Elizabeth Taylor, actriz

Cuatro años antes había rodado Un lugar en el sol con Monty Clift. Fue en esa ocasión, y con él, cuando descubrí el lado femenino de los hombres. Y eso me había turbado.

Yo era un poco marimacho, con mal genio, era consciente de mis encantos, pero me negaba a servirme de ellos. A los tíos los miraba de igual a igual, a los ojos, negociaba mi caché paso a paso, sin ceder en ninguna de mis exigencias, más les valía no subestimarme. Me temían como a la peste. Me tomaban por una estrella caprichosa, pero me importaba un bledo lo que dijesen de mí. Por lo tanto, hacía exactamente lo que había decidido.

Con Monty, por primera vez, me ablandé, dejé caer mis defensas. Tenía tal vulnerabilidad, tal sensibilidad a flor de piel, que solo querías protegerlo, abrazarlo. Sabía que podían hacerle daño, y yo no lo habría soportado.

Cuando conocí a Jimmy en el rodaje de Gigante, experimenté la misma sensación. Probablemente era más difícil de romper que Monty, que era de cristal, pero notabas sus grietas, sus inseguridades, podías adivinar sus abismos. Se escondía detrás de una falsa brutalidad, de una indolencia forzada, de una torpeza increíble. Pero la realidad es otra: sus fantasmas lo perseguían. Y sus demonios lo atormentaban.

Le confesaré una cosa. Durante el rodaje, nos quedábamos despiertos hasta las tantas, hablando toda la noche. Fue entonces cuando me dijo que a raíz de la muerte de su madre el pastor de su iglesia empezó a abusar de él. Creo que lo atormentó toda su vida, aunque no se lo haya contado a nadie más. A él también traté de protegerlo inmediatamente.

Pero los hermanos pequeños que nos inventamos, que mimamos y que tratamos de salvar de las tormentas, acaban siendo arrastrados por el huracán. Yo era fuerte. Mucho más fuerte. Los sobreviví medio siglo.