James Dean
La obra se titula Mooncalf Mugford. Es la primera en la que actúo en el colegio. No hemos tenido mucho tiempo para ensayar, pero la señora Brookshire asegura que estamos listos. Yo creo que habría que hacer unos cuantos ajustes: parecemos parvulitos, no nos colocamos bien, nos estorbamos unos a otros al cruzar el escenario y ni siquiera nos sabemos el texto de memoria. Me figuro que los espectadores serán comprensivos, pero me molesta que no seamos capaces de presentar algo más acabado. No le digo nada a la señora Brookshire pero ella ha adivinado que no estoy satisfecho de nuestro trabajo, de mí. Se acerca, con su increíble moño, clava sus ojos en mí y me sermonea: «Señor Dean, ¿y ahora qué es lo que no funciona?». Sabe de sobra lo que no funciona, pero es su manera de ponerme en mi lugar y de recordarme que no somos una compañía profesional. Me gusta la señora Brookshire. Son las mujeres, mi madre, mi tía, India Nose y ella, quienes me han enseñado lo que sé. Sin embargo, me dan ganas de espetarle: «¿Lo que no funciona, señora Brookshire? ¡Nada!». Me muerdo la lengua; no hay que subestimar el poder de las mujeres. Interpreto a un viejo loco, no es tan difícil. Todo el mundo me dice que estoy muy convincente, pero, en realidad, el maquillaje y el vestuario son la mitad del personaje. En cuanto al resto, tampoco hay que estar particularmente dotado para imitar la locura. Basta con babear, gesticular mucho y fingir abatimiento. Yo sueño con papeles más complejos, más sutiles.
Habría que dar la impresión de no hacer nada, de ser uno mismo cuando uno es absolutamente otro. Inventar una pura mentira más verosímil que la verdad.
También habría que sacar de uno mismo sufrimientos íntimos y vestirlos de apariencias engañosas.
La gente aplaudió al final de la representación. Por supuesto, no nos merecimos esa ovación. Pero a quién le amarga un dulce. Es difícil no querer a quien nos quiere. De todas formas, lo que importa, lo que realmente importa, es determinar si uno está orgulloso de sí mismo. En esta ocasión, la respuesta es no. Hay que seguir trabajando. O renunciar.
¿Y después? Después hicimos Our Hearts Were Young and Gay: yo soy el padre de una universitaria en los años veinte; The Monkey’s Paw: un joven que muere trágicamente en un accidente; Lo que el viento se llevó: el monstruo de Frankenstein, donde me divierto imitando a Boris Karloff; You Can’t Take It with You: un profesor de ballet ruso caracterizado con una barba. Para cada papel trato de encontrar una máscara, una entonación, un exceso; dar miedo es estupendo.
A propósito, a Dave Fox le pegué el susto de su vida. Nada me cabrea más que un tipo que se burla del texto, que no se molesta en hacer el menor esfuerzo y arruina el trabajo de los demás. Aquel día, cuando ensayamos, Dave Fox se las dio de listo y me provocó. Lo interrumpí de repente, lo amenacé, él se escapó y lo perseguí por las escaleras gritándole que iba a estrangularlo. Al final, se interpusieron dos profesores y le salvaron el pellejo a ese bastardo. Mrs. Brookshire, tratando de justificar mi comportamiento, se puso de mi parte explicando que mi cólera era, ante todo, la del personaje que interpretaba. Mi querida Adeline, no sabe cuánto se equivocaba: realmente habría matado a Dave Fox.
Dicen que tengo un carácter difícil; no voy a negarlo. Y no pienso pedir perdón.
Pero como gano premios de recitación dramática, de elocución y de argumentación, no hay problema. La señora Brookshire es quien me inscribe siempre. Cuida de mí como una gallina clueca. Cree que llegaré lejos.