VIII

PROPOSICIÓN DE UN BANQUERO

Fermín Tastet, banquero español establecido en Londres, era amigo de los liberales y de los masones. Estuvo durante muchos años encargado de los negocios de la Embajada rusa. Al final de la guerra civil, en compañía del banquero Franchessin, quiso hacer un empréstito al pretendiente don Carlos. Este empréstito lo había solicitado don Joaquín Abarca (obispo de León), y tomaban parte en él los financieros Tastet, Franchessin, Doloret y Bordigni.

Juan Van Halen, el oficial aventurero.

AL día siguiente, por la tarde después de comer, se presentó un desconocido muy elegante en mi casa. Me dijo que quería hablarme con gran reserva y le llevé a mi cuarto.

Al señor era francés, pero se expresaba muy bien en castellano. Se sentó y me dijo:

—No soy partidario de circunloquios; así que voy a entrar en materia sin preámbulos. Me envía Fermín Tastet, que es conocido de usted y que le recuerda con cariño. En su nombre y en el de otros tres banqueros vengo a hacerle una proposición.

—Usted dirá.

—Sabemos que usted trabaja en estos momentos por la reina Cristina.

—Siempre he trabajado por ella y por su hija.

—Está bien; algunos banqueros hemos puesto nuestro crédito y parte de nuestra fortuna en una jugada política española a favor del infante don Francisco.

—He oído hablar hace poco de ello.

—La jugada no es caprichosa ni insegura, ni mucho menos. Podrá salir mal, eso no cabe duda; pero como tiene varias combinaciones, es improbable que en alguna no se acierte.

—No sé cuáles son esas combinaciones.

—Se las iré a usted expresando. No tengo ningún inconveniente en jugar con las cartas sobre la mesa. Primera combinación: Regencia o corregencia del infante don Francisco con su mujer Luisa Carlota.

—No creo que resulte.

—Segunda; Matrimonio de Isabel II con el conde de Montemolín, el hijo de don Carlos.

—No la aceptará el pueblo liberal.

—¿Cree usted que no?

—Me parece indudable.

—Tercera: Matrimonio de Francisco de Asís con Isabel II, y del duque de Montpensier con la infanta Luisa Fernanda.

—Eso puede ser.

—Cuarta: Expulsión de María Cristina y regencia de Espartero.

Al oír esto me sobresalté.

—¿Y cómo es posible —dije— que trabajen ustedes por una solución progresista y al mismo tiempo por otra reaccionaria?

—El dinero, señor de Aviraneta, es muy elástico.

—Es posible. ¿Y por qué me cuenta usted eso?

—Se lo cuento porque vengo a proponerle que se pase usted a nuestro campo.

—No; yo no cambio de criterio porque sí.

—No será porque si; será con su cuenta y razón. Mis socios y yo le ofrecemos, si se pasa a nuestro campo a trabajar en la empresa: primero, sueldo doble del que le dé el gobierno español, y segundo, una cantidad que no baje de doscientos mil francos, la mitad al comenzar los trabajos y la otra mitad al terminarlos… ¿Qué me dice usted de la proposición?

—Le diré a usted que no me vendo. No soy un tránsfuga ni un traidor. Ya empiezo a ser viejo; tenía alguna fortuna, que la empleé y la perdí en mis empresas políticas… Lo único que me queda para vivir es la idea de haber obrado siempre con arreglo a mi conciencia.

—Llegaríamos a más.

—Es inútil, no me vendo. El brigadier Rosales, secretario del infante don Francisco, me ha propuesto varias veces en Madrid trabajar a favor del infante, y no he querido nunca.

—¿Por qué?

—Porque no me parece viable la combinación. No creo que pueda tener éxito. Para los tradicionalistas y partidarios de la ley sálica, el rey debe ser don Carlos; para los liberales, que quieren la tradición española anterior a los Austrias y a los Borbones, la reina tiene que ser Isabel. Un tercero en discordia no representa nada.

—Bien; ¿y no es más lógico que en vez de razonar mejor o peor, y seguir en una posición prácticamente mala, en la cual no cosechará usted más que ingratitudes, se pase a nuestro campo, donde le pagaremos mejor y le daremos una cantidad para que pueda usted descansar en su vejez?

—No, no es más lógico.

—¿Por qué?

—Porque yo me avergonzaría de haber traicionado a mis amigos, y aunque tuviera algún dinero viviría descontento, sin tranquilidad y sin reposo.

—¿Así que no quiere usted nada con nosotros?

—En esa cuestión, nada.

—¿Nos declara usted la guerra?

—No; son más bien ustedes los que parece que me la quieren declarar a mí.

—Es que usted quiere ponerse contra nosotros. Es una estupidez, señor Aviraneta.

—No digo que no.

—Se perjudica usted.

—Quizá; no hago más que ser fiel a mis compromisos.

—Perdone usted que se le diga; pero esa es una manifestación de un orgullo inconmensurable.

—¿Por qué?

—¡Ser fiel a sus compromisos! ¡No dice usted nada! ¿Pero eso quién lo es? Es demasiado lujo para un hombre de esta época.

—Quizá lo sea para una persona como ustedes, acostumbrados a una vida rumbosa y espléndida; pero para mí, que vivo oscuramente, no lo es.

—Sí lo es también.

—Bueno, no discutamos. Quiero tener ese lujo; me he comprometido a defender a la reina Isabel y a la libertad, y cumplo mi compromiso.

—Está bien. ¿Así que no podemos contar con usted?

—Ya lo he dicho; para eso, no.

—Se pone usted contra nosotros…

—No.

—No le choque a usted que le hagamos la guerra.

—No me chocará. Sabe uno también defenderse.

—No le extrañe a usted que le perjudiquemos como podamos. El dinero no tiene entrañas.

—¡Qué se va a hacer!

—Le daremos a usted un plazo para reflexionar.

—Es inútil.

—Entonces, adiós. El que seamos enemigos no hace que desmerezca nada mi estimación por usted. La vida es así. El infame Aviraneta, el malvado Aviraneta es un personaje calderoniano o un tipo del Romancero; en cambio, muchos que son espías y logreros en la realidad, pasan ante la multitud por hombres probos, de una moral intachable. Usted prefiere serlo que parecerlo. Allá usted. Adiós, señor Aviraneta.

—¡Adiós! —y le acompañé a la puerta.

Me quedé pensando que estas gentes que se creen listas no comprenden muchas cosas. No sólo el dinero es la base de la vida; vegetar despreciado por los pocos amigos y no tener la estimación de sí mismo, es una cosa muy triste, muy difícil de soportar, y esto no es una fantasía romántica, es una realidad.