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Capítulo 23

img42.pnga guerra que Manannán Mac Lir y Skafloc, el Ahijado de los Elfos, llevaron a cabo en Jötunheim bien valdría la pena ser contada. También habría que hablar de su lucha contra las enloquecidas galernas y la bruma inmóvil, contra la resaca y los escollos, contra los témpanos de hielo y contra un cansancio tan profundo que sólo la imagen de Fand, brillando en medio de la noche interminable, podía aportarles consuelo. También su bote, el mejor de todos, se habría merecido una banda de oro y una canción.

Muchos fueron los encantamientos con que los Jótuns intentaron aniquilar a quienes habían ido a visitarlos, y la fortuna adversa hizo que éstos sufrieran sus efectos. Pero el hombre y el dios utilizaron los pocos hechizos que resultaban válidos en aquel lugar, y no sólo contrarrestaron buena parte de la magia de los gigantes, sino que suscitaron contra ellos tormentas que con sus vientos huracanados azotaron la tierra e hirieron las laderas de las montañas donde residen los Jótuns.

Jamás intentaron luchar abiertamente contra ellos —aunque, en dos ocasiones, cuando alguno se atrevió a acercárseles, le dieron muerte—, pero se defendieron de los monstruos marinos y terrestres que azuzaron en su contra. Con mucha frecuencia escaparon de sus perseguidores por muy poco, sobre todo cuando se dirigieron al interior en busca de comida, durante los largos períodos de viento adverso, y cada una de las aventuras que les ocurrieron entonces podría dar lugar a una historia.

También habría que hablar de la incursión efectuada en una enorme granja, con objeto de robar caballos. Después de hacerse con un botín, en el que los corceles no eran la parte más importante, la incendiaron. Los animales que se llevaron eran sólo los ponis más pequeños de aquella tierra, pero en el mundo de los hombres habrían sido clasificados entre los garañones más enormes y pesados, por sus voluminosas formas, de pelaje hirsuto y negro, sus ojos ardientes y sus corazones malvados. Pese a ello, se mostraron dóciles con sus nuevos amos y se estuvieron quietos en el bote, donde escasamente había espacio para ellos. Y, lo que es más importante, no se asustaban de la luz del día ni del hierro, ni siquiera de la espada de Skafloc, y jamás acusaban cansancio.

Debiera decirse que no todos los Jótuns eran gigantes, lo mismo que tampoco eran horrendos ni aborrecibles. Después de todo, algunos de los suyos habían llegado a ser reyes de Asgard. Un agricultor perdido en el campo podía dispensar una buena acogida a huespedes que le eran totalmente desconocidos, sin hacerles demasiadas preguntas. No pocas hembras eran de estatura humana, bien favorecidas y bien dispuestas. Manannán, el de la lengua suelta, comprobó que la vida del proscrito no era del todo desagradable. Pero Skafloc jamás miraba dos veces seguidas a aquellas hembras.

Habría muchas otras cosas de qué hablar: del dragón que tenía un enorme tesoro de objetos de oro, de la Montaña de Fuego, del Abismo Insondable y de la Reina de las Gigantas. Habría que contar lo que les ocurrió cuando fueron de pesca a uno de los ríos del Infierno, y lo que pescaron en él. Las historias de la Batalla Interminable y de la Bruja del Bosque de Hierro y de la canción que oyeron cantar en voz baja a la aurora boreal, en el secreto de la noche... serían igualmente dignas de escucharse, pues cada una de ellas es como una saga. Pero dado que no forman parte de la trama principal de la historia, habrán de ser consignadas en los anales de Faerie. Bástenos saber que Skafloc y Manannán abandonaron Jötunheim y pusieron proa al Sur, hacia las aguas de Midgard.

—¿Cuánto ha durado nuestra ausencia? —preguntó el hombre.

—No lo sé. Más de lo que aquí nos ha parecido —el Rey del Mar se deleitó con el olor de la fresca brisa y alzó la mirada hacia un límpido cielo azul—. Ya es primavera —quedó en silencio unos instantes, y añadió—: Ahora que tienes la espada... y que ya la has alimentado con sangre... ¿qué piensas hacer?

—Intentaré unirme al Rey de los Elfos, si es que aún sigue vivo —Skafloc miró torvamente al frente, por encima de las olas viajeras, hacia la imprecisa línea del horizonte—. Déjame en el continente, al sur del Canal y partiré en su busca. ¡Que los trolls se atrevan a detenerme! Cuando los hayamos barrido de Alfheim, desembarcaremos en Inglaterra y la reconquistaremos. Por último, iremos hasta las madrigueras en donde viven y aplastaremos con nuestro pie a su maldita progenies.

—Sí podéis —dijo Manannán, frunciendo el ceño—. Aunque, desde luego, debéis intentarlo.

—¿Nos ayudarán los Sídh?

—Esa decisión compete al Consejo Supremo, aunque es casi seguro que no mientras queden trolls en Inglaterra, ya que nuestro país podría ser saqueado mientras sus guerreros están en otra parte. Pero en cuanto se fueran de ella, sí que os ayudaríamos, no sólo por la lucha y la gloria, sino por eliminar para siempre una amenaza a nuestro flanco —el Rey del Mar alzó orgullosamente la cabeza—. ¡Pero pase lo que pase..., por la sangre que hemos derramado juntos, las fatigas, la navegación tan arriesgada, los peligros que arrostramos en compañía, y todas las vidas que nos debemos el uno al otro, Manannán Mac Lir y su hueste estarán contigo cuando entres en Inglaterra!

Se estrecharon las manos en silencio. Y poco después, Manannán desembarcaba a Skafloc y a su caballo Jötun, y ponía rumbo a Irlanda... y a Fand.

Skafloc, a lomos de su negro corcel, cabalgaba al encuentro del distante Rey de los Elfos. El caballo estaba enflaquecido y, aunque no demostrase el cansancio que sentía, el hambre se alojaba en su vientre. La apariencia de Skafloc tampoco era mucho mejor, con sus ropas desgarradas y descoloridas, su yelmo y escudo llenos de abolladuras y polvo, y el manto que llevaba echado sobre los hombros, gastado por el uso. En el transcurso de sus viajes había perdido peso y sus poderosos músculos estaban a flor de piel, tensa sobre sus robustos huesos; pero, a pesar de todo ello, cabalgaba erguido sobre la silla, más altanero que nunca. Innumerables arrugas surcaban su rostro, que había perdido toda su juventud y parecía el de un dios proscrito. En muy pocas ocasiones mostraba una fina ironía, ya que por lo general se comportaba con altanera reserva. Sólo la cabellera rubia agitada por el viento seguía siendo joven. En suma, parecía Loki, cabalgando por la llanura de Vigrid en el último ocaso del mundo.

Se dirigió a las colinas, mientras la naturaleza renovada le rodeaba. Había llovido por la mañana y el terreno estaba lleno de fango, pozas y arroyuelos que resplandecían al sol. La hierba crecía deprisa, de un frío color verde claro hasta donde llegaba la vista; y en los árboles despuntaban las yemas y sus ramas se estremecían con nueva vida, en claro augurio del verano.

Aún hacía frío; entre las colinas soplaba un fuerte viento, que hacía que a Skafloc se le enrollara el manto alrededor del cuerpo. Pero era un viento de primavera, picaro y escandaloso, que hacía que la sangre expulsase la pereza invernal. El cielo aparecía sin brumas y completamente azul, el sol brillaba a través de nubes blancas y grises, y las lanzas de su luz herían la hierba húmeda, suscitando reflejos y destellos. El trueno resonaba por el oscurecido sudeste, pero entre aquellas masas de nubes humeantes relucía el arco iris.

De lo alto llegaba la llamada de los gansos salvajes, las aves migratorias que regresaban a casa. Un tordo ensayaba su canción en un bosquecillo y dos ardillas jugueteaban en un árbol, como si le recorrieran llamaradas rojas.

No tardarían en llegar los días cálidos y las noches claras, los bosques llenos de verde y las flores moviéndose en sus tallos. Algo se agitó dentro de Skafloc mientras cabalgaba, el abrirse de una ternura enterrada y casi olvidada.

«¡Oh, Freda, si estuvieses conmigo....'»

El día iba desapareciendo hacia Poniente. Skafloc seguía montado en su caballo incansable, sin molestarse en pasar desapercibido. Aunque marchaba al paso, para que el negro garañón Jötun pudiese ir mordisqueando la hierba mientras avanzaba, la tierra temblaba bajo aquellos tremendos cascos. Estaban entrando en las tierras de Faerie, más específicamente, en los dominios continentales de Alfheim, y se dirigían hacia las soledades montañosas donde se suponía que aún resistía el Rey de los Elfos. Skafloc y su cabalgadura ya se habían encontrado con los inequívocos signos de la guerra —granjas incendiadas, armas rotas, huesos descarnados...—, que se desvanecían con la rapidez típica con que lo hacían las cosas de Faerie. De vez en cuando, aparecía la pista fresca de algún troll y Skafloc se relamía.

Llegó la noche, que le resultó extrañamente cálida e iluminada después de las regiones en que había estado. Siguió adelante, cerrando los ojos en algún momento mientras cabalgaba, pero sin dejar de tener el oído despierto. Mucho antes de que los jinetes enemigos se cruzasen en su camino, ya los había oído y se había calado el yelmo.

Eran seis, poderosas formas negras a la luz de las estrellas. Al verlo se quedaron estupefactos: un mortal, vestido y pertrechado como un elfo, pero también como alguien de los Sídh..., cabalgando un corcel parecido a los suyos, pero mucho más grande y peludo. Le cerraron el paso y uno de ellos gritó:

—¡Alto en nombre de Illrede, Rey de los Trolls!

Skafloc espoleó su montura y cargó, al tiempo que desenvainaba la espada. La hoja resplandeció en la noche con un azul maligno. Cayó todo lo deprisa que pudo sobre sus enemigos y, antes de que hubiesen llegado a darse cuenta, había partido en dos el yelmo, con el cráneo dentro, a uno, y descabezado a otro.

Un troll, a su izquierda, le golpeó con una maza, y otro, a su derecha, con un hacha. Guiando el caballo con las rodillas, colocó su escudo entre él y el primero. Su espada dio un salto para encontrar al segundo, clavándose en su pecho después de haber atravesado el astil de su hacha. Girando la espada alrededor de su cabeza, Skafloc abrió en canal, desde |os hombros a la cintura, al troll que estaba a su izquierda. Con un dedo tiró de las riendas. Su monstruoso caballo se alzó sobre las patas traseras y lanzó con las delanteras una violenta coz que reventó el cráneo del quinto troll.

El que quedaba gritó y emprendió la huida. Skafloc le lanzó su espada, como si fuese un refulgente relámpago, clavándosela al troll en la espalda, con tanta fuerza que le salió por el pecho.

Skafloc siguió cabalgando, en busca del sitiado Rey de los Elfos. Poco antes del alba se detuvo a la orilla de un río para descabezar un breve sueño.

Le despertó un ruido de hojas y el leve temblor del suelo. Dos trolls avanzaban a hurtadillas hacia él. Se puso en pie de un salto, desenvainando la espada, sin tiempo de hacer nada más. Los trolls se acercaron. Al primero le alcanzó en el corazón, después de atravesar con su espada escudo y pecho. Liberando rápidamente la hoja empapada en sangre, la mantuvo ante sí, de suerte que el segundo troll no pudo detenerse a tiempo y se clavó en ella. Skafloc resistió el tremendo impacto de aquel cuerpo gracias a la fuerza ultraterrena que fluía de su arma.

—Casi ha resultado demasiado fácil —dijo—; pero estoy seguro de que aún no ha venido lo bueno.

Y, montando en su caballo, reanudó la marcha. Cerca del mediodía, encontró una cueva con varios trolls dentro, durmiendo. Los mató y se comió sus provisiones. Poco le importaba ir dejando tras de sí un reguero de cadáveres, que cualquiera podría seguir. ¡Que lo intentasen!

Cuando comenzaba el ocaso, llegó a las montañas. Eran altas y bellísimas, con picos nevados flotando en el cielo del atardecer. Se oía el canto de las cascadas y el murmullo de los pinos. Pensó lo extraño que resultaba que aquel lugar tan pacífico y bello fuera escenario de la matanza. En justicia, debería haber estado allí con Freda, disfrutando de su amor, y no con un tétrico caballo negro y una espada maldita.

Pero así estaban las cosas. ¿Qué habría sido de ella?

Subió una pendiente y cruzó un glaciar que resonó bajo los cascos de su corcel. La noche se iba extendiendo por el cielo, clara y fría en aquellas alturas, mientras una luna, casi llena, mudaba las cumbres en fantasmas. Poco después, Skafloc oyó, lejano e irreal en las apacibles soledades que le envolvían, el sonido grave de un lur. El corazón le dio un brinco. Espoleó su caballo, que se lanzó al galope, de risco en risco, sobre los ventosos abismos. El aire aullaba en sus oídos y los ecos de sus herraduras resonaron entre las montañas.

¡Alguien estaba luchando!

El áspero bramido de un cuerno troll llegó hasta él, y también, aunque de manera paulatina y disminuidos por la distancia, los gritos de los guerreros y el resonar de las armas. Una flecha silbó cercana. Hizo una mueca y se agachó en la silla. No había tiempo para ajustarle las cuentas al arquero; presas de mayor tamaño se hallaban ya a la vista.

Superó una cresta y a la luz de la luna divisó el campo de batalla. Cualquier hombre sólo habría visto una cumbre azotada por los demonios de las nieves, que se encargan de suscitar los torbellinos, y quizá le habría extrañado la singular nota que parecía escucharse en el viento. Pero la Vista Encantada de Skafloc era capaz de ver más allá. La cima de la montaña era un castillo de altas murallas, engalanado de hielo, cuyos torreones llegaban hasta las estrellas. En las pendientes más altas, y rodeándolo, se habían montado las negras tiendas de un numerosísimo ejército troll. En uno de los pabellones, de mayor tamaño que los demás, ondeaba una enseña negra; desde el torreón más alto del castillo flotaba al viento el estandarte del Rey de los Elfos: los poderosos señores de Faerie se encontraban al fin frente a frente.

Los trolls, aullando todo el tiempo, habían emprendido el asalto a la fortaleza. Era tal su número que ocultaban la base de las murallas, mientras apoyaban las escalas e intentaban subir por ellas. Disponían de muchas y muy variadas máquinas de guerra: maganeles, que vomitaban bolas de fuego sobre los parapetos; torres móviles de asalto, que lanzaban sobre las murallas oleada tras oleada de guerreros; arietes que golpeaban las puertas; catapultas que enviaban sus piedras contra la muralla... Los gritos, el ruido del ir y venir de soldados y caballos, el golpear de los metales, el rugido de los cuernos y los lures, llenaban la noche con una tormenta de sonidos que desencadenaba demoledoras y humeantes avalanchas y hacía vibrar los campos de hielo más cercanos.

Los elfos, que se habían hecho fuertes en sus bastiones, conseguían repeler a los trolls. Las espadas relucían, las lanzas y las flechas oscurecían la luna, el aceite hirviendo se derramaba de los calderos, las escalas se daban la vuelta y caían... Pero los trolls no dejaban de afluir y los elfos eran muy pocos. El asedio estaba llegando a su fin.

Skafloc desenvainó la espada. La hoja silbó cuando abandonaba su vaina, brillando con reflejos ondulantes bajo la luz de la luna.

—¡Hai, ha! —gritó, espoleando su caballo y bajando la pendiente envuelto en una nube de nieve.

No le importó el barranco que le cerraba el paso. Cuando se le acabó el camino, sintió que los músculos de su caballo entraban en tensión y, antes de darse cuenta, estaba volando por los aires, rodeado de estrellas. Cuando cayó al otro lado, el choque le hizo castañetear los dientes; pero se recuperó al momento y se lanzó hacia la ladera de la montaña.

El campamento de los trolls estaba casi vacío. Skafloc tiró de las riendas, y su caballo se detuvo a oler el viento. Él se agachó para coger de una hoguera una tea medio apagada. La velocidad del galope avivó el tizón, mientras cabalgaba incendiando las tiendas. Poco después, muchas ardían y sus llamas se propagaban a las demás. Skafloc se dirigió hacia las puertas del castillo, armándose completamente para el encuentro.

Como siempre, cogía el escudo con la mano izquierda y la espada con la derecha, guiando su caballo con las rodillas y con su voz. Antes de que los trolls que se encontraban en la puerta norte se dieran cuenta de su presencia, ya había dejado fuera de combate a tres y su bestial caballo había hecho lo propio con otros tantos.

Entonces, la mayor parte de sus enemigos se volvió contra él. Su espada subía y bajaba, girando y silbando, hendiendo una y otra vez yelmos, cráneos y lorigas, carne y hueso. Jamás parecía terminarse su danza de la muerte mientras segaba trolls como trigo maduro.

Le rodearon, pero ninguno podía tocar el hierro que le cubría, por lo que muy pocos de sus golpes le alcanzaron. Pero él no los sintió... como siempre que empuñaba aquel arma.

Lanzó un tajo de izquierda a derecha, y una cabeza cayó rodando de unos hombros. Otro más, y a uno de los jinetes le abrió el vientre. Un tercero cortó yelmo, cráneo y cerebro. Un guerrero a pie intentó herirle con una lanza y le arañó en el brazo. Skafloc se agachó y le hizo morder el polvo. Pero lo cierto es que la mayor parte de los infantes murieron por las coces y los mordiscos del caballo Jötun.

El estruendo y el chillido de los metales heridos llegaba hasta la luna. La sangre humeaba en la nieve que ya estaba empapada de ella, llena de cadáveres nadando en innumerables pozas. El garañón negro, su jinete y la terrorífica hoja dominaban la escena, abriéndose camino hacia las puertas.

—¡Hiere, espada, hiere!

El pánico se abatió sobre los trolls, que salieron huyendo. Skafloc gritó:

—¡Hai, Alfheim! ¡El Padre de la Victoria cabalga esta noche con vosotros! ¡Salid, elfos, salid y matad!

Un anillo de fuego, el del campamento que había sido incendiado, rodeaba el campo de batalla. Los trolls lo vieron y desmayaron en su intento. Además, sabían reconocer un caballo Jötun y una espada embrujada nada más verlos, así que todos se preguntaban quién era aquel ser que combatía contra Trollheim.

Skafloc hizo caracolear a su caballo delante de las puertas. La sangre que manchaba su cota de malla brillaba a la luz de la luna y del fuego. Sus ojos relucían con el mismo tono azulado de su espada. Desafiaba a sus enemigos e invitaba a los elfos a efectuar una salida.

Un susurro de espanto corrió entre las filas de los desesperados trolls:

—... Es Odín, ha venido a hacer la guerra... No, tiene dos ojos, es Thor... Es Loki, que se ha liberado de sus cadenas, el fin del mundo está próximo... Es un mortal, poseído por un demonio... Es la Muerte...

Los lures sonaron, las puertas se abrieron de par en par y un grupo de elfos a caballo salió por ellas. Eran muchísimo menos numerosos que los trolls, pero una nueva esperanza animaba sus rostros demacrados y daba vida a sus ojos. A su cabeza, sobre un caballo blanco como la leche, con la corona brillando a la luz de la luna y la barba y los cabellos flotando sobre su loriga y su capa azul oscura, iba el Rey de los Elfos.

—No esperábamos verte con vida, Skafloc —gritó, entre el tumulto.

—Y sin embargo, aquí me tenéis —contestó el hombre, sin dar muestra alguna de su antigua reverencia..., pues pensaba que nada podría atemorizar a quien había hablado con los muertos y navegado más allá de los confines del mundo, y a quien, por otra parte, ya no le quedaba nada que perder.

Los ojos del Rey de los Elfos se posaron en la espada runica.

—Ya sé qué arma es esa —murmuró—. Ignoro si será bueno para Alfheim que esté en nuestro bando. Bien... —y levantó la voz—: ¡Adelante, elfos!

Sus guerreros cargaron contra los trolls; muy cruenta fue la batalla. Espadas y hachas subían y bajaban, goteando sangre; el metal gritaba mientras se partía; las lanzas y flechas oscurecían el cielo; los caballos pisoteaban a los muertos o relinchaban al ser heridos; los guerreros luchaban, perdían el resuello y caían a tierra.

—¡Aquí, Trollheim! ¡A mí, a mí!

Illrede reagrupó a su gente y organizó a unos pocos en una formación en cuña que debía partir en dos, y dejar aisladas, las filas de los elfos. Su corcel de ébano resoplaba como un trueno, mientras su hacha jamás descansaba ni erraba sus blancos, por lo que los elfos comenzaron a retroceder ante él. A la luz de la luna, y confundiéndose con su cota de escamas de dragón, su rostro parecía de hielo verdoso, era un maelstrom de rabia; los zarcillos de su barba se retorcían, los ojos le ardían como un fuego negro.

Skafloc le vio y aulló como un lobo. Hizo dar media vuelta a su caballo y lo lanzó contra Illrede. Su espada gritó y restalló, abatiendo enemigos como si fuera un leñador talando árboles jóvenes, como una confusa llama azul en la noches.

—¡Ah! —rugió Illrede—. ¡Dejádmelo! ¡Es mío!

Skafloc e Illrede cabalgaron el uno hacia el otro a lo largo de un camino súbitamente despejado de contendientes. Pero cuando el troll vio la espada rúnica, perdió el aliento y tiró de las riendas.

La risa de Skafloc pareció un ladrido.

—En efecto, ha llegado tu fin. La tiniebla se abate sobre ti y tu maldita raza.

—Los males de este mundo no hay que achacárselos siempre a los trolls —dijo Illrede, con voz pausada—. Me parece que tú has cometido un acto mucho más malvado que cualquiera de los míos al traer a este mundo esa espada de nuevo. A pesar de la naturaleza de los trolls, que nunca pedimos, sino que nos fue adjudicada por las Nornas, nosotros nunca habríamos hecho una cosa semejantes.

—¡Porque no os habríais atrevido! —se mofó Skafloc, y se lanzó sobre él.

Illrede luchó valientemente. Su hacha hirió en el codillo al caballo Jötun. No caló mucho, pero sí lo suficiente para que el garañón relinchase y se encabritase. Cuando Skafloc intentaba mantenerse en la silla, Illrede intentó herirle.

El hombre interpuso su escudo, que se partió en dos, aunque consiguió mantener lejos de él la afilada hacha; Skafloc se agitó en su silla por efecto del golpe. Illrede se acercó más, dispuesto a destrozarle la cabeza. El yelmo se desarmó y sólo la fortaleza sobrenatural que le prestaba la espada impidió a Skafloc desvanecerse.

Illrede levantó el hacha de nuevo. Aún sin haberse recobrado del todo, Skafloc le golpeó, sin mucha energía. Sin embargo, espada y hacha se encontraron entre una lluvia de chispas, y con un gran estruendo el hacha se partió en dos. Skafloc agitó la cabeza para despejarse. Se rió y le cortó a Illrede el brazo izquierdo.

El Rey de los Trolls titubeó. La hoja de Skafloc volvió a caer, llevándose el otro brazo.

—No es propio de guerreros jugar con el enemigo inerme —dijo Illrede, con un gemido—. Es la espada quien hace esto, no tú.

Al oír aquello, Skafloc le dio muerte.

Entonces, el miedo hizo presa en los trolls, que se retiraron en desorden. Los elfos se lanzaron furiosamente contra ellos. El estruendo de la batalla resonó entre las montañas. A la vanguardia de los elfos, su rey combatía sin dejar de incitarlos; pero era Skafloc quien, cabalgando por todas partes y cosechando guerreros con la espada que no sólo parecía gotear sangre, sino fuego azul, infundía en sus enemigos el más hondo de los espantos.

Al final, los trolls se desbandaron y huyeron. Los elfos, implacables, les dieron caza, abatiéndolos y obligándolos a regresar al campamento incendiado. No se salvaron muchos.

El Rey de los Elfos refrenó su caballo cuando comenzaban a despuntar las primeras luces del alba y contempló la espantosa carnicería que rodeaba los muros del castillo. Una fría brisa ondulaba sus cabellos, libres ya del yelmo, las crines y la cola de su caballo. Skafloc cabalgó a su encuentro, demacrado y derrengado, manchado de la sangre y los sesos del enemigo, aunque sin haber perdido sus ansias de venganza.

—Ha sido una gran victoria —dijo el Rey de los Elfos—. Sin embargo, somos el último bastión de los elfos. Los trolls han recorrido a sus anchas todo Alfheim.

—Algo que no podrán seguir haciendo —replicó Skafloc—. Los atacaremos de nuevo. Como ahora se encuentran muy dispersos, todos los elfos que no se sometieron a ellos y que aceptaron vivir como proscritos se unirán a nosotros. Por lo menos, podremos armarlos con lo que les quitemos a los trolls que vayamos matando. La guerra será ardua, pero mi espada nos dará la victoria. Además —prosiguió, pausadamente—, tengo un nuevo estandarte que alzar a la vanguardia de nuestro ejército, y espero que sirva para espantar a nuestros enemigos —y entonces levantó en alto la lanza en donde había clavado la cabeza de Illrede. Los ojos sin vida parecían mirarlo y la boca esbozar una mueca amenazantes.

El Rey de los Elfos dio un respingo.

—Tu corazón es implacable, Skafloc —dijo—. Estas muy cambiado desde la última vez que nos vimos. De acuerdo, será como deseas.

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