IV

GENTE DEL ARROYO

Yo nunca he creído gran cosa en las nobles intenciones de la mayoría de la gente. No digo que todo sea malo en el hombre; pero que abunda más lo malo que lo bueno, me parece evidente.

Los confidentes audaces.

AL día siguiente, por la mañana, fui a ver a uno de mis agentes de París, Pedro Martínez López, libelista grafómano y sinvergüenza de nacimiento.

Martínez López era de Villahoz, en la provincia de Burgos. Hacia 1828 o 1829 dio a la estampa en Madrid un librito titulado El mundo tal como es, o todos locos. Después, en Barcelona, publicó un papel, el Sancho Gobernador, diario político, literario, industrial y mercantil. El Sancho Gobernador era periódico en apariencia liberal exaltado y en realidad pancista. Del mismo papel, con idéntico título, hizo algunos números después en Burdeos.

En esta ciudad dio a la imprenta La España en 1833 al expirar el rey Fernando VII, Una noche en el infierno y Las brujas en Zugarramurdi, con dos láminas litografiadas. Las publicaciones del libelista, confusas y pedantescas, por exceso de alusiones o por el estilo retorcido, no se entendían bien.

En Madrid, el Martínez López lanzó un semanario titulado Para todos y en Burdeos otro, El Lechuguino.

En 1830 estaba ya en Francia, donde imprimió una proclama, Appel aux espagnols, en el cual atacaba a los liberales emigrados.

Martínez López ¿era carlista o liberal? Nadie lo sabía. Para cobrar de unos y de otros, era pancista.

Después hizo libros de gramática, con títulos pintorescos: Un trocito de lengua escabechada para la Academia Española, Un cortadillo de Rosolí Dicitur para este cura Pedro Martínez López.

Luego escribió un diccionario de agricultura; tradujo un Ensayo histórico sobre las Provincias Vascongadas, Mis prisiones, de Silvio Pellico, y creo que tradujo también El judío errante, de Eugenio Sue.

Por este tiempo Martínez López, muy ansioso de dinero, quiso entablar relaciones con el infante don Francisco y con la infanta Luisa Carlota, y se ofreció para escribir un libelo difamatorio contra María Cristina.

Lo escribió y lo publicó, y aseguró después que lo había hecho por encargo de la infanta.

Muchos en París, al hablar de Martínez López, recordaban el título de su periódico, Sancho Gobernador, y así le llamaban.

Sancho Gobernador, aunque no lo decía, había sido carlista; le quedaba el virus reaccionario y gramatical. Era cabezón, de mediana estatura, achaparrado, barba negra crecida, ojos negros, color bronceado, aire de cínico y de granuja. Tenía unos dientes grandes, amarillentos, de caballo. Se decía que en su pueblo había dejado mujer y cuatro hijos, lo que no fue obstáculo para que pretendiera casarse en París con una señorita francesa, y se hubiera casado a no oponerse la madre de ella.

El buen Sancho era sucio, cochambroso, pedigüeño y sablista. Tenía muchos ejemplares de sus libros que no se vendían, y cuando encontraba una victima propiciatoria, tomaba un ejemplar, lo dedicaba a la persona con grandes elogios y le pegaba un sablazo.

Este libelista unía la mala intención con la pedantería. Martínez López vivía por entonces en la calle de Tiquetonne, cerca de mi casa, con una vieja aventurera, en un hotel de muy mal aspecto. Al parecer, el libelista ahorraba y prestaba dinero a usura.

Sancho Gobernador, el cínico, servía a quien mejor le pagaba.

Lo mismo escribía una diatriba que una apología. La última apología suya fue la dedicada al conde de San Luis poco antes de la revolución del 54. Martínez López, mientras yo le pagué, me sirvió bien; luego, cuando no tuve dinero para pagarle, se hizo enemigo mío y trabajó para que me expulsaran de Francia. En él esto era natural y legítimo. Estimaba al que le pagaba, y al que no, no. El ser un tanto cerdo es un derecho legítimo, en el hombre que lo es. No se va a luchar contra la naturaleza.

El folleto que publicó Martínez López contra la reina Cristina, según dijo el marqués de Miraflores, era la producción más indecente y grosera de la prensa de la época, en la cual la reina era tratada de una manera indecorosa, y los hombres notables, políticos y militares de España, escarnecidos e insultados. El folleto era más bien un producto de literatura amanerada y pedantesca.

Insultaba, con aire que quería ser de satírico antiguo, a la reina Cristina y a sus amigos Parejo, Calvet, Rufino Carrasco, Gaviria, Piermarini, Piernas, Ronchi, dedicándoles epítetos injuriosos y llamándoles constantemente alcahuetes y ladrones. A Muñoz le decía el Chocolatero; y al conde de Torrejón le asignaba un dicterio que rimaba con su apellido.

Desacreditaba a los políticos. De Martínez de la Rosa decía que era hijo de un cura, Espartero no sabía leer, Toreno era un ladrón, Montevirgen un estafador, Mendizábal y los suyos estaban vendidos, y todos eran venales y canallas.

¡Qué moralidad la de aquel sucio y cochambroso libelista!

Martínez López había querido hacer su carrera política en París. A fines de 1838 se presentó a Parcent y le dijo que iba a escribir un folleto contra Cristina. Parcent no le subvencionó como Martínez esperaba. Entonces se presentó a don Francisco y a doña Luisa Carlota, que le despidieron por desconfianza. El burgalés quiso seducir a los hijos de los infantes; pero Parcent intervino y riñeron, y Martínez le amenazó con publicar cartas que tenía, en las cuales Parcent hablaba mal de don Francisco.

Martinez López quiso convencer a Mataflorida y a Oliana para hacer un partido entre moderado y carlista y terminar la guerra, pero no tuvo éxito.

El pájaro en su jaula

Avisé a Martínez López, desde la portería de su hotel, que quería verle, y para hablar a solas conmigo me llevó a su habitación. Tenía un cuarto en un piso bajo, con una ventana a un patio. Era un lugar sucio, cochambroso, digno del que lo habitaba. La jaula parecía hecha para el pájaro.

Tenía el cuarto papel amarillo, ajado, con guirnaldas y pastorcitos, chimenea de mármol blanco ahumada y enrojecida por las llamas, una cama de madera todavía en desorden, estante con varios libros y diccionarios y algunas estampas en las paredes.

Por los cristales empañados entraba la luz opaca y triste de un patio y el aire que se respiraba allí dentro era de sitio sin ventilación y mezclado con un olor desagradable a berza y a cocina pobre.

Martinez López me invitó a sentarme y yo le pedí datos acerca de los trabajos de los franciscanos. Como decía que esto no tenía importancia, yo le pregunté:

—¿No cree usted que haya una conjura?

—No llame usted a eso conjura —contestó él—, es más bien una conspiración o una confabulación.

—No sé cómo se puede llamar; la palabra para calificarla no me importa. El hecho es el que me interesa.

Martínez López me dijo que no pensaba que hubiese más confabulación que el deseo de la infanta Luisa Carlota de casar a su hijo con la reina Isabel.

Le expliqué que García Orejón hablaba de muchas idas y venidas y de conferencias entre franciscanos, carlistas y progresistas.

—¡Bah! No haga usted caso de eso; ese picador es un iluso.

El libelista jugaba con dos barajas; tan pronto daba noticias interesantes, como decía: No, todos estos son rumores sin fundamento.

Sancho Gobernador no quiso franquearse conmigo; aseguró que todas sus noticias las había dado en sus comunicaciones. Yo, como sabía que era vanidoso, le dije, con cierta indiferencia, que él era hombre dedicado a cuestiones gramaticales y que yo comprendía muy bien que no le gustaran estos espionajes políticos, para los cuales se necesitaban gentes sin escrúpulos y de más arrestos que él.

El hombre se picó como yo esperaba y comenzó a hablar ofendido y contó cuanto sabía.

Explicó cómo había ido a visitar a la infanta Luisa Carlota a pedirle datos para escribir el libelo contra María Cristina, y se había hecho la remilgada; dijo cómo el infante Francisco de Paula le había sacado dinero a Muñoz y tenía empeñadas sus joyas; habló de las cuestiones entre los dos hijos del infante, Paquito y Enriquito: el primero, que parecía afeminado, y el segundo, que tendía a ser un calavera.

Yo le pregunté:

—¿Se entienden bien don Francisco y doña Carlota?

—Sí; ella le arrima cada paliza…

—¿De verdad?

—Sí, hombre. Le han visto muchos a él salir corriendo y a ella darle dos bofetadas y después un puntapié en el trasero. A pesar de esto, él no puede vivir sin ella.

—¿Y sabe el infante don Francisco de Paula que es hijo de Godoy?

—Claro que lo sabe. A medida que se va haciendo viejo, se va pareciendo más a Godoy.

—¿Y se ve con él?

—Se han visto varias veces. Luisa Carlota sabe también que es nieta del príncipe de la Paz.

—¿Y no le ayudan al viejo, encontrándose aquí Godoy en la miseria?

—Poco, porque ellos no andan muy bien. Además Godoy tiene bastante para vivir. Lo que pasa es que es un llorón.

—¿Y qué motivos tiene Parcent contra María Cristina?

—¡Bah!; ¡ya lo sabe usted!

—No…, me lo supongo.

—Pues lo que supone usted es la verdad. Parcent quiso ser el Muñoz de la reina Cristina, y como no lo pudo conseguir, es el Muñoz de su hermana Luisa Carlota.

—Eso se dice.

—Y se sabe. Parcent es el Sigisbeo de la infanta, lo que se llama en Italia Cavaliere servente.

Después hablamos de Bayona, en donde él había estado algún tiempo, y me contó cosas que yo ignoraba. Yo no sabía la relación comercial directa que existía entre Mendizábal y el cónsul Gamboa. Creía que serían amigos como hermanos masones; pero no era sólo esto.

Gamboa había sido nombrado cónsul de Bayona por influencia de Mendizábal. Mendizábal era el jefe de la casa de comercio conocida en Londres por la razón social «Mendizábal, Carbonell y Gamboa».

Esta casa comercial, unida con Vázquez, Dourou, de Burdeos, y Lasala y Collado, de San Sebastián, había formado una sociedad o Compañía mercantil para explotar los suministros durante la guerra. El consulado de Bayona había sido, durante el ministerio del Mendizábal, una verdadera oficina de contratación, adonde iban a parar todos los fondos del ejército, sin que interviniese la administración militar. Allí se hacían las compras de cuanto consumían las tropas liberales.

Como yo no estaba en Bayona en este tiempo, no me hallaba enterado.

Mendizábal era muy dado a enredos financieros. Se decía que en 1835 tenía en su casa de banca de Londres tres millones de libras esterlinas, y que sus socios mermaron con sus especulaciones torpes la mitad de su fortuna.

Mendizábal, acostumbrado a las operaciones de Bolsa y banca, se metía en planes atrevidos y poco claros. Con un fondo de inteligencia de banquero y una ligera sospecha de judaísmo de raza tenía una facilidad de manejar el dinero y a la gente que lo había tenido creyéndole sólo español. Entraba en todas partes: en los medios políticos y artísticos. En la Historia de mi vida, de Jorge Sand, que leía el otro día, dice la autora que sus amigos miraban a Mendizábal como a un padre, y que quiso acompañarles a ella y a Chopin a Mallorca; dadas las costumbres de la dama, no sería raro que hubiese tenido algo que ver con el hacendista español.

—La Compañía latro-mercantil de que le hablo a usted —siguió diciendo Martínez López—, ha sostenido, fuese cual fuese la variación ministerial, a Fernández Gamboa en el consulado de Bayona, por el interés que había en los socios. En Oloron tenían, bajo la dirección del comerciante carlista Inda, la oficina de seguros de todo el contrabando que se ha hecho en España. La mayor parte del salitre que han consumido los carlistas de las Provincias Vascongadas fue vendido por esa Compañía, y cuando otros especuladores hacían remesas, los denunciaban en seguida al gobierno francés. La Compañía ha hecho, desde Bayona, un gran comercio con los puertos de Lequeitio, Bermeo, etc., y ella, como le he dicho a usted, denunciaba los cargamentos que no eran suyos. En tanto que a muchos contratistas se les están debiendo sumas enormes, a Collado y a sus socios se les ha pagado puntualmente, y muchas veces con anticipación.

—Con la miseria del erario, esto habría sido difícil.

—Pues así ha sido. Créalo usted.

—¿Y cómo sostenían la unión los socios de la Compañía?

—El dinero lo puede todo, y carlistas y liberales se unen para los negocios como un coro de angelitos —contestó Martínez López, sonriendo con su sonrisa cínica y mostrando sus dientes de caballo—. Por otro lado, Collado es el amante de la mujer de don Evaristo Pérez de Castro, que ya es un hombre achacoso. Collado es cuñado de Lasala, y Lasala maneja a Gamboa, que es torpe y estólido.

Pérez de Castro y Mendizábal participan en los beneficios. Cuando el convenio de Vergara, se ocultó la noticia en San Sebastián durante treinta horas con objeto de que Collado hiciera compras de papel, lo que le valió millones.

—No sé, eso no me parece tan fácil.

—Pues se hizo. Y todo San Sebastián lo sabe. Gamboa tiene muy buenos informes. Se sirve de su amistad con Decazes, y este es íntimo de Thiers, y por él sabe noticias que comunica a Collado y a Lasala.

—¿Y ese banquero Palet, mallorquín, tiene relación con esa Compañía?

—Palet no es un banquero, es el hombre de confianza y el inspirador de Tastet. Tastet quiere hacer un empréstito y quedarse con las contribuciones de Filipinas durante cincuenta años.

—A Tastet le conozco. ¿Tiene capital?

—No lo sé. Es posible que Tastet sea sólo un testaferro de la Compañía latro-mercantil de Bayona. Habrá usted visto que lo mismo es liberal que carlista, lo mismo proyecta un empréstito para don Carlos que para María Cristina. Entre Tastet y la Compañía aparece Segura, que es íntimo de Tastet y de Gamboa.

—¿Otro pajarraco?

—De los más peligrosos.

—¿Y qué importancia tiene Palet para que ahora se hable de él como de un financiero?

—Palet es el brazo derecho de Parcent y el brazo izquierdo de Tastet. Además está o ha estado empleado en la policía política del gobierno francés. Antes andaba siempre con un italiano, Prate o Prati, a quien se tenía por hombre de cuidado. De este Prati decían que era un espadachín venido de Nápoles y jugador de ventaja, y que había formado parte de la Camorra; otros aseguraban que era un gran jefe carbonario y que llevaba siempre un bastón de estoque, con el que había matado a varias personas. Este Prati tenía un amigo llamado Barsabas, que no se sabe si es italiano, griego o corso; dicen que es químico, que es médico, bolsista, inventor, que tiene registradas muchas patentes, pero no se sabe con qué dinero ni con qué objeto. Aseguran que es masón y comunista. ¡Vaya usted a saber!

—¿Y Parcent, qué pretende?

—Parcent se quiere vengar de Cristina, que le ha hecho desaires, según él, y quiere sanear su fortuna. Parcent se entiende con republicanos y con carlistas; tiene buenas amistades con los magnates Ferrer, Calatrava, etc. Protegió los periódicos El Graduador, El Eco del Comercio, luego el Guirigay y ahora La Revolución. Tiene amigos entre los masones más influyentes; es un pequeño Felipe Igualdad; maneja a un tiempo muchos negocios oscuros; le buscan los chanchulleros como Valdés, Bernardo Oliana, Palet y Pereira; intriga para conseguir la pensión de los infantes, vende sus joyas y busca la manera de desentramparse él y sus amigos.

—¿Y Manuel Salvador, está aquí?

—¿El carlista? Sí, puede que esté. ¿Le conoce usted?

Sí, es un perfecto granuja.

—¡Bah!, eso es un común denominador en estos tiempos que no se puede tomar en cuenta. Un amigo mío de Madrid, hombre cándido, supo que a un pariente suyo de su mismo apellido le habían detenido por ladrón. El amigo fue conmigo a la jefatura de policía, y al empleado le contó lo que le pasaba. «¿Y usted que quiere saber?» —le preguntó el empleado—. «Quiero saber si ese pariente mío es de verdad ladrón». «No se ocupe usted de eso —le dijo el empleado—, aquí todos lo somos».

No reproduzco las frases íntegras de Martínez López, que era un pedante de la literatura. A cada paso tenía que sacar a relucir palabras groseras y soeces de aire castizo. Los políticos eran unos zarramplines, unos galopines, unos bellacos. La boda de la reina había sido un bodorrio; los amigos de María Cristina no tenían antes de conocerla ni un harapo para cubrir el tafanario.

Después, para lucirse, me recitó párrafos de los que había publicado en su folleto.

—Esto he dicho yo, lo que no ha dicho nadie:

»Cristina, la inmortal Cristina, como sus aduladores la llaman, es y ha sido el azote de los españoles, y no ofrece la historia un ejemplo de mujer tan ingrata, a la par que impúdica, como esa mujer del Chocolatero, para cuya ambición no dan de sí las minas del Potosí, para cuya lascivia las cavernas de Príapo no tienen harto furor.

»¡Oh, degradación!… Una Lucrecia Borgia, regentando el trono español, una corte de alcahuetes y de miserables reptiles… Noventa y cinco ministros ladrones en cinco años y un pueblo más bruto que los brutos, que revienta bajo el peso de las cadenas y calla.

—Así he hablado yo y he añadido:

»¡Regenta!… Huye y arrastra contigo el asqueroso templo que al vicio erigiste con insistente osadía: vuelve a Italia, allí puedes celebrar tus orgías, allí sustentar tu condición de Bacante, allí, en fin, incensar al ídolo de tus únicas creencias: la Prostitución.»

—Tales han sido mis palabras.

Todas estas brutalidades hubieran demostrado algún valor escritas y publicadas en España con su firma, pero estaban publicadas en París y con la firma de Miguel de Sousa.

El judío Rodríguez

Hablando con Martinez López, llamó en el cuarto y se presentó un francés meridional, Isaac Rodríguez, de origen judío. Este hombre, de unos treinta años, de aire seco y duro, firmaba Rodrigues y estaba estudiando economía.

Nuestro Sancho Gobernador, que había desembuchado lo que sabía, quizá se arrepintió de haber hablado, y al salir de la habitación, me dijo:

—No diga usted que estas cosas se las he contado yo.

—No tenga usted cuidado.

Me despedí de Martínez López, y el judío Rodríguez salió conmigo del hotel de la calle Tiquetonne. Como quizá sentía curiosidad por la política extranjera, me preguntó datos acerca de la situación de España.

Él creía que si la revolución patrocinada por el general Espartero tomaba incremento en España, franquearía los Pirineos y sería un peligro para Luis Felipe.

Rodriguez me acompañó hasta mi casa, que estaba muy cerca.

—Esta calle de la Jussienne es una de las más antiguas de la ciudad. ¿Sabe usted lo que quiere decir este nombre? —me preguntó.

—No.

—Pues aquí había una capilla dedicada a Santa María Egipciaca, la Egyptienne, construida por el gremio de pañeros de París. De Egyptienne, el pueblo hizo Gypecienne y de Gypecienne la Jussienne.

—Es curioso.

—En esta calle, en el hotel del número 18, vivió algún tiempo madama Dubarry.

Me despedí de Rodríguez. Pocos días después volví a verle. Era comunista o medio comunista, hombre sabio, pero no simpático. Tenía demasiada buena idea de sí mismo. Demostraba una memoria enorme; había sin duda leído mucho y lo recordaba todo.

Aquel hombre abarcaba con su espíritu ávido de judío todas las teorías económicas y sociales que bullían en Paris para construir, sin duda, a su gusto, un sistema social y político.

Al llegar al cuarto del hotel hice un resumen de lo que me había dicho Martínez López y de los que había oído la tarde anterior en casa del barón de Colins, y lo escribí con detalles en mi «Memoria Secreta».