Su madre, Mildred Dean

Los momentos felices no duraron. Algunos han hablado de maldición. Quizá. No lo sé.

Me consuelo diciéndome que fueron nuestros momentos, eso es todo. Ese tiempo compartido, que fue tan corto, era el que nos había sido destinado. Estaba escrito que no envejeceríamos juntos. Toda nuestra vida se reduce a unos pocos años. Pero cuántos no llegan a viejos sin haber sido felices jamás. Cuántos no se mueren de aburrimiento porque no saben qué hacer con sus vidas. Nosotros, por lo menos, escapamos a esa abominación.

En el verano de 1938, de la noche a la mañana, sentí unos terribles dolores en el vientre. Al principio no me preocupé. Nunca había tenido problemas de salud y no me hacía ninguna gracia ir al médico. Pero los dolores persistieron, se agravaron, algunas noches eran insoportables, y yo mordía la almohada para que Winton, acostado a mi lado, no se diese cuenta de nada.

Perdí peso rápidamente. Las leves curvas que tenía desaparecieron en pocas semanas. Mi vientre se hundió. Se me notaban las costillas. Winton se asustó y fui al médico.

Las radiografías revelaron un cáncer de útero. Recuerdo haber experimentado un profundo sentimiento de vergüenza cuando me comunicaron el diagnóstico. No pensé en la muerte, en la posibilidad de que estuviese próxima. Me dije, porque era una ignorante, ¿cómo he podido contraer una enfermedad como esta? No he cometido ningún pecado. Ningún desliz. ¿Por qué semejante castigo? Temí las habladurías, no quería que las burlas alcanzasen a mi marido. Mi reacción instintiva fue ocultar la verdad. Guardármelo todo para mí. En lo que menos pensé fue en combatir el mal. Y, por supuesto, no le expliqué nada a mi querido Jimmy. Un niño de siete años es incapaz de entender que su madre esté gravemente enferma. Me decía a mí misma: hay que guardar las apariencias, y eso es exactamente lo que hice.

Algunos días, sin embargo, era difícil: me consumía a ojos vistas. Jimmy tenía que notar forzosamente que ya no era la misma, que no estaba alegre, ni tampoco disponible; que no podía hacer muchos esfuerzos; que debía renunciar a algunos de nuestros juegos. Se dio cuenta de que mis rasgos se afilaban, que caminaba más despacio, más insegura, que las crisis violentas me obligaban a permanecer en cama durante semanas, que su padre y yo íbamos y veníamos del hospital, que nuestras conversaciones habían cambiado, hasta convertirse en murmullos, en secretos detrás de las puertas cerradas. No me hizo ninguna pregunta, y esa falta de curiosidad me consolaba; me convencí de que Jimmy había entendido que yo estaba en peligro.

Es espantoso ver los ojos claros de tu hijo ensombrecerse o llenarse de lágrimas. Es horrible ver cómo desaparece su sonrisa o descubrir en su lugar una mueca forzada. Es terrible ver lo cautelosos que se vuelven sus gestos, cómo refrena su energía. No, cuando uno agoniza, es imposible guardar las apariencias.

Sin embargo, se negó en redondo a admitir que me estaba muriendo. Sí, eso fue lo que pasó, se empeñó en creer que yo iba a seguir con vida, que no desaparecería. Mi debilidad le causaba una pena silenciosa, callada, pero estaba convencido de que no sería fatal. Yo no me atrevía a desengañarlo, a arrebatarle su terca esperanza. Hubiera sido un crimen quitarle toda esperanza a mi hijo, pese a saber que tenía que prepararlo para lo irreparable. Imagine las fases por las que pasé: la lucha contra el mal, una batalla perdida de antemano, pero que acabé librando pese a todo; la preocupación por preservar a mi hijo de las atroces imágenes de una madre que se va y la de no alimentar crueles ilusiones. No podía sino fracasar.

Y he fracasado: estoy muerta.

En la primavera de 1940, mi estado de salud empeoró bruscamente. Pesaba menos de cuarenta kilos. Todos mis músculos se habían debilitado. Tenía las facciones hundidas, la piel grisácea. Fuimos conscientes de que se acercaba el final. Me vi incapacitada para cumplir con mis deberes de madre. De modo que decidimos llamar a Emma, la madre de Winton, que vino de Fairmount. Pensé: la abuela, con su bello y apacible rostro, con su serena confianza, sabrá ocuparse de Jimmy. Mi suegra era una mujer buena y sencilla, con una luz en su mirada que te salvaba de cualquier desastre.

A principios de julio supe que no vería el final del verano, me hallaba al límite de mis fuerzas. Por primera vez, sentí miedo a morir. Pero no tenía miedo por mí, se lo aseguro. Era, sobre todo, miedo a abandonar a mi hijo. No quería separarme de Jimmy. Y pensaba: no podrá arreglárselas sin mí. Su padre lo quiere pero no es suficiente. Se necesita algo más para criar a un niño. Energía, disponibilidad, atención. Guiños, abrazos, ceños fruncidos. Sonrisas, mimos, reprimendas. Me di cuenta de todo lo que iba a faltarle y me entró el pánico.