Rogers Brackett, publicista
Se instaló en mi apartamento de Sunset Plaza al cabo de una semana, de lo que se deduce que las cosas fueron muy rápido entre nosotros.
De todas todas, Jimmy era de los impacientes. Lo quería todo al momento. No soportaba que algo se eternizase o que no se cediese a sus deseos. Era como un niño mimado y caprichoso, es decir, insoportable e irresistible. Capaz de los mayores berrinches cuando no conseguía lo que quería y dispuesto a comerte a besos en el momento en que se lo ofrecías.
El chico tenía un montón de defectos, el de cansarse muy rápido, especialmente. Quería multiplicar sus experiencias, probar todas las novedades, aprender a tocar todos los instrumentos o conocer a la gente de la que le hablaba, pero todo lo que lo fascinaba un día podía muy bien aburrirle al día siguiente. Yo era consciente de que ocurriría lo mismo conmigo. Le aseguro que no me hacía ilusiones. Él fingía amarme en tanto en cuanto le fuese útil y la vida conmigo le deparase sorpresas. Pero yo estaba convencido de que me dejaría tan pronto como hubiese alcanzado una buena posición o conocido a alguien que le divirtiese más. Nada más lejos de mi intención que preocuparme o quejarme. Yo también tenía veinte años.
Para retenerlo a mi lado, pero también porque sé reconocer el talento, más de una vez le conseguí trabajo. Logré que lo contratasen para varios programas de radio en los que yo tenía vara alta. No me negaban nunca nada y se portaban muy bien con mis protegidos. Grabó asimismo varios anuncios publicitarios, y debo admitir que lo hacía muy bien. En agosto de ese año moví los hilos para que le diesen su primer papel en una película que Samuel Fuller rodaba sobre la guerra de Corea. Su nombre no aparece en los créditos, pero si se fija atentamente en la película, lo verá durante unos segundos. Sí, la cámara lo quería.
Hizo otros papelitos en películas infumables de las que afortunadamente todo el mundo se ha olvidado. Volvía entusiasmado de sus jornadas de rodaje. En esas ocasiones me regalaba un ramo de rosas blancas. Tendría que haberlo visto, con sus rosas en la mano, era bastante ridículo, bastante patoso, pero te enternecía. No estaba enamorado de mí, solo agradecido. Y yo intentaba no enamorarme de él. La vida con Jimmy era como un torbellino. Cada mañana reclamaba sensaciones nuevas. Parecía imposible saciar su sed de novedades. Y yo me esforzaba para satisfacer todos y cada uno de sus deseos. Lo secundaba en sus delirios, en sus arrebatos. Al final del verano, a petición suya, lo llevé a Tijuana. Luego a Mexicali. Jimmy me había hablado de su afición a las corridas de toros. Un pastor de Indiana le había inoculado el virus (un pastor muy seductor, si no me equivoco, y el chaval, por lo que se ve, era de los que se dejaba seducir si podía sacar provecho). En fin, resulta que en México yo tenía un buen amigo, un director loco por las corridas de toros, capaz de abrirle las puertas de las plazas. Así que acabamos sentados en las gradas, mirando desde el tendido la tierra ocre de las masacres. Se puso de pie a mi lado, encandilado por el ballet del torero y el animal; le brillaban los ojos en el momento en que el torero entró a matar. Mi amigo le regaló una muleta manchada de sangre. En una foto que guardé durante mucho tiempo, se ve a Jimmy vestido con una camisa blanca inmaculada, un pantalón muy ceñido, haciendo girar un capote en torno a sus caderas. Conservó aquella pasión hasta su muerte.
Un día, a principios de otoño, de la noche a la mañana me comunicó sin miramientos su intención de irse a Nueva York. Era su forma de desengancharse de un capricho. De hecho, uno de sus profesores de arte dramático, James Withmore, un actor que le había dado clases en San Vicente Boulevard, le había aconsejado probar suerte en el Actors Studio, con las palabras mágicas: «Joven, vaya al este». Al mismo tiempo, le habían hablado del extraordinario don de gentes de una mujer, Jane Deacy, con fama de ser una agente muy eficaz. Me di cuenta de que Isabel Draesemer tenía los días contados. Y yo también. Para que nuestro hermoso verano juntos no terminase demasiado rápido, me ofrecí a acompañarlo y pagar los gastos de un viaje tan largo.
Lo único que me pidieron los de Foote, Cone & Belding fue que diese un rodeo por Chicago. Así que primero fuimos a Windy City. Yo había reservado una suite en el Ambassador. Me parecía que nada era lo suficientemente bueno para Jimmy, aunque él mirase todo aquel lujo con desdén. Siempre sospeché que su desdén era fingido. En realidad, le encantaba que lo tratasen como un principito. Era un principito.
En Chicago estuvimos separados la mayor parte del tiempo. Yo tenía que atender a mis citas de negocios; los almuerzos, las cenas, las personas que tenía que ver me acaparaban. Jimmy se sintió abandonado y no dejaba de demostrármelo enfurruñado. Acabó yéndose de viaje a su Indiana natal, a unas tres horas de Chicago. Allí volvió a ver a esa profesora a la que tanto admiraba, se dejó querer en su papel de celebridad local y luego volvió a mi lado. Pero mi horario era francamente abrumador y Jimmy se aburría. Sin darme cuenta, había encontrado la manera de alejarme poco a poco de él, de aprender a vivir sin él. Cuando su aburrimiento se convirtió en impaciencia, le compré un billete de tren para que fuese a Nueva York a bordo del Twentieth Century Limited. Pocos jóvenes de veinte años podían viajar a bordo de un exprés tan lujoso. A él le pareció de lo más normal. Ni me dio las gracias.
Yo también lo amaba por eso, por su fanfarronería, por su desfachatez. Lo amaba porque era guapo, porque tenía veinte años y estaba condenado a perderlo.