II

TOLOSA

Hoy Tolosa creo que es un pueblo modernizado, con grandes avenidas y bulevares; entonces era una vieja ciudad meridional, un pueblo rojo, de ladrillo, con calles estrechas y tortuosas, mal pavimentadas.

El amor, el dandismo y la intriga.

AL principio de llegar a Tolosa me vi yo muy perseguido por la policía de la ciudad. Estuve primero alojado en el Hotel del Gran Sol y por tener un cuarto malo e incómodo me trasladé al de las Cuatro Estaciones, en la plaza de la Bolsa. No me encontraba tampoco allí muy contento. El cuarto del hotel, adornado con cortinas, alfombras y sillones de terciopelo raído, no era muy limpio y había en el papel manchas sospechosas de mosquitos y de chinches, que podían presentarse en escena a toda orquesta en cuanto apretara el calor.

Una mañana, mientras tomaba un baño caliente para mi reuma, un inspector de policía, rústico y grosero, acompañado de dos agentes, penetró en el cuarto, sin pedirme permiso, y con ademanes violentos me preguntó:

—¿Es usted el señor Aviraneta?

—El mismo.

—¿Español?

—Sí, señor.

—Haga el favor de darme su pasaporte.

—Permita usted que salga del baño y me vista; luego le manifestaré el objeto de mi estancia aquí y le mostraré mi pasaporte, para lo cual puede usted esperar en una pieza inmediata.

—Nada, nada. Yo no tengo que esperar. El pasaporte enseguida.

El inspector enarboló su bastón de mando y me ordenó que saliera enseguida del agua y me vistiera, como lo hice delante de los agentes.

Al concluir de vestirme busqué el pasaporte y la carta de residencia del comisario de policía y se los mostré.

Vaciló el inspector y me obligó a salir de casa y a ir con él a una oficina de la policía. El jefe de esta oficina, llamado Labrière, que estaba en compañía de un tipo moreno, tétrico, de cara macilenta de tipo español, sacó de un cajón unos papeles y me hizo varias preguntas ociosas, a las cuales contesté yo como bien me pareció. En las primeras palabras le advertí:

—No tengo obligación de darle cuenta de la actividad política mía ejercida en España; no soy un refugiado, sino un particular que está tratándose una enfermedad.

El tal Labrière era un hombre de malas trazas, grueso, moreno, de color cobrizo, de aire jesuítico, con formas melosas. Luego supe que era muy devoto y que estaba al servicio de los reaccionarios.

De joven había estudiado para cura en un seminario del mediodía, en Montpellier o en Perpiñán. Después sentó plaza y entró en España con el ejército del duque de Angulema, donde llegó a sargento. Luego pasó a la policía, en la época del mando de los clericales del Pabellón Marsan, y ascendió a inspector.

Examinó Labrière mis documentos con cierta sorpresa, se los mostró a su compañero, que a mí me parecía español, y me los devolvió de mala gana, diciendo que podía retirarme.

Este paso se dio por instigación de los legitimistas tolosanos, grupo de gran influencia en la ciudad, unidos a los reaccionarios españoles de categoría refugiados en Tolosa.

Entre estos últimos estaba Calomarde, del que me hablaron con grandes elogios por su caridad. Yo le vi una vez a la puerta de una iglesia, y a pesar de encontrarle ya viejo, despreciado y humillado, me produjo tal cólera su aire de hipocresía y de bajeza, que, a no contenerme, le hubiera dado un puñetazo o un puntapié.

Reaccionarios españoles y franceses formaban en Tolosa una falange poderosísima y a su servicio se encontraba el jefe de policía Labrière, hombre muy enérgico y muy astuto. Como lazo de unión de la policía francesa y española estaba el hombre de aire tétrico del que supe, por Lenormand, que era un agente llamado Mejía, de quien recordé que me había hablado el confidente madrileño López del Castillo.

Mejía probablemente estaba a sueldo de los carlistas.

—Usted lo que debe hacer es presentar una queja al prefecto por esa violación de domicilio —me dijeron algunos liberales franceses.

Yo no quise hacerlo por no meter ruido y no llamar la atención.

Preferí dirigirme de una manera confidencial a la logia masónica de la calle del Lobo y, al mismo tiempo, escribir al embajador de España en París, contándole el caso y remitiéndole la Real orden del ministro de Estado, don Evaristo Pérez de Castro. En ella recomendaba a los embajadores, cónsules y otros encargados en el extranjero de los negocios españoles, que me prestasen ayuda. El embajador de España en París, marqués de Miraflores, al devolverme el despacho del ministro, me decía: Ya no le molestarán más las autoridades de Tolosa; se les ha comunicado órdenes por el gobierno francés para que le dejen tranquilo.

Efectivamente, así sucedió durante algún tiempo.

Por entonces, en un número de marzo del periódico francés La Emancipación venía esta noticia: «En una carta que se escribe desde Madrid el 18 de este mes al Memorial de los Pirineos se dice: “El gerente del periódico Fray Gerundio ha sido detenido y encarcelado. Circula el rumor en la ciudad de que medidas semejantes van a ser tomadas con muchos redactores de la oposición, principalmente de La Legalidad y del Eco del Comercio. Se dice también que el ministerio ha ordenado a su embajador en París la detención del señor Aviraneta si intentase pasar la frontera. El señor Aviraneta, que ha representado tan importante papel en los trastornos políticos de Barcelona, es el mismo a quien el general Espartero mandó detener últimamente a su paso por Zaragoza y que fue libertado por orden del ministro”».

Estas noticias me hicieron exagerar la prudencia; veía que no había para mí buenas intenciones en las alturas.

La pensión de Cohen

Por influencia de uno de los masones de la logia me trasladé del Hotel de las Cuatro Estaciones a la pensión de un tal Cohen, que era judío y daba lecciones de alemán y de hebreo.

Este señor vivía en la calle de los Paradoux (los paradoux debían de ser una cierta clase de flechas que se usaban en la Edad Media).

En casa del señor Cohen me dieron un cuarto grande, desnudo y blanqueado, que había pertenecido a un catedrático de la Universidad.

Allí no había miedo a los parásitos como en el Hotel de las Cuatro Estaciones. En la casa vivía un profesor de español, hijo de un valenciano que se firmaba Ivagnés. Este señor Ivagnés comenzó a acompañarme en mis paseos por el barrio. Solíamos ir también, los días en que estaba abierto, al Jardín de Plantas a sentarnos allí.

El barrio era curioso. Cerca de la calle de los Paradoux estaba la iglesia de Nuestra Señora de la Blanca, con su torre, y en las callejuelas próximas había antiguos hoteles de ladrillo. Al lado se encontraba la plaza Salin, donde antiguamente se celebraban los autos de fe, y la capilla de la Inquisición. En esta plaza habían sido condenados a muerte muchos heréticos, y en ella fue quemado vivo Vanini, después de haberle arrancado la lengua por ateo.

En la misma casa de Cohen, en el último piso, había una pensión muy pobre, y en ella, según me dijo Ivagnés, habitaba un español en una situación muy próxima a la miseria.

Este español, Ángel Pérez, a quien fui a visitar, vivía en una guardilla con las mayores privaciones. Era un tipo solitario y suspicaz, con un hijo pequeño tan salvaje como él. Tenía los ojos negros y chiquitos como perdigones y el pelo rizado.

El tal Pérez no era mal artífice; pero él se creía un genio y pensaba que todo el mundo le perseguía y que tenía que vivir por necesidad huido. Pintaba abanicos románticos y otros de estilo Imperio con elegancia; tenía una fantasía limitada, muy propia para su arte; pero él la creía, sin duda, importantísima y grandiosa. No podía comprender que la producción de sus pequeñas obras artísticas no era suficiente para que nadie le persiguiera.

Yo, que he tenido alguna afición a la pintura, le hice algunas observaciones sobre su técnica, y me contestó estúpidamente que sus obras producían la rabia de los envidiosos.

Tenía la pretensión de pintar retratos del natural, y yo le dije que se veía que sus condiciones eran sólo para pintar de memoria.

A los pocos días vino a pedirme dinero, pero no se lo di.

«No quiero contribuir a la vanidad de los tontos», le dije.

Corté con él, porque el pintor era de esos hombres con los cuales no se puede uno entender y con quien se acaba necesariamente riñendo.

Seguí visitando al señor Ivagnés y hablando con Cohen, quien, a pesar de que aseguraba con gran interés que no practicaba su religión, la practicaba secretamente con su familia y guardaba filacterias misteriosas en los rincones.

El señor Cohen se lamentaba de que, habiendo sido Tolosa en su tiempo de esplendor una ciudad progresiva y abierta a todas las tendencias, se hubiera convertido en un pueblo levítico de ideas estrechas, en el cual lo más simpático para sus habitantes eran las procesiones y las fiestas religiosas. La intransigencia reinaba en la población, según el judío. No había bastado, y no podía bastar seguramente, el que en los tiempos revolucionarios se cambiara el nombre de la calle de la Inquisición por el de calle de la Tolerancia.

Esperar y desesperar

En un pueblo extranjero las horas son de una longitud desmesurada. La vida se pasa esperando. Se espera y se desespera continuamente. Se vive como en un paisaje sombrío, y sólo a lo lejos brilla la luz en los últimos términos.

Muchas veces, por las mañanas, solía dar un paseo solo; marchaba por las orillas del Garona y contemplaba las murallas del pueblo con sus torreones derruidos llenos de hierbajos. Otras veces solía pararme en el Puente Nuevo a contemplar el río y el pueblo con sus casas y sus torres. Como el sol picaba y me producía un ligero dolor de cabeza, entraba en los barrios solitarios por las calles estrechas y tortuosas con pavimento de cantos agudos de río y casas antiguas de ladrillo rojo, abandonadas y desiertas.

El sol penetraba en estos callejones como una espada de fuego. En algunos pasadizos y plazoletas no oía más que el ruido de mis pasos.

Cuando volvía a mi rincón, si no tenía correspondencia, me entraba el abatimiento y me pasaba horas mirando el techo.

Con frecuencia salía a la azotea; desde allí se dominaba la gran llanura verde próxima a Tolosa, con sus carreteras blancas, polvorientas, bordeadas de grandes árboles. El pueblo presentaba desde lo alto un aire meridional, con sus calles estrechas como cortaduras. Un elemento constante en la atmósfera era el viento, que reinaba con gran frecuencia y gran violencia. Mugía sobre los tejados, agitaba las ropas puestas a secar y arrancaba el humo de las chimeneas y lo escamoteaba en el espacio.

Los días muy claros aparecía hacia el fin de la lejanía la muralla de los Pirineos con sus crestas brillantes de nieve.

A media tarde, con el sol en lo alto, Tolosa, con las torres de la Blanca, la Dorada, San Esteban y la pirámide agujereada de San Saturnino sobre los tejados pardos, parecía un pueblo en ruinas, un pueblo monótono y espectral; pero cuando se inclinaba el sol y doraba torres, campanarios guardillas, y tejados con la luz roja del crepúsculo, tomaba la ciudad el aire de una Babilonia mágica.

La familia de Esperamons

Andaba yo por esta época enfermo y triste. Solía ir con frecuencia a casa de Josefina de Esperamons. Vivía esta en la calle del May, cerca de la de Saint-Rome. La familia de Esparamons se encontraba pasando grandes apuros. La madre de Josefina, doña María Luisa, quería vender algunas propiedades que les quedaban e irse a vivir a una aldea.

Yo tenía con Josefina una buena amistad. Josefina se ganaba las simpatías de los conocidos por su decisión, su energía y su valor. No había en ella hipocresía ni tampoco amaneramiento en sus palabras. Veía las cosas de la vida claras, sin ilusiones y sin falsedades.

Por entonces tenían recogida en su casa a la abuela, madre de doña María Luisa, que estaba chocha y les daba mucho que hacer.

Iba a visitarlas un pariente, el abate de Orbessan. El abate, hombre moreno, ambicioso, con el pelo crespo y los ojos negros brillantes, luchaba para salir de la miseria; pero le ponían dificultades y por el momento no podía vencerlas. Intrigaba en el obispado y entre los legitismistas, sin salir a flote.

Decían que el cura era muy elocuente en el púlpito. Se mostraba furioso al verse postergado de una manera sistemática.

Yo le convencí de que en la Iglesia y en el Estado no se posterga a nadie deliberadamente. A los hombres se les considera por su lado útil y como instrumentos de los intereses de las instituciones. Además, se adora el éxito. A los primeros éxitos que tuviera el abate, la actitud de los conocidos cambiaría para él; los indiferentes se le convertirían en partidarios, y los que le estorbaban el paso le ayudarían a subir. El abate reconoció que estaba en lo cierto.

La situación de la familia de Esparamons iba siendo muy crítica. Yo no tenía medio alguno de favorecerla, porque no iban a aceptar de mí una limosna.

Informes alarmantes

Por entonces, el comisario de policía Lenormand, a quien conocí en la logia de la calle del Lobo, se hizo bastante amigo mío y me proporcionó datos acerca de los carlistas españoles y de sus relaciones con los legitimistas franceses.

Con estas noticias y otras muchas privadas iba formando mi «Memoria Secreta». Vería, con el tiempo, si me convenía publicarla o no.

Poco después, un agente nuestro en París, Martínez López, y otro de Bayona, García Orejón, me escribieron dándome noticias confusas de la conspiración incipiente tramada contra la reina Cristina. El corresponsal de París me hablaba de las intrigas de un tal Lamarque, amigo íntimo del ministro de Negocios Extranjeros francés. Los viajes de Lamarque parecían muy sospechosos.

Otros informes recibí de gentes de París a quienes subvencionaba Pita Pizarro. Se practicaban diligencias, pero no se averiguaba nada.

Los avisos se iban repitiendo en términos un poco alarmantes, y los hechos seguían oscuros. No se sabía cuál era el fin de la supuesta conjura. No se citaban nombres de personas.

Se hablaba de las ambiciones de Espartero y de Narváez, y se decía que don Diego León iba a marchar sobre Madrid, con veinte mil hombres, a dar un golpe de Estado, como el de Bonaparte en Brumario, para implantar el despotismo militar.

La casualidad vino en mi ayuda y me dio una indicación para mis averiguaciones.