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ESE AÑO mi padre recorría los pueblos de la provincia dando conferencias y todavía recordaba al borracho que se subió a una mesa para hacer dúo con Ángel Vargas. Nos encontramos en el bar de la plaza de Bragado y allí me contó el episodio y me confesó que se había acostado con la amiga de Laura en una amueblada de Palermo. «Tenía gusto a durazno», recordaba, nostálgico. Le pesaba mi presencia, no porque no quisiera estar conmigo sino porque deploraba que lo viera así, tan caído. Era poco menos que la caricatura de los personajes que había interpretado a lo largo de su vida. Hacía tiempo que los estudios de Hollywood habían cerrado y la Paramount ya no necesitaba que cuidaran de sus estrellas.

De un día para otro se quedó en la calle y salió de gira con una profesora de historia. Al principio les iba bastante bien, pero la mujer tuvo un infarto en la estación de Azul mientras esperaba el rápido a Bahía Blanca. Mi padre la internó, le avisó a un hijo de ella y siguió viaje con los libros. De vez en cuando me llamaba por teléfono y aunque insistía en que todo andaba bien, el día que cumplió cincuenta años me tomé un ómnibus y fui a verlo. Tomamos unos vinos en el bar del hotel y vimos por televisión el regreso de Perón bajo la lluvia. Los paisanos festejaban y lloraban y mi padre tenía que hacer lo mismo para que fueran a escucharlo a la noche.

Las conferencias que daba eran demagógicas y pasadas de moda y ni siquiera llevaba un proyector de diapositivas. Sin embargo, tenía un extraño influjo que envolvía al oyente y lo paseaba por donde él quería. Enseguida me di cuenta de que inventaba, que convertía a Belgrano y San Martín en marionetas que ganaban todas las batallas, los hacía cruzar los Andes como él quería y cuando se le daba la gana. Me quedé hasta el final y aunque lo aplaudieron bastante, podía sentir cuán sórdida se había vuelto su vida. Aquel hombre no se parecía en nada al que había cortejado a Laura en el Chantecler, ni al que construyó una ciudad majestuosa en una isla donde antes atracaban galeones de bucaneros.

Desde chico había querido hacer algo que quedara para siempre, un monumento que representara la pasión inalcanzable. Estudió arquitectura y pasó los años de su juventud proyectando una ciudad en la que vivieran nada más que hombres y mujeres poseídos por lo que él llamaba el «misticismo materialista». Un lugar para los locos lindos, los poetas y los que planeaban cosas imposibles. Pensaba en un palacio transparente, que fuera una gigantesca biblioteca llena de jardines y fuentes de aguas termales. Algo así como una Babilonia en la que la música reemplazara a los relojes. Poco a poco en su cabeza el palacio se hizo ciudad y se desplazó al Sur, a la Antártida misma, lejos del ruido, la hipocresía y el cinismo. Hacía croquis, planos, dibujos; rompía botellas y copas de colores para armar maquetas y hacerse una idea de cómo sería su metrópolis para iluminados.

En ese tiempo Perón había traído al país al profesor Richter, un austríaco chiflado que había empezado a trabajar en un laboratorio de Bariloche con el propósito de lograr la fusión nuclear. Ese procedimiento revolucionario, que no tenían ni los rusos ni los norteamericanos, iba a dar energía de sobra a todo el continente y convertiría a la Argentina en una potencia mundial. Mi padre pensaba que ese diminuto sol nuclear, esa estrella encerrada en una pompa de jabón, podría mover los motores de su ciudad maravillosa, convertir la capital de la Antártida en un paraíso tropical. Todo cerraba perfectamente en su sueño y en la regla de cálculos que siempre llevaba encima. A mediados de 1951, cuando Evita ya estaba enferma, mi padre llegó a San Luis con un estreno de la Paramount. Al día siguiente corrió la noticia de que Perón pasaría por ahí rumbo a Mendoza. Mi padre fue a la estación y esperó todo el día hasta que la locomotora apareció a lo lejos tocando pitos y campanas y una orquesta municipal empezó con la Marcha Peronista. Muchos años después recordaba al General asomado a la ventanilla con los brazos en alto; los hombres se apretujaban contra los vagones, las mujeres levantaban a los chicos sobre la multitud para que pudieran ver al Conductor, al Líder, al Primer Trabajador, al hombre que lo podía todo.

La policía hizo un cordón para que el General pudiera bajar y saludar a los dirigentes del partido justicialista. Mi padre había conseguido llegar a la primera fila repartiendo fotos de sus artistas, autógrafos de Ava Gardner, Lana Turner, Gary Cooper, los que llevaba siempre en la valija para salir de las situaciones difíciles. Cuando Perón pasó a su lado estrechando manos, respondiendo a las preguntas con otras preguntas, mi padre le tendió la maqueta de su ciudad de cristal. Por un instante su vida estuvo en peligro: los guardaespaldas lo agarraron del cuello y le retorcieron un brazo, pero el General se quedó mirando esa miniatura perfecta en la que, como en el tren, había un escudo peronista y la frase «Perón cumple, Evita dignifica».

Al ver que el Líder se la pasaba a un secretario, los tipos de la guardia apartaron a mi padre con toda cortesía y se lo llevaron a la sala de espera donde estaban preparando un vino de honor y el estrado para los discursos. Como una hora después llegó Perón rodeado de funcionarios y alcahuetes y pidió que le presentaran a mi padre.

—¿Qué es esto, Ernesto? —preguntó.

Al escuchar que pronunciaba su nombre, mi padre sintió que temblaba, que su mirada vacilaba y se perdía en la de ese hombre sonriente al que tanto despreciaba y temía.

—La capital de la Antártida, mi general. El sueño de mi vida.

—Bueno m’hijo, métale.

—Cómo, mi general, si no tengo los medios.

—Ya va a recibir noticias mías.

—Mire que yo no soy peronista. Con todo respeto.

—Yo tampoco, hombre. Somos argentinos.

—Ni soy arquitecto.

—Mejor, son unos chambones.

Eso fue todo. El minuto imborrable de una vida. Desde entonces mi padre dejó de ser un hombre cualquiera y tuvo todo lo que le hacía falta. Solo que el proyecto debía quedar en el más estricto secreto y en lugar de la Antártida, el General eligió una isla desierta y llena de pantanos que no figuraba en los mapas. Lo de la Antártida, le mandó decir, quedaría para más adelante y quizá se convertiría en la capital del país entero el día en que Richter consiguiera la fusión atómica.

El sueño duró poco pero mi padre lo soñó toda la vida. En setiembre de 1955 el almirante Isaac Rojas salió de Puerto Belgrano con un portaaviones decidido a derrocar a Perón, a terminar con la que llamaba «Segunda Tiranía». Para que el país tomara conciencia de que la cosa iba en serio, que estaba dispuesto a sacrificar Mar del Plata y también Buenos Aires, pasó frente a la isla de mi padre y la cañoneó hasta que no quedó nada en pie. Ni una pared, ni una plaza, ni un árbol. Lo mismo hizo la aviación con el laboratorio atómico de Richter. Esos sitios fueron elegidos como símbolo de la perversión y la locura del régimen y no debía quedar ni el recuerdo de ellos.

Al empezar la novela supuse que en esa isla estaba su piedra filosofal. Que ese había sido su instante de gloria, su lugar más íntimo. Pensé que la ciudad de cristal era a mi padre lo que las pirámides a Napoleón y ahí fui a buscarlo. Para llegar a la costa tuve que hacer cuatrocientos kilómetros por un desierto de matorrales y pajas bravas en el que apenas se veía el camino. Parecía que desde el tiempo de los indios no había vuelto a pasar nadie. Anduve toda la noche y dormí en el coche hasta que llegaron unos pescadores y conseguí que uno de ellos me alquilara una lancha. La travesía no duraba más de media hora, pero antes de llevarme mar adentro el tipo se puso una gorra de capitán y me dio una lección de comportamiento a bordo. Era un francés que había salido hacía veinte años a conocer el mundo con su novia y de tanto alejarse un día se quedó varado entre los pantanos. Me contó que ahora ella estaba enterrada en la isla, en una tumba de cristal.

—Así puedo verla y hablarle un poco —me dijo—. Usted vaya tranquilo que yo lo espero.

Atracó la lancha contra unos peñascos áridos, donde el mar era más calmo y me indicó que lo siguiera. Era la única persona en el mundo que conocía el camino. Saltamos a tierra, me señaló el lugar donde había estado la ciudad, arriba de una montaña y me avisó que me esperaba en el cementerio. Me hablaba en francés como si estuviera seguro de que yo conocía el idioma, como si no existiera otro en el mundo. Le dije que tardaría una o dos horas y empecé a caminar bordeando los cerros hasta que encontré los restos de una escalinata de vidrio. A medida que subía el lugar me parecía más irreal. Todo lo que encontraba, columnas destruidas, paredes en ruinas, una estatua de San Martín partida en dos, era trasparente y espejaba las figuras y el horizonte del mar. Los rayos del sol volvían al aire convertidos en una mancha difusa, espectral, que hubiera enloquecido a cualquiera que intentara vivir ahí. Observé que los pájaros no bajaban, pasaban en bandada y se alejaban hacia la costa. Al llegar a la cima encontré un desastre imposible de comparar con nada que hubiera visto antes. Me venía a la cabeza un inmenso páramo, un basural de vidrios rotos. Las plantas tropicales quemadas por el reflujo de los cristales habían sufrido horribles mutaciones. Algunas tenían hojas como manos, otras se habían hecho pequeñas, se movían como lagartos y todas estaban cubiertas por una minúscula lluvia de vidrio incrustada en sus carnes.

No quedaba ningún edificio. De los cimientos asomaban los muros de vaya a saber qué palacio desaparecido; eran como barras de hielo cortadas a hachazos. Me incliné a tocarlos y comprobé que no tenían filo, que el viento los había lijado y resultaba imposible saber si estaban hechos de cristal noble o con vidrio de damajuanas. Mi padre nunca había querido llevarme a ese lugar, tal vez no se animaba a mostrarme el esperpento en que habían convertido su obra. No tenía fotos ni películas y aunque eso podía explicarse por el secreto, se me ocurrió que quería conservar intacto el sueño y no esa sórdida realidad.

Caminé hasta el fondo de una calle estrecha y divisé al francés frente a la tumba de su novia. Desde lo alto, con la perspectiva del mar, parecía un muñeco inmóvil, ajeno a todo. Bajé por un sendero de piedras y anduve a campo traviesa extrañado de no ver animales. El cementerio daba la espalda al mar y tenía un pórtico en el que todavía se adivinaban algunas palabras en latín. No había otras tumbas aparte de la de la chica. El sendero apenas se adivinaba entre la hierba y al avanzar tenía que levantar bien alto los pies para no tropezar. El tipo no me oyó llegar o no le importó. Sin decir nada me puse cerca de él en actitud de recogimiento, pero traté de no mirar la tumba. Igual la veía de soslayo: el cadáver estaba embalsamado en una mortaja de cristal y era necesario haberla querido mucho para no desmayarse de horror. Lo que me urgía era volver a la lancha y alejarme, dejar atrás todo eso. Esperé tratando de imaginar a mi padre dirigiendo los trabajos de esa gigantesca utopía hasta que el francés se volvió y me miró a los ojos.

—¿Qué hace acá? —preguntó, inquieto.

—Nada, me equivoqué de camino. ¿Cómo se llama esto?

—Lisa. Ella se llamaba así.

Caminamos hasta el embarcadero pisando opalinas, reflejándonos en los espejos sucios esparcidos por el suelo.

—Vaya a saber lo que pasó —dije.

—La bomba —dijo—. Tiraron la bomba.

—¿Cómo lo sabe?

—Me contaron los indios. Nosotros llegamos en el sesenta y nueve y ya la habían tirado. Creo que fueron los rusos.

—¿No vio a un hombre alto, de pelo blanco?

—Acá no hay lugar para nadie más —contestó con voz amenazante y fue a tirar de la soga para acercar la lancha.

Subí y me senté en silencio. El francés puso en marcha el motor, se calzó la gorra de capitán y arrancó hacia tierra firme sin preocuparse por el oleaje.

Íbamos a los sacudones, como si quisiera atemorizarme o ponerme a prueba. De repente empezó a gritar:

Je découvre un cadavre cher

Et sur les célestes rivages

Je bâtis de grands sarcophages

Pensé que me quería impresionar con esos tristes versos de escuela primaria, pero tal vez era algo íntimo, un diálogo entre Lisa y él.

¡Vida y esplendor! —le respondí. Y eso también era de Baudelaire.