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Capítulo 24

img44.pngn la madrugada de aquel día de invierno, Freda llegó a las tierras de Thorkel Erlendsson. El granjero acababa de levantarse y de salir a ver qué tiempo hacía. Por un instante no dio crédito a sus ojos: una joven vestida de guerrero, con armas y cota de malla de un metal desconocido, del color del cobre, y ropajes igualmente extraños, que avanzaba dando tumbos, como una ciega... no, no podía ser.

Hizo ademán de coger una lanza que estaba detrás de la puerta, pero desistió cuando volvió a mirar a la joven, ya más de cerca, y reconoció a Freda: cansada y abatida. Quien se dirigía hacia la casa era Freda, la hija de Orm.

Thorkel la condujo al interior. Aasa, su mujer, se apresuró a ayudarla.

—Has estado fuera mucho tiempo, Freda —dijo—. ¡Bienvenida a casa!

La joven intentó responder, pero de su boca no salió ninguna palabra.

— ¡Pobre niña! —murmuró Aasa—. ¡Pobre niña perdida! Vamos, te ayudaré a meterla en la cama.

Audun, el hijo de Thorkel que iba detrás del primogénito Erlend, asesinado como se recordará, entró en la casa.

—En el corazón de una doncella de noble cuna no hace tanto frío como afuera —comentó y, al ver a la joven, preguntó—: ¿Quién es?

—Freda, la hija de Orm —contestó Thorkel—, que ha vuelto, no sé cómo.

Audun se inclinó sobre ella.

—¡Vaya, es maravilloso! —dijo, lleno de alegría. Y la cogió por el talle pero, antes de que pudiera besarla, la muda angustia de ella le caló en el corazón, haciéndole desistir—. ¿Pero qué ocurre? —preguntó.

—¿Ocurrir? —dijo Aasa, bruscamente—. Mejor sería preguntar qué es lo que no le habrá ocurrido a esta pobre infeliz. Y ahora, patosos y cegatos de hombres, salid fuera y dejadme que la meta en la cama.

Freda permaneció despierta durante largo rato, mirando a la pared. Cuando finalmente Aasa le llevó de comer y le obligó a tomar algo, murmurando palabras de aliento y acariciándole el cabello como habría hecho una madre con su pequeña, Freda se echó a llorar. Largo fue el caudal de sus lágrimas, aunque silencioso. Aasa la tuvo cogida todo el rato, dejando que echase fuera toda su pena. Y de tal suerte, ya calmada, Freda se quedó dormida.

Más tarde, a petición de Thorkel, aceptó quedarse a vivir entre ellos durante un tiempo. Aunque su recuperación fue rápida, ya no era la muchacha alegre que todos recordaban.

Thorkel le preguntó qué le había sucedido y, como ella bajó la mirada, al tiempo que palidecía, se apresuró a añadir:

—No, no tienes que hablar si no quieres.

—No tengo ningún motivo para ocultar la verdad —dijo, tan bajo que apenas se la oyó—.Valgard nos llevó, a mí y a Asgerd, hacia el Este, en su barco, para entregarnos a un rey pagano y que hiciera con nosotras lo que quisiera. Apenas habíamos desembarcado cuando... otro vikingo cayó sobre él, haciendo huir a sus guerreros. Valgard escapó y Asgerd murió en la refriega. El otro guerrero me llevó con él. Finalmente, como tenía, creo..., que hacer negocios en tierras lejanas y no me podía llevar..., me dejó en la granja de mi padre.

—Vas vestida de forma extraña.

—Todo lo que llevo encima es del vikingo. No sé de dónde lo sacaría. En más de una ocasión luché a su lado. Era un buen hombre, a pesar de ser pagano —Freda miró al fuego del hogar de la habitación en donde estaban sentados—. Es cierto. Era el mejor, el más bravo y el más amable de los hombres —apretó los labios—. ¿Y por qué no iba a serlo? Venía de buena familia.

Se levantó y salió de la casa con paso vivo. Thorkel la siguió con la mirada, mientras se mesaba la barba.

—No ha dicho toda la verdad —dijo, en voz alta—, pero creo que será lo único que oigamos de sus labios.

Ni siquiera al sacerdote que la confesó Freda le contó más cosas. Después se alejó, sola, y se detuvo en una elevada colina, a mirar el ciclo.

El invierno se estaba acabando y hacía un día espléndido, sin asomo de frío. La blanca nieve relucía sobre la blanca tierra, mientras, encima de su cabeza, ninguna nube alteraba el azul del cielo.

Freda dijo para sí en voz baja:

«Ahora estoy en pecado mortal, por no haber confesado que había yacido con él sin estar casados, y además siendo su hermana. Cargaré sobre mi alma ese peso que llevaré hasta la tumba. Padre Omnipotente, Tú sabes que nuestro pecado era demasiado maravilloso y sincero para ser enlodado con el nombre más feo. Castígame a mí, pero perdónale a él, que no conocía tu ley —se le subieron los colores a la cara—. Además, creo que debajo de mi corazón llevo algo que a ti, María, no te habría resultado ajeno... No permitas que reciba un nombre infame por lo que hicieron sus padres. Padre, Madre e Hijo, haced conmigo lo que queráis, pero perdonad al inocente pequeño.»

Cuando regresó se sintió más serena. El aire frío besaba la sangre de sus mejillas, los rayos del sol se mudaban en bronce y cobre al caer sobre sus cabellos, y sus ojos grises refulgían. Había una sonrisa en sus labios cuando se encontró con Audun Thorkelsson.

Aunque poco mayor que ella, era alto y fuerte; experto en la labranza, parecía que también se le diera bien el juego de las armas. Sus rizos rubios resplandecían sobre un rostro que se ruborizaba y sonreía malicioso, por turnos, como el de una muchacha. Al ver a Freda, salió a su encuentro.

—Te... estaba buscando..., Freda —dijo.

—¿Por qué me buscabas? ¿Querías algo de mí? —preguntó ella.

—No, bueno... sí, te buscaba... para hablar contigo —dijo, finalmente. Y echó a andar a su lado, mientras de vez en cuando le echaba una mirada furtiva.

—¿Qué vas a hacer? —se decidió a preguntarle a Freda.

La serenidad la abandonó. Echó una mirada al cielo y otra al campo. Desde allí no se veía el mar, pero el viento aún era lo suficientemente fuerte para hacerle llegar su voz, incansable, inquieto.

—No lo sé —dijo—. No tengo a nadie...

—¡Oh, sí que lo tienes! —exclamó. Quiso seguir hablando y no pudo decir nada más, por mucho que se maldijese en su fuero interno.

El invierno fue quedándose poco a poco exangüe bajo las alegres armas de la primavera. Freda aún seguía en casa de Thorkel. Nadie había hecho alusión alguna al hecho de su hijo ilegítimo, pues pensaban que lo extraño hubiera sido lo contrario, después de todo lo que había debido de pasar. Gracias a su fortaleza y a su estado de salud, y quizá porque aún aleteaba a su alrededor algo del hechizo de los elfos, casi no sufría náuseas, lo que le permitía trabajar duro e irse a dar largos paseos cuando no había nada que hacer, preferiblemente sola, aunque con mucha frecuencia Audun se ofreciese a acompañarla. Aasa estaba contenta de tener a alguien que la ayudase y una amiga con quien poder hablar, ya que no tenía hijas, y porque en su casa trabajaban pocas mujeres, al contrario de la de Orm. Pero ella era la que más hablaba, pues Freda se limitaba a contestar educadamente cuando le preguntaba... siempre, claro, que hubiese estado atendiendo a lo que decía la otra.

Al principio, el paso del tiempo la había torturado, menos por el peso de su pecado y la pérdida de los suyos —eso podía soportarlo, pues la nueva vida que crecía en su interior la consolaba— que por la ausencia de Skafloc.

Ni un signo, ni una palabra, ni una pista de él desde aquella última mirada cargada de desolación cerca de la tumba de Orm, en el amanecer invernal. Se había ido, acorralado por sus enemigos, hacia la más siniestra de las tierras, en busca de lo que acabaría trayéndole el infortunio. ¿Dónde estaría en aquel momento? ¿Seguiría vivo, o yacería rígido en el suelo, con los cuervos comiéndole esos ojos que habían brillado al contemplarla? ¿Deseaba la muerte con la misma intensidad con que tiempo atrás había deseado a Freda? ¿ O había olvidado lo que le resultaba tan duro de recordar, perdiendo su humanidad en el frío olvido de los besos de Leea...? No, eso no podía ser, jamás podría olvidar su amor mientras siguiese con vida.

Pero, si estaba vivo..., ¿dónde estaba, y durante cuánto tiempo más podría seguir con vida?

Una y otra vez soñaba con él, como si se encontrase vivo a su lado, con su corazón latiendo al unísono con el suyo, y la estrechase entre sus brazos, fuertes y al mismo tiempo tiernos. Le murmuraba cosas al oído, se reía, le recitaba un poema de amor, y el juego se convertía en amor... Pero todo acababa con el despertar de ella en la oscuridad y en el aire denso de la habitación cerrada.

Freda había cambiado. Vivir entre seres humanos le parecía aburrido y miserable después de los encantos de la corte de los elfos y de los días locos, ¿por qué no?, y alegres, en que salían a cazar trolls en medio de las soledades invernales. Y como Thorkel sólo se había bautizado para que los ingleses se aviniesen a comerciar con él, ella tenía pocas ocasiones de ver a un sacerdote..., lo cual, conociendo el pecado que se albergaba en su corazón, la alegraba. Por otra parte, las iglesias le parecían tétricas, después de los bosques, las colinas y el rumoroso mar. Aún seguía amando a Dios —pues, ¿no era la tierra entera Su obra, mientras que una iglesia era, a lo más, obra de unos pocos?— pero no se decidía a invocar Su nombre con frecuencia.

A veces no podía resistirse a levantarse de la cama en mitad de la noche, coger un caballo y cabalgar hacia el Norte. Con su Vista Encantada podía vislumbrar algo de Faerie... un gnomo vivaracho, un buho que no había nacido de huevo, un navío negro que bordeaba la costa. Pero aquellos a los que se atrevía a llamar huían de ella, por lo que nada podía saber de la marcha de la guerra.

Sin embargo, aquel mundo vagamente vislumbrado, irreal y lunar, era el mundo de Skafloc. Y durante un tiempo, milagrosamente breve, también había sido el suyo.

Siempre estaba haciendo algo para no pensar demasiado, y su cuerpo joven y sano florecía. Cuando las semanas se convirtieron en meses, sintió dentro de sí el mismo impulso que a los pájaros les hacía volver y a los árboles echar brotes tan hermosos como puños de niños recién nacidos. Se miró en las aguas de un estanque y vio que, dejando atrás la niñez, de repente se había hecho mujer... La figura esbelta estaba más llena, el seno turgente y en aumento, la sangre corriéndole más asentada, justo bajo la piel.

Si él pudiese verla en aquellos momentos... No, no, mejor que no venga. Pero le amo, le amo tanto...

El invierno se esfumó entre lluvias y truenos. La primera nota de verde, de tonos suaves, se esparció sobre árboles y prados. Los pájaros regresaban a casa. Freda vio una pareja de cigüeñas, que le resultaban conocidas, volando en círculos, desconcertadas, alrededor de las tierras de Orm. Siempre habían anidado en el tejado de su casa. Lloró en silencio, como hacen las últimas lluvias de la primavera. Se sentía con el corazón vacío.

No, no era eso, se estaba llenando de nuevo, pero no con la antigua alegría desenfrenada, sino con una felicidad más reposada. Su hijo crecía en su interior. En él —o en ella, daba lo mismo—, renacían todas las esperanzas perdidas.

Se detuvo en el crepúsculo, debajo de las flores de un manzano, mientras los pétalos le caían encima a cada soplo de brisa. El invierno se había ido. Skafloc vivía en la primavera, en las nubes y en las sombras, en el alba y en el crepúsculo, y en la luna que cabalgaba alta, hablándole entre el viento y riendo con la brisa del mar. Y por más que volviese el invierno una y otra vez, en la grande e interminable danza circular de los años, supo que siempre llevaría el verano en el corazón, aquel año y todos los que le deparase el futuro.

Thorkel estaba haciendo los preparativos para un viaje al continente, con el propósito de comerciar, y quizá para hacer alguna pequeña incursión a la antigua usanza vikinga, siempre que se le presentara la ocasión. Él y sus hijos llevaban planeando desde hacía mucho tiempo este viaje, pero a Audun se le habían quitado las ganas de viajar, por lo que finalmente le dijo a su padre:

—No puedo ir.

—¿Cómo? —exclamó Thorkel—. ¿Tú, que soñabas con el viaje más que todos nosotros, ahora quieres quedarte?

—Bueno... Es que creo que alguien debería quedarse.

—Tenemos buenos vigilantes. Audun apartó la mirada, incómodo.

—También los tenía Orm.

—Esta granja es mucho más pequeña que la de Orm, y por eso linda con más gente. ¿Acaso has olvidado que todos nuestros vecinos decidieron tener guardias después de lo ocurrido? —los ojos perspicaces de Thorkel miraron fijamente a su hijo—. ¿Qué te ocurre, muchacho? Di la verdad. ¿Tienes miedo de luchar?

—Bien sabes que no —contestó Audun, acalorándose—, y aunque no lleve sobre mí la mancha de la sangre soy capaz de matar a cualquiera que lo afirme. Pero es que ahora no quiero ir, y eso es todo.

Thorkel asintió con la cabeza, lentamente.

—Entonces es por Freda. Lo imaginaba. Pero ella no tiene parientes.

—¿Y eso qué importa? Las tierras de su padre serán suyas. Yo mismo conseguiré un poco de dinero cuando me haga a la mar el próximo verano.

—¿Y el hijo que espera de ese vagabundo, de quien nunca habla pero en quien no deja nunca de pensar? Audun miró al suelo, furioso.

—¡Otra vez la misma historia! —murmuró—. No fue culpa suya. Ni del pequeño. Sería feliz si pudiera sentarle en mis rodillas. Ella necesita a alguien que la ayude..., sí, que la ayude a olvidar al hombre que la abandonó de manera tan inconsiderada. ¡Si diese con él, ya verías si tengo o no miedo de luchar!

—De acuerdo... —dijo Thorkel, encogiéndose de hombros—. Podría obligarte a que vinieras conmigo, pero veo que realmente no lo deseas —y, haciendo una pausa, añadió—: Tienes razón, tanta tierra no debe quedar sin producir. Y ella será una buena esposa, capaz de traer al mundo muchos hijos robustos —sonrió, aunque podía leerse la turbación en sus ojos—. Entonces, cortéjala y conquístala, si es que puedes. Espero que tengas más suerte que Erlend.

Después de la siembra, Thorkel se hizo a la mar con sus demás hijos y otros jóvenes. Y, como tenían pensado visitar bastantes tierras en las costas más lejanas del Mar del Norte, nadie esperaba su regreso hasta finales del otoño o comienzos del invierno. Audun, un tanto melancólico, siguió con la mirada el barco que se iba. Pero, al volverse y ver a Freda a su lado, se sintió bien pagado por todos sus desvelos.

—¿De verdad que sólo te has quedado para ocuparte de la cosecha? —preguntó.

—Supongo que tú intuirás la verdad —dijo con valentía, a pesar del tremendo calor que sentía en las orejas.

Freda apartó la mirada y no dijo nada.

Los días fueron haciéndose más largos y la tierra pareció crecer en plenitud: la tibieza del viento, el grito de la lluvia, el cantar de los pájaros, el bramido de los ciervos, el resplandor plateado de los peces en los ríos, las flores y la claridad de las noches... y los pataleos, cada vez más frecuentes, del niño que Freda llevaba en su vientres.

Y siempre, con una constancia igual de creciente, Audun estaba a su lado. Pero siempre, en un acceso de infelicidad, Freda le echaba de su lado. Y siempre, la expresión de pena que veía en su rostro le hacía sentir remordimientos.

No dejaba de volver a la carga una y otra vez, con palabras poco afortunadas, a las que ella prestaba poca o ninguna atención. Escondía el rostro en la fragancia de los ramos de flores que él le entregaba y le veía sonreír a través de los pétalos, tímido como un perrillo... ¡Qué extraño, un joven tan grande y seguro que era más débil que ella!

Si se casaban, sería él quien se entregase a ella, y no a la inversa. Pero no era Skafloc, sólo Audun. ¡Oh, amado inolvidable!

El recuerdo de Skafloc se estaba convirtiendo en un verano a punto de terminarse y dejar paso a un nuevo año. Templaba su corazón sin producirle quemaduras, y la nostalgia que sentía por él era como un tranquilo lago de montaña sobre cuya superficie comienzan a bailar los rayos del sol. Sentir un dolor interminable era un signo de debilidad, indigno por otra parte de lo que habían compartido.

Audun le gustaba. Sería un buen escudo para el hijo de Skafloc.

Una tarde, cuando ella y Audun estaban en la playa, con las aguas que murmuraban a sus pies y el crepúsculo rojo y oro a su espalda, el joven la tomó de las manos y, con una firmeza aprendida desde hacía poco, dijo:

—Freda, sabes que te amaba desde antes de que se te llevaran. En las últimas semanas he intentado conseguir tu mano de manera franca. Al principio no quisiste escucharme, y después no quisiste responderme. Ahora te pido una respuesta sincera y, si tal es tu voluntad, dejaré de molestarte. Freda, ¿quieres casarte conmigo?

Ella le miró a los ojos, y su respuesta fue pausada y clara:

—Sí.

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