I

UN AGENTE TRISTE

A media tarde apareció García Orejón en la taberna del Compás de Oro, en compañía de Otharre. Era un hombre alto, grueso, fornido, de unos cuarenta años. Había sido picador de caballos; tenía la cara curtida, amarillenta y marcada por las viruelas. Usaba bigote largo, negro y caído. Era un poco calvo, tenía los ojos brillantes, la mirada oscura de través y los labios gruesos.

El amor, el dandismo y la intriga.

FUI también a despedirme del barón de Colins.

—Me llaman a Tolosa —le dije—. No sé si podré volver a París.

—Esté usted tranquilo —me contestó él—. Si aquí se sabe algo de la conjura de los franciscanos, se lo comunicaré a usted al instante.

Le di las gracias y salí inmediatamente de París, en la silla de postas. De regreso a Toulouse escribí a don Pío Pita Pizarro comunicándole mis descubrimientos acerca de la conjura del infante don Francisco y doña Luisa Carlota y sus relaciones con los esparteristas.

Mis datos son seguros, comprobados, le decía, hay que maniobrar con presteza para evitar que tengan éxito las intrigas de los infantes. Sujete usted a la señora (la reina). No le permita usted hacer tonterías por amor propio o por soberbia. Sobre todo, que no se vaya. Ponga usted en guardia a M. (Muñoz). Aunque sea un gaznápiro, ella le atenderá quizá más que a nadie.

García Orejón

El agente de Bayona, García Orejón, me mandó un aviso misterioso como todos los suyos. Me escribieron al mismo tiempo que no me fiara de él. Según mi comunicante anónimo, García Orejón, de procedencia carlista, trabajaba en Bayona con los partidarios de Espartero a las órdenes del cónsul Gamboa. Como había traicionado a los carlistas, me traicionaba a mí. No lo creía del todo, porque Orejón tenía simpatía por mi manera de ser. Aun estando los dos en campo enemigo me hubiera favorecido.

Orejón me escribió:

Los conspiradores de esta ciudad se agitan mucho y constantemente llegan tipos sospechosos de España, pasan unas horas y vuelven a partir con dirección a la frontera. Un intrigante francés, Marcelino Lamarque, ha marchado a Madrid a hacer propaganda franciscana acompañado de dos personas. Ha estado en la fonda de Genyes, donde ha sido abordado por un amigo mío; pero no ha dicho nada de particular.

Orejón me proponía una entrevista en Pau, o en Bagnères de Bigorre, para hablar conmigo; no se atrevía a dar detalles por escrito.

Le di la cita para el 4 de junio en Bagnères. Yo tenía tiempo y pensaba en el intervalo tomar las aguas termales de Luchón. Después de pasar una corta temporada en este balneario, me trasladé a Bigorre, donde se presentó puntual a la cita, como siempre, García Orejón. Hablamos de España. Se tramaba, según él, una conspiración entre carlista, franciscana y progresista. El foco principal de la trama, por entonces, estaba en París. No había podido desentrañar por completo la intriga. Las notabilidades carlistas a quien él conocía no estaban en el secreto. Los que se hallaban metidos en el asunto eran tipos desacreditados y sin prestigio en el carlismo.

El cónsul Gamboa, mezclado en aquellas maniobras, se mostraba alegre y satisfecho y tenía largas visitas de comisionados de España y de Francia. En la conjura hacían, evidentemente, de cabezas algunos liberales revolucionarios y masones.

Los celos de María Cristina

Según ellos, y no se recataban en decirlo a voz en grito, María Cristina se quería marchar de España no por causas políticas, sino por celos. Muñoz estaba enamorado de una bailarina, y la reina madre quería alejar a su marido de la figuranta. Los carlistas se manifestaban regocijados con el desprestigio de la reina, a la que llamaban la señora de Muñoz. Los liberales comenzaban a apodarla la Felipona, porque pensaban que seguía demasiado fielmente los consejos de Luis Felipe.

Si Espartero era capaz de echar a María Cristina fuera de España, sería más fácil, en un país sin rey, la acción de los tradicionalistas, y si Cabrera lograba sostenerse en Aragón, pensaban dar nuevos vuelos a la guerra.

Los partidarios de Espartero y los exaltados suponían posible el gobernar sin la reina. Así se podía llegar a una especie de república, o a una monarquía sin rey.

Después de estas explicaciones, Orejón se marchó.

Nuevas versiones

Los planes que Orejón prestaba a los partidarios de Espartero, de implantar una monarquía sin rey, a mí me parecían ilusorios. De llegar a realizarlos en parte, todos nuestros trabajos de liberales se iban a echar a perder.

Varias veces hice una declaración sincera. Jamás conspiré contra Espartero ni contra sus tropas, cuando él se limitó a ser general. Cuando aspiró a la dictadura, luché como pude contra su influencia.

Espartero era un progresista improvisado. Todavía en julio de 1839 decía que deploraba la perniciosa licencia, el desenfreno de la miserable pandilla que, escudada en la libertad, desgarra y escarnece hasta lo más sagrado con sus furibundos ataques, empozoñadas máximas y anárquicas contestaciones. Esa despreciable fracción de hombres inmorales —añadía refiriéndose a los progresistas—, proclamándose defensores del pueblo, todo lo atropella por llegar a sus reprobados fines.

Pocos meses después, él era el jefe de la pandilla. Gamboa fue quien decidió a Espartero a colocarse a la cabeza de los progresistas, por inspiración de Olózaga; él conferenció con el general en Urdax, cuando el Pretendiente abandonó el suelo de España en 1839.

Gamboa llevaba plenos poderes de la masonería y del partido progresista e instrucciones de Mendizábal y de Olózaga.

Mi amigo Iturri, el posadero de Bayona, condujo a Gamboa hasta Urdax en su coche; se enteró, no sé cómo, de su conversación con Espartero y me la contó a mí en seguida.

Al saberlo, envié inmediatamente un parte a María Cristina por el consulado inglés de Bayona. Le refería el hecho y le ponía en guardia sobre las consecuencias posibles de aquel acto.

La mujer de Espartero averiguó que yo había enviado el aviso a la reina; se lo comunicó a su marido, y este cobró mayor odio por mí.

Anteriormente, cuando se escribió al campamento del Mas de las Matas para desacreditarme, procedía de Manuel Salvador, entonces a sueldo de la embajada de París. En 1839, Salvador me delató, pensando beneficiar a los carlistas, y Espartero mandó prenderme en Zaragoza. Yo, como iba enviado por el gobierno, llevaba mis credenciales y el ministro las confirmó en un oficio dirigido al general, en su campamento. Espartero, aunque a regañadientes, mandó ponerme en libertad.

Notas del barón de Colins

Al mes de volver a Toulouse, el barón de Colins me mandó desde París unas cuartillas sin firma: Le envío a usted estas noticias por si le pueden interesar —me decía.

Se sabe que Parcent tiene una declaración, al parecer auténtica, escrita por María Cristina, en italiano, que dice así:

Yo, Cristina de Borbón, declaro que la voluntad de mi amado esposo Fernando VII era, como es la mía, que mis dos hijas se casen con los dos hijos mayores de mi hermana Carlota, cuyos enlaces espero sean aprobados por las Cortes, pues ambos príncipes son españoles, y aquel día será el más feliz de mi vida.

El Pardo, enero, 1836.

Después Cristina escribió a Carlota: «Mis únicas ambiciones son cumplir la última voluntad de Fernando de ver a tus hijos unidos con los míos».

Últimamente, Luisa Carlota, en junio de este año, ha escrito a su hermana Cristina una carta en italiano en la que le dice que ha trabajado por el matrimonio de su hijo Francisco con Isabel siguiendo sus deseos y la volontá del rey Ferdinando.

Cristina parece dijo a Miraflores que la carta suya, firmada en el Pardo, era falsa, aunque sí escribió a petición de su hermana Carlota algo parecido; pero eso no.

Se ve que las dos hermanas no tienen inconveniente ninguno en intrigar y en mentir.

A últimos de este mes se ha hablado de la boda de la reina Isabel con un príncipe de la casa de Coburgo. Los infantes han puesto todos sus medios para que no se efectúe ni se la considere posible y ha mandado imprimir una proclama.

Se asegura que don Francisco de Paula publicará otra pidiendo la tutela de sus sobrinos. Ha ido a Madrid don Roque Vallabriga, allegado de don Joaquín María Ferrer, gentilhombre del infante, con ese objeto.

La policía ha sorprendido la correspondencia entre Parcent y Valdés que ha entregado a Miraflores.

La policía ha registrado la casa de Valdés y ha encontrado una proclama y un libramiento contra don Fermín Tastet, a favor de Valdés, de ciento veinticinco mil francos.

Miraflores al saberlo ha decidido presentarse en casa de los infantes y tomarles declaración. No deja de ser audaz la idea. Ha ido con sus testigos a instruir el proceso.

Luisa Carlota parece que se puso furiosa con la presencia de Miraflores; insultó y blasfemó en italiano y en español hasta que se calmó.

El interrogatorio hecho a don Francisco por el marqués de Miraflores, el 11 de junio, comprende estos puntos.

Primero. ¿Si había llegado a sus manos una exposición de un sujeto llamado don Manuel Valdés Alguer? Contestó que sí.

Segundo. ¿Si había autorizado a su mayordomo, conde de Parcent, para contestar a Valdés y ofrecer recompensas? Que autorizó para dar las gracias a Valdés por sus ofrecimientos.

Tercero. ¿Si había autorizado para entregar a Valdés ciento veinticinco mil francos de casa de Tastet para hacer una campaña política? Contestó que sí; pero siempre que se emplearan medios legítimos con exclusión de cualquier hecho subversivo o revolucionario.

Cuarto. ¿Si tenía noticia de una proclama impresa que encontraron en poder de Valdés encaminada a procurar el enlace del primogénito de la casa con Isabel y a rechazar otro? El infante dijo que no. Miraflores ha enviado otras declaraciones a Madrid, donde, se asegura, ha parecido mejor echar tierra al asunto.

Poco después me confirmaron las noticias del barón de Colins.

El viaje de María Cristina

Estando en Luchón recibí una carta de Pita Pizarro. Me decía lacónicamente: «La corte ha salido de Madrid para Barcelona». No explicaba claramente el objeto del viaje. Yo pensé si la marcha estaría fraguada por la conjura parisiense y si la reina habría caído torpemente en el lazo tendido por sus enemigos.

Como había escrito ya varias cartas al ministro llamándole la atención sobre los peligros del viaje, y no tenía respuesta, no me pareció prudente escribir de nuevo a Pita Pizarro. Temía perder su apoyo y quedarme en el extranjero sin defensa.

Al final de junio emprendió María Cristina con sus hijas y Muñoz el viaje para Barcelona. Yo volví de Luchón a Tolosa. Seguía desde lejos la pista de los planes y maniobras de los franciscanos de París, y de los carlistas y esparteristas; todos dirigidos contra la reina.

Las comunicaciones enviadas por mí por entonces las conoció, sin duda, Espartero. Este no podía creer que hubiese nadie, y menos un liberal de corazón, que intentara defender el trono de María Cristina. Tal audacia debía de proceder de un enemigo personal suyo y de un furibundo reaccionario. El hombre era hueco y vano.

En aquella conjura andaban mezclados, como he dicho, carlistas, o por lo menos ex carlistas con moderados, exaltados y masones.

Yo me encontraba inquieto. Temía que por la ambición de Espartero y de la infanta Luisa Carlota, complicada con los manejos de los carlistas, se acabase con las ventajas logradas por el esfuerzo liberal del país. Pensaba que podíamos caer de nuevo en el absolutismo.

Si Espartero lanzaba a Cristina del trono, sería muy difícil que él se sostuviera largo tiempo en el gobierno atacado por carlistas y moderados, y lógicamente vendría una reacción fuerte.