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El «William Vacamarat» paró máquinas a treinta millas al noroeste de la isla de Levanzo, y a treinta y cuatro millas de Trapani, puerto occidental de Sicilia.
Vinckel había navegado durante treinta y cuatro horas después de levar anclas del barco de Magaud, siempre en alta mar al oeste de Córcega y Cerdeña, lejos de todo tráfico de línea puesto que el correo Marsella-Túnez no era más que semanal, incluso en plena temporada turística.
Eran las seis y media de la mañana. Toda la travesía se había efectuado con mar llana. El petrolero gigante seguía avanzando sin propulsión; su masa tardaría una media hora en inmovilizarse. La atmósfera aún no se había aclarado del todo; Alie y Bruce intentaban divisar las costas de Sicilia pero hubieron de contentarse con imaginarlas, ocultas como estaban por una densa niebla en el horizonte.
Había llegado el gran momento para los tres cómplices. Johan Vinckel se puso a los mandos de la radio y llamó varias veces a la estación costera de Trapani, poniendo a la potencia máxima su emisor de onda corta. Como Sanborn hablaba el italiano con más fluidez, le explicó los principios básicos de la comunicación radiofónica. Bruce permanecía en pie a su lado, dispuesto a intervenir cuando se hubiera logrado el contacto. Cuando Trapani anunció escucha y recepción perfecta, Vinckel reclamó una comunicación urgente con el Gobierno de Roma. El operador de Trapani iba a solicitar de su comunicante una longitud de onda para que esperase la llamada de Roma, cuando notó que la matrícula que acababa de apuntar automáticamente era la del terrorífico petrolero pirata. Menos de un minuto más tarde, se hallaban a la escucha todas las estaciones costeras de la Marina italiana. Vinckel amplificó la potencia de difusión y cedió el micrófono a Sanborn. Habían preparado un texto que fue leído lentamente por Bruce; empezaba transmitiendo la nueva posición del petrolero, antes de explicar:
«La organización facciosa internacional, cuyos rehenes somos ahora el capitán Vinckel, la señorita Seymour y yo mismo, Bruce Sanborn, ha sido advertida por sus contactos exteriores, hace cuarenta y ocho horas, de dos hechos que obligan a replantear las negociaciones iniciadas entre aquélla y los más importantes consorcios mundiales del transporte petrolero, negociaciones que se hallaban en vísperas de una conclusión satisfactoria. Los hechos aludidos son: primero, el pedido secreto que el Gobierno italiano ha pasado a varias industrias americanas fabricantes de barreras anticontaminación, y destinado a sustraer la mayor parte de las costas de Italia meridional y de Sicilia a la amenaza que pende sobre el Mediterráneo. Dice la organización: este comportamiento infantil, que nos ha sido notificado inmediatamente, no sirve sino para aumentar nuestro desprecio hacia los responsables gubernamentales; la potencia en cuestión ha dado en este caso una prueba palmaria de su falta de comprensión ante el golpe de mano por nosotros promovido. Se me ordena que explique lo siguiente: el comando que se ha adueñado del "William Vacamarat" está formado, evidentemente, por hombres de confianza dispuestos a obedecer hasta el extremo. Ahora bien, este grupo minúsculo destinado a ejecutar, en su caso, la amenaza, está respaldado por todo un ejército que se ha comprometido a luchar por la supervivencia del mundo; son hombres lúcidos a quienes otros hombres lúcidos han decidido a actuar. Hombres para quienes el Mediterráneo, pese a la belleza de sus costas, representa sólo una parte de los océanos mundiales y de su fauna, amenazados de destrucción lenta e inexorable por obra de unos inconscientes. Lo cual, entre otros efectos a más breve plazo, privará de oxígeno y de proteínas a todos los habitantes del planeta. Frente a tal peligro, la conservación de algunos centenares de kilómetros para el turismo y la navegación de recreo se estima tan insignificante, que la organización ha preferido despreciar la aludida reacción infantil.
»En cambio, es mucho más grave el segundo hecho, cuyos instigadores no van a ser denunciados ahora, por más que hayan sido plenamente identificados. Hace tres días fueron secuestrados Stéphane Nallet y la nieta de Nikos Posidonios, que había acudido a Suiza para ultimar algunos detalles de las negociaciones. Ambos se hallan actualmente retenidos en Sicilia, con el evidente propósito de impedir los tratos y obligar a la ejecución de la amenaza por parte del comando. Ello, en caso de que la carga del "William Vacamarat" hubiera sido vertida en el emplazamiento inicialmente previsto, habría decuplicado, o incluso centuplicado, el valor de los terrenos y explotaciones del Mediterráneo protegidos por las barreras anticontaminación. Un cálculo de granujas poderosos, pero de cortos alcances, que hoy se vuelve inexorablemente contra ellos mismos como resultado de nuestro nuevo ultimátum detallado a continuación:
»El "Vacamarat" va a navegar lentamente alrededor de Sicilia, y permanecerá en escucha permanente sobre la frecuencia de socorro. Si la señorita Posidonios y el señor Nallet no han subido a bordo dentro del plazo de cincuenta horas, a contar desde ahora mismo, el comando accionará la apertura de válvulas y el vaciado de la carga. No importan los medios que se utilicen para rescatar a los rehenes. Se exige la difusión inmediata del presente mensaje, en versión íntegra, a través de todas las cadenas radiofónicas italianas; se supone que ello bastará para producir la liberación. Fin del comunicado. Aquí Bruce Sanborn, leyendo bajo amenaza física un mensaje de la Organización para la salvaguardia de los océanos...»
En la via Filangeri de Roma, en la oficina del chaflán cuyas grandes ventanas miraban al Tíber, el capitán de navío Finalteri, consejero secretario del ministro de Marina, estaba leyendo por tercera vez el comunicado. El ministro había salido de vacaciones; realizaba un crucero por el océano Índico a bordo de un yate de tres palos. Toda la responsabilidad pesaba ahora sobre los hombros del marino, mientras éste se preguntaba qué podría significar aquella alusión a los instigadores del secuestro. El timbre del teléfono le sacó, por el momento, de sus dolorosas reflexiones.
—«Veinte de septiembre» al aparato, capitán —le anunció la secretaria.
Claro, claro, ¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¡El ministerio de Defensa! Ellos eran quienes debían encararse con aquel maldito embrollo. ¡Ellos y el Primer Ministro! A fin de cuentas, la Marina no había servido sino de intermediaria en el asunto del pedido de redes anticontaminación.
—El señor ministro espera hablarle, capitán —insistió la secretaria.
Despertó de sus cavilaciones.
—¿Eh?... Sí, desde luego, páseme la comunicación... Finalteri al aparato. Mis respetos, señor ministro —declaró con voz lisonjera, inclinándose por la fuerza de la costumbre. Pareció que el auricular le iba a estallar en la mano, por la potencia de voz y la rápida pronunciación de su interlocutor.
—¡He pedido hablar con el ministro! ¡Una comunicación con el ministro! Tienen ustedes la radio, ¡maldito sea! Hasta es posible que tengan especialistas capaces de usarla... Ya estoy enterado de que ha salido de crucero; yo mismo empiezo mis vacaciones mañana, y en mi residencia de Taormina, en Sicilia, a donde me ha precedido mi familia... al paso que van las cosas, nos bañaremos en nafta... ¡Vamos! ¿Qué pasa con esa comunicación?
El infeliz oficial estaba bañado en sudor. En aquellos instantes maldecía la recomendación con que su cuñado arzobispo de la Curia romana, le ascendió a la poltrona de funcionario ministerial. Y ello tanto más, por cuanto, como todo el mundo sabía, el ministro de Defensa era un anticlerical furibundo, pese a su filiación oficial cristiano-demócrata.
Con un esfuerzo sobrehumano, pudo balbucir:
—No se puede comunicar con el velero del ministro fuera de las horas de escucha, señor ministro, y aun así sería preciso enlazar a través del África oriental y de Madagascar.
—¿Me está tomando el pelo?
—¡Señor ministro! —se indignó Finalteri.
—Si los tunecinos decidiesen atacar la península italiana, ¿no se podría avisar al ministro de Marina?
Aquél era, precisamente, el género de sarcasmos que desarmaban a Finalteri. Era impermeable a cualquier clase de humor. Explicó laboriosamente:
—Confieso que no hemos estudiado esa posibilidad, señor ministro. —Con la muerte en el alma, y al borde mismo del tartamudeo, se vio obligado a agregar—: Yo desempeño la suplencia, y me corresponde a mí el tomar las decisiones que sean necesarias.
El ministro de Defensa se quedó perplejo ante la monumental estupidez del marino. Continuó en tono paternal, lo que permitió a su interlocutor acercar el auricular al oído sin peligro de romperse el tímpano:
—Admito, Finalteri, que es poco probable un ataque tunecino por vía marítima. Pero si eso ocurriera, y usted fuese responsable de la seguridad de nuestras costas, me temo que antes de una semana la religión islámica podría inaugurar la más suntuosa de sus mezquitas en la plaza de San Pedro. Y lo que es ahora, ¡muévase! He citado para las nueve a todas las autoridades competentes, y la Marina debe estar representada. El Primer Ministro se halla en Milán, pero él sí que estará en comunicación con nosotros sin que sea preciso enlazar a través de Pekín. Supongo que conoce usted las señas del ministerio de Defensa, ¿no?
—¡Naturalmente, señor ministro! Y de todas formas, dispongo de un chófer —terminó neciamente Finalteri. Después de colgar, se preguntó si la última frase de su interlocutor no habría sido otra de sus bromas pesadas.
Una veintena de notables, formando pequeños grupos, gesticulaban en la sala de conferencias del ministerio. Finalteri saludó con humildad a varios de sus colegas, quienes le correspondieron distraídamente, sin cortar el hilo de sus conversaciones. Su reputación de cretino estaba sólidamente establecida en los medios políticos romanos. Nadie ignoraba que el mareo crónico que padecía tan pronto como pisaba la cubierta de un barco había sido uno de los argumentos aducidos a su favor por la Curia pontificia cuando le recomendaron para el cargo.
Al entrar el ministro de Defensa se hizo el silencio. El responsable del Territorio era el prototipo del político astuto y enérgico. A pesar de su baja estatura y su aspecto frágil, era célebre y temido por la violencia de sus interrupciones, el coraje de sus decisiones y la prontitud con que asumía las eventuales consecuencias.
—Tomen asiento —declaró al tiempo que daba el ejemplo antes que nadie. Con un gesto familiar, se alzó las gafas de concha hasta la frente, dejándolas cabalgar sobre su espeso mechón de cabellos canosos. Con una rápida mirada en círculo pasó revista a sus colaboradores: cuatro generales de Infantería, dos coroneles de regimientos aerotransportados; el capitán de fragata que mandaba la infantería de Marina, y finalmente los representantes de la Policía y de los Servicios especiales.
El ministro atacó:
—Señores, les supongo al tanto del mensaje transmitido esta mañana a las siete por el «William Vacamarat». Aunque no fuese sino por la orden, dada por mí a todas las emisoras de Italia, Cerdeña y Sicilia, de retransmitirlo durante los boletines de noticias de las siete treinta, las ocho, las ocho treinta y las nueve. Para no perder tiempo en discusiones estériles acerca del pedido y entrega del material anticontaminación, declaro ahora, para que conste a quienes aún no estuviesen enterados, que tal proyecto fue autorizado por mí personalmente en todos sus puntos. Afirmo además que no lo lamento, y que estoy seguro de haber actuado con arreglo a lo que era mi deber.
—Me permito hacerle observar, señor ministro —le interrumpió uno de los generales— que dada la posición actual del petrolero, en caso de tragedia nos sería imposible negarnos a instalar el dispositivo, de cara a nuestras relaciones internacionales. Lo que tendría como consecuencia la salvación de Córcega y de las costas francesas y españolas, al tiempo que arruinaría el noventa por cien de la industria turística de nuestras costas.
—¡Exacto, general Gadda! Y esté seguro de que, en caso de tragedia como usted dice, mi primera reacción sería ordenar la instalación del dispositivo a pesar de todo. Cuando impuse al Estado la pesadísima carga del pedido, no me proponía salvar mi residencia secundaria; lo que ese procedimiento asegura es la extracción de casi toda la porquería que, eventualmente, pueda ser vertida en el agua. Y, por tanto, la salvación del Mediterráneo, o en todo caso una oportunidad de salvarlo, Esta consideración es válida con independencia de si la operación se realiza al norte o al sur de la barrera.
—¡Operación ineficaz en lo que concierne a la contaminación de las costas!
—Usted no entiende que, aparte del peligro de catástrofe económica, que no podemos conjurar, la supervivencia del Mediterráneo es lo primero que importa; bien lo señalan los piratas en su comunicado.
Golpeó la mesa con gesto de exasperación.
—El debate no debe descender a ese terreno. Les he reunido para buscar un medio de acción. Vivimos en la era de los secuestros. Hasta el presente, la mayoría de los gobiernos han cedido a las presiones por motivos humanitarios. Hoy es preciso ceder por razones de supervivencia. ¡No se nos da otra opción! Por tanto, hay que aceptar sin restricciones la información que nos proporciona el mensaje de las facciosos. Que, dicho sea de paso, parecen disponer de una red de informadores envidiable... y puede usted ahorrarse muecas, doctor Verrochio. ¡Esto ha sido una alusión deliberada!
El jefe de los Servicios especiales replicó:
—Señor ministro, ese comunicado no es el catecismo. Me permito recordarle que ningún hecho concreto lo ha confirmado.
—Lo admito, como admito mi debilidad por la lógica. De otro lado, confieso que, según yo, el secuestro de la nieta del armador y de ese francés ha sido perpetrado por una organización que, según usted, está desarticulada y destruida desde hace años. ¡Al menos, si hemos de prestar crédito a las toneladas de informes y expedientes que recibo de sus servicios acerca de lo que, en otros tiempos felizmente superados, se llamaba la mafia!
—Señor ministro, le ruego que dejemos ese tema a los novelistas. Sabemos de cierto que la mafia hoy no existe sino en la leyenda. He comprendido la alusión al respecto contenida en el mensaje de los piratas; eso fue precisamente lo que me hizo dudar de la credibilidad de sus informaciones.
—No perdamos la calma, Verrochio, y examinemos la situación con arreglo a los hechos manifiestos. Estamos en presencia de dos organizaciones enemigas. Organización A: lo bastante poderosa y bien informada como para lanzar un ataque contra un petrolero gigante; extorsión fabulosa que iba a dar fruto, a no ser por la intervención de la organización B... Organización B: lo bastante poderosa y bien informada como para descubrir las transacciones del Gobierno italiano y llevar a cabo un secuestro impensable sin una red eficaz de complicidades. Organización A: capaz de reaccionar en pocas horas, asimismo en base a las informaciones recibidas. ¡Forzoso es deducir que se trata de potencias considerables! A la organización B no la designe por el nombre de mafia si no le gusta; mas no olvide que el propósito de su intervención fue, precisamente, convertir en importantes fuentes de riqueza el Mediodía del país y Sicilia que son, en efecto, los feudos de la ya fenecida mafia. ¡O mejor dicho, lo eran antes de que usted asumiese sus funciones!
El alto funcionario de los Servicios especiales se disponía a replicar, cuando entró un ujier para decir unas palabras al oído del ministro. Este se puso en pie y rogó a sus oyentes que le disculpasen un momento.
Tan pronto como salió de la sala, se desencadenó el alboroto. En la ruidosa discusión surgieron tres tendencias. Unos afirmaban que la mafia jamás había dejado de existir. Otros opinaban que había permanecido en estado de letargo, esperando precisamente una oportunidad como la que ahora se presentaba. Por último, el grupo menos numeroso era el que se adhería al criterio del jefe de los Servicios especiales.
El ministro entró a la carrera y se hizo un silencio instantáneo. Después de tomar asiento, continuó muy serio:
—Señores, acabo de recibir una llamada telefónica de la jefatura de carabineros de Palermo. Hace apenas veinte minutos, un muchacho entregó un paquete al oficial de servicio. Dicho paquete contenía, entre otras cosas, una carta anónima y torpemente mecanografiada. Voy a leerles su texto.
Dejó caer sus gafas sobre la nariz y se puso a leer un papel escrito de su puño y letra, explicando:
—Está redactada en estilo telegráfico: «Hemos oído comunicado radio siete treinta horas. Somos instigadores secuestro Nallet-Posidonios. Hemos decidido inmediata liberación rehenes. Con este fin acudimos lugar detención. Rehenes escaparon sanos y salvos anoche. Deben hallarse huida a pie dentro de radio máximo quince kilómetros Monte Donna Giacoma. Juramos verdad por la Virgen y por l'Omertá.» Viene firmada así: «La-pecura-va-nfacci-a-luliuni»8.
Un ruidoso aplauso interrumpió la lectura del ministro: el doctor Verrochio aplaudía con las manos a la altura del rostro; luego unió las palmas y las agitó, alzando los ojos al cielo.
—¡Pero si esto ha salido de una novela barata, señor ministro! ¡L'Omertá, la Virgen, y ese refrán mafioso del siglo diecinueve! ¡Es una travesura de chiquillo! En cuanto al jefe de carabineros que ha tenido la osadía de molestarle en unas circunstancias tan graves para transmitirle esa farsa indigna de una revista infantil, espero que se le busque una plaza de subalterno en el penal de la isla de Gorgona.
La asamblea rompió en una carcajada, con gran contento del jefe de los Servicios especiales, que sonreía muy satisfecho de sí mismo, en una actitud de falsa modestia, pero visiblemente orgulloso de su ágil ocurrencia.
El ministro no dejó traslucir ninguna reacción. Se quitó las gafas y empezó a limpiarlas con gran cuidado, empleando una pequeña gamuza, antes de volver a encasquetárselas en la frente. Verrochio se puso nervioso; conocía a su jefe, y temía aquella actitud pasiva por encima de todas las cosas. Recobró la seriedad; la expresión preocupada de su rostro se comunicó a toda la reunión.
El ministro continuó tranquilo, hablando en voz tan baja que impuso un silencio monástico:
—Una sola palabra más, doctor Verrochio, sólo una, y le relevo de su cargo. El capitán Giacobbini, de Palermo, que acaba de suscitar la hilaridad general, fue avisado del mensaje por la emisora de Trapani a los dos minutos de terminar su difusión. Acabo de recibir por teléfono el informe de sus actividades a partir de dicho momento. Sus iniciativas han sido, a mi modo de ver, ejemplares. A tal punto, que empezaron por donde nosotros debíamos haberlo hecho, y en esa crítica me incluyo también: verificar si el petrolero se hallaba efectivamente donde el mensaje afirmó que estaba, y que no fuese una broma de mal gusto, obra de veraneantes desocupados. Ninguno de ustedes me hizo esa pregunta. Debo comunicarles que el «Vacamarat» se encuentra a la vista del cabo Vitto Terrazo.
—Perdone que le interrumpa, señor ministro —intervino el general Gadda— pero, por mi parte, consideraba obvio que tal circunstancia hubiese sido comprobada por la Marina nacional.
—Ya sabe que el ministro está ausente. Por tanto, el capitán Finalteri es el único jefe en vía Firangeli después de... el Vaticano. ¿Contesta eso a su pregunta, general?
—En efecto; mas, con su permiso, tengo otra que se desprende lógicamente de la primera. El hecho de que las reacciones de Giacobbini hayan sido sanas y rápidas no excluye la hipótesis de Verrochio, es decir, que la carta enviada a la gendarmería de Palermo sea obra de unos farsantes.
—He explicado al comienzo de mi informe —replicó el ministro— que la carta acompañaba un paquete entregado por un muchacho. El paquete contenía ropa íntima femenina de mucho precio: un camisón blanco, marcado con la etiqueta del vendedor «Bloomingdale's-Lexington Avenue-New York». Acabo de entrevistarme con el señor Posidonios, quien me ha confirmado sin extrañarse mucho que, efectivamente, es ése el almacén donde suele hacer compras su nieta cuando se halla en los Estados Unidos. Considero que tal indicio excluye toda hipótesis fantástica. Por desgracia, nos queda una duda: o el mensaje de los secuestradores» contiene toda la verdad, o intentan ganar tiempo después de ejecutar a sus rehénes. En cuanto a mí, prefiero retener sólo la primera posibilidad, pues de verificarse la segunda nada podríamos hacer, como es evidente. Por tanto, ordeno que todas las unidades de Tierra, Mar y Aire organicen, y ello en un tiempo récord, el «peinado» sistemático de la región considerada. A saber, en un radio de veinte kilómetros alrededor del Donna Giacoma. Que todos los paracaidistas disponibles de la brigada sean lanzados inmediatamente dentro de ese círculo.
El coronel Boninsegna, comandante de la primera y única brigada paracaidista, intervino entonces:
—¡Imposible, señor ministro! Conozco la región: matorrales, arbustos, bosques, montañas. De cada tres hombres lanzados, uno quedaría desgarrado y otro se rompería los huesos...
—¿Y el tercero?
—Con suerte, aterrizaría indemne. No, señor ministro. Es necesario estudiar unas zonas de lanzamiento o, mejor aún, establecer un puente aéreo con Palermo y transportar a los hombres en camiones.
—¡Estudiar! ¡Establecer! ¡Discutir!... ¡Sólo tenemos cincuenta horas! —tronó el ministro antes de consultar su reloj—. Mejor dicho, cuarenta y seis horas desde este momento. ¿Cuántos hombres tiene su brigada?
—Digamos mil ochocientos entrenados para saltar, como máximo.
—Incluso aceptando el negro pesimismo de sus cálculos, quedan siempre unos seiscientos para el rastreo del terreno; los demás aguardarán a las ambulancias y al grueso de la tropa.
—¡Esto es una arbitrariedad, señor ministro! Al fin y al cabo, no estamos en guerra.
—¡Claro que sí! Métaselo en la cabeza de una vez. Y no una guerra pequeña, sino una guerra de vital importancia para la nación.
Con una inclinación de cabeza, Boninsegna dio a entender que se sometía a este punto de vista. Pese a la cólera de su jefe, preguntó aún:
—¿Y los franceses?
—¿Qué pasa con los franceses?
—¿No podrían ayudarnos? El asunto les afecta lo mismo que a nosotros, y tienen un regimiento de paracaidistas extranjeros en Córcega: mil doscientos hombres ocupados en broncearse sus cuerpos apolíneos y ligar con turistas de ambos sexos.
Al ministro pareció sorprendenderle la ingeniosidad del coronel.
—Pues tiene usted razón. Ahora mismo llamo al ministro del Ejército, en París. Además, ese regimiento intervino hace dos años en unas grandes maniobras internacionales que tuvieron lugar en Sicilia.
—Fue en Cerdeña, pero, por lo demás, es exacto. Mi brigada también estuvo allí, junto con dos regimientos de «marines» americanos.
—¡Eso es! Y todos los oficiales de usted regresaron a la base en calzoncillos —se burló el hombre del Gobierno con malicia.
—¡Ah! No, señor ministro —se indignó el coronel—. Fueron los oficiales americanos quienes regresaron en calzoncillos. Mi brigada consiguió evitar el contacto. Debo agregar además que hubo seis muertos en esas maniobras.
—No lo ignoraba, Boninsegna. Sólo trataba de moderar las ironías de usted para con nuestros aliados. ¡Me consta que los hombres del ejército italiano usan braslips!
Los franceses aseguraron inmediatamente su colaboración. A las once de la mañana, ocho aviones gigantes de transporte Transal despegaban de Istria, mientras siete compañías del segundo REP abandonaban su base camino del aeropuerto de Calvi.