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Eran las ocho y media; el sol ganaba rápidamente su lucha contra la niebla. Los palos alineados de los veleros formaban un bosque metálico que lanzaba alegres destellos. Los más madrugadores de entre los aficionados a las regatas ya salían a los puentes, escrutando en los obenques el primer signo de agitación de los «testigos» que confirmaban la brisa de tierra tímidamente prometida por el boletín de Radio-Grasse a las siete. La lancha del «William Vacamarat» arribaba al muelle.
El teniente de navío Jean-Huges Verdier de Castera divisó la embarcación cuando ésta doblaba el espigón del puerto, manteniendo la velocidad obligatoria de cinco nudos. Sentado en un sillón de mimbre, en la terraza del club náutico, sorbió con flema su segunda taza de té antes de calzarse meticulosamente los guantes y subir al Peugeot 504 negro, cuya puerta posterior mantenía abierta un servicial marinero. El coche no hubo de recorrer sino algunos metros para alcanzar el malecón donde desembarcaban Johan Vinckel y sus hombres.
Aunque educado y sonriente, Castera estaba imbuido del tradicional espíritu de superioridad que la Escuela Naval inculca a los futuros oficiales de la «Royale» frente a los marinos civiles, cualquiera que sea su graduación o su responsabilidad.
Johan se adelantó y se presentó:
—Vinckel, capitán del T/S «Vacamarat».
—Teniente de navío Verdier de Castera, edecán del almirante Landais. Celebro conocerle.
El capitán responsable del puerto se acercaba al grupo sobre una Vélosolex asmática. El bravo meridional parecía indiferente y al mismo tiempo excedido por los acontecimientos.
—¿Cuánto tiempo va a quedarse ahí su lancha? —preguntó.
—¿Podría usted buscarle un amarradero?
—Cómo no; hasta fin de mes. Luego estarán ocupadas todas las plazas. Pase por la oficina; el pago es por adelantado. Mide doce por cuatro su embarcación, ¿no?
Vinckel fingía no hacer caso de Castera, cuyos humos le molestaban. Continuó dirigiéndose al capitán del cuerpo:
—¿Podría usted localizar un vehículo para el transporte de mis hombres hasta Tolón? Mi lancha mide once treinta por tres ochenta.
—Puedo telefonear a Saint-Raphaél; hay una compañía de coches de alquiler.
—Tardará demasiado.
—Pues entonces, los taxis. Pero se necesitarán seis al menos, y no circulan en bandadas.
—Haga lo que pueda. Mientras tanto, mis hombres atracarán la embarcación y permanecerán a bordo.
—Que vayan al amarradero G tres, del malecón número dos, entre el «Arcoa» y el «Bablieto». Amarren al cuerpo muerto por el costado de babor.
Vinckel transmitió las instrucciones a Fernández en italiano; luego, sin esperar invitación, subió al 504 mientras se dirigía al teniente de navío:
—Acompáñeme a la oficina del puerto. Hemos de tomar disposiciones de suma urgencia.
La capitanía estaba formada por tres pequeños despachos que comunicaban entre sí. El meridional ofreció asiento a los oficiales. Castera declinó la oferta con un gesto que indicaba claramente su irritación, y se dirigió a Vinckel en tono altanero:
—¿Me explicará usted de una vez qué significa esta demostración de pánico, capitán?
Vinckel replicó brutalmente:
—Voy a darle un consejo, amigo. Siga mis instrucciones sin reclamar más explicación. Quede claro que no me niego a dársela, pero eso nos haría perder un tiempo cuya importancia ni siquiera sospecha, y corre usted el peligro de pringarse su hermoso uniforme. Se le puede pringar con un líquido que ni la mejor tintorería podría limpiar, ¿entiende?
—¿Me hace el favor de precisar la naturaleza de esas instrucciones?
—Llame a Landais y páseme el aparato.
En una reacción automática, el teniente Castera consultó su reloj de pulsera. Su gesto reflejaba el disgusto que le producía la irrespetuosa familiaridad del holandés para con el almirante de la Escuadra. Después de reflexionar, declaró:
—Aún no habrá salido de su residencia, y detesta que le incomoden allí. Espero que tenga usted motivo justificado. De todos modos, y dejando aparte las más elementales reglas de la corrección, el reglamento me impone avisar previamente al oficial de guardia del Almirantazgo, que es el capitán de fragata Noli.
—¡No, maldita sea! ¿No comprende usted que un segundo de retraso puede acarrear una catástrofe?
El capitán del puerto intervino, con su jovial sentido común:
—Oiga, ¿por qué no llama usted mismo al almirante? El número de su «choza» no es ningún secreto; es el ochenta y tres, veintiséis, treinta y uno.
Vinckel se precipitó hacia el teléfono y marcó el número indicado. Le respondieron casi en seguida.
—Necesito hablar con el almirante Landais para una comunicación a nivel de la Defensa nacional. Soy el capitán Johan Vinckel, oficial de la Marina mercante holandesa.
En seguida resonó en el auricular la voz fuerte y meticulosa del jefe de la Escuadra.
—Almirante Landais. Le escucho.
—Mis respetos, Excelencia. Mi navío, un petrolero de trescientas veinte mil toneladas ha sido asaltado y secuestrado esta madrugada por un comando armado. No he tenido más remedio que obedecer a las órdenes que se me impartieron bajo amenaza. No tengo tiempo para extenderme en los detalles, los cuales relacionaré más adelante. Se me ha ordenado que trasmita una lista de reivindicaciones. La primera de ellas le concierne sólo a usted. Los piratas exigen que toda navegación civil y militar, así como todo tráfico aéreo en un radio de cuarenta millas náuticas alrededor del lugar de fondeo, sean inmediatamente cancelados y prohibidos hasta nueva orden.
El almirante Landais replicó, tranquilo:
—Transmita el lugar de fondeo.
—Ocho puntos dos millas náuticas al este de la punta de la Esquillade.
—¿En el banco de Magaud?
—Exacto. Se me ordenó echar anclas a la gira sobre un fondo de treinta y ocho metros.
—¿Le obligaron a designar un fondeadero posible, o le indicaron que lo hiciera en ese punto precisamente?
—Comprendo su pregunta. Fueron ellos quienes designaron y exigieron ese lugar. Son marinos expertos.
—Respondo de bloquear todas las salidas de puertos civiles, pero, ¿cómo intervenir cerca de las embarcaciones que puedan hallarse en la zona designada?
—A eso iba, Excelencia. Pretenden saber que se dispone en rada de varias fragatas lanzacohetes equipadas con motores de setenta mil caballos, cuya velocidad de crucero es de treinta y cinco nudos, y que disponen de radar tridimensional.
Ante el silencio de su interlocutor, Vinckel continuó:
—Cito al jefe del comando, Excelencia. Personalmente, no sé nada de los efectivos de la Marina francesa.
—Es exacto —admitió el jefe de la Escuadra—. Continúe.
—Exigen que sea aparejado en seguida uno de esos navíos... ¿Puede tomar nota?... Voy a leerlo.
—Estoy preparado. Siga.
—Todo al sur hasta cuarenta millas náuticas del cabo Cepet, luego cuarenta más rumbo diecisiete, con lo que debe pasar entre las islas de Porquerolles y Bagaud hasta un punto situado a dos millas náuticas del cabo Bénat, desde donde seguirá otras cuarenta con rumbo setenta.
—Quedando así en posición paralela a la frontera italiana —interrumpió el almirante.
—Lo he comprobado. El punto se halla en aguas territoriales francesas, frente al cabo Martin.
—Adelante.
—Luego, otra vez al sur cuarenta millas náuticas. Y por ultimo, regreso a Tolón en línea recta. Se supone que esa fragata hará de perro pastor tan pronto como su radar le avise la presencia de cualquier embarcación. Pero, en tal caso, deberá informar exactamente a los miembros del comando acerca de sus movimientos y del rumbo que se haga seguir al navío interceptado, obligándole a ganar el puerto más cercano. Ello se hará sobre la frecuencia de dos mil cincuenta y nueve kilociclos, y en idioma inglés. No traten de entablar diálogo, pues ellos no contestarán. Obviamente, disponen de doble radar y de un sistema de plotting, con lo que podrán vigilar todos los movimientos.
—Comprendo. ¿Cuántos rehenes tienen a bordo?
—Toda mi tripulación ha sido autorizada a desembarcar conmigo. El argumento del chantaje es otro. Disponen de trescientas veinte mil toneladas de petróleo bruto y amenazan con derramarlo en el mar. Tal amenaza pueden ejecutarla a un ritmo de tres mil quinientos metros cúbicos por hora. ¡Basta apretar un botón!
—¡Santo Dios!
—Me exigen que publique sus reivindicaciones por medio de una conferencia, a reunir inmediatamente, con asistencia del superprefecto de la región Provenza-Costa Azul, de los prefectos de Bocas del Ródano, del Var y de los Alpes Marítimos, del prefecto naval de Tolón, del presidente de la Cámara de Comercio de Marsella, y de usted mismo, evidentemente. Siempre según sus órdenes, esa reunión privada debe anteceder a una conferencia de prensa radiotelevisada, cuyos asistentes habrán sido convocados por las agencias France-Presse, United Press y Associated Press.
—Pase por el Almirantazgo, Vinckel. Le envío una lancha rápida y aviso a las autoridades que acaba de nombrar.
—Excelencia, ¿podrían hacerse cargo de mi tripulación hasta nueva orden? Deseo que permanezca acuartelada.
—Es evidente. ¿Cuál es el efectivo?
—Veintiocho hombres.
—¡Señor! ¡Veintiocho marinos para semejante tonelaje! No lo ignoraba, pero es espantoso.
—He dicho veintiocho hombres, Excelencia, no veintiocho marinos.
—¡De eso también me habían dicho algo! Le espero.
Antes de subir al vehículo militar, Vinckel se tomó el tiempo de realizar otra llamada telefónica, esta vez a un lugar de los Alpes Marítimos. No tuvo ninguna dificultad en localizar a Nikos Posidonios. El armador estaba aguardando noticias del «William Vacamarat», pues la noche anterior había sido avisado el inexplicable retraso de su petrolero, así como de varios radiogramas insólitos que le fueron fielmente transmitidos a través de su teletipo particular.
Decano de la gran generación moderna de armadores griegos, la carrera de Posidonios siempre había contrastado notoriamente con las de sus legendarios compatriotas Livanos, Niarchos y Onassis. La inmensa fortuna de Posidonios era hereditaria. Desde siempre, por mucho que se remontase atrás en el tiempo, navíos de la Hellenic Posiship Corporation habían surcado los mares bajo la enseña de las siglas HPC en verde, amarillo y rojo, rodeadas de un círculo dorado.
Aquella tradición, orgullosamente mantenida desde la época de los grandes veleros de tres palos, había recibido un severo golpe después de la última guerra, cuando el antiguo armador se vio precisado a regristar su flota bajo «pabellón de tolerancia». Ahora sólo le quedaba el emblema de proa; los navíos de Posidonios navegaban bajo nacionalidad hondurena o panameña o, últimamente sobre todo, liberiana. Conocía demasiado bien el peso de las circunstancias que empujaron a Aristóteles Onassis a inaugurar tal sistema; por ello, no le hacía responsable de ese estado de cosas, que muy pronto habría de afectar a las flotas comerciales de todo el mundo. Siempre guardó para con Onassis, Niarchos, Livanos y Goulandris la estima reservada a unos «hombres de la mar», para quienes la navegación era sinónimo de honradez. Por otra parte, no dejaba de censurar los escándalos y agitaciones propagandísticas que animaban la vida privada de sus riquísimos compatriotas.
En relación con Onassis, sobre todo, la postura de Posidonios era contradictoria. Sin dejar de admirar aquel éxito fabuloso, debido a la voluntad y la inteligencia del hombre, conservaba una instintiva desconfianza frente a las fortunas de primera generación, y jamás mencionaba a su prestigioso competidor sino con el calificativo, tan irónico como despectivo, de «el hijo del tabaco»: alusión al modesto negocio de que vivía Sócrates Onassis en Esmirna cuando nació su hijo Aristóteles. Esto no lo ignoraba Onassis, quien reaccionaba frente a la invariable pulla con su ingenio habitual; en realidad, le halagaba, como demostraba su costumbre de repetir esa anécdota a sus conocidos. No por eso dejaban de ser cordiales y amistosas las relaciones entre ambos armadores, tanto a nivel profesional como en la esfera privada. En los círculos de las altas finanzas, nadie ignoraba que Nikos Posidonios había «respaldado» a Onassis en varias oportunidades. Cuando el viejo dominador de los mares decía: «Acabo de sacarle una espina del pie al "hijo del tabaco"», se sobreentendía que sólo podía tratarse de transferencias por miles de millones de dólares. Recibía con frecuencia a los Onassis, y le distraía siempre agradablemente la espontaneidad de los niños Kennedy. Sin embargo, antes no quiso asistir a la ceremonia de aquel sorprendente matrimonio.
A sus setenta y ocho años, Nikos Posidonios no tenía más heredera que su nieta Alexandra. El único hijo, Andreas, había fallecido con su esposa americana en un trágico accidente de aviación ocurrido en 1952. Tres años más tarde enviudó de Helena, la única compañera de su vida. Alexandra, que por aquel entonces contaba siete años, conoció una infancia y una juventud frías y severas; procuró compensar la falta de cariño con una tozuda dedicación a los estudios. Después de adquirir profundos conocimientos de Derecho marítimo internacional, obtuvo sucesivamente los Doctorados en Derecho francés y suizo. Luego asistió a la Harvard Law School, antes de frecuentar la escuela de perfeccionamiento dé Gray's Inn, en la City londinense.
Aunque procuraba imponer a su personalidad un aspecto severo, Alexandra no conseguía disimular su elegancia natural: las finas piernas y los largos muslos heredados de su madre, el talle delgado y el porte erguido de los Posidonios, la gracia de sus facciones, la involuntaria malicia de los ojos azules. Ella procuraba disciplinar su espeso cabello negro llevando un peinado torpe, de maestra de escuela provinciana. Su abuelo solía burlarse de ella citando un verso de Verlaine:
—Tus ojos me atraen con su alegría, tu cuerpo con su hermosura, pero sobre todo tu cabello con ese pienado tan horrible que usas. Convéncete de que nunca serás fea, pero no por eso la gente dejará de respetarte.
Eran las nueve de la mañana. Desdeñando las tres piscinas superpuestas, con sus fondos respectivamente verde, amarillo y rojo que hacían resplandecer los colores de la Hellenic Posidonios en medio de las rocas, Alexandra había preferido bañarse en el mar. Era para ella un rito cotidiano a partir del mes de mayo, aunque el agua estuviese aún bastante fría. Un ascensor la llevaba directamente desde su habitación hasta la playa, pasando por una chimenea de roca formada por un gigantesco bloque de ofita —especie de mármol a rayas verdes y blancas —importado de Creta. Se sumergía desnuda en el mar y nadaba en línea recta varios centenares de metros, siempre hasta el mismo lugar: allí donde el castillo de sombría piedra gris se confundía con las rocas del pardo acantilado, sólo animado por el brillo multicolor de las piscinas. Cada mañana le parecía que admiraba más a su abuelo, por la prudencia con que procuraba no hacer ostentación de su inmensa fortuna. Usaba de su infinita prodigalidad con una gran discreción jamás desmentida, ni en las menores circunstancias.
Alexandra regresó a la playa nadando con brazadas largas y regulares. Envolvió su cuerpo impregnado de sal en un grueso peinador de toalla y, desdeñando los ascensores, subió por una escalera tallada en la piedra, cuyo diseño había respetado las irregularidades de la roca.
Se reunió con Nikos Posidonios, que la esperaba cada día en la terraza, para levantar la tapadera de plata del desayuno.
Aquella mañana se adivinaba algo insólito: la sonrisa forzada, el rictus preocupado del viejo rostro curtido por el sol, la silueta esbelta que parecía doblegada por un peso desacostumbrado y, en especial, las gafas de montura de concha plegadas sobre la mesa y, junto a la taza de café, el «Financial Times», el «Herald Examiner» y el boletín diario de la marina mercante, todos ellos sin desplegar siquiera.
—¿Alguna preocupación, abuelo? —preguntó ella, mientras se servía el té en una taza de porcelana china.
—Vístete y acompáñame, Aleka. Te lo explicaré en el coche.
El automóvil era un DS 21 negro, de serie, cuya única modificación consistía en un radioteléfono conectado con Radio-Grasse, privilegio excepcional concedido al armador y que le permitía entrar en comunicación inmediata con el mundo entero. Georg, el chófer, estaba dispensado de llevar corbata, e incluso chaqueta, así como de abrir las puertas. Conducía rápido, bien y con prudencia, y eso era todo cuanto le exigía Posidonios. Cuando frenó para abonar el peaje a la entrada de la autopista de Estérel a la Costa Azul, Alexandra estaba ya tan informada de la situación como su propio abuelo.
Alrededor de una hora más tarde, el DS del armador abandonaba el bulevar de Strasbourg para entrar en el laberinto de callejuelas que conducía al nuevo edificio de la Prefectura marítima, al lado de la «Dársena antigua».
Pese a la ausencia del prefecto regional, a quien no se había logrado localizar, Johan Vinckel inició en los locales del Almirantazgo el relato de los hechos de la pasada noche, conforme a sus propios planes. Nadie le interrumpió salvo el teniente Castera, quien aparecía de vez en cuando para anunciar las sucesivas llegadas de los representantes de la Prensa. Estos hacían cola entre la puerta del Arsenal y la entrada de la Prefectura.
A las quince horas quince minutos, el almirante Landais decidió:
—Señores, sólo nos resta informar a la Prensa de la situación.
Luego, dirigiéndose a Castera, agregó:
—Que los periodistas pasen a la sala de armas del Arsenal. Nos reuniremos con ellos dentro de un cuarto de hora.
Los boletines radiados durante la mañana, aunque lacónicos, permitían adivinar la suma gravedad de la situación. Las líneas aéreas París-Marsella, París-Niza y París-Tolón habían sido tomadas al asalto. Varios periodistas ingleses, belgas, holandeses y alemanes consiguieron también llegar a la Costa Azul. Se habían instalado cámaras de televisión y los fotógrafos se empujaban para conquistar un emplazamiento favorable. Los técnicos de sonido instalaban sus micrófonos alrededor de la mesa de conferencias.
Cuando hizo su aparición el almirante Landais seguido de Vinckel, Posidonios y demás personalidades, una veintena de proyectores iluminaron la sala de armas, al tiempo que destellaban en todas partes los relámpagos de los «flashes».
El almirante impuso silencio con brutal energía, y tomó la palabra en primer lugar.
—Señores, han sido convocados para informarles de un grave acontecimiento que acaba de producirse. La noche pasada hemos sido objeto de un increíble chantaje de nueva especie. Cedo la palabra al capitán Johan Vinckel para que les relate los hechos.
En tono ponderado y exacto, Vinckel repitió punto por punto el relato de los acontecimientos de la pasada noche, y terminó con la frase clásica:
—Creo haberles expuesto lo más esencial de los acontecimientos que acabo de vivir. Me dispongo a responder a sus preguntas.
El corresponsal del «Provenzal» se alzó como impulsado por un resorte:
—Capitán, ¿podría usted detallar el número de miembros del comando y su nacionalidad?
—Confieso que no se me ocurrió contarlos —replicó Vinckel—, pero calculo su número en una quincena de hombres, japoneses la mayoría de ellos.
El tumulto ahogó la pregunta siguiente, y el almirante Landais hubo de imponer silencio de un puñetazo sobre la mesa:
—¡Uno a uno, o hago evacuar la sala y aquí se acaba todo!
El representante de «L'Aurore» tomó entonces la palabra, dirigiéndose al militar, para hacer la pregunta que Vinckel había estado esperando.
—Mi pregunta concierne al almirante Landais. ¿Podría decirnos si ha previsto algún recurso eficaz para el caso de que el Gobierno —pues creo que este asunto llegará pronto a ese nivel— rehuse el acceder a las exigencias impuestas y los piratas se dispongan a realizar sus amenazas?
El almirante Landais, sin levantarse, encendió una pequeña pipa antes de responder:
—Me sería fácil no contestarle. Supongamos qué yo tuviese a punto una solución desde esta misma mañana: evidentemente, no la publicaría. Sin embargo, mi diagnóstico es cien por cien negativo. Y puedo confesarlo, ya que los miembros del comando lo saben tan bien como yo. Vinckel acaba de decirlo; el superpetrolero puede autopropulsar su carga en sólo veinte horas. Además, han minado todos los compartimientos del navío, sin olvidarse de agregar que tal recurso era, en realidad, inútil, dados los conocimientos de informática de que hacen gala. Han explicado al capitán el sistema relativamente sencillo que les permitiría bloquear los dispositivos de propulsión. Si abordásemos el barco, nuestros hombres no podrían atajar la hemorragia sin el riesgo de provocar una explosión.
—En su opinión, señor Vinckel, ¿por qué no han tomado rehenes a bordo?
—La respuesta parece evidente; no obstante, vale la pena que analicemos su pregunta. Creo que con eso quieren manifestar la insignificancia que representa para ellos una vida humana, en comparación con el poder destructor de que disponen,
—¿Alguno de ustedes —intervino un periodista del «Fígaro»— ha calculado, aunque sea aproximadamente, las consecuencias de la catástrofe, bajo la hipótesis de que la amenaza llegase a ser ejecutada?
El almirante Landais hizo un amplio gesto con ambos brazos.
—Pocas palabras bastan para contestar eso. La muerte de todo el Mediterráneo occidental desde Gibraltar hasta Calabria, y la muerte de cada centímetro cuadrado de costa, incluidas las grandes islas. Muerte lenta o rápida según los caprichos del viento.
—¡Pero esto es increíble! ¡Hace años que las Marinas nacionales de todo el mundo estudian los problemas de la contaminación marina causada por el vertido de hidrocarburos!
—Basándose fundamentalmente en las normas de seguridad impuestas a estos navíos gigantescos. Es posible limitar una mancha de petróleo o disolverla por medios químicos, aunque sea perjudicando a la fauna acuática. Pero, de un lado, la eficacia de los procedimientos es incompleta; de otro lado, este riesgo de ahora exigiría un volumen de disolventes cien veces superior a todo lo conocido. Además, no olvide usted que tales situaciones nunca se han producido en el Mediterráneo.
Un periodista se alza tímidamente al fondo de la sala, identificándose como corresponsal de «L'Est républicain». Le hicieron llegar un micrófono. El fue quien levantó la liebre:
—Capitán Vinckel, ha declarado usted que pasó seis horas bajo la amenaza de ese comando, cuyo jefe le dictó las instrucciones que nos ha transmitido, y que se refieren a dos puntos distintos. Primero, un llamémosle rescate por la fabulosa cantidad de cincuenta millones de dólares. Segundo, la cancelación inmediata de todo tráfico petrolero por vía marítima sobre navíos que desplacen más de ciento cuarenta mil toneladas... lo que supone el paro forzoso de los astilleros que construyen, fijémonos únicamente en el de Sa.int-Nazaire, dos petroleros de quinientas cuarenta mil toneladas. Y en el Japón, dos monstruos de un millón doscientas mil. Mi pregunta es la siguiente: ¿ha podido usted intuir la verdadera personalidad de sus agresores? ¿Cree usted que les dirige una potencia, que a primera vista no adivino quién pueda ser, o que la segunda exigencia obedece sólo a fines de diversión, siendo los cincuenta millones de dólares la única reivindicación auténtica?
Vinckel procuró disimular su alivio. Aquel periodista le permitía plantear el problema de tal manera, que iba a dar pie al debate propiamente dicho.
—Su pregunta tiene mucho interés —contestó—, aunque naturalmente no puedo responder con toda seguridad. Sin embargo, repito que la mayoría de los miembros del comando son marinos. Aparte sus exigencias monetarias, el resto de sus reivindicaciones no me parecen ilógicas.
—¿Podemos considerarlos unos ecologistas fanáticos? ¿O un grupo internacional dispuesto a todo con tal de salvaguardar los mares?
—Exigen la supresión inmediata de todo el tráfico bajo pabellón de tolerancia. Es una tesis sostenida y defendida por todos los sindicatos de marinos, principalmente en los Estados Unidos, y también en otros países. Los sindicatos, cualquiera que sea su influencia, jamás han logrado una audiencia mundial. Quiero decir, la atención de la opinión pública, a la que ustedes representan. Parece que, en adelante, lo conseguirán, como demuestra la presencia de ustedes aquí.
—¿Quiere usted decir que los responsables de este acto de piratería serían ciertos dirigentes sindicales?
—¡Atención! No tergiverse mis palabras. Uno de sus colegas me hizo una pregunta precisa, y he tratado de contestar de una manera precisa. Eso es todo.
Un tipo alto y huesudo que representaba al «Daily Express» reclamó, flemático, la palabra:
—¿Saben algo de esa sociedad, la IGSGM de Zurich, que según los piratas debe recibir el fabuloso rescate?
—Mis agresores —repuso Vinckel— declararon que este organismo se fundó hace pocas semanas, con la única finalidad de cobrar y luego escamotear los fondos obtenidos por el eventual éxito de su chantaje. La sociedad es legal; la representan siete personas cuyos nombres voy a darles en seguida. Explicaré asimismo el procedimiento de asombrosa sencillez que utilizaron para convencer a los siete personajes en cuestión y hacerles colaborar en un pacto cuyo desenlace criminal ellos forzosamente ignoraban...
El auditorio tomaba notas con gran apresuramiento. En el vasto local reinaba ahora la serenidad de un monasterio. Hablando siempre con la misma firmeza, Vinckel expuso breve y exactamente las actividades de sus comparsas en Suiza.
—Debo agregar que conozco perfectamente al señor Stéphane Nallet. Mis agresores no me ocultaron que conocían esa relación; más aún, fue una de las razones por las cuales mi navío y yo hemos sido blanco preferente de sus actividades...
—¿Podría usted aclararnos la naturaleza de las relaciones que le unen con el señor Nallet, capitán? —indagó el sabueso del «Daily News».
—No me considero autorizado a hacerlo. En todo caso, no antes de consultar a otras personas que podrían verse afectadas.
—Perdone la franqueza de mi pregunta —continuó el «esqueleto» británico—, pero ¿no le parece que estos acontecimientos pueden hacer recaer sospechas de complicidad sobre el señor Nallet y sobre usted mismo?
—Pues sí, señor. Ya lo he pensado, y voy a contestarle sin rodeos: ¡Me importa un rábano! Que usted y sus colegas presentes o ausentes, y el resto del mundo, me consideren culpable, cómplice o ¿por qué no?, instigador incluso, me trae sin cuidado. Si se me acusa, no moveré ni un dedo para defenderme. No obstante, entienda que mi postura está en función de los hechos conocidos. Y, aunque no soy jurista, me permito afirmar que la sugerencia de usted no se ve confirmada por ninguna prueba tangible.
—Deseo preguntar al señor Posidonios —dijo a su vez el corresponsal de «L'Express»:
—Todos conocemos la importancia de su fortuna, señor Posidonios. Uno de nuestros colegas escribió no hace mucho que el señor Onassis valía quinientos millones de dólares, y pese a la discreción con que lleva Vd. sus asuntos, nadie duda de que sus empresas, tomadas en conjunto, representan un capital muy superior a esa cifra. En consecuencia, el eventual pago del rescate es un aspecto del problema que puedo descartar por ahora. Pero, ¿y las demás exigencias del comando? ¿Las considera realizables? ¿Se puede volver años atrás sin comprometer la estabilidad económica del mundo occidental?
Con un gesto familiar, Posidonios se limpió las gafas utilizando un rectángulo de gamuza. Después de larga reflexión, habló claro y despacio:
—Entiendo lo que usted quiere decir. El mundo, ¿ha llegado a un punto sin retorno, o llegaremos a él algún día? Le diré que, por mi parte, he considerado siempre el gigantismo como una solución de facilidad, un remedio cada vez más ilusorio. No quieran ver cinismo en mis palabras, pero piensen que mi fortuna, así como la potencia financiera de las compañías petrolíferas y la relativa estabilidad de muchos gobiernos, dependen de esos litros de combustible con que un muchacho llena todas las mañanas el depósito de su motocicleta.
—¡Perdone que le interrumpa! —exclamó el célebre editorialista de un diario de extrema izquierda, interviniendo por primera vez—. Le ruego que no explote esta oportunidad, debida a un acto criminal fuera de lo común, para manifestaciones políticas cuya moraleja me parece demasiado obvia.
—Agradezco su intervención, señor. Gracias a usted puedo dar por concluidas mis explicaciones, pues opino que tiene razón. Como usted dice, no nos salgamos de la crónica criminal. Voy a pagar la suma exigida sin pedir ayuda ni a la Compañía fletadora ni a la aseguradora. Ordenaré que se suspenda la construcción de los petroleros gigantes encargados por mis empresas, y solicitaré del Gobierno francés el honor de repatriar mi flota bajo el pabellón de este país; al mismo tiempo, todas las unidades en tránsito recibirán orden de dirigirse a los puertos más cercanos. Ahí tiene la respuesta exacta y apolítica que solicitaba. El almirante Landais cometió un error al comunicar a los ministerios de Defensa nacional y del Interior un asunto que incumbe exclusivamente al guarda jurado de la isla de Levant.
Pese a la intervención hostil de varios colegas, el interlocutor izquierdista se puso en pie, indignado y furioso. Apretando los puños, rechazó la mano que intentaba retenerle y vociferó, para sobreponerse al enorme tumulto:
—¡Señor Posidonios! ¡El mundo del trabajo de quien acaba usted de burlarse vergonzosamente con sus ironías, será informado de esta actitud suya! El muchacho al que antes se refería tendrá que incrementar su fatiga diaria trabajando más, y más aún cuando su miserable salario no le permita seguir utilizando un ingenio mecánico por modesto que sea, para dirigirse a su puesto de trabajo, cuando usted haya conseguido aumentar el precio del combustible hasta niveles inaccesibles para él. Tal era el sentido de mi interrupción, y usted lo ha entendido muy bien, ¡pero ha preferido tratar de ridiculizarme usando de una deshonesta evasiva!... y parece que lo ha conseguido, al menos para buena parte de los aquí presentes...
El clamor hostil era ensordecedor. El almirante Landais descargó el puño sobre la mesa una vez más, y tronó:
—¡Señores! Exijo silencio, aunque sólo sea por respeto al lugar en donde les he recibido. Cualesquiera que sean las consecuencias, expulsaré inmediatamente a todo interlocutor que intente provocar una discusión. Reserven sus conclusiones para sus lectores respectivos. Están ustedes aquí para formular preguntas a las que nosotros procuraremos responder. Háganlo por turnos y utilizando el micrófono.
Posidonios alzó el brazo para proseguir, sin manifestar la menor alteración:
—Ante todo, señores, sepan que perdono la actitud de su colega. Nosotros, los trabajadores, no siempre tenemos la suerte de vernos apoyados por tribunos tan considerados y sutiles.
Se oyeron algunas risas.
—Señor Posidonios, ¡por favor!
—Excelencia, no hablo con malicia cuando me adjudico el calificativo de trabajador. Hace cincuenta y tres años que trabajo de dieciséis a dieciocho horas diarias. Dicho esto, intentaré proseguir con mi explicación. Vivimos en un mundo sometido a limitaciones naturales en todos sus dominios. Algún día, esas limitaciones frenarán irremediablemente el progreso de nuestros descubrimientos, de nuestra tecnología, de nuestro poder creador. Cuando se reduce la marcha en un automóvil, ello no depende sólo de la potencia del motor. El mar sigue siendo la gran incógnita de nuestro planeta. Para mí significa la fe. Desde mi más tierna infancia, aprendí a interpretar su lenguaje. Y cada uno de los golpes que me ha infligido tiene para mí un significado concreto. Pero, ¡ay!, por desgracia, he sido al mismo tiempo el instrumento de una traición. Hace algunos años, cedí al afán de poder, que es la peor tentación del hombre. El orgullo, la vanidad y el espíritu de rivalidad me arrastraron en la absurda carrera del gigantismo, aun sabiendo que no significaba en modo alguno un progreso. El «William Vacamarat», botado hace menos de dos años, era el orgullo de los constructores, los ingenieros y los técnicos en electrónica, así como de los obreros que lo construyeron. Para mí era una vergüenza porque, al igual que todos sus hermanos, no es maniobrable. Son barcos que desprecian el mar. Constituyen uno de los peores actos retrógrados de la historia humana. Termino rogándoles que me excusen por el apasionamiento de esta profesión de fe, señores...
—Disculpe, señor Posidonios —interrumpió un periodista alemán—. Por lo que dice, ¿sería posible y lógico deducir que usted está totalmente de acuerdo con los piratas que han secuestrado su navío?
—Pensé que había logrado hacerme entender —replicó sin vacilación el anciano armador—. Estoy de acuerdo con sus reivindicaciones. En cuanto al procedimiento utilizado, si algún día, como espero, los ahorcan, solicitaré el privelegio de ser el primero en empujar la trampilla.
—¿De acuerdo con sus reivindicaciones? ¿Incluyendo los cincuenta millones de dólares?
—Para contestar a eso, faltaría saber cómo piensan emplearlos.
—De todos modos, admita que usted mismo se contradice, pues sus declaraciones reflejan la convicción de que no cabía emplear otro procedimiento.
—Yo no he dicho que, una vez ahorcados, no fuese a rendir honor a sus cadáveres.