7

Bruce le cerró los ojos a Danilo antes de guardar con cuidado el material que le había permitido echarse su espectacular farol. Alie, silenciosa, recogió por su parte los elementos del botiquín farmacéutico; se disponía a subir cuando su compañero la retuvo:

—No, deja eso aquí. Tendremos que explicar a la policía que hemos intentado salvarle.

Ella obedeció tranquilamente y se encaminó, impasible hacia la cómoda donde habían dejado sus vasos de whisky medio llenos aún.

—Vuelvo en seguida —exclamó Bruce—. Voy a guardar el «juguete». No es necesario que la autoridad se entere de ciertas cosas.

—¡Bruce!

—¿Sí? —respondió sin volverse.

—Era mentira, ¿no? ¿Estabas faroleando? No es que lo dude; estoy segura. Pero, por una vez en tu vida contéstame en serio: ¿era farol?

El se volvió. En su rostro, y sobre todo en su mirada, ella descubrió en aquel momento una fría austeridad que no le conocía. Mirándola fijamente a los ojos, agregó:

—Le mentí. Fue un farol desde el principio hasta el fin.

Ella tomó un trago de whisky, y dejó el vaso con gesto de impotencia.

—He sido una idiota por preguntarlo. No logras convencerme.

—Puedo demostrarlo, Alie querida.

Ella le miró, intrigada.

—¡No tienes más que abrir la caja! ¡Es una taladradora japonesa!

Tuvo que hacer un rápido movimiento con la cabeza para esquivar el vaso de whisky, que fue a caer sobre la moqueta a sus espaldas, a dos metros de distancia. Reaccionó con una sonrisa:

—Déjate de payasadas y ve a sacar el Opel mientras me visto —le tendió la caja de la taladradora—: Y deja eso en el estante del garaje.

Empezó a subir los escalones de dos en dos, pero luego cambió de intención y bajó para registrar los bolsillos de los muertos. No se sorprendió al no encontrar nada." Incluso habían arrancado las etiquetas de la ropa.

En el garaje, Alie depositó la taladradora sobre el estante. Después de dudarlo un rato, abrió la caja: era una máquina suiza, del modelo anunciado por Bruce. Lanzó un suspiro y se puso al volante del coche. Bruce se le reunió corriendo, mientras enfilaba la segunda manga de una elegante americana de tergal color beige claro. Llevaba en la mano izquierda el cordón de cortina que le había servido para el simulacro de malos tratos a Alie. En el cinturón llevaba las pistoleras con los Colt Cobra.

—Supongo que ahora vamos a taladrarle un ojo al abogado ¿no? —preguntó Alie mientras iniciaba la marcha.

—Sería como usar una bomba para matar un ratón. Está en el «Garitón Élite», ¿verdad?

—Sí. ¿Entiendes algo de lo que está pasando, Bruce?

—Confieso que no, pero espero que pronto se arreglará eso.

Rodaban por la carretera comarcal que bordea el lago hasta Langnau; la carretera, flanqueada de árboles, estaba desierta. Eran las cuatro y media de la madrugada. Los haces de los faros iluminaron una gasolinera automática.

—Para —ordenó Bruce.

—Llevamos el depósito lleno.

—¡Para! Se podrá mear, ¿no?

Ella detuvo el Opel junto a los postes de gasolina automáticos. Los abrigaba una marquesina; al fondo, y un poco aparte, el pequeño e inmaculado edificio cuya distribución correspondiente a los respectivos sexos venía indicada por rótulos en cuatro idiomas. Por espíritu de contradicción, Bruce se metió por la puerta reservada a las señoras.

Poco después, Alie aceleraba siguiendo la orilla izquierda del Limmat. Después de enfilar la Bahnhofstrasse por la Rennweg, detuvo el Opel frenando hábilmente entre los dos discos de prohibición de estacionamiento que protegían la entrada del suntuoso hotel de Zurich. El portero de noche, evidentemente italiano, se estiró el vistoso chaleco a rayas.

—Herr Doktor Wackenroder —lanzó Bruce con la suficiencia de un hombre de negocios acudiendo a una cita a la una del mediodía. El portero farfulló en alemán macarrónico, teñido de puro acento piamontés:

Ma Herr Doktor é schlaffen!

Bruce continuó en italiano, después de arrojar un billete de cien francos sobre el mostrador.

—Dale diez monedas de cinco francos a mi mujer, y que se ponga al teléfono el doctor.

El portero se apresuró a cumplir y tendió a Alie un billete de cincuenta francos.

—¡Monedas, he dicho! —insistió Bruce. Sin entender nada, el hombre contó diez monedas de cinco francos y conectó desde su centralita con la habitación 312. Por lo visto no tenía ganas de actuar como intermediario, pues en seguida designó a Bruce una cabina. Este descolgó el auricular mientras encendía un cigarrillo con la mano libre.

Wackenroder contestó a la cuarta señal. Su voz sonaba fingidamente soñolienta.

—Sanborn —se anunció Bruce—. Buenos días, abogado. Levántese y reúnase conmigo en el vestíbulo a la mayor brevedad.

—¿Es una broma, Sanborn? —replicó el abogado con una indignación tan falsa como su despertar anterior—. ¿Usted no usa reloj?

—Electrónico y suizo, y el «vestíbulo» está plagado de relojes de cuco. Han pasado cosas muy graves. Vamos, dése prisa; cada minuto cuenta,

—¿Ha avisado a mi socio?

—Pasaremos a recoger a Clemens Roth, así como a Gessner. Deje de interrogarme. Le empero.

—Ya voy.

A los cinco minutos salió del ascensor, resplandeciente con su traje gris perla y su camisa blanca impecable con el contraste de una corbata de color vivo. Al pasar cogió una flor y se la puso en el ojal con gesto automático.

Bruce se hundió en el asiento trasero. Wackenroder ocupó asiento al lado de Alie, que volvía a conducir. La primera ocupación del abogado fue bajar el parasol de su lado y encender la lamparilla que daba luz al espejo de cortesía; a continuación se sacó del bolsillo una diminuta máquina de afeitar a pilas y empezó a paseársela sobre sus mejillas rosadas, ligeramente oscurecidas por una barba de varias horas. Al mismo tiempo preguntó, sin dejar de dedicar toda su atención a la higiene facial:

—¿Pues qué pasa, mi querido amigo?

Su voz sonaba menos meticulosa que de costumbre por los gestos que hacía para tensar la piel del rostro. Siguió hablando en el tono de un hombre que está tragándose una sopa demasiado caliente:

—¿Qué acontecimiento suscita su nerviosismo, y sobre todo la brutal interrupción de mi descanso?

—Alexandra Posidonios y Nallet han sido secuestrados hace menos de una hora.

El abogado detuvo un segundo la afeitadora.

—¿Secuestrados? ¿Están seguros de que no se trata de una fuga sentimental, o de un paseo por el parque? Las herederas de los millonarios poseen los mismos órganos que las demás mujeres, ¿saben? No me parece imposible que esa joven heredera haya sentido atracción o curiosidad hacia la virilidad bestial del amigo de usted.

—En efecto, ha sido un paseo por el parque, pero promovido por terceras personas, portadoras de armas de grueso calibre.

—¡Diantre! ¿Está bromeando, Sanborn?

Bruce pensó que, con aquel número de inocencia, el más humilde circo de provincias no habría querido al suizo ni para barrer las boñigas de la pista después de la actuación de la domadora de caballos. Concluido el afeitado, la máquina desapareció en la guantera. Sólo entonces se dio cuenta de la excesiva velocidad que llevaba el Opel, y del camino que seguía.

—Pero, ¿a dónde vamos? Creí que íbamos a recoger a los señores Roth y Gessner.

—Los veremos en casa, donde seguramente nos habrán precedido según mis instrucciones.

Recorrían el mismo camino de antes, pero en sentido contrario. Al llegar a Langnau giró en ángulo recto y enfiló con el Opel la comarcal que, incluso a pleno día, estaba siempre desierta.

—Otra vez tengo ganas de mear —anunció Bruce—. Para un minuto cuando pasemos por el poste de gasolina; debe faltar poco.

Wackenroder hizo una mueca de disgusto.

—Mire, mi querido amigo: no he intervenido, pese a la incomodidad que vengo padeciendo desde el principio, y que se debe a la velocidad que nos impone la señorita Seymour. En consecuencia, usted por su parte bien podría aplazar sus desahogos íntimos unos minutos.

—¡Ah, no! ¡Las emociones me dan muchos calambres en la vejiga!

Alie no intervino; al primer recodo apareció el poste y ella frenó con brusquedad.

Bruce bajó y abrió con tranquilidad la portezuela derecha.

—Ven a mear conmigo —le rogó al jurista con una sonrisa—. Me da miedo andar a oscuras.

—¡Vaya! Está desvariando, Sanborn. Le ruego que me dispense de esas vulgares demostraciones de familiaridad.

Con la rapidez de un rayo, Bruce agarró al abogado con la izquierda, aferrándole por el cuello de la camisa y el de la chaqueta a la altura de la nuca, y lo sacó del coche. Congestionado por la presión que le estrangulaba, Wackenroder cayó de rodillas en la hierba. Bruce soltó presa, permitiéndole recobrar la respiración.

—Mete el coche ahí detrás y apaga las luces —ordenó a Alie, quien hizo lo que decía sin tratar de comprender. O mejor dicho, sin ganas de entrar en detalles.

—¡Vamos! De pie, señor abogado —ordenó Bruce—. Me gustaría ayudarle, pero el olor a lavanda me pone enfermo.

Descompuesto, tembloroso, con las piernas vacilantes, el jurista suizo consiguió incorporarse mientras decía con voz insegura:

—Se halla usted en un error, sin duda. Se impone una explicación, Sanborn, pero hágame el favor de acabar con esas violencias y ese tono. Olvida usted que nos hallamos en el país más civilizado del mundo. ¡La brutalidad de las guerras coloniales le ha hecho perder toda noción de humanidad!

—¡Exacto! ¡De acuerdo en todos los puntos, y sobre todo en lo de la explicación! Sólo que, cada vez que hablamos, tiene la maldita costumbre de pasear de arriba abajo. Ya sé que son trucos que emplean los abogados para marear a sus interlocutores, pero a mí eso me pone nervioso, conque vas a sentarte debajo del poste... no, de ése no... del otro. Eso es.

—Prefiero estar de pie; queda entendido que no voy a moverme —farfulló Wackenroder.

Bruce puso cara de contrariedad y avanzó hacia él:

—¡Sentado, he dicho!

Sin darse cuenta casi, el abogado se fue dejando caer, la espalda contra el poste. Luego, espantado, paralizado de miedo, no opuso resistencia cuando Bruce le ató la muñeca derecha con el cordón de cortina, y luego la izquierda, después de rodear la base del poste.

Bruce se puso a su lado, pero se hizo atrás en seguida, con una mueca.

—¡Esa lavanda! —explicó—. Bueno, vamos. Cuéntamelo todo. Lo del secuestro: ¿quién? ¿cómo? ¿por qué?

Cosa curiosa, Wackenroder pareció ahora más seguro de sí mismo.

—Ignoro qué ideas se habrá metido usted en la cabeza; el dolor debe haberle trastornado. Es una trágica equivocación, Sanborn.

Alie se reunía con ellos; el abogado se dirigió a ella para suplicar:

—¡Dígaselo usted, señora Seymour! Su compañero ha perdido la razón. No obstante, estoy dispuesto a olvidar este incidente. Pero, por favor, déjese de melodramas.

A su vez, Alie encendió un cigarrillo antes de contestar:

—Ignoro las intenciones de Sanborn, señor abogado, pero le conozco bien. Hágame caso, responda a sus preguntas.

—Les he dado una oportunidad —continuó Wackenroder—. Voy a poner una demanda contra ustedes dos por secuestro, violencias, malos tratos e injurias. Tendrán diez años para arrepentirse de este comportamiento propio de salvajes.

Bruce le tendió la mano a Alie.

—¿Qué quieres?

—Cinco francos.

Ella comprendió, abrió su bolso y sacó una moneda.

—Dámelas todas —agregó Bruce, incorporándose. Wackenroder comprendió a su vez y lanzó un rugido.

—¡No! ¡Está loco! ¡Loco de atar! ¡Quiere rociarme de gasolina! ¡Apague ese cigarrillo! ¡Apagúelo!

—¿Quién dijo gasolina? Este surtidor es de gasoil. Muy malo para quemar, incluso estando refinado.

Metió cinco francos en la ranura y empuñó la boquilla tipo pistola, con la cual se encendieron las luces del contador y se puso en marcha el motor eléctrico. Luego, y aputando primero a los pies y piernas del abogado, apretó la llave manual de la pistola. El líquido viscoso empezó a derramarse sobre el pantalón gris perla. Bruce se acercó, introdujo el extremo de la boquilla por debajo del cinturón, en contacto con la piel, y accionó esta vez toda la presión. El gasóleo se esparció por la hierba después de recorrer las perneras del pantalón y empapar las partes genitales, los muslos y las piernas del abogado. Este empezó a vomitar, venciendo la cabeza a un lado con ridículo movimiento. Bruce atacó al pecho, después de romper todos los botones de la camisa con un brusco tirón; luego continuó la operación por entre las mangas.

Wackenroder gemía. Anonadado, no le quedaban fuerzas ni para gritar.

—¿Importe gastado? —preguntó Bruce sin detenerse.

—Cuatro francos con ochenta y cinco —respondió Alie.

Agotó el equivalente de los últimos quince céntimos sobre la chaqueta, y devolvió la boquilla a su alojamiento. Concedió al hombre dos minutos de descanso antes de mostrarle las nueve monedas restantes en la palma de su mano.

—Óyeme bien. El resto te lo voy a meter por los morros. A ráfagas, para que puedas respirar, vomitar y escupir. O hablas ahora mismo, o seguimos haciendo ricos a los jeques de Kuwait.

—Pero... —consiguió balbucir el abogado.

—¡Mierda! ¡Adelante, Alie, otros cinco francos perdidos! —fanfarroneó Bruce alargándole una moneda.

—Hágame caso, Wackenroder —intervino Alie—. Comprendía que está en sus cabales; posee la convicción de que usted es cómplice, y no le dejará escapar vivo para que vaya a contar cualquier cosa a las autoridades, quienes le creerían antes a usted que a él. Así que, ¡hable, maldita sea!

El abogado bajó la cabeza y se puso a llorar como un niño cogido en falta.

—Ellos me obligaron... —sollozó—. Me obligaron...

—¡Menos cuento! ¡Hace años que estás en combinación con ellos! —aulló Bruce.

—Es verdad —confesó Wackenroder—, pero no me obligaban a intervenir sino en el terreno profesional... Esta vez...

Lo sabía todo, y lo confesó todo, los nombres, el plan del gobierno italiano, la idea del anciano mafioso neoyorquino. Nallet y Alexandra Posidonios estaban en Sicilia, no se sabía dónde, pero prisioneros y en lugar seguro, sin duda. Fueron transportados en una avioneta particular. Aquella misma mañana, el viejo Posidonios iba a recibir un aviso telefónico notificándole que, si soltaba un solo céntimo, podía despedirse de volver a ver a su nieta; de todos modos, tenían a Nallet, cuya firma era la única válida para retirar el dinero del rescate. El les había facilitado las informaciones por miedo, pues eran hombres terribles, decididos, despiadados, que no habrían vacilado en matarle. Hablaba de carrerilla, y siguió confesando: desde hacía años, el consorcio Roth, Wackenroder y Gessner recibía pagos en acciones y terrenos de Calabria, Italia meridional, Sicilia. El consorcio italiano le había tentado haciéndole ver el alza fabulosa que experimentarían aquellos activos si triunfaba el plan mafioso. Juró que ni su socio ni el banquero sabían nada. Los negocios de Sicilia habían sido cosa suya, y sólo se repartían entre los tres en función de los acuerdos anteriores. Siguió hablando; quería confesarlo todo, sin omitir ni el detalle más insignificante. Bruce le desató; empezaba a clarear.

—Hay dos mantas en el portaequipajes. Tráelas —se dirigió a Alie—. Y tú, ponte en cueros y procura no vomitar dentro del coche. Vamos a casa, donde podrás lavarte un poco. Alie te traerá del hotel otro de tus trajes. No creo que hayas mentido, ¡y no sabes la suerte que tienes! Lo que acaba de ocurrir debe quedar entre nosotros tres, y por eso es necesario que sigas viviendo como de costumbre. Tú ya no puedes molestar. Si tus amigos italianos se enterasen de que les has traicionado, te cortarían en rodajas. En cuanto a tus socios, se alejarían de ti como de un montón de mierda, ¡puedes estar seguro! Así que, cuando te hayamos desengrasado, empezamos otra vez partiendo de cero, ¿estamos?

—Es evidente —admitió el jurista—. Lo comprendo perfectamente.

Era ya de día cuando regresaron a la sala.

—¡Cristo! —exclamó Wackenroder a punto de desmayarse, cuando vio los tres cadáveres.

Estaba ridículo envuelto en su manta, con los pies metidos en unas botas de goma demasiado grandes, que Sanborn le había obligado a ponerse para no manchar la moqueta.

—Vete a Zurich —le dijo a Alie—. Mientras tanto, él telefoneará al hotel para avisar que te abran su habitación. Voy a tratar de limpiarlo.

—Que te diviertas.

Hicieron falta dos bidones de gasolina, tres cartones gigantes de detergente y una pastilla de jabón de sosa para devolver al abogado una relativa limpieza. De todos modos, le quedaron en distintos lugares de la piel unas ulceraciones que tardarían semanas en desaparecer. Pero con su rostro intacto, y después de bañarse las manos y las uñas en disolvente, presentaba un aspecto normal una vez vestido.

Eran las nueve de la mañana cuando decidían avisar a Roth y Gessner, así como a la policía. Sonó el teléfono y se oyó la voz alterada y tensa de Nikos Posidonios, que hablaba desde Saint-Jean-Cap-Ferrat. Bruce no tuvo más remedio que confirmar el secuestro, pero agregó en seguida:

—No se dejé intimidar; su nieta no corre ningún peligro. Confíe en mí y no me pida más explicaciones por teléfono. Esperamos a la policía suiza, con quien pienso que podré arreglármelas, y luego saldremos hacia Niza. ¿Puede usted avisar al capitán Winckel? Su presencia es indispensable.

—Está aquí a mi lado —explicó Posidonios.

—¡Perfecto! ¡Que se quede! No recuerdo ahora cuándo sale el próximo vuelo Zurich-Niza, pero podremos transbordar en Ginebra.

—No. Alquile un birreactor. Yo me ocuparé de ello; estará esperándoles.

—Perfecto, gracias.

Las autoridades llegaron menos de media hora después de la llamada de Bruce: dos automóviles de la policía, una furgoneta laboratorio y, a unos cien metros detrás, el Rolls de Gessner.

El comisario jefe Antón Klebe, a quien no conocían aún, se adelantó y se presentó, siendo imitado por el oficial de policía Funcker, muy puesto en su personaje estilo Tercer Reich. El comisario era de todo punto vulgar, con sus gafas de miope y su rostro inexpresivo. Bruce lo clasificó como el prototipo del funcionario íntegro y eficaz. No debía dedicar a la compra de ropa más de un cuarto de hora cada dos años. Sin tocar nada, examinó de una ojeada toda la habitación, así como los tres cadáveres, dejando a sus subordinados las tareas rutinarias: fotografías, toma de huellas, etc. Sentándose, declaró con indiferencia:

—Dicen ustedes que el secuestro se perpetró hacia las cuatro de la mañana. Eran las nueve y media cuando nos avisaron.

—Exacto —replicó Bruce—. Iba a hacerlo tan pronto como conseguí arreglar el cable del teléfono, pero entonces se recibió una llamada anterior a la mía. Una voz anónima, después de citar el santo y seña de la organización pirata, me ordenó que avisara únicamente al abogado Wackenroder y que esperase a las nueve treinta antes de dar carácter oficial al drama. Dijo también que recibiría previamente una llamada del señor Posidonios. La señorita Seymour y yo debíamos reunimos con éste a la mayor brevedad, tan pronto como hubiéramos firmado nuestras declaraciones sobre los sucesos de anoche.

—Desde luego, eso nos impide prolongar nuestra entrevista. Sé que les espera en Kloten un Mistére 20. ¿Tiene usted alguna opinión sobre este ataque? ¿Ha incumplido alguna de las órdenes transmitidas por los terroristas?

—Déjeme continuar —le interrumpió Bruce—. Mi interlocutor explicó que esta acción no procedía de ellos, que era totalmente imprevista y dirigida contra ellos. Insistió mucho en ese punto.

—¿Ha tomado esta declaración del señor Sanborn, Funcker? —gruñó el comisario—. Haga pasar a máquina en seguida esa «novela». Que la firme, y que la señorita Seymour y el abogado Wackenroder firmen también como testigos; luego pueden retirarse.

—¿No me cree usted? —preguntó Bruce.

—¿Me toma por imbécil?

Bruce hizo un gesto de perplejidad; luego fingió tomar una decisión.

—Si yo le diera una «pista»... —dudó—. Supongamos que tengo dos pistas y no puedo confiarle más que una, que sólo serviría para confirmar mi declaración, ¿me promete no empeñarse en obligarme a revelar la segunda?

—¡Estoy atado de pies y manos desde el comienzo de esta operación, Sanborn! ¿Quiere hablarme a solas?

—No es necesario; confío en usted bajo mi responsabilidad. Desde el comienzo, Nallet y yo poseemos seis números de teléfono correspondientes a seis ciudades diferentes, dos de ellas en Suiza y cuatro en el extranjero. Uno u otro de esos teléfonos debe contestar a cualquier hora del día o de la noche, ¿comprende? Si necesitábamos transmitir a la organización un comunicado imprevisto, debíamos ensayar esos números por orden hasta que uno de ellos contestase, y entonces solicitar una llamada en sentido contrario. Había que decir simplemente: «Comuniquen con Zurich», ni una sola palabra más. Eso fue lo que hice. A los once minutos llamaban ellos. Yo fui, por consiguiente, quien les comunicó los acontecimientos de anoche. La otra pista a que me refería, naturalmente, son los números mismos. No insista a ese respecto, por favor; desde la desaparición de Nallet soy la única persona que los conoce.

—Estaba seguro de que mentía. Ahora subsisten algunas dudas pero, como usted dijo, su relato es consistente. O está muy seguro de lo que hace, o dice la verdad. De acuerdo, no le pediré que revele esos misteriosos números. Pero, por otra parte, la credibilidad que ahora puedo conceder a su relato me deja en presencia de un secuestro y de tres cadáveres que, según acaba de declarar usted mismo, son ajenos a la organización. Por tanto, no entran en el veto internacional que se me ha impuesto.

—Exacto, siempre que no trate usted de interferir las órdenes de reunirme con Posidonios que he recibido.

—¿Pueden esperar media hora?

—Desde luego; la recuperaremos durante el vuelo especial.

—Bien. Ante todo, sepa que voy a jugar limpio. Admito la tesis de legítima defensa, pues todos los indicios parecen confirmarla. De otro lado, usted declaró que tanto los muertos como el hombre que logró escapar hablaban italiano.

—Así es.

—Usted y la señorita Seymour son excelentes lingüistas. ¿Podrían precisar a qué región de Italia correspondía el acento de sus agresores?

Bruce sonrió.

—No lo juraría, pero me pareció que eran meridionales.

—Evidente, evidente; sus morfologías podrían corroborar esa tesis.

Bruce comprendió que había subestimado la inteligencia del policía, y se puso en guardia. Klebe era mucho más peligroso de lo que aparentaba. Los aires de despiste que superficialmente se daba, unidos a su aspecto físico, bonachón, sin duda habrían hecho picar a más de uno. Lanzó una furtiva ojeada a Alie, que le tranquilizó. Ella también había adivinado el cerebro calculador y meticuloso que ocultaban los rasgos vulgares y bondadosos del jefe de la policía suiza.

Klebe continuó, con la timidez de quien no se siente muy seguro de su memoria:

—Dijo usted, si mal no recuerdo, que el tercer hombre al que intentó salvar, no había hablado antes de morir.

—En efecto.

—¿Y usted le administró morfina y aceite alcanforado?

—Así es.

—En fin... creo que era lo único que podía hacerse... yo mismo lo habría hecho igual, en todo caso... ¿Podría detallarme en qué orden le puso las distintas inyecciones?

Bruce temió un error de Alie, a quien iba dirigida la pregunta de Klebe, y decidió forzar la situación.

—De acuerdo, señor comisario. Intentamos hacerle hablar, y nos consta que la autopsia lo confirmará. No reveló nada sustancial, pero creo lo mismo que usted: esos tipos deben representar un residuo de la mafia.

—Cree usted bien; a uno de ellos lo teníamos fichado. Poseo una gran memoria visual. En cambio, se me escapa su nombre. ¡No importa! Ya lo encontraremos. Bien, firmen su declaración y vayan al aeropuerto. No me gustaría que se me hiciera responsable de un retraso.

El Mystére 20 rodó sobre la pista de Niza antes del mediodía. Durante el vuelo, Bruce y Alie no habían cambiado prácticamente ni una sola palabra. Alie sabía que Bruce meditaba un plan de defensa; ya le haría alguna pregunta si la necesitaba.

El DS de Posidonios estaba esperándoles, pero les costó una hora atravesar Niza y llegar a Saint-Jean-Cap-Ferrat. Johan Vinckel y Posidonios salieron a su encuentro en la sala y les condujeron hasta un enorme despacho que formaba parte de una pieza de dimensiones catedralicias, con vista a la terraza, a las piscinas y al mar. El despacho estaba decorado exclusivamente con piezas navales. La pesadumbre del anciano era conmovedora, por lo que Bruce decidió expresarse sin rodeos.

—Señor Posidonios, esta mañana he establecido contacto con la organización; por otra parte, sé todo lo necesario acerca de ese rapto absurdo. La explicación necesitaría una hora, y cada minuto cuenta; la señorita Seymour, Vinckel y yo hemos de subir a bordo del petrolero a la mayor brevedad. Le doy mi palabra de que su nieta no corre ningún peligro, y se reunirá con usted sana y salva dentro de pocos días. Creo que el petrolero va a cambiar de emplazamiento; estoy casi seguro de poder convencer a los piratas. Si Vinckel consiente en correr el riesgo partimos en seguida. Únicamente he de pedirle que avise al almirante Landais para que no intente perseguir ni vigilar las evoluciones del «Vacamarat», ni sobrevolar el navío, ni mucho menos informar a la Prensa.

El anciano armador estaba demasiado afectado para oponer ninguna resistencia. Se limitó a apuntar un gesto impotente.

—¿Puede disponer que nos lleven a Cavalaire? —preguntó Bruce.

—¿Correrá usted el peligro de acompañarles, Vinckel? —interrogó a su vez Posidonios.

—Ni que decir tiene, señor.

—Usen la lancha de Alexandra. Georg les acompañará hasta el embarcadero. La velocidad de crucero es de treinta y cinco nudos. Estarán a bordo de su petrolero en una hora y media. Daré aviso a Landais para que no les intercepten.

—Una última observación, señor Posidonios. No pague ni un céntimo; es esencial —observó Bruce.

El mar estaba tranquilo y la diminuta lancha avanzaba como una flecha. Vinckel llevaba el timón, en pie frente al doble asiento de babor, donde se habían acomodado Bruce y Alie. Por intuición, Vinckel mantenía el rumbo correcto al sudoeste, entre 225 y 230. Tal derrota le conducía hacia alta mar alejándose del cabo de Antibes, así como de las islas de Lérins y del faro de las Moines. Bruce se le acercó, poniéndose al abrigo del parabrisas para encender un cigarrillo. La expresión de Vinckel seguía crispada y hostil. Aquél tuvo que gritar para hacerse oír:

—¡No nos ponga mala cara, Vinckel, que al fin y al cabo fue idea suya!

—Cualquiera que sea el origen del imprevisto, debe ser cosa de dinero, y por consiguiente no tiene nada que ver con mi idea.

—No ha entendido usted nada; ya se lo explicaré a bordo. Dígame sólo si el petrolero puede navegar sin tripulación; quiero decir, con nuestra ayuda nada más.

—¡Evidentemente! Puedo hacerlo yo solo; ése era uno de los aspectos de la cuestión.

—¿Cuánto tiempo para aparejar?

—Tres horas para caldear las turbinas con total seguridad, o menos si fuese preciso.

—¿Autonomía?

—Le quedarán unas mil doscientas millas.

—Es el quíntuplo de lo que necesitamos. ¡Nada se ha perdido aún!

La gigantesca masa del «William Vacamarat» se hizo visible al mismo tiempo que la punta este de Levant. Vinckel rectificó su rumbo en un grado. Del costado de estribor del monstruo aún colgaba la escala. Provisionalmente, Vinckel amarró de ella la lancha y luego halló en la minúscula cabina delantera lo que buscaba: un cabo de nylon, de unos cincuenta metros, que empalmó con la cadena del ancla. Era imposible que la pequeña nave de recreo se soltara. A continuación, los tres subieron por la escala y se dirigieron al inmenso puente de mando.

Vinckel se puso frente al gran cuadro de controles y abrió los cuadros eléctricos que contenían los mandos de puesta en marcha de las máquinas, limpieza de calderas, controles de humos y de potencia, alineación del árbol. Luego consultó los registros de presiones y temperaturas, y el control de las vibraciones. Conectó los seis receptores de televisión que transmitían la imagen de las salas de máquinas.

—¿Puede volver.a bloquear las válvulas de evacuación de la carga? —preguntó Bruce.

—Con mucho gusto —replicó Vinckel, apretando el botón que accionaba el mecanismo electrónico.

—Ahora —empezó Bruce—, voy a explicárselo todo.

No ocultó al capitán nada de lo que había averiguado, salvo algunos detalles relativos a sus medios. Luego le expuso su plan, el cual fue aprobado por Vinckel sin reservas.

Hacia el crepúsculo, las trescientas toneladas de cadenas quedaban enrolladas en los cabrestantes. Las dos fenomenales anclas se encajaban en los escobenes. Las palas de la hélice, cuyo diámetro equivalía a la altura de un edificio de cuatro pisos, empezaron a girar aceleradamente. Veinte minutos más tarde, mientras el descomunal petrolero se alejaba con todas las luces apagadas, una ola de dos metros fue a romper contra la costa sur de la isla de Levant.