Sal Mineo, actor

Me enamoré hasta el fondo de él en el segundo exacto en que le estreché la mano por primera vez. Ya sé lo que va a decir, que menudo tópico; ya; o que es una frase de culebrón, pero qué se le va a hacer, es así y no voy a mentirle.

Yo sabía quién era, cómo era físicamente. Había visto las fotos publicadas por Life. Todavía recuerdo el título del artículo: «La nueva estrella huraña y malhumorada desata pasiones en Hollywood». Para serle sincero, incluso había recortado las fotografías meticulosamente. Imagínese el panorama: mi habitación empapelada con pósteres de James Dean y mi madre preocupada porque yo no tenía novia. No había por qué alarmarse: convivíamos admirablemente en la mentira y la hipocresía.

Mi padre no había notado nada. Un siciliano que fabrica ataúdes no presta atención a la belleza. Jimmy era exactamente el tipo de chico que me atraía. Pero verlo en persona, en carne y hueso, verlo moverse, tocarlo, lo cambió todo. Como si ya no fuese un sueño inalcanzable. Como si un vínculo fuese posible. ¡Qué iluso!

Aquel día llevaba un perfume que no he olvidado, y que no he vuelto a encontrar en ningún otro, hasta el punto de que durante mucho tiempo me pregunté si ese aroma no habría sido producto de mi imaginación. Y tal vez sea así. Seguramente solo era su olor. O las ganas tremendas que tenía de arrimar mi cara a su cuello. Se dio cuenta al momento de que me gustaba. Le aseguro que Jimmy medía perfectamente el efecto que producía en los hombres. Y reconocía a los homosexuales sin equivocarse nunca. Y eso no era por casualidad, precisamente.

Los periódicos escribieron que yo había encontrado un hermano mayor, que Jimmy aportaba una especie de equilibrio a un chaval como yo, problemático, camorrista, expulsado de todos los colegios y que no había acabado en un correccional de milagro. Y encima, eso encajaba a las mil maravillas con lo que contaba la película. La gente se tragó ese cuento sin problemas. Los dejaba con la conciencia tranquila. Sin embargo, se lo repito: no se trataba de una historia de hermandad, sino de una historia de amor. Un amor no correspondido. Ese amor llena la pantalla. Está en las miradas que le dirijo a Jimmy, prolongadas, insistentes, dolorosas; en la forma en que tenemos de buscarnos, de rozarnos; en los sobreentendidos de nuestras réplicas, en el afecto confuso que nos atrae. Y el viejo Nicholas Ray, que sabía mucho de amistades especiales, nos empujó en esa dirección. Fue tan lejos como pudo, tanto como la censura se lo permitió. Y Jimmy le dejó hacer. Incluso diría que se prestó al juego. Que aceptó en el rodaje lo que se prohibía en la vida real.

El día de su muerte algo se rompió dentro de mí. Como si hubiera sufrido un derrame cerebral que me hubiese dejado sin conocimiento solo unos instantes, pero sin llegar a caerme. Sí, me quedé de pie, pero como un ciego, o un alelado. Ese aturdimiento solo duró unos segundos y luego ya nada fue igual. Mi existencia, que hasta entonces no había sido más que un desastre, se convirtió en una interminable tragicomedia. Al final acabé asesinado por un yonqui. A los treinta y siete años.

Qué quiere que le diga, América, esta gran nación, no es más que una madre monstruosa, una hija de puta que devora a sus triunfadores y a sus ídolos.