Capítulo 2
mric, Conde de los Elfos, cabalgaba de noche para ver qué ocurría en el mundo de los hombres. Era una noche fresca de primavera, casi de luna llena, con la escarcha reluciendo entre la hierba y las estrellas tan discantes y brillantes como en invierno. La noche era muy tranquila, excepto por los suspiros del viento entre las ramas ya cargadas de brotes, y el mundo era un remolino de sombras y de fría luz blanca. Los cascos del caballo de Imric estaban forjados con una aleación de plata, que suscitaba un sonido como de campanas en el lugar donde golpeaban.
Se adentró en la floresta. Aunque la noche aún era más densa entre los árboles, pudo distinguir a lo lejos un débil resplandor rojizo. Cuando se acercó a él, vio que era el de un fuego, brillando a través de las rendijas de una choza de adobes y zarzas que se encontraba bajo una gran encina nudosa, que a Imric le trajo a la memoria una imagen de druidas cortando muérdago. Y, como podía sentir que en ella vivía una bruja, desmontó y llamó a la puerta.
Una mujer que parecia tan vieja y encorvada como la encina acudió a abrirle y le vio allí plantado, con la desmayada luna que le caía sobre el yelmo y la cota de malla; y su caballo, del mismo color que la niebla pastando en la escarchada hierba que le rodeaba.
—Buenas tardes, madre —dijo Imric.
—Ninguno de vosotros, gente élfica, puede llamarme madre, ya que he dado a luz hijos muy altos, pero de hombre —refunfuñó la bruja, mientras le invitaba a entrar y se apresuraba a servirle un cuerno de cerveza.
Los agricultores de los alrededores la proveían de alimentos y bebida como pago de la poca magia que podía hacer para ellos. Si antes Imric había tenido que doblarse, literalmente en dos, para entrar en la choza, en aquel momento, para sentarse en la única banqueta que estaba a la vista, no tuvo más remedio que aligerarla de una gran confusión de huesos y demás desperdicios que la cubrían.
Miró a la bruja con los extraños ojos de mandorla de los elfos, de un anublado color azul, sin blanco ni pupila. En los ojos de Imric relampagueaban pequeños destellos, como de luz de luna, que se recortaban contra las sombras del saber antiguo, ya que aquella tierra le conocía desde hacía mucho tiempo. Pero siempre había conservado un aspecto juvenil, con la frente amplia y los pómulos altos, la barbilla apuntada y la nariz recta y fina, signo inconfundible de los elfos de alta cuna. Su flotante cabellera de tonos plata y oro, más fina que la seda de la araña, cayéndole por debajo del yelmo adornado con cuernos, se derramaba sobre sus hombros, cubiertos con un manto rojo.
—No ha sido frecuente, en estas últimas generaciones, que los elfos se mezclaran en las cosas de los hombres —dijo la bruja.
—Es cierto, hemos estado demasiado ocupados en guerrear contra los trolls — contestó Imric, con una voz que era como el lejano susurro del viento entre los árboles—. Pero ahora que nos hemos concedido una tregua, tengo curiosidad por saber qué ha ocurrido durante los últimos cien años.
—Muchas cosas, aunque pocas que puedan llamarse buenas —se apresuró a decir la mujer—. Los daneses llegaron de allende los mares, matando, saqueando y quemando, y se apropiaron de buena parte del este de Inglaterra y de otras regiones.
—No me parece una cosa tan grave —dijo Imric, retorciéndose el bigote—. Antes que ellos, los anglos y los sajones hicieron lo mismo, y antes, los pictos y los escotos, y todavía antes los romanos, y mucho antes, los britanos y los goidelos y mucho, mucho antes... Pero la lista es larguísima y no creo que se acabe con estos daneses. Yo, que he llevado esta tierra al día, casi desde que fue creada, no veo en ello nada malo porque me ayuda a pasar el rato. Me agradaría mucho echar un vistazo a los recién llegados.
—Entonces, no necesitas cabalgar mucho —puntualizó la bruja—, pues Orm el Fuerte vive en la costa, que dista de aquí una noche, o menos, a caballo, de los que usan los hombres.
—Entonces, un paseo de nada para mi garañón. Me voy.
— ¡Detente..., detente, elfo!
Durante un momento, la bruja siguió sentada en su jergón, murmurando para sí, mientras sus ojos reflejaban la luz que provenía del pequeño fuego del hogar, de suerte que entre el humo y las sombras podían verse dos destellos rojizos. Después, súbitamente, esbozó una mueca de contento y exclamó:
—¡Sí, cabalga, elfo, cabalga hasta la casa de Orm, que da al mar! Él se ha ido a hacer una incursión, pero su mujer te acogerá gustosa. Acaba de tener un hijo, que aún no ha tenido tiempo de bautizar.
Al oír aquellas palabras, Imric echó hacia delante sus largas y puntiagudas orejas.
—¿Estás diciendo la verdad, bruja? —preguntó, en voz baja y átona.
—Sí, te lo juro por Satanás. Tengo mil maneras de saber lo que sucede en aquella maldita casa —la anciana se acunó hacia delante y hacia atrás, envolviéndose en sus harapos, cerca de las tibias brasas. Las sombras se perseguían unas a otras a lo largo de las paredes, inmensas y deformes—. Pero ve a observarlo por ti mismo.
—No me agrada llevarme al hijo de un jefe danés. Podría estar bajo la protección de los Ases.
—No. Orm es cristiano, aunque no practicante, y su hijo no ha sido consagrado hasta el momento a ningún dios.
—Es peligroso que me mientas! -dijo Imric.
—Yo no tengo nada que perder —respondió la bruja—. Orm quemo a mis hijos dentro de su casa, por lo que mi sangre morirá conmigo. No temo a dioses ni a demonios, ni tampoco a elfos, trolls u hombres. Pero digo la verdad.
—Echare un vistazo —fue el comentario de Imric, y se levantó. Las mallas de su cota tintinearon. Se echó por encima su gran manto rojo, que ondeó unos instantes, salió de la choza y montó en su blanco garañón.
Como una ráfaga de viento y un destello de luna, salió del bosque y atravesó los campos. A su alrededor se extendían profusamente la tierra, los umbríos árboles, las imponentes colinas, los pastos salpicados de blanco, dormidos bajo la luna. Aquí y allá se veía alguna que otra granja, agazapada en la oscuridad bajo el vasto cielo tachonado de estrellas. Había presencias extrañas moviéndose en la noche, pero no se trataba de hombres... Imric distinguió el aullido de un lobo, el resplandor verde de los ojos de un gato montes, el roce de minúsculas zarpas entre las raíces de robles y encinas. Al advertir que el Conde de los Elfos pasaba a su lado, se ocultaron en lo más profundo de la oscuridad.
Imric no tardó mucho en llegar a los dominios de Orm. Los graneros, cobertizos y demás construcciones menores estaban construidos con troncos apenas desbastados, que también cubrían tres de las cuatro paredes de una casa, mayor que las demás, que surgía de un terreno pavimentado de piedra. En la cuarta, el porche se terminaba en un frontón, en donde se habían esculpido unos dragones que servían de protección contra las estrellas que pudieran caerse del cielo. Imric buscó la pequeña casa de la dueña de todo aquello. Los perros le habían olfateado y gruñían, erizando su pelaje. Pero antes de que pudiesen ladrar, volvió hacia ellos su terrible mirada, que parecía la de un ciego, y les hizo una seña. Los perros se alejaron, arrastrándose a duras penas.
Como el viento que vagabundea de noche, se acercó a la casita. Gracias a sus artes mágicas, abrió los postigos de una ventana y miró a su interior. La luz de la luna cayó oblicuamente sobre una cama, inundando con sus tonos plateados a Aelfrida, cuyo rostro se hallaba cubierto por la nube que formaba su cabello suelto. Pero Imric sólo tenía ojos para el niño recién nacido que ella mantenía a su lado.
El Conde de los Elfos rió para sus adentros, tras la impenetrable máscara de su rostro. Cerró los postigos y montó a caballo, dirigiéndose hacia Septentrión. Aelfrida se movió, se despertó, y sintió a su pequeño. Tenía los ojos anublados de visiones inquietantes.