V
CONVERSACIÓN ESPIADA
Esta mecánica de la política les apasionaba a los dos, y discutieron a César, a Catilina, a Carlos V, a Catalina de Médicis, a Robespierre, a Napoleón y a Talleyrand.
La Isabelina.
A principio de julio vino a verme René de Baissac, dispuesto a marchar a París y muy contento por dejar Bayona.
Le di mis instrucciones.
—Al barón de Colins —le dije— preséntese usted como un literato que quiere hacer carrera. Ante Valdés, quizá sea mejor que se muestre usted como un simpatizante del carlismo. Valdés ha andado con el estado mayor de Zaratiegui, en la expedición que hizo este hace dos o tres años. Es hombre cínico, pero valiente; en esta expedición actuó de oficial y cruzó varias veces el campo enemigo cuando se peleaba en una acción reñida en Aranda de Duero, dando pruebas de su arrojo. Si usted se muestra con él un poco inclinado al carlismo, creo que conseguirá usted mejor su confianza.
—Así lo haré.
—No le diga usted que me conoce más que de nombre. Si habla usted de mí, puede usted correrse a decirle que, me tiene por un intrigante y por un canalla. Le estoy pagando mil francos al mes por redactar un boletín de noticias políticas, y no habla nada de la conjuración franciscana, porque está metido en ella y me hace traición.
Le di también a de Baissac una tarjeta para Luis Lurine y otra para Isaac Rodríguez, y nos despedimos afectuosamente, deseándole yo buena suerte.
Unos días después me escribió García Orejón hablándome de la conjura y, al poco tiempo, Martínez López, desde París, me mandó una carta mostrándose descontento de la camarilla de los infantes y diciéndome que Luis Felipe pretendía poner a su hijo, el duque de Montpensier, en disposición de ser rey de España.
René de Baissac llegó a París y fue muy bien recibido por el barón de Colins, por Valdés de los Gatos y por Luis Lurine. Este le presentó a varios amigos y redactores de periódicos, y, por de pronto, comenzó a escribir en El Correo Francés. La tarjeta de la Perlita le dio entrada en el teatro de la Ópera.
De Baissac se hizo amigo, por intermedio de Lurine, de Marcelino Lamarque, agente secreto del ministro de Negocios Extranjeros. Lamarque volvía por entonces de Madrid.
Este Lamarque iba a salir días después para Bayona y le pidió informes a de Baissac. Un año más tarde publicó un folleto defendiendo el matrimonio del hijo del infante don Francisco con Isabel II.
En la última quincena de julio me decía de Baissac:
Estoy en relaciones con los principales jefes de la conjura. Pronto conoceré sus intenciones al detalle. Valdés, que es la cabeza de la organización, deposita en mí toda su confianza. La conjura de París, según todas las apariencias puramente franciscana, tiene por objeto dar importancia a los infantes y hacer que la gente los considere imprescindibles en la dirección del trono. Los carlistas y los esparteristas incitan a la acción a los franciscanos para aprovecharse de lo que estos pueden hacer. Todos ven en la tramoya una manera de satisfacer su avidez de oro y de mando.
Cita en Limoges
De Baissac, por lo que me dijo después, me envió varios periódicos con notas sin importancia y una carta, y estos periódicos y la carta no llegaron a mis manos; sin duda los recogió la policía. Al enterarse de ello me mandó una esquela por conducto del mayoral de la diligencia Nuestra Señora de la Victoria, que hacía el trayecto de París a Tolosa.
La esquela decía así:
Amigo: Le he mandado unos periódicos y una carta, y como veo que no ha contestado usted, comprendo que la policía los intercepta. Si le parece a usted, podíamos vernos a mitad de camino, entre Tolosa y París, en Limoges, y hablar largo y tendido. Si encuentra usted bien el proyecto fije usted el día y dele usted la contestación al mayoral, que me la entregará a mí.
B.
Contesté a la cita diciendo:
El día 5 de agosto, a la una de la tarde, estaré en Limoges, en la fonda del Aguila de Plata.
A.
Me puse una peluca negra con patillas y gafas. Me cambiaba mucho la cara.
El día 4 tomé la diligencia de Nuestra Señora de la Victoria y por la mañana estaba en Limoges.
Llegué a este pueblo, de calles laberínticas y estrechas, y marché a la fonda sin preguntar a nadie. Tenía esta una muestra saliente a la entrada, colgando de una pértiga de hierro. Consistía en un águila blanca, con las alas desplegadas, sobre fondo negro y rojo, pintada en una lámina de metal.
No hice más que entrar en el comedor del Águila de Plata y saludar a de Baissac, cuando apareció un señor viejo, con aire ensimismado y distraído, que se asomó al sitio donde nos encontrábamos nosotros y se sentó cerca. De tácito y común acuerdo, mi compañero y yo nos callamos.
De Baissac se acercó al dueño y le preguntó:
—¿No podríamos almorzar este amigo y yo en un cuarto aparte?
—¿Pues, por qué?
—Tenemos que hablar de nuestros asuntos y no queremos moscones al lado.
—Bueno, pues suban ustedes.
Dejamos el sitio donde nos encontrábamos y al señor de aire ensimismado y distraído, y subimos al piso principal, a un cuarto pequeño. Este cuarto se cerraba con una puerta poco sólida, que tenía un agujero en el sitio de la llave, desde donde se podía oír una conversación. Había, además, encima de la chimenea, un biombo de tela empapelado.
El mozo que se presentó tenía el aire cínico de un perfecto bribón. Nos preguntó qué queríamos almorzar. Insistió en que tomáramos el plato del día; un guisado de cordero, y yo le dije que nos trajera huevos pasados por agua y una terrina de foie gras.
—¿Por qué quiere usted que comamos tan ligeramente? —me preguntó de Baissac.
—Esta gente del hotel se me está haciendo sospechosa. No vayan a darnos algún narcótico o algún veneno.
Comimos los huevos y el foie gras, pagamos y salimos a la calle. Fuimos luego al café del Muelle. Al poco rato se sentó cerca de nuestra mesa uno de los que estaban en el comedor del Águila de Plata.
—¡A la calle! —dije yo.
Salimos del café, bajamos hacia el río y cruzamos por el puente a la otra orilla.
Esperamos a la salida por si alguno nos seguía, y cuál no sería mi sorpresa al ver a Labrière que venía hacia nosotros con Mejía, que iba disfrazado de campesino.
—No le arriendo la ganancia al que se acerque —dije en voz alta sacando la pistola.
De Baissac enarboló su bastón de hierro.
Los dos hombres hicieron como que no nos conocían y se alejaron rápidamente.
—¿Quiénes son? —preguntó de Baissac.
—El uno es un jefe de policía de Tolosa.
—¿Y el otro?
—El otro es un carlista español, que sirve de confidente.
—¿Y se llama?
—Mejía.
—¿No se atreverán a seguirnos?
—No, creo que no.
En el campo y sin testigos, pudimos hablar largamente. De Baissac me contó con muchos detalles los proyectos ambiciosos de todos los conjurados.
—En esta conjura —concluyó diciendo— andan metidos los infantes, los republicanos y los carlistas.
—Ya me ha contado usted los hechos y los detalles, muchos ya conocidos por mí —le dije—. Vamos ahora a las consecuencias y a las consignas. ¿Qué se debe hacer según usted?
—Primero: creo que la reina madre no debe salir de España; a todo trance debe resistir dentro del país, en Barcelona o donde sea.
—Estoy de acuerdo; lo malo es si ella no sólo no quiere resistir, sino que desea marcharse.
—Entonces no hay posibilidad de hacer nada.
—Siga usted.
—Segundo: si la reina se queda, no debe entregarse de lleno a ninguno de los dos partidos extremos. En privado debe dar su confianza a personas que conozca, que sean de buena fe, que no pertenezcan a ninguna bandería y, sobre todo, que sean verdaderos patriotas.
—Me parece justo.
—Tercero: opino que María Cristina debe cultivar la amistad y la buena armonía con Luis Felipe.
—En eso está de lleno.
—Francia tiene hoy más popularidad entre los demás países que nunca. Convertido en pueblo enemigo, podría hacer mucho daño.
—Es evidente.
—Cuarto: si a María Cristina no le es posible conservar el acuerdo con las dos naciones que están en acecho y se disputan la influencia en España, opino que debe abandonar a los ingleses y guardar la amistad con los franceses. Esto no lo digo como francés, sino como lo puede decir un abogado imparcial en un asunto que defiende.
—Estoy de acuerdo con usted.
—Si hubiera medio de convencer de ello al general Espartero, sería hacer un gran servicio a España.
—Es muy difícil. El general está entregado a las viejas de la masonería, a las arpías de las logias, que son anglómanas.
—Pues si es así, ese hombre se pierde y al perderse él hunde al trono, a España y a la libertad.
—Esos viejos masones no respiran más que influencia inglesa, por haber comido allá, como se dice el pan de la emigración. No comprenden que el agradecimiento particular y la política no son lo mismo. Un país puede tener buenas gentes y al mismo tiempo un gobierno egoísta y maquiavélico.
—Es el caso de Inglaterra.
—Siga usted.
—Como resumen: creo que los acontecimientos se van precipitando. La reina empieza a estar en peligro y quizá con ella la libertad española. Lo que va pasando en este viaje de María Cristina es de influencia inglesa, no hay en ello nada francés.
—¿Cree usted?
—Así se desprende de las conversaciones de unos y de otros, enterados de estas tramoyas. Valdés dice que todo estaba combinado y que él lo había anunciado con gran antelación. La intriga franciscana va ahora a remolque; Valdés me ha asegurado que los celos de María Cristina por Muñoz los ha favorecido hábilmente su hermana Carlota.
—¿Cómo?
—Haciendo que desde Madrid le mandaran anónimos a Cristina contándole los devaneos de Muñoz, unas veces ciertos y otras falsos. Como Carlota conoce tan bien a su hermana y sabe su carácter, ha conseguido que ella, exasperada por los celos, se haya decidido a dejar la corte.
—Me parece mucho maquiavelismo.
—Valdés lo asegura así.
—¡Quién sabe! Quizá sea cierto.
Maniobras entrecruzadas
—Y las maniobras de Valdés y de los franciscanos, ¿cómo no trascienden? —pregunté yo.
—Según ellos, ahora están a la expectativa. Si pueden, se aprovecharán de los acontecimientos como mejor les convenga.
—¿Entonces son los progresistas los únicos que actúan en el momento?
—Por ahora, sí.
—¿Y qué harán?
—Van a impedir que la reina vuelva a Madrid, la despojarán de la regencia y la enviarán a Nápoles.
—¿Y podrán?
—Veremos.
—¿Y no hay colaboración de otros partidos?
—Quizá los carlistas bajo capa intervienen en el asunto. A ellos, naturalmente, les gustaría destruir la Constitución.
—Sería necesario averiguar con detalles los planes del partido carlista.
—Veré si puedo enterarme. Actualmente creo que todo el interés gira alrededor de la actitud del general Espartero.
—El nublado contra la reina es cada vez más denso.
—María Cristina ha estado muy torpe. Los conjurados de París aseguran que, si la reina escapa esta vez, en el mes de septiembre o de octubre no escapará, pues en esa época estarán ya atados todos los cabos.
—¿Y tenían hechos preparativos en Barcelona?
—Parece que sí. Sobre todo los progresistas están muy preparados. Uno de los que parece que va a actuar es Van-Halen, que es capitán general de Cataluña. Valdés dice que Espartero no obra bajo la influencia de los amigos del infante don Francisco; pero que ahora es el momento en que tomarán parte los conjurados parisienses.
—¿Y siguen con su viejo proyecto de regencia?
—Sí; quieren proclamar a don Francisco de Paula regente por tres meses; casar a Isabel con el hijo mayor de la familia, que tiene diecinueve años, y que tome lo antes posible las riendas del Estado. Hablan de esto como de cosa hecha, como si los medios de que pueden disponer fueran infalibles.
—¿Se entenderán franciscanos y esparteristas, si llegan a triunfar?
—Eso no se sabe. Lo que parece cierto es que, al mismo tiempo que la conjura parisiense, hay otra que tiene centros en Londres y en Madrid y que está dirigida por algunos masones partidarios de Inglaterra.
—¿Y esos cree usted que aceptarían la regencia de un hombre mediocre como don Francisco?
—No sé; ellos pretenden expulsar a la reina del territorio español y formar un gobierno que contente a los santones de la masonería y a los políticos ingleses. Los conjurados de Madrid adormecen con esperanzas de regencia al infante don Francisco y tratan de engañar a los políticos británicos.
—Me parecen muchas ilusiones.
—Pues las tienen.
—Todo esto hace que la situación de la reina gobernadora sea muy difícil.
—Dificilísima. Si no se las maneja con mucho tacto, por ahora está perdida. Todo ello es positivo, bebido en buenas fuentes, y no hay medio de evitarlo más que empleando una gran actividad. Hay que decir a la reina que es necesario que varíe de criterio, porque si no pierde la corona.
—¿Usted qué cree que debía hacer?
—Yo, por lo que oigo a los unos y a los otros, creo que el único sistema que podría emplear María Cristina sería abrir las arcas, que las tiene, según dicen, bien repletas, y comprar a los enemigos. Dinero y cargos a los progresistas, dinero a los franciscanos y a los carlistas, y los dominaba, seguramente.
—Es un sistema que no va a aceptar. Me temo que es avara.
—Pues si ama más el dinero que el trono, tendrá que largarse.
Thiers
—¿Y Thiers, qué actitud tiene? —pregunté a de Baissac.
—Thiers está siempre en la misma disposición de ánimo; es decir, que no hará nada directamente; pero que favorecerá y dejará hacer. Luis Felipe parece que ha repetido el otro día: «Ese matrimonio me conviene», y la reina ha añadido: «El hijo del infante tiene nuestras simpatías». Son sus propias expresiones.
—¿Y usted supone que Luis Felipe conoce el proyecto de expulsar a la reina de España?
—No; ese proyecto es independiente de la alianza matrimonial.
—¿Y Thiers o Guizot, no harán algo por la reina?
—Thiers sabía que el viaje a Barcelona era una celada contra María Cristina. Parece que se lo advirtió a ella misma, y cuando supo el cariz que iban tomando los acontecimientos en la ciudad mediterránea, dijo a sus íntimos: «Ya se lo había yo predicho». Indudablemente la reina tiene malos consejeros.
—Pero no todos le aconsejan de la misma manera. La causa principal de sus tropiezos creo que es su avaricia, y que en este momento no le ilusiona la regencia y piensa en ir a París, a contar con Muñoz sus caudales y pasear sus amores con libertad.
—¿Y usted, Aviraneta, supone que la reina es una condición indispensable para la libertad española?
—A mí me parece que sí, sea una mujer de noble conducta o sea una cortesana.
—El gobierno francés piensa lo mismo. Está interesado en apoyar a Cristina, considerándola por ahora la solución mejor para el país.
—La cuestión es saber hasta dónde llegará ese apoyo.
—Eso es muy difícil de saber. Sólo Thiers, Guizot y Luis Felipe lo sabrán. Parcent, Valdés y sus amigos seguramente no lo saben.
—¿Cree usted que se lo dirían a usted si lo supieran?
—Sí; estoy muy ligado con Valdés. Todos los días viene a verme a casa y hablamos.
—Yo quedé pensando en las soluciones posibles.
—Creo, amigo don Eugenio —dijo de Baissac—, que debe usted apresurarse a poner todos sus medios, sin economizar ninguno, para ver de parar el golpe que meditan esas gentes contra Cristina y contra la libertad.
—¡Yo puedo hacer tan poco! Me están inutilizando.
—Ya se levantará usted.
El odio de la infanta
—¿Y los infantes y sus amigos, dicen algo de mí? ¿Saben que yo trabajo contra ellos?
—Sí.
—¿Y qué dicen?
—Valdés se ríe. Asegura que es usted muy zorro; pero que se va usted haciendo viejo y sentimental y perdiendo los papeles.
—¿Y los infantes?
—La infanta Luisa Carlota, con su carácter violento y arrebatado, al saber que usted trabaja contra las pretensiones de su familia, ha dicho que hay que perseguirle a usted de todas maneras, sin dejarle respirar, como a una alimaña, porque es usted un personaje peligroso e intrigante, y que hay que suprimirle los medios de vida que pueda tener.
—¿Así que está rabiosa contra mí?
—Completamente rabiosa. Dice que está deseando que usted reviente.
—En eso de reventar creo que ella, que es apoplética, reventará más fácilmente que yo, que estoy en los huesos, y soy animal de sangre fría.
Terminada nuestra conversación volvimos a Limoges y por la noche tomé la diligencia para Tolosa.
Aviso a Pita Pizarro
Al llegar encontré un recado escrito de García Orejón. Me citaba en Bagnères de Bigorre. Fui allá en seguida.
Almorzamos juntos el picador y yo. Me dijo que había tenido varias entrevistas con los franciscanos.
—El plan que piensan seguir, en lo sucesivo, el conde de Parcent y los suyos es separar a la reina de España del gobierno y embarcarla.
—¿Pero lo conseguirán?
—Ya lo veremos. Esta maniobra puede ser un lazo, al mismo tiempo, contra Espartero y contra la reina.
—¿Y a beneficio de los infantes?
—¡Ah, claro!
—La cuestión es realizarlo. Son varios los que acechan el fruto por si cae del árbol. Veremos quién se lo come.
—Mire usted la carta que escribe Martínez López, verá usted la confianza que hay entre los franciscanos por su futuro triunfo y el viaje de Parcent con su familia, a San Sebastián.
Leí la carta.
—¿Qué cree usted que debemos hacer? —le dije.
—Escriba usted a Pita Pizarro.
—¡Pero si le he escrito ya muchas veces!
—Pues escríbale usted una más.
—Yo no tengo medio seguro de que le llegue la carta.
—Yo sí —dijo García Orejón.
Escribí una minuta lacónica, con fecha del 8 de agosto, explicándole a Pita Pizarro lo que se tramaba en París y en Barcelona, excitándole a que se lo comunicara lo más rápidamente posible a la reina.
Concluía diciendo:
Avise usted a María Cristina. Dígale usted que no se apresure, que reflexione, que tenga calma, que haga lo posible para volver al instante a Madrid, porque en Barcelona está en gran peligro. Puede estallar un motín que le obligue a salir de España. Si quiere conservar el trono, que emplee el dinero a manos llenas. Sobre todo, serenidad y serenidad. Si tiene tiempo aún, que no se eche en brazos de una tendencia conservadora exagerada, ni en la exaltación progresista. Que espere capeando el temporal. Si toma una resolución de mujer despechada, está perdida.
A.
Mi aviso fue perfectamente inútil. En aquel asunto la habilidad del gabinete inglés triunfó. Los políticos británicos dirigieron el movimiento en beneficio de Espartero y trastearon al gabinete de las Tullerías. Luis Felipe, ofendido, no hizo nada en favor de María Cristina. Consideraba que ella también le había engañado con su devoción por Espartero.
Defraudado
Don Pío Pita Pizarro, muy amigo de la reina gobernadora, le remitió mis avisos y comunicaciones. María Cristina, meses después, cuando fui a verla a Marsella, me dijo:
—He recibido a tiempo sus consejos; pero otros me aconsejaron no sólo que no los siguiera, sino que eran peligrosos e intencionados.
En aquella época, el marqués de Miraflores y sus amigos fueron los oráculos; en cambio yo, pobre agente del gobierno, fui desdeñado.
Después me abandonaron, con escasos recursos, en un rincón de Francia, vigilado por policías franceses y españoles.
Mi situación iba siendo difícil. No podía moverme ni marchar a París. El ministerio de Luis Felipe me lo había prohibido; el encargado accidental de los asuntos españoles me demostraba su hostilidad, y mientras tanto, los carlistas, enemigos encarnizados de la Constitución y de la reina, podían hablar allí libremente y conspirar a su gusto.
Convencido yo de que había complot franciscano, quise convencer también al marqués de Miraflores, y le escribí dándole muchos detalles del asunto. El marqués dijo que ya estaba en autos, que le parecía una cosa disparatada y absurda y que un proyecto de boda no podía ser un complot.
El marqués, por lo que me dijo un agente mío, estaba, como todos los moderados que vivían en París, muy preocupado entonces con la actitud de los partidarios de don Carlos. Querían engrosar el partido moderado, un tanto flaco, y pensaban que los carlistas se unirían a ellos. Así se lo dijo a Thiers; pero este, más sagaz, le contestó que no lo creía y tenía razón.
Miraflores no manifestaba gran interés en volver a la embajada de París. Pasada la guerra, ya no habría gran cosa que hacer allí, no se necesitaría tampoco intrigar ni ser un personaje, ni verse constantemente con los ministros franceses.
Pude, durante algún tiempo, seguir enviando a Pita Pizarro, por conducto de García Orejón, noticias recibidas de París y de Bayona, y le remití una copia literal de la Memoria de Marcelino Lamarque, agente del ministerio francés en los negocios de España, presentada a Thiers. Este documento lo pude conseguir gracias a René de Baissac.
Después García Orejón desapareció de Bayona y quedaron interrumpidas mis relaciones con Pita Pizarro. Ya no tenía más medios de comunicación con España que los periódicos.
Itzea. Septiembre 1934