito recordarle, sin embargo, que no hago sino contestar a la pregunta que usted mismo formuló, y que era: ¿por qué agotar el plazo, en vez de acabar rápidamente? Los... agresores del petrolero... ¿cómo les denominan ustedes?

—Buena pregunta —intervino Alie—. Eso varía; al principio eran «los reyes de la risa»; luego fueron «los payasos del Sol Naciente», «los cagapetróleos» y «los traviesos». En este momento se han convertido en «los visitantes importunos». He contestado con franqueza a una pregunta que no tiene otra importancia sino las ganas que usted tiene de adivinar nuestra personalidad antes de iniciar la verdadera discusión.

—Me desorientan mis propias reacciones —confesó Alexandra—. No consigo enfadarme ni despreciarles por su actitud, ¡peor aún, creo que me divierte! Quizá les envidio por ser capaces de bromear mientras manejan el hilo de una terrible espada de Damocles.

—Ese hilo nos hemos visto obligados a cogerlo —intervino Stéphane—, y la espada no la hemos forjado nosotros. Además, nos parece que el drama podrá ser evitado. A ello hemos contribuido en la medida de nuestras posibilidades, que no nos exigían disfrazarnos de banqueros suizos ni entrar en el juego de tantos payasos ridículos como han venido a proponernos soluciones aberrantes. El abuelo de usted supo reaccionar en menos de una hora. Comprendió que la situación no tenía otra salida. Quiero olvidar la parte de cálculo que hubo en su reacción; el hecho es que funcionó la inteligencia pura. Inmediatamente, fríamente, declaró: «Yo lo arreglo todo, me encargo de todo, no suplico a nadie para que comparta mis responsabilidades.» Sabía perfectamente que con tal actitud, obligaba a sus iguales a seguirle. En cuarenta y ocho horas quedaban aceptadas todas las reivindicaciones. Pero eso era demasiado sencillo; hacía falta que entrasen en escena los parásitos de todos los pelajes, los polemistas, los repartidores de consejos gratuitos, los expertos de todas las especialidades que lo son más que nada en hacerse propaganda a sí mismos. ¿Y quiere usted que no lo tomemos a risa? ¿Le extraña que hayamos optado por bromear, o tal vez preferiría que entrásemos en ese juego? En fin, hable usted, porque si nos ponemos todos a relatar nuestras fantasías, nunca llegaremos a conocer sus deducciones.

Alexandra, que había sonreído a lo largo de todo este discurso, replicó:

—Así, pues, ¿supongo que no necesito sacar de mi cartera las hojas mecanografiadas que pensaba utilizar para exponerle mi tesis en perfecto orden, ni ponerme mis gafas de cristales sin graduar?

—Se ha enterado pronto para ser una niña mimada —se burló Bruce.

—Gracias. Como han observado, sus «visitantes japoneses» son importunos pero no idiotas. Saben que el plazo concedido era innecesario, que Nikos Posidonios era partidario de sus exigencias, que Johan Vinckel tampoco es enemigo de ellas, y saben que los nervios de ustedes y la elasticidad de sus escrúpulos garantizan que nadie dará un paso en falso. Ellos, por su parte, pueden tomarse todo el tiempo necesario; están confortablemente instalados a bordo de una máquina inexpugnable. Por eso dan tiempo a mi abuelo para que consolide una posición de líder en la elaboración de los futuros planes. Tiempo para que convenza a las demás partes interesadas de que la eventual liberación del «Vacamarat» no sería, de hecho, más que un respiro provisional; de que el secuestro es sólo un anticipo espectacular. Está bien planeado, y mi abuelo lo ha demostrado al ponerse en movimiento al instante.

—No se equivoca usted —aprobó Stéphane.

—¿Está de nuestra parte? —preguntó Alie después de un breve silencio.

—Digamos que hasta nueva orden. Son ustedes distraídos; un poco pedantes quizá, pero se puede aguantar.

—Pues aún no ha visto nada. Los abogados y el banquero llegarán aquí hacia las nueve y media. Ellos sí que personifican la jovialidad y la fantasía.

Llegaron con la precisión de un reloj suizo. Gessner conducía personalmente su Rolls Phantom. Se les puso al corriente de lo esencial. Lo aprobaron y se despidieron una hora más tarde visiblemente obsequiosos para con Alexandra Posidonios, y deliberadamente fríos y despectivos para con el trío.

—Tengo la impresión de que no simpatizan con ustedes —declaró Alexandra.

—Odian todo lo que les aparte de su rutina. Además, todavía no saben si conseguirán sacar algún beneficio de la operación.

Poco después de la partida de los financieros, subieron a sus habitaciones. Hacia las tres de la madrugada dormían profundamente. Pese a los cuatrocientos metros de altitud, la atmósfera estaba templada; una luna casi llena permitía distinguir a su claridad los contornos del parque y las curvas del camino de acceso.

Los cuatro hombres de confianza de Ugo Fossati avanzaban entre los árboles sin emplear sus linternas. Quinientos metros atrás, una furgoneta Volkswagen —robada fácilmente del parking de la Avenida Weinberg aquella misma tarde— quedaba disimulada bajo el arbolado, en las cercanías de la carretera Horgen-Wadwenswill que contorneaba el lago desde Zurich. Al volante, el gigantesco Polco se daba interiormente a todos los diablos por haber sido, una vez más, excluido de lo principal de la operación. Cuando regresaran al pueblo, se quejaría a Ugo Fossati, que nunca dejaba de prestarle oídos. El era el más alto, el más pesado, el más fuerte de los seis, pero cuando no estaba el patrón, aquel alfeñique de Alessandro daba las órdenes y le hablaba como a un niño de siete años. De acuerdo, se confesó a sí misino; tal vez él no fuese muy listo. Le costaba tiempo reflexionar y comprender, pero cuando la cosa no era muy complicada llegaba a entenderla de todos modos. ¡En fin!, algunas veces. Sin embargo, él era el único que sabía matar a un hombre con sólo sus dos pulgares; le cortaba la respiración y lo alzaba del suelo sin esfuerzo, y sin hacer ningún ruido. Lo había hecho a menudo, todas las veces que se lo habían ordenado, y no se lo dijo a nadie, ni siquiera a su madre. El era un auténtico mañoso. En el fondo, le caían bien aquellos cinco, incluso el propio Alessandro, sólo que éste resultaba molesto a veces con su tonillo paternalista. Como cuando dijo, un cuarto de hora antes:

—No pongas las manos sobre el volante, ¿entiendes? Podrías tocar la bocina sin querer. Y no fumes, Polco. Promételo, no fumes, y espéranos aquí pase lo que pase.

El había asentido con un movimiento de cabeza, de su cabecita minúscula. No le gustaba acordarse de su cabeza, y menos aún que se le hicieran alusiones al respecto. Desde niño sabía que su cabeza no se desarrollaba en proporción con su cuerpo.

Eran de la misma clase en la escuela primaria de Alcamo: Ugo Fossati, el pequeño Alessandro, Vasco, Gianpaolo, Danilo y él. Ellos aún no tenían diez años y él, a los catorce, medía ya un metro noventa y dos, y era capaz de arrancar un almendro. Pese a ello, la clase hacía burla de él, a excepción de Ugo naturalmente. Ugo siempre fue el primero de la clase y gracias a su ayuda aprendió a escribir. Por eso, Folco nunca hacía nada sin antes consultar la opinión de su amigo Fossati. Entre los cuatro jóvenes pillos y el pobre de espíritu nació una amistad inalterable. A pesar de su juventud, Ugo Fossati comprendió, e hizo admitir a los demás, que aquella complicidad debía permanecer secreta. Nunca se vio juntos a dos de ellos. Habían pasado más de veinte años, y el lazo que les unía continuaba tan firme y secreto como siempre.

Folco se moría de ganas de fumar, pero no ignoraba que era preciso obedecer. Guardaba rencor a Alessandro, no obstante, pues al alejarse éste se había vuelto para hacerle con el índice y el dedo medio un gesto de fumador, moviendo luego el índice en sentido negativo para que la cosa quedase bien clara. Tal insistencia le había ofendido. Descansó sus enormes manos sobre los muslos y aguardó. Era un soldado fuerte y obediente.

Alessandro decidió no consultar el plano detallado, que llevaba doblado en cuatro en el bolsillo de su camisa, sino cuando fuese imprescindible. Pero resultó innecesario. Después de caminar un cuarto de hora guiándose únicamente por una pequeña brújula de esfera luminosa, pudo identificar todas las señas y detalles que se le habían comunicado.

Alessandro y sus compañeros salieron al último recodo, ya previsto, del camino que conducía a la villa. Lo resiguieron pisando la hierba que lo bordeaba, húmeda de rocío. Atravesaron un terraplén de grava y se detuvieron frente al gran ventanal corredizo que daba acceso al salón. Gianpaolo se arrodilló y abrió su pequeña caja de herramientas. Estaba preparando una ganzúa, cuando Alessandro le tocó el hombro: acababa de descorrer el pestillo; la puerta no estaba cerrada con llave.

Danilo, el más alto de los cuatro, anduvo tres pasos hacia la izquierda, apoyó la espalda contra la pared y juntó ambas manos en forma de cuenco. Con agilidad felina, el diminuto Alessandro metió el pie, calzado con zapatilla de baloncesto, en aquel escalón improvisado. Luego escaló con facilidad el cuerpo de su compañero hasta quedar de pie sobre los hombros del mismo. Danilo aferró los pies de su amigo y lo alzó a pulso hasta alargar totalmente los brazos. De este modo, Alessandro alcanzó el borde de la terraza y se izó en silencio, sin la menor dificultad. Permaneció agachado, vigilante, frente a las tres cristaleras entreabiertas.

Sólo estaba seguro de que la situada más a la derecha correspondía a la habitación de Sanborn y su querida, Alie Seymour. Ignoraba en qué orden ocupaban las otras dos habitaciones Nallet y la Posidonios. En la planta baja, sus tres cómplices habían descorrido el cristal de la entrada y penetraban en el salón. Sacaron de sus estuches las pistolas ametralladoras Beretta de dieciséis tiros y se encaminaron hacia el receptor telefónico central, cuyo cable arrancó Danilo con un gesto seco.

Hacía tres horas que Alie no lograba conciliar el sueño. Se había despertado varias veces confundiendo la claridad de la luna con la del amanecer. Una vez más se quedó mirando al techo; luego desvió los ojos hacia el sombrío perfil del bosque de abetos. Le daban espanto aquellos insomnios, cuya causa no ignoraba: era la interrupción de su orgasmo por la almohada que Bruce le había aplicado sobre la cabeza para que no gritase, por deferencia hacia la invitada. Aquel maldito bruto estuvo a punto de ahogarla y, además, semejante trato siempre despertaba en ella los instintos de «fiera en celo». Pero en seguida se sintió presa de un malestar muy diferente; hacía rato que venía oyendo unos ruidos extraños en la planta baja. Al principio se creyó víctima de una ilusión debida a su nerviosismo; luego, ya bien despejada, oyó el leve ruido causado por el tirón brutal que habían dado al cable telefónico.

Con infinitas precauciones descolgó el auricular del supletorio que tenía sobre la mesita de noche, y comprobó la falta de señal. Bruce dormía a su lado, tumbado de espaldas. Ella apretó su mano izquierda sobre la boca de su amante; la presión hizo que despertara al instante. Con los labios pegados al oído de Bruce, ella susurró:

—Hay gente abajo, acaban de arrancar el cable del teléfono. No digas nada. Estoy segura: acabo de comprobarlo.

Bruce conocía demasiado bien a su compañera para suponerla presa de alguna pesadilla. Apartó la mano de Alie, se puso un breve calzoncillo de nylon y sacó de cada una de las zapatillas de cuero blando, que tenía cuidadosamente alineadas al pie de la mesita de noche, sendos Coks Cobra calibre 38 de cañón corto. Una costumbre adquirida en el Vietnam, y que había llegado a ser un tic para él. Jamás usaba las zapatillas y, sin embargó, no se acostaba sin haber preparado su arsenal. Se deslizó hasta la puerta de la habitación, depositó en el suelo uno de los revólveres y accionó el picaporte, entreabriendo justo lo necesario para reptar afuera. De este modo ganó el rellano, largo y ancho, que dominaba los veinte metros cuadrados de salón, protegido por una barandilla de hierro negro forjado. Inmediatamente observó que la puerta corrediza estaba abierta, y luego los vacilantes movimientos de las tres siluetas que se aproximaban a la escalera.

El más cercano de los invasores se volvió para señalar con un gesto a los otros dos que había encontrado el acceso a la primera planta. Ese movimiento permitió a Bruce distinguir, a la luz de la luna, el tipo de arma que llevaba, caracterizado por la insólita longitud del cargador que sobrepasaba la culata en quince centímetros.

Bruce armó sus revólveres amartillándolos contra el hueco del brazo; de este modo sofocaba el «clic» característico. En dos saltos ganó el escalón superior. La posición de los dos hombres que empezaban a subir por la escalera no planteaba problema, pero sería preciso actuar con rapidez para alcanzar al tercero, que seguía a varios metros de distancia, hacia la izquierda. Bruce entrecerró los párpados para evitar el deslumbramiento y, con el codo, accionó el conmutador de la luz, bañando la escena en una violenta claridad.

Cogidos por sorpresa, Vasco y Gianpaolo alzaron los cañones de sus Berettas disparando al mismo tiempo una ráfaga en abanico. Los proyectiles se clavaron a dos escalones por debajo de los pies del americano, quien había disparado primero alcanzando a sus agresores en la cabeza. Pero, a pesar de la sorprendente rapidez de la acción, el instinto y el entrenamiento de Bruce le hicieron adivinar que le faltaría una fracción de segundo para volver sus armas contra el tercer hombre. Un estampido ensordecedor hizo vibrar sus tímpanos: al instante le siguió el tableteo de la tercera pistola ametralladora, hasta que se vació el cargador. Con las manos crispadas sobre su arma, el hombre caía de frente, quedando de rodillas mientras el percutor golpeaba en vacío. Arqueando los riñones pudo incorporar aún el torso antes de derrumbarse hacia atrás, con los hombros y la cabeza hundidos en una esquina de un diván bajo y blando.

Bruce se volvió sin el menor asombro. Alie estaba a su derecha. Impasible, apuntaba con el doble cañón de una escopeta de caza a Danilo, el hombre a quien acababa de abatir de una perdigonada en el pecho.

Stéphane se les había unido precipitadamente con un Cok 45 en el puño, vestido con los calzoncillos y la camiseta que solía usar para dormir.

—El tercero no está muerto —dijo.

—Ha vaciado todo el cargador —replicó Bruce.

Los dos hombres bajaron por la escalera; al paso, dieron vuelta con el pie a los cadáveres de Vasco y Gianpaolo. Al mismo tiempo, Bruce no dejaba de apuntar con uno de sus revólveres al herido mientras iba acercándosele.

Danilo respiraba con la boca abierta, tomando aire con inspiraciones rápidas y breves; evitaba hacerlo profundamente para no dilatar su caja torácica acribillada de perdigones, lo cual le habría producido un dolor insoportable. Estaba del todo consciente y miraba con odio glacial a sus tres enemigos reunidos frente a él.

Nallet le arrancó el arma. Bruce le cacheó sin hallar otra cosa sino dos cargadores de repuesto. Al volverse para alargárselos a Stéphane, notó por primera vez la completa desnudez de Alie. Ella permanecía en pie, resplandeciente y gloriosa, con el fusil apoyado en el antebrazo derecho y los largos dedos de su mano izquierda en la cintura. Sin el más mínimo pudor, separaba las piernas para asegurar bien el equilibrio. Bruce bajó la cabeza, molesto.

—¿No te parece que ya habrá disfrutado bastante, eh? ¡Ve a vestirte, maldita sea!

Ella replicó, fingiendo indignación:

—¡Si me hubiera entretenido en ponerme las bragas, pobre tonto, ahora mismo pesarías un kilo más!

Iba a disculparse cuando se oyó desde arriba la voz acida de Alessandro:

Qualcuno di loro parla l'italiano?

Se escudaba detrás de Alexandra Posidonis. Le rodeaba la cintura con el brazo izquierdo; el puño, crispado sobre la culata de su arma, quédala a la altura del ombligo de la joven. Con el brazo derecho terminaba de aferrarla; el pulgar rozaba el gatillo de la pistola ametralladora. La caja y el cañón del arma apuntaban verticalmente entre los pechos de Alexandra. La fea boca de la automática de nueve milímetros la obligaba a levantar la cabeza, al apoyarse el tubo de acero contra su maxilar inferior.

Vestía un camisón corto y transparente que se pegaba en algunos puntos a su piel por efecto del sudor. No temblaba, y parecía suficientemente dueña de sus nervios como para no desencadenar la tragedia. Sólo su respiración acelerada revelaba el temor.

Lo parliamo tutti! —replicó Stéphane, procurando no hacer ningún gesto.

El diálogo prosiguió en italiano.

—Arrojad al suelo las armas, ¡bien lejos!

Obedecieron sin vacilar.

Alessandro continuó:

—Tú conoces mi pistola, Nallet. Una presión del dedo, y los sesos de tu protegida adornarán el cielorraso.

—Cuide sus movimientos y nosotros le obedeceremos.

—¡Perfecto! El americano y la puta, al fondo a la izquierda, y las manos bien altas contra la pared ¡Vamos!

No les quedó más remedio que obedecer.

—Nallet, ¡a la calle! Camina derecho y sin volverte. Yo te sigo a cinco metros y te indico: a la derecha, a la izquierda, ¿entiendes? El menor despiste, y la tía vuela.

—Entendido —jadeó Stéphane, y salió afuera caminando como un autómata.

Alessandro empezó a bajar por la escalera, precavido, escalón tras escalón. Al llegar a la altura de los dos cadáveres, apretó los dientes y, sin apenas detenerse, le dijo a Danilo:

—No pude arriesgarme a desviar el arma. Te dejo en manos de ellos. Si has de morir, hazlo como un hombre. Que tus palabras sean únicamente para el Señor.

—Ya sabes que no hablaré —balbució débilmente Danilo.

—No te sobrevirán mucho tiempo, ¡te lo juro! Y vosotros, americanos, no tratéis de seguirme. Tendríais que dispararme a la espalda, y ya sabéis lo que eso significa.

La presencia de Stéphane, que caminaba delante, daba cierta seguridad a Alexandra, quien avanzaba con regularidad, aunque molesta porque el hombre se apretaba contra su espalda prácticamente desnuda.

Nallet les precedía a más de cinco metros, saliéndose del sendero por orden del diminuto mafioso. Su pie desnudo tropezó con un pedrusco.

—¡Eh, italiano! ¿Me oyes? —gritó—. ¡Cuidado con la piedra!

—Apártala y no olvides que te estoy viendo. ¡Con el pie, cretino! ¡No te agaches!

Stéphane despejó el paso y agregó, sin volverse:

—¡Eh, italiano! Tú lo has dicho, conozco tu arma. Puedes poner y quitar el seguro en una fracción de segundo. Hazlo, porque si no te expones a un accidente, y no tienes orden de matarla; de lo contrario, ya lo habrías hecho.

—¡Cállate la boca y camina! —barbotó Alessandro con rabia; había puesto el seguro tan pronto como salieron de la casa

A los veinte minutos, Stéphane distinguió la camioneta.

—Sal de ahí, Polco —aulló Alessandro— y átame a esos cerdos de pies y manos, que se dejarán hacer.

El gigante ató las muñecas de Stéphane con un largo cordón de nylon; luego, echándole la zancadilla y empujándolo por la nuca, le hizo caer con las rodillas dobladas y le ató hábilmente los tobillos sirviéndose de la misma cuerda.

Alessandro soltó a la joven y la empujó hacia el tonto.

—Lo mismo con ésa —agregó—, ¡y sin meterle mano!

Polco obedeció, apretando las ligaduras con menos fuerza.

—¿Y los demás? —preguntó.

—Se han ido a otra parte, no te preocupes.

—Pues yo he oído tiros.

—No preguntes. Abre la camioneta y échame a esos cerdos dentro. Son los que íbamos a buscar, y ya los tenemos. Así que cierra el pico y conduce despacio, con cuidado. Vamos, ¡andando!

Polco estaba muy orgulloso de su habilidad para conducir toda clase de vehículos. La camioneta tomó la carretera secundaria que serpentea hasta Mettmenstetten y luego sigue bordeando el lago de Zurich. Luego continuó por un camino de sirga abandonado y se desvió a la derecha entre dos grupos de arbustos, a la entrada de un bosquecillo. La camioneta empezó a bambolearse y Polco apagó los faros, continuando su marcha hasta el lindero de un campo. El gorila frenó el vehículo bajo el ala de la avioneta. El aparato estaba escondido en un claro formado por un capricho de la naturaleza al límite del bosque, al abrigo de unos frondosos cedros gigantes.

Gianlucas, el piloto, dormitaba dentro de la avioneta. Levantándose de su saco de dormir, se sirvió un trago de café hirviendo en el vaso de su termo, indiferente a la situación.

—Hemos tenido algunas complicaciones —explicó Alessandro.

—Eso no me importa. No quiero saberlo —le interrumpió Gianlucas.

—De acuerdo. La misión ha sido cumplida, sólo que habrás de regresar con los rehenes, y con el grandullón como única escolta. Yo debo ir a Lucerna para abandonar la furgoneta en alguna calle; luego cogeré el tren de Ginebra.

—Haz lo que quieras. Que tu orangután se ocupe de los pasajeros, yo piloto. Ciao...

Ciao, Gianlucas.

Stéphane y Alexandra fueron izados a bordo del pequeño bimotor. Polco se instaló en el asiento del copiloto y se puso el cinturón. Uno tras otro, los dos motores de cuatro cilindros a inyección arrancaron suavemente, haciendo girar las hélices de dos palas. La mirada experta de Gianlucas vigilaba los indicadores de presión y temperatura del aceite, luego el de temperatura de las culatas, el de presión de admisión y, por último, el cuentarrevoluciones. A los cinco minutos ejecutó una maniobra de ciento ochenta grados; en seguida aceleró los motores a fondo y soltó bruscamente los frenos. Por este procedimiento conseguía despegar la avioneta en menos de trescientos metros.

Alessandro contempló el despegue, inmóvil, hasta que el punto negro desapareció entre el resplandor del alba. Luego se puso al volante de la camioneta y deshizo camino bruscamente.

Bruce escuchó alejarse el crepitar de los pasos sobre la grava; en seguida, el silencio le hizo comprender que el italiano y su presa, precedidos por Stéphane, caminaban ahora sobre el césped del parque. Bajó los brazos y se volvió despacio. Consultó una vez más su reloj de pulsera, que no se quitaba nunca para dormir: habían transcurrido cinco minutos largos. Si había mantenido tan largo rato la postura impuesta por Alessandro fue porque ello no le impedía pensar. En particular, estaba seguro de que el trío no volvería sobré sus pasos y de que, pese a la muerte de dos cómplices y la inmovilización del tercero, los agresores habían culminado con éxito su operación. Alie y él mismo no interesaban, pues de lo contrario el diminuto individuo les habría obligado a caminar delante con Nallet. Visto eso, todo lo demás quedaba sin respuesta de momento.

Alie bajó los brazos a su vez, antes de murmurar:

—¿Entiendes algo de lo que ha pasado?

—Por ahora me limito a hacer balance. Mis pistolas, la de Steph y tu escopeta han quedado donde las arrojamos. No podemos hacer nada, salvo descartar la hipótesis de un regreso violento ni pacífico.

—Tal vez quede por ahí un grupo de cómplices. No sería imposible que tratasen de recuperar al herido.

—Saben que estamos armados. Saben que uno de nosotros puede vigilar tendido en la terraza, y no ignoran que se necesita poco tiempo para volver a conectar el teléfono. No; creo que ya tienen lo que buscaban: en todo caso, a la nieta de Posidonios, y posiblemente también a Stéphane. Lo que no entiendo es qué se proponen.

—¿Vas a conectar el teléfono?

—Luego. Sube y tráeme el armario botiquín del baño.

—Ya.

—Anda, que mientras tanto echaré una ojeada.

Alie se dirigió hacia la escalera con sus andares elásticos y pasó entre los cadáveres con la soltura de una modelo de alta costura.

—¡Alie! —gruñó Bruce—. No olvides que podrías pillar un resfriado.

—Ya va, ya va. No se me olvida —replicó ella sin volverse.

Bruce comprobó que su deducción había sido correcta. No se veía ni una sombra en el parque. Recogió sus dos revólveres, el Cok de Stéphane y la escopeta de caza y se quedó con un solo revólver después de recargarlo con los cartuchos no disparados del otro. Luego se acercó al herido y se arrodilló a su lado.

El hombre había mantenido el mismo ritmo respiratorio rápido y regular, y su condición no parecía peor que antes. Llevaba una camisa de color pardo oscuro, sobre la cual apenas destacaban las manchas de sangre. Con mucha suavidad, Bruce soltó la correa de cuero que sujetaba la pistolera, y le interrogó en italiano:

—Tú también eres italiano, ¿verdad? ¿Me entiendes?

—Sí —respondió Danilo.

—Debe dolerte mucho, hombre —se condolió Bruce en tono de contrariedad—. Vamos a intentar curarte; tengo que quitarte las correas de la pistolera y desabrocharte la camisa. Después mi mujer te limpiará la herida. Habré de levantarte un poco; si te hago daño, dímelo.

—Gracias; hazlo aunque duela. ¡No será la primera vez! —bravuconeó Danilo.

«Esto va bien, pensó Bruce, es un tonto fanfarrón.» Estaba desabrochando la camisa para destapar el pecho ensangrentado cuando apareció Alie, vestida con un pantalón tejano y un ligero jersey. Transportaba con ambas manos una pesada caja metálica con la cruz roja pintada sobre la tapa.

—No parece tan terrible todo esto —anunció Bruce con una sonrisa—. Cuando ella te haya limpiado y vendado la herida, conectaré el teléfono y llamaré a una ambulancia. No te preocupes, ha sido enfermera en el Vietnam y sabe cómo hacer estas cosas.

Danilo procuraba sonreír, sintiendo renacer una inesperada confianza. La belleza de Alie le fascinaba; incluso respiraba mejor, aspirando el aire más a fondo.

—No tema usted —insistió Alie—. Esto le va a escocer un poco, pero en seguida le pondré antibióticos y una pomada calmante. Los suizos son gente previsora, ¿sabe? —agregó mostrando su deslumbrante dentadura,

—¡Ya lo creo! ¡Has dicho una gran verdad! —aprobó Bruce, siempre con arrolladura simpatía y sin cambiar de tono, pero pasando del italiano al más cerrado «slang» de Brooklyn—. Supongo que entiendes el inglés, ¿no? —prosiguió, dirigiéndose al italiano. Ante el gesto negativo de estendijo:

—Entonces, perdona. Le preguntaba si no se avergüenza de haberse presentado ante ti desnuda.

Signara, signara, es usted bella como una madonna. Confieso que he debido cerrar los ojos, pero no me atreví. Mi scusi, signara, mi scusi.

Va bene, come ti chiami?

—Danilo, signara.

—Entonces, Danilo, ten valor que voy a empezar.

Ella empapó de desinfectante un gran pedazo de algodón, y lo pasó por el pecho del herido en una serie de graciosos movimientos que parecían obedecer más a la sensualidad que a la ciencia médica.

—¿Te duele mucho, Danilo?

—Al contrario, al contrario. Gracias, signara.

—Voy a buscar un destornillador para arreglar el teléfono—anunció Bruce. Mientras se alejaba, agregó en inglés—: ¡Ponle una pomada anestésica y una intravenosa de morfina o de codeína! ¡Me lo estás poniendo tan caliente que le fallará el corazón!

Cosa dice? —preguntó Danilo.

Niennte, niente, é un po geloso, é nórmale, no? La ausencia de Bruce se prolongaba y Alie empezó a preguntarse qué estaría tramando. Inyectó una ampolla de morfina en la vena de Danilo, y estaba quitándole el torniquete de goma cuando apareció Sanborn portando una caja rectangular de madera, que depositó junto al herido.

—¿Qué? ¿Cómo está?

—He seguido tus instrucciones. Está mucho mejor —declaró Alie—. ¿Verdad, Danilo?

—Sí, sí —respondió el siciliano—. Ahora ya no me duele.

—De todos modos, no respires demasiado fuerte; se te podría mover un perdigón —le aconsejó Bruce.

—No, no. Soy fuerte, respiro bien.

—Y no te quedes dormido.

—No tengo sueño, me encuentro bien.

—Espere —dijo Alie—, voy a ponerle una almohada en la espalda. ¿Va mejor?

—Mejor, muchas gracias. Así puedo esperar la ambulancia.

—¿Me preparas un whisky, Alie? —rogó Bruce, sonriente—. Ración para adulto, por favor.

—¿Agua pura o soda?

—No; mejor al aire suizo, y sírvete tú también. Mientras tanto voy a empalmar esos hilos.

Alie se dirigió al bar y vertió dos chorros en vasos para cerveza. Había palidecido un poco. Bruce ingirió la mitad de su dosis y se puso a retorcer las puntas de los hilos arrancados, exclamando:

—¡Ah! ¡Esos suizos! Al principio parecen un poco espesos, pero, ¡vaya si tienen materia gris en el «melón»! Mira esto, seis hilos, seis colores, seis tornillos de fijación correspondientes. ¿De dónde sacarán tantas ideas?

—¡Bah! Tienen escuelas en todas partes —respondió Danilo, a quien la morfina hacía parlanchín, aunque no por eso resultaba menos inaccesible al humorismo.

—Eso es. Tienes razón —dijo Bruce, incorporándose—. Y además, ¡asisten a ellas!

Bruce descolgó el auricular y se escuchó la señal.

—Funciona —anunció.

—¿Vas a pedir la ambulancia? —preguntó Alie.

—¡Desde luego!

Descolgó una vez más el aparato, y fingió luego pensarlo mejor:

—¡Qué fastidio! Avisarán a la policía. Ha habido dos muertos, un herido, un doble secuestro. Será mejor hablar antes con Danilo.

Un relámpago de inquietud cruzó por primera vez los ojos del siciliano.

—¡Claro, hombre! —prosiguió Bruce—. ¡Naturalmente! Hemos atendido a lo más urgente, te hemos curado. ¡No vamos a hacer que te encierren ahora! Aunque, bien mirado, las prisiones suizas no son el infierno. Merecerían dos estrellas en cualquier guía turística. Pero no deja de ser la cárcel. Y con las tonterías de tus amigos, te expones a pasarte ahí toda la vida, conque vale más que nos lo cuentes todo, porque resulta que no hemos entendido bien lo que buscabais, no os conocemos de nada ni os hicimos daño alguno, y ¡plaf!, en plena noche habéis caído sobre nosotros sin llamar siquiera a la puerta. ¡Y vosotros sí sabíais quiénes éramos! La Posidonios, Nallet, no creo que hayáis confundido las señas. Así pues, te propongo simplemente que contestes a tres preguntas: ¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? ¿A dónde se han llevado a mis amigos? ¡Ah!, y otra más que, como es la más fácil, será la primera. ¿Quién os dio la situación de esta casa y os avisó de que estaba aquí la nieta de Posidonios? Vamos, Danilo. Habla.

Danilo bajó la cabeza; empezaba a comprender.

—Lo dije antes. No hablaré con usted, ni con la policía, ni con nadie. Si continúa interrogándome, empezaré a rezar. Esa será mi única respuesta.

—Voy a ayudarte —murmuró Bruce:

Cu' mi vo mpisu e cu' mi vo ngalera

Cu' mi voli li vrazza a la tortura.