30
TUVE QUE ayudarlo a pasar entre los alambres porque el piyama se le había enganchado en las púas y temí que se lastimara. Me lo agradeció con unas palmadas y me pidió el encendedor para ir a buscar un zapato extraviado entre los yuyos. Se había largado en piyama, sin ningún abrigo, como si lo persiguiera un fantasma. Estaba lleno de abrojos y sin el zapato ortopédico apenas podía moverse. Me pregunté cómo podía tener una visión tan optimista del mundo y me dije que sería porque vivía rodeado de mujeres que lo mimaban y jugaban con él como si fuera un bebé. Pero no era ningún tonto: debía tener un coraje a toda prueba para andar por esos pueblos ganándose la vida con el baúl a cuestas y encima despertarse jovial y contento.
—¿Sabe qué? —me dijo con la voz deformada, apoyándose el puño contra la mandíbula—. Isabel lo espera mañana en Buenos Aires, en el desfile del Sheraton. Me encargó que se lo dijera.
—¿Tiene un desfile de modas?
—De todo un poco, usted sabe cómo es eso. A veces hay que mirar para otro lado. Con la falta de trabajo que hay…
—¿Usted viene muy seguido por acá?
—Cada vez que puedo les hago una visita. Yo tengo amigos en todos lados.
—Le agradezco que me haya invitado.
—No, no me agradezca… Usted es un escritor desperdiciado, ni bien lo vi me di cuenta.
—Tendríamos que ir al dentista, ¿no?
—Y sí, pero dígale que no me la saque, es la muela de la suerte.
Me pasó un puñado de sobres con figuritas que sacó del bolsillo del piyama y me dijo que era un regalo para resarcirme por el mal momento que me estaba haciendo pasar. Gimoteó un poco esperando a que abriera los sobrecitos y me dijo que a la mañana tenía que ir hasta Madariaga a levantar unos pedidos. Ese verano pensaba pasar por Necochea para poder ir al mar y aprender a nadar. Anduvimos como media hora por el medio del camino, fui sosteniéndolo hasta que se me metió una tachuela en la zapatilla y tuvimos que parar a tomar resuello. El gordo se echó en el pasto y estuvo mirando largamente las estrellas, mordiendo ramitas y quejándose.
—Oiga, no estará ofendido conmigo, ¿no? Discúlpeme si dije alguna pavada… usted sabe que los comisionistas somos medio brutos…
Acercó la llama del encendedor a las figuritas para mirarlas una por una, me pasó las repetidas y me hizo un gesto para que le mostrara las mías.
—¡El Capitán Tormenta! Esa guárdela bien que es de las más difíciles —dijo, e insistió para que la guardara en el bolsillo de la campera—. Al Capitán Tormenta y John Lennon no los tiene nadie, los puede cambiar por lo que se le dé la gana.
—¿No tiene frío?
—Y… frío hace, sí, pero lo que me tiene mal es la muela. Creo que tiene razón, ¿qué le parece si pasamos por el pueblo y veo a un dentista?
—¿Piensa ir así? —dije, señalando el piyama.
—Caramba… con el apuro ni me di cuenta.
—¿Está seguro de que no lo echaron?
—No, cómo me van a echar si siempre están esperando que vuelva.
—¿Le parece que las chicas nos prestarán el Fiat para ir al dentista?
—No, olvídelo, el coche no se lo prestan a nadie. Pídales cualquier cosa menos el coche.
—Bueno, vamos caminando —le dije y como lo veía a punto de llorar intenté distraerlo con su propio cuento—. ¿En serio le gustaría manejar el tren?
Se quedó duro como si le propusiera una excursión a la luna.
—¿Lo dice en serio?
—Después que le arreglen la muela lo alquilamos por todo el día.
—¡Por todo el día…! ¡Muestre la plata, a ver!
Saqué los billetes que me quedaban y aunque la oscuridad no permitía saber cuánto había, igual se creyó todo.
—Llevamos a las chicas, ¿no? —me preguntó.
—Claro, y vamos al Sheraton a ver a Isabel.
—Así me gusta, que se tenga confianza. Un escritor triste se puede malograr, yo sé lo que le digo.
—Antes me dijo que era un desperdiciado.
—Es que la muela me está volviendo loco. Es como si me metieran un clavo al rojo… Mire, hágame una gauchada: la llave del coche está colgada en la puerta de la cocina. Yo, para decirle la verdad, no sé manejar, sino ya me las hubiera arreglado solo. ¿No se anima a robárselo por una horita?
—¿Robarlo?
—Prestado, qué sé yo.
Se le estaba terminando el cubito y el pueblo quedaba a cinco kilómetros. Le dije que me esperara, que no se moviera de allí y rehice el camino lo más rápido que pude. La casa seguía a oscuras y la puerta estaba cerrada. Si despertaba a las mujeres y no me prestaban el auto Carballo podía morirse sin ver a un dentista. Estaba convencido de que había pasado algo, que se había peleado con Florencia o hecho algo indebido y lo habrían echado a patadas de la casa.
Dejé el bolso cerca del Fiat y sin pensarlo más decidí entrar por la claraboya del baño igual que un ladrón. Fui al garaje a buscar la escalera, la coloqué lejos de donde dormían Florencia y las otras y subí al techo. Corría una brisa fría y pude ver el cielo en todo su esplendor. Me sentía extrañamente contento de ayudar a Carballo que me había llamado «escritor desperdiciado». Creo que no había podido tolerar que copiara un párrafo de otro libro. Para él eso era como copiarse los deberes y como había sido muy buen alumno no podía ser del todo amigo de alguien que no hubiera estudiado.
Me deslicé por la claraboya y pensé que si al saltar no conseguía esquivar la bañadera me iba a romper los huesos y despertaría a toda la casa. A medida que me dejaba caer me sorprendía mi propia destreza después de tantos años sin moverme. Dejé que las piernas colgaran hasta tocar la roseta de la ducha, empecé a balancearme, apunté las zapatillas hacia el lugar donde estaba la rejilla y me largué con las rodillas dobladas para amortiguar el impacto. Hice un ruido blando, como un pajarraco que choca contra la ventana y me quedé quieto tratando de recuperar el silencio. Escuché una voz que hablaba en sueños y nada más; entorné la puerta y atravesé un dormitorio en puntas de pie. Era el mismo en el que había estado con Isabel, ahí les había narrado historias descabelladas para no desilusionarlas, para que siguieran creyendo que era el de la televisión. Al llegar a la cocina me topé con el gato que se desperezaba sobre la mesa. Le acerqué una mano, esperé a que me husmeara los dedos y le acaricié el lomo. No recordaba haber visto ningún perro, pero por las dudas miré hacia todos los rincones. Tal como me había dicho Carballo, la llave del Fiat colgaba de la puerta. No tenía más que agarrarla y salir. Pero enseguida vi que no iba a ser tan fácil: la mirada del gato se desvió hacia un punto detrás de mí y de pronto se prendió la luz. Me di vuelta despacio, esperando un golpe o un tiro y vi que Florencia se me acercaba. Estaba perdido y solo atiné a extender un brazo para que no se me viniera encima y me saltara a la cara. Tenía una sonrisa angelical y en la mano sostenía un tenedor con la punta para adelante. Me aplasté contra la pared mientras el gato saltaba de la mesa; alcancé a manotear una olla para tirársela a la cara y recién ahí caí en la cuenta de que estaba totalmente dormida.
Caminaba sonámbula y dichosa como una marmota; se desplazaba a ciegas por el lugar, abría la heladera y sacaba una torta, la dejaba sobre la mesa y buscaba el dulce de leche. Me deslicé hacia la puerta, le di las dos vueltas a la llave y salí corriendo como alma que lleva el diablo. Me escondí detrás de una hilera de malvones y respiré hondo hasta recuperar la calma. Esperé que volviera a acostarse para arrancar el coche y perderme en la negrura de la noche. Pasó más de un cuarto de hora hasta que terminó de comer y apagó la luz. Entonces levanté el bolso y sentí que el zumbido de la oreja crecía, se hacía chillido histérico, me recorría las venas y me nublaba los ojos. Quizá me haya desvanecido por unos instantes, no sé; al retomar la conciencia me encontré tirado en el suelo a unos metros del Fiat y empezaba a amanecer. Tardó una eternidad en arrancar y aunque el motor rateaba y tosía me alejé por el camino hacia donde estaba Carballo. Lo divisé a la distancia, temblando de frío con su piyama amarillo patito. Ni siquiera me había dado cuenta de ofrecerle mi pulóver, tal vez por eso me hacía señas como si tuviera miedo de que siguiera de largo. Cada vez que bajaba el acelerador, el Fiat se paraba y tenía que volver a darle arranque. Carballo subió agarrándose la mandíbula, con lágrimas en los ojos y me gritó que por Dios y la Virgen bendita lo llevara al dentista o lo matara como a un perro.