II
LA CASA DE ESPERAMONS
Las señoras de Esperamons, madre e hija, me recibieron muy amablemente. La madre era una señora gruesa, que había vivido en mejor posición y se lamentaba de su suerte. La hija, Josefina, era rubia, gordita, sonriente, de ojos azules, de poca estatura, peinada con rizos y sortijillas y muy apetitosa.
El amor, el dandismo y la intriga.
A finales de junio fui a visitar a la familia de Esperamons. Me habían dicho que la abuela de Josefina estaba en la casa muy enferma. Al parecer, no lo estaba tanto. Esta señora, que era muy vieja, se encontraba en plena chochez. Había vivido durante mucho tiempo con una antigua amiga de cierta posición, y al morirse esta, tuvo que recurrir por necesidad a ir a vivir con su hija.
El cuadro que presentaba la casa era muy triste. En una habitación desnuda, grande y desmantelada, la abuela tendida en un sofá, al lado de la ventana, entre almohadones, divagaba.
Josefina y su madre trabajaban haciendo labores de punto que vendían en las tiendas.
El primer día que vi a la abuela, al entrar en el cuarto, pregunté por ella y me dijeron que estaba igual. Josefina y su madre eran las que andaban con dificultades; no podían vender algunas fincas hipotecadas que les quedaban, y los acreedores pedían y apremiaban.
Con nuestra conversación, la vieja comenzó a desvariar. Me acerqué un poco a ella; vestía capa gris y una cofia de encaje y hablaba con una volubilidad extraña. Parecía no darse cuenta de nada. A mí me tomó por un obispo y quería besarme el anillo. Tenía la nariz corva, los ojos negros y brillantes; la boca sin dientes, sumida y pequeña; la piel de la cara llena de arrugas y las manos deformadas por el reumatismo o por la gota.
La vieja comenzó a hablar de la grandeza de su familia, de los Orbessan, emparentados con la aristocracia del país, y explicó cómo eran sus palacios y sus castillos.
Su nieta Josefina y su hija doña María Luisa la escuchaban con tristeza, mientras trabajaban en su labor.
—¿Pero por qué no traéis dinero de mis palacios? —preguntó la vieja amablemente, agitándose con unos movimientos de pájaro—. Allí tenéis todo lo que queráis, todo está a vuestra disposición; podéis traer también los coches y los caballos para dar paseos. A Josefina le vendrá bien una carroza de cuatro caballos con dos lacayos y un cochero. Así iba monseñor el conde de Artois; así iba también madama la princesa de Lamballe.
La vieja sonreía y hacía reverencias cortesanas al pronunciar estos títulos aristocráticos.
—A mí estas cosas me ponen la carne de gallina —dijo doña María Luisa con un aire de tristeza y de mal humor.
—¡Gallina!, ¡cosa muy rica!, ¡muy buena! —replicó la abuela, que había cogido la última palabra pronunciada por su hija. Tenía la anciana un oído raro y arbitrario. A veces oía y a veces no—. ¿Por qué no traéis más gallinas? —siguió diciendo—. En nuestras granjas hay gallinas de sobra. Se puede alimentar con ellas un regimiento.
—Ahora las gallinas tienen una enfermedad —agregó Josefina, por decir algo.
—¿Enfermedad? Pues llamadle al médico; vendrá en seguida si le llamáis en mi nombre. Los mejores médicos de la corte los tendréis aquí, los de Luis XVI y los de Luis XVIII y de Carlos X.
—Pero para las enfermedades de los animales no se llama a los médicos, abuela —replicó Josefina.
—¿A quién se llama?
—A los veterinarios.
—¡Ah, sí, los veterinarios! ¡Qué oficio más poco distinguido! Cuidan de las vacas y de los cerdos. En nuestra finca de Orbessan hay vacas, cerdos y gallinas, y corderos, cientos, miles, cientos de miles.
—Bueno, no le digas nada —aconsejó doña María Luisa a Josefina—. Parece que se excita con la conversación.
—Tenemos más posesiones que nadie —siguió diciendo la vieja dirigiéndose al techo—. Las tierras y los montes, los ríos y el mar, todo es nuestro, de los Orbessan.
La abuela siguió hablando con su extraña divagación megalomaníaca, hasta que se cansó y pareció quedar aletargada.
Dijo luego que sentía mucho frío y preguntó por qué no traían leña.
Después se presentó una criada vieja, que al parecer se sacrificaba por la casa, una pobre mujer viuda que no cobraba su salario y que hasta había prestado parte de sus ahorros a la madre de Josefina.
La anciana enferma, al parecer, la odiaba y creía que las estaba explotando. Cuando salió la criada, la abuela empezó a murmurar:
—Yo sé a qué viene esa. ¡Esa endemoniada!
—¿A qué va a venir? —replicó Josefina—. ¡Pobre!
—¡Pobre, sí! Como que no se ha llevado de aquí pocas cosas. Yo sé cuánto se ha llevado y a dónde ha ido a parar todo: sábanas, ropas, cubiertos… Porque esa mujer es muy mala, es una endemoniada.
—Bueno, bueno, no hablemos.