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EL TIPO TENÍA una memoria bíblica, pero ¿de qué podía servirle esa frase sin ningún significado para él? La había copiado con tempera blanca y enseguida que la vi me dieron ganas de corregirla, de cambiar algo, reescribirla entera. Al leer lo que había imaginado tiempo atrás advertí que era exactamente lo que necesitaba ahora. Era eso lo que debía escribir en la última página. Pero ¿por qué ese final y no uno feliz como querían las chicas del Paraíso?
Cioran decía que las palabras son gotas de silencio a través del silencio. Aunque los comienzos de un hombre cuentan, solo damos el paso decisivo hacia nosotros mismos cuando ya no tenemos origen. A esa altura es tan difícil comprender el sentido de una vida como buscarle un significado a Dios. Sin padres, sin infancia, sin pasado alguno no nos queda otra posibilidad que afrontar lo que somos, el relato que llevamos para siempre.
Me acerqué el revólver a la cabeza y disparé dos veces; el ruido hizo efecto, como si el moscardón abandonara su posición en el tímpano y retrocediera a refugiarse en algún insondable laberinto de tinieblas. Fui al Mercedes a buscar un marcador y me puse a cambiar las palabras que no me gustaban. El Pastor Noriega me observaba desde lo alto de una duna, en silencio, mientras en el cielo avanzaban nubarrones de tormenta. Rehíce toda la oración, agregué nuevas tachaduras y al cabo todo volvió a parecerme tan caótico como al principio. El Pastor bajó despacio, se acercó al Dacia y de una patada le hundió la chapa de una puerta. Apenas podía reconocerlo. Los Guns N’ Roses no habían hecho el trabajo a medias. Tenía un vendaje que le tapaba un ojo y había perdido parte de la oreja izquierda que estaba tapada por un plastrón de merthiolate. La boca era un agujero sin fondo y me di cuenta de que era él quien había pasado antes que nosotros por el consultorio del doctor Marinelli, el mismo al que Graciela le había pedido que fundara una Iglesia para ella.
—No sé, hermano —me dijo señalando el capó y su voz sonaba como una campana destemplada—. A mí me gustaba más como estaba antes.
Miró el Mercedes, hizo una mueca de envidia o de lástima y dijo en voz baja:
—Usted lleva una bendición, hermano. Ayúdeme con la cruz.
—¿Quiere que lo acerque?
—No. Hágame el bien, deme una mano.
—¿Le quitaron todo?
—Hasta las estampitas se llevaron.
—Yo me porté como un cobarde. Nunca me lo voy a perdonar.
—Al Profeta siempre lo dejan solo, hermano. Venga, ayúdeme.
Avanzamos entre los yuyales hasta llegar a una arboleda donde esperaba un perro sarnoso que parecía andar con él. No sé por qué lo seguía; tal vez por piedad o para no repetir mi cobardía. Llegamos al pie de una montaña de arena y me quedé a su lado oyéndolo rezar. Le contaba sus miserias al Señor y se dijo listo para redimirse en su gloria. Perdonó a su mujer y a los tipos de Morosos Empedernidos, aunque dejó abierta la posibilidad de que pudieran quemarse en el infierno. Mientras balbuceaba salmos y versículos con la vista puesta en el cielo, se escuchó un trueno y empezaron a caer las primeras gotas gruesas como uvas. Corrí a refugiarme bajo un árbol pero él se quedó hasta que estuvo bien empapado. Iba a volver al coche pensando que ya había cumplido, pero en ese momento el perro se levantó y empezó a ladrarme. Por precaución retrocedí hasta un claro en el que se estaba formando un charco y ahí en el suelo vi un hacha, un cuchillo y unos cuantos clavos desparramados.
Recién entonces comprendí que había estado haciendo una cruz con el árbol más alto. Debía llevar muchos días trabajando, talando ramas, dándose maña para imitar lo que había visto en alguna película. Me volví para increparlo porque nos estábamos mojando como estúpidos, pero no me escuchaba, estaba en otra parte, lejos de todas las penas terrenales. Agarró unos clavos, levantó la cruz con un esfuerzo sobrehumano y se la calzó sobre el hombro huesudo. El perro lo seguía y le tiraba tarascones. En silencio, vacilando, la arrastró hacia la duna y trató de subir, pero al primer intento se fue al suelo y quedó atrapado bajo la cruz. Corrí a ayudarlo, lo levanté y traté de persuadirlo de que no tenía nada que demostrarle a Dios, que era un cristiano ejemplar y que podía acercarlo a Bahía Blanca para que empezara de nuevo. Me miró con el único ojo enternecido y me pidió que le hiciera el favor de echarle la carga sobre la espalda.
Llovía torrencialmente y aunque había amanecido las nubes solo dejaban pasar una luz tenue y viscosa. Hizo unos pasos tambaleándose, parecía que se enderezaba, pero a mitad de camino volvió a caer. Quedó como desmayado, pero de pronto alzó la cabeza y suplicó que volviera a ayudarlo. Esta vez consiguió remontar buena parte de la cuesta antes de derrumbarse. Me dio la impresión de que se había quebrado un brazo, pero él ni se daba cuenta. El tronco pesaba más de lo que podían llevar cinco hombres y al comprobar que yo era su único testigo, su apóstol involuntario, me invadió una extraña sensación de pesadumbre. Sentí de una manera irrefutable que en ese mismo instante, lejos de ahí, mi padre llegaba al final de su camino. Entonces decidí ayudarlo a cargar la cruz. Subí hundiendo los talones en la arena mojada, me agaché a levantar la otra punta del tronco y alcanzamos a levantarlo lo suficiente para ponernos abajo y cargarlo hacia la cima del Gólgota de pacotilla.
La pendiente era más empinada de lo que imaginaba y sin embargo avanzábamos. Sudando, puteando, resbalando, empujamos hasta que el tronco nos pudo otra vez y caímos rodando. De pronto nos encontrábamos como al principio aunque algo había cambiado: ahora para mí era una cuestión de honor. Existiera Dios o no, algo superior nos estaba contemplando. Mi padre desde la ciudad de cristal, los tipos de Morosos Empedernidos, Laura y Bill allá en el fondo de los tiempos. Isabel en el Sheraton, Lucas Rosenthal recitando Sófocles en medio del incendio. Me quité la campera, le di unas palmadas al perro que seguía mordisqueándome los tobillos y a los gritos volvimos a intentarlo. El Pastor estaba tan débil y derrengado que dos veces el armatoste volvió a aplastarlo contra el piso y tuve que enderezarle el hombro para que pudiera seguir.
La locura que lo poseía me había ganado a mí también y me dije que si no conseguía llevar el tronco hasta arriba de la montaña nunca podría hacer algo que valiera la pena. Quería demostrarle a mi padre que sabía hacer frente a la adversidad, que iba a subir la cruz y escribir la novela. Sentí que se me abrían heridas en la espalda y en la cabeza, que las manos me sangraban. Tenía cortezas clavadas por todas partes, el zumbido había vuelto convertido en tempestad.
A mi lado el Pastor se iba disgregando convertido en llaga abierta, en un golem deforme. A medida que ganaba terreno perdía otro pedazo, se transformaba en algo incompleto y monstruoso. Al fin pude abrazarme al tronco y arquear la cintura, empujar con más fuerza y sostenerme cada vez que perdía pie. Al cabo de una eternidad, sin aliento, alcancé a poner un pie en lo alto. Sentí que la zapatilla se doblaba en la arena apretada por la lluvia y le grité al Pastor que aguantara, que sostuviera fuerte la cruz, que ya estábamos en las puertas del cielo y al decirlo tuve la sensación de que desde esa puerta alguien me tendía una mano que no iba a dejarme caer, un brazo firme y sólido que me daba la bienvenida.
Tuve una nítida alucinación en la que mi padre se despedía de mí con una sonrisa y un beso en la mejilla. Lancé un aullido desesperado, avancé la otra pierna y levanté el tronco hasta que me pareció que se perdía allá arriba entre los nubarrones. El Pastor se derrumbó a mi lado. Era una piltrafa, un espantajo, una bolsa de basura pestilente. Alzó la cabeza destrozada, se arrastró hasta la cruz que oscilaba sobre mi hombro y la empujó con la escasa fuerza que le quedaba. El esperpento me llevó un pedazo de camisa, dio un brinco extraño y fue a estrellarse contra el suelo.
Lo habíamos conseguido. De pronto sentí que todo empezaba desde cero, que ya no lamentaría nada de lo que dejaba atrás, que donde quiera que estuviese mi padre se sentiría orgulloso de mí. Me di vuelta y vi al Pastor que se arrastraba y se acostaba sobre la cruz. Abrió la boca, escupió algo que llevaba en la boca y me tendió los clavos con un ruego inaudible. No podía seguirlo más lejos. Bajé la duna a los tropezones ganado por el horror. Me llevé por delante al perro y caí de narices en el barro. Me quedé quieto, callado, oyendo los llamados del Pastor, sintiendo el picoteo de la lluvia, la blandura de la arena y el perfume de los árboles. Recogí unas gotas de agua fresca del charco y cerré los ojos para despedirme de mi padre. Allí estaba, grande y risueño en su Buick flamante; ágil y poderoso como el Corsario Negro. Me decía adiós y no había en su boca el rictus de la muerte sino un beso que volaba y se congelaba en el aire como una estrella recién nacida. Apreté muy fuerte los ojos para retenerla, para guardarla dentro de mí y después los abrí bien grandes para presentarme de nuevo ante el mundo.
Lo primero que vi fue el bolso con los restos de mi vida pasada. Todo cabía en él, mis libros, mis miedos, el cuaderno y los amores que había tenido. A lo lejos, torcido y solitario, quemado por el rayo, estaba mi árbol. Me levanté y corrí. Tenía el pecho agitado y el moscardón rugía con furia en mi cabeza. Llegué hasta unos matorrales tupidos y alcancé a ocultarme para ver a la grúa de la policía que se alejaba con el Mercedes.
Esperé a que desapareciera para vaciar el cargador cerca de la oreja. El ruido de las balas flotó en el aire y se desvaneció con un eco distante. Guardé el arma y con una silenciosa alegría me acerqué al árbol. Me dejé caer de rodillas y empecé a cavar con las uñas, a remover barro y piedras hasta que sentí el roce del plástico mojado. Tuve que recostarme a tomar aliento antes de seguir. El cielo empezaba a abrirse y por entre los nubarrones se filtraban los primeros rayos de sol.
Aparté con cuidado las raíces y las hojas secas y saqué la bolsa. Adentro me esperaba, negro y perfecto, el disco con la novela. Todo lo que había escrito sobre mi padre y sobre mí estaba ahí.
Solo faltaba agregar el final.