IV

LA INFANTA LUISA CARLOTA

Como el descrédito de María Cristina era cada vez mayor, por sus amores con Muñoz, en Palacio se había pensado en una triple regencia con la infanta Luisa Carlota y el infante don Francisco.

Aviraneta. Bibliografía.

EL relojero Passaga, a quien conocí en la logia de la calle del Lobo, era hermano de otro establecido en la plaza de la Trinidad. Este Passaga, el masón, había vivido treinta años en Madrid y trabajado en el Palacio Real.

Era un viejo con la cara blanca, el pelo largo y canoso; vestía a la antigua y llevaba pantalones cortos y medias.

Passaga tenía establecido su taller de relojería cerca de mi casa, en un palacio viejo. Este palacio, de grandeza decaída, albergaba algunas oficinas y talleres, y locales amplios con techos pintados, y puertas y ventanas historiadas y talladas.

En una de aquellas salas, de techo alto, trabajaba Passaga. Delante de un ventanal, el viejo solía estar arreglando esqueletos de relojes que colocaba para observarlos en un soporte, les cambiaba la caja, las péndolas, las agujas y las ruedas, y los dejaba como nuevos.

Alrededor, y en estantes de pino y en el suelo, se veían relojes ingleses antiguos, magníficos, con dos y tres esferas, relojes de cuco, otros con autómatas, otros con inscripciones, con figuras de bronce y de metal dorado.

Constantemente todas estas máquinas daban las horas y los cuartos, y se oían ruidos y estridencias raras.

Passaga hablaba muy bien el español y sabía muchas cosas de las ocurridas en el Palacio de Madrid en su tiempo.

Yo solía ir a visitarle, y le veía trabajar; hablábamos de los asuntos españoles y contemplaba mientras tanto la pintura clara del techo con Angelitos, mujeres, flores y frutos.

Passaga contaba con gracia lo que había visto. Un día le pregunté datos acerca del infante don Francisco de Paula, que entonces me preocupaba.

—El infante don Francisco de Paula, hermano de Fernando VII —me dijo—, tuvo el sino de andar siempre mezclado en intrigas y tumultos. El 2 de mayo de 1808, todavía niño, cuando salía para Francia, el pueblo de Madrid se amotinó y hubo tragedia y matanza. Él solía contar lo que vio.

—¿Usted le conoció de niño?

—Sí; era un chico simpático, ingenuo y amigo de todo el mundo. A su vuelta a España de la emigración forzada, don Francisco, ya mozo, se casó con su sobrina doña Carlota, de los Borbones de Nápoles.

—Ella, ¿qué tal era?

—Una muchacha guapa, decidida y valiente. Desde entonces don Francisco comenzó a actuar de liberal: unos creen que de buena fe, otros que sólo por ambición.

—¿Usted qué piensa?

—Yo no sé qué decirle. Me figuro que él mismo no lo sabía. El caso es que tan convencidos estaban los liberales de aquel tiempo de las tendencias revolucionarias de don Francisco que, pocos días antes del alzamiento de Riego, le fue a hablar un coronel a su mismo cuarto de Palacio y le propuso entrar en una conspiración para establecer una República, poniéndole a él a la cabeza.

—¡Qué absurdo!

—Don Francisco hablaba siempre como si fuese enemigo de su hermano Fernando y de su familia; no se recataba en decirlo entre la servidumbre de la casa, y a mí me habló muchas veces mal del rey. Naturalmente, yo no hacía más que escucharle y sonreír. Luego entró en la masonería francesa, de la que yo formaba parte y de la que fue el primer presidente el general Zayas. Don Francisco nos aseguraba que Fernando era enemigo encarnizado de la Constitución, y mayor aun que él su hermano Carlos, y todavía más la mujer de este, la Portuguesa, y que él estaba vigilado por algunos palaciegos, como Casa Sarriá, que eran unos pícaros, y por todos los criados.

—¿Y para entonces, ya su mujer, doña Carlota, le alentaba?

—Sí; ella le excitaba con sus ambiciones insaciables y quería que su marido fuera el Orleáns de la revolución española.

—¿Y Fernando VII le tenía cariño a su hermano?

—Le quería y no le quería. Suponía seguramente que Paquito debía de ser hijo del aborrecido Godoy, y esto bastaba para que, considerándole hermano, le tuviera un poco de tirria. Fernando, el marrajo cobarde, como le llamaba su madre María Luisa, tampoco era hijo de Carlos IV. Se decía en Palacio que era hijo de un fraile.

—¿Y don Francisco tenía cariño por su hermano?

—¡Pse! Una mezcla de cariño y de antipatía. Francisco no tenía ingenio; en cambio, Fernando tenía gracia e ingenio frailunos. La que no podía soportar a ninguno de los miembros de la familia era Luisa Carlota, y yo creo que si hubiera podido los habría envenenado a todos.

—A pesar de esto, no quería vivir fuera de Palacio.

—Naturalmente, era su campo de acción. El infante don Francisco, impulsado por su mujer, quiso ir a Méjico con la idea de coronarse allí, pero su hermano no vio el proyecto con simpatía. Como sabe usted, seguramente cuando Fernando VII perdió su tercera mujer, su cuñada, la infanta Luisa Carlota, le indujo a que se casara por cuarta vez con su hermana María Cristina, joven y guapa. Luisa Carlota convenció a Fernando y a su hermana.

—Don Carlos vería el proyecto con poca simpatía.

—Si; en su camarilla se intrigó mucho con este motivo. Naturalmente, si Fernando tenía sucesión impedía que la corona pasara a don Carlos y a su mujer María Francisca, la Portuguesa, que estaban alampando por ser reyes. Luisa Carlota les odiaba a los dos cordialmente.

—Y esta ambición fue sin duda el gran motivo de odio entre las dos mujeres, la de don Carlos y la de don Francisco.

—Este fue; pero había además una antipatía instintiva. Luisa Carlota, la Napolitana, y María Francisca, la Portuguesa, se aborrecieron desde el primer momento de verse. Luisa Carlota era una mujer guapetona, de un aire imperioso, con la boca de labios apretados. Era cuadrada, fuerte, más bien apoplética, con un tipo germánico, decidida y voluntariosa. María Francisca de Braganza era fea, vulgar y soberbia.

—Y Luisa Carlota ¿se mostró liberal desde el principio?

—En parte. Cuando la enfermedad del rey, en septiembre de 1832, Luisa Carlota y su marido estaban en el Puerto de Santa María tomando los baños. En Palacio todo el mundo daba ya como seguro que a Fernando VII le sustituiría Carlos V, y ya se estaba pensando en los destinos y en las colocaciones. Luisa Carlota, al saber la gravedad de Fernando, se presentó en La Granja vestida de amazona, increpó a su hermana porque había aceptado la vuelta a la ley sálica, que desheredaba a sus hijas; la llamó en italiano regina di galleria; pidió el codicilo impuesto por los realistas, lo rompió en pedazos y abofeteó a Calomarde.

—¿Alguno lo vio? ¿Usted conoció algún testigo presencial del hecho?

—No, la verdad —contestó Passaga—. Nadie sabe a punto fijo si las bofetadas a Calomarde, que dieron a este ocasión, según la leyenda, de hacer una bonita frase, fueron o no auténticas; pero que la infanta Luisa Carlota era y es muy capaz de darlas, me parece indudable.

—¿Qué opinión tiene usted de ella?

—Doña Carlota es el tipo de la italiana ambiciosa, disimulada, pérfida y colérica. En mi tiempo, no era como su marido, que le gustaba hablar con cualquiera. Se decía que la infanta, mujer enérgica, se mostraba igualmente violenta en sus actos y en sus palabras, y que usaba algunas interjecciones poco protocolares, palabras difíciles de pronunciar para nosotros los extranjeros, entre ellas una que el pueblo madrileño reprochaba al rey José Bonaparte el no saber decirla. Se cuenta que debajo de un bando del rey que ustedes llamaban Pepe Botella se puso un pasquín con esta cuarteta:

Manolo, pon ahí abajo

que me c… en esta ley,

que aquí queremos un rey

que sepa decir c…

—Yo no sé si la infanta emplearía palabras de esta clase, de sonidos guturales —le dije yo—. Cuando yo hablé con ella en Madrid me pareció que pronunciaba el castellano como una extranjera.

—Yo apenas la oí hablar —siguió diciendo Passaga—. Antes de la muerte de Fernando VII algunos liberales, que veían las intrigas y las diferencias en la familia real: de un lado las pretensiones de María Cristina por su hija, y de otro el supuesto derecho de don Carlos al trono, creyeron próxima una disidencia y quizá una riña en los miembros de la familia. Entonces concibieron la idea de colocar al infante don Francisco de Paula entre estas dos corrientes de pasiones políticas y de presentarle como un término medio conciliatorio, en interés de la libertad.

—Ese proyecto sigue todavía.

—La infanta Luisa Carlota fue la que tomó el asunto con mayor entusiasmo; ella creía que el partido liberal no consentiría en manera alguna llamar rey a don Carlos.

—En esto creo que estaba en lo cierto.

—Pensaba que quizá tampoco a los liberales les gustaría la perspectiva de una reina niña. Si el advenimiento al trono de la hija primogénita de Cristina resultaba imposible, don Francisco de Paula se ceñiría la corona rehusada a su hermano don Carlos, y doña Luisa Carlota hubiera sido una reina al estilo de María Teresa o de la gran Catalina.

—¿Cómo doña Luisa Carlota no tuvo más éxito en su empresa?

—No sé. Ella no retrocedió ante el empleo de ningún medio. Se apoyó en absolutistas y en liberales; escribió a su hermana cartas llenas de arrumacos; ha mandado luego publicar folletos insultantes y escandalosos contra ella.

—Sí, eso ya lo sé.

—Doña Luisa Carlota, heredera de la tradición italiana, trabajó con ardor: primero desde Palacio, luego desde fuera de él. Sus intenciones quedaron secretas durante algún tiempo. Esta mujer sentía por su cuñado y tío don Carlos un odio cada vez mayor. Hablaba de él, según decían, como de un miserable idiota, hipócrita y taimado. La infanta napolitana veía en el liberalismo la posibilidad de su encumbramiento.

—¿Y usted cree que al fin tendrá éxito?

—Me parece imposible.

—Yo la fui a visitar en mil ochocientos treinta y cuatro —le dije a Passaga—, cuando estaba en auge la Sociedad Isabelina, sociedad formada por unos amigos y por mí, y ya por entonces ella y sus partidarios intentaban instaurar, para la minoría de edad de Isabel II, una regencia trina, constituida por la reina madre, la infanta Luisa Carlota y el infante don Francisco.

—Sí; yo todavía estaba en Madrid entonces. Cuando se acercaron los carlistas a la corte, con la expedición real, el infante don Francisco salió más pronto que nadie de palacio y revistó las tropas antes que María Cristina, para presentarse como el auténtico liberal de la familia Borbón. Se decía entonces en Palacio que si María Cristina, ya enredada con Muñoz, se desacreditaba, la regencia se ejercería sólo por el infante don Francisco y por su mujer, Luisa Carlota, que pasarían a la categoría de reyes padres.

—Parte de estas intrigas llegaron a nosotros. La regencia trina corría como posible en 1834. El coronel Obregón, secretario y apoderado de don Francisco en época anterior a Parcent, había estado muchas veces al habla conmigo con este objeto. Yo pensé que la solución no era viable, y por eso no la acepté.

—Doña Luisa Carlota, evidentemente, es de un espíritu más varonil que su marido —siguió diciendo Passaga—; de ánimo resuelto, carácter orgulloso y con grandes ambiciones. En los años pasados, desde el comienzo de la minoría de la reina Isabel, no se habían traslucido las querellas domésticas de la familia real; pero al cabo de algún tiempo, fuera por las rivalidades personales de María Cristina y Luisa Carlota, o por el ansia de los partidos, ello es que en Palacio y en el público aparecieron síntomas claros de desunión en la familia, que se comentaron con apasionamiento.

—¿Ha conocido usted con alguna más intimidad a María Cristina?

—Algo más.

—¿Qué opinión tiene usted de ella?

—María Cristina es, sin duda alguna, menos reconcentrada que su hermana, menos ambiciosa. Se dedicó en seguida de quedar viuda a sus diversiones y a sus amores. La gustaba vivir todo el tiempo en los sitios reales, apasionada por la caza. Era una mujer inteligente, un poco vulgar y ordinaria, y quería resarcirse de la vida triste pasada con su siniestro marido. Hacia 1833 comenzaron las murmuraciones sobre su conducta; después se confirmaron y fueron del dominio común. En Palacio vimos cosas un poco raras. Sus partidarios se quejaban de sus acciones privadas. Algunos aseguraban que había convertido Palacio en un burdel.

—No sé si usted tendrá noticias de que a principios de 1838 salió un periódico titulado El Graduador, en donde se desacreditaba a la reina Cristina y se ensalzaba a la familia del infante don Francisco.

—No, no vi nunca ese periódico.

—Este periódico lo redactaba un tal Pereira, a quien yo no conozco. El infante, por medio de su mayordomo, el conde de Parcent, se apresuró a negar toda colaboración en El Graduador, que creo que sigue publicándose. ¿No tiene usted idea de si los infantes intervinieron en este asunto?

—No.

—¿Y cómo cree usted que vino la ruptura definitiva entre las dos hermanas?

—Parece que los celos trascendieron de las altas esferas; las dos hermanas llegaron a insultarse, y el infante y su mujer tuvieron que salir de Madrid desterrados.

Luego hablamos de las distintas personas que rondaban por entonces Palacio: de Muñoz y de su camarilla y de Domingo Ronchi.

—¿Y qué se decía en Palacio de sor Patrocinio? —le pregunté a Passaga.

—¿De la monja de las llagas?

—Sí.

—Se contaron muchas historias inverosímiles acerca de ella. Había quien decía que era hija de Fernando VII. Otros atribuían la paternidad a don Carlos. El pobre señor Quiroga, padre oficial de la monja, quedaba un poco mal parado con estas suposiciones.

—¿Y usted oyó alguna versión que tuviera garantías?

—No; lo único que parecía cierto es que la familia Quiroga, que estaba en una posición muy modesta, tenía conocimientos entre personas de rango.

Otras conversaciones para mí interesantes tuve con el relojero Passaga, que me contaba detalles anecdóticos de la vida de Palacio sin relación alguna con la política, pero a veces muy pintorescas y graciosas.

Otros días Passaga tocaba el violín en su taller, y lo hacía con mucho arte. Al parecer, cuando era aprendiz de relojero en una ciudad de Alemania había tomado lecciones de música y había llegado a ser todo un virtuoso. En esta época de su juventud había conocido al fantástico escritor Hoffmann, de quien contaba muchas anécdotas.