25
CASI NI SE notaba el amanecer con tanta lluvia y el cielo encapotado. El ómnibus avanzaba bamboleándose y derrapando en la cortina de agua. Era un viaje inútil; resultaba imposible distinguir los árboles ni cualquier otro detalle que me permitiera identificar el sitio que buscaba. Me parecía recordar que mi árbol tenía clavado un cartel que anunciaba una venta de miel a unos kilómetros de allí. Nada más que eso. Por el vidrio bajaban gruesas gotas que el vidrio barría antes de que pudiera imaginar el dibujo que formarían los surcos. A mi lado iba un gordo grandote muy concentrado en la tarea de armar los juguetitos que vienen en los huevos Kinder. Llevaba tres cajas llenas y desde que salimos de Mar del Plata no paró de comerse el chocolate mientras abría las yemas de plástico con extrema cautela, como si palpitara la sorpresa. Cada vez que descubría las piezas de un juguete nuevo lanzaba una exclamación de júbilo y se ponía a amarlo, a pegarle las calcomanías con los dedos húmedos de emoción. Lo hacía con una infinita paciencia, ajeno a los azotes del viento y los barquinazos del ómnibus. Si le tocaba uno repetido lo volvía a cerrar y se lo guardaba en un bolsillo. Tal vez me engañaba, pero parecía un tipo inmensamente feliz, un pibe que acaba de encontrar su primera novia, una parturienta besando a la criatura, un camello llegando al oasis. Había apoyado el portafolios sobre las rodillas y a medida que terminaba el trabajo ponía un Simpson frente a un dinosaurio, un avión con un helicóptero, un cochecito delante de un oso hormiguero. Y así siguió todo el trayecto, con una leve sonrisa, mordiéndose los labios, sudando a chorros. Ni siquiera aceptó un chicle que le ofrecí para sobrellevar las ganas de fumar. Movió apenas la cabeza y siguió en lo suyo hasta que sacó un carro romano con un gladiador y cuando terminó de montarlo se quedó dormido.
Para ir al baño tuve que hacer acrobacia, colgarme del techo y pasar las piernas por encima de los juguetes. Fui a golpearme la cabeza contra la carrocería porque el zumbido me tenía a mal traer. Al volver a mi asiento rocé una locomotora de la West Fargo y no pude impedir que se cayera al suelo. Por más que me agaché a buscarla y me puse los anteojos, no pude encontrarla y al rato ya lo había olvidado. Pasado el mediodía dejó de llover y entramos a un pueblo donde me pareció haber estado antes. Lo reconocí por el monumento a Castelli y las hileras de acacias que bordeaban la avenida principal. El ómnibus entró en lo que había sido la estación del ferrocarril y se detuvo al borde del andén. El gordo se despertó sobresaltado, me pidió mil disculpas por cerrarme el paso y se puso a guardar los muñequitos y los coches de plástico en el portafolios. De pronto advirtió que le faltaba la locomotora y me miró como si yo se la hubiese robado. Le dije que se había caído, que si me dejaba salir al pasillo lo ayudaría a encontrarla. Se apartó y no bien bajaron los otros pasajeros me tiré al piso y la rescaté enseguida. Cuando me levanté le adiviné un relámpago de angustia en los ojos; tomó la locomotora con dos dedos como si fuera un diamante, la sopló y la limpió con la manga del saco que le iba demasiado ajustado. Ahí le volvió el alma al cuerpo, me dijo que se llamaba Esteban Carballo y me preguntó si también yo era comisionista. Vi que no me iba a ser fácil sacármelo de encima, pero daba gusto tenerlo cerca. Irradiaba una alegría plena, generosa y cuando le dije que era escritor casi me da un abrazo.
—¡Borges. Yo me leí todo Borges! —dijo.
De alguna parte sacó un pañuelo de seda y se lo calzó alrededor del cuello con bastante donaire, como si se preparara para entrar al despacho de un ministro. Intenté despedirme, pero me pidió que lo ayudara a bajar porque los escalones eran demasiado altos para él. Recién entonces me di cuenta de que tenía una pierna tiesa y caminaba revoleando el cuerpo.
—Vengo lleno de paquetes —me dijo—. Así es mi trabajo; buscar cosas que la gente quiere y sin mí no podría tener.
—Se alegran de verlo, entonces.
—¡Siempre bienvenido! Vaya adonde vaya me reciben con los brazos abiertos. Imagínese, ¿qué puede comprar uno de lindo en estos pueblos?
No era el lugar donde estaba mi árbol, pero igual lo reconocí. Ahí había parado a cambiar la cubierta del Torino después del tiroteo. Carballo se quedó al lado del ómnibus hasta que apareció su equipaje, un baúl tan grande como para llevar los bártulos de un circo entero. Tuve que ayudarlo otra vez y aunque se puso a repartir juguetes por acá y por allá, nadie pareció conmoverse.
—Colonia Vela —dijo—. Lindo lugar para que te agarre un patatús.
Y se largó a reír. No tenía más de treinta años. Llevaba corbata floreada, camisa floreada, medias floreadas y un pañuelo amarillo como un sol.
—Voy a llamar un flete —me dijo y me tomó del brazo—. Si me espera un minuto podría contarle un montón de cosas, porque yo conozco muchas anécdotas y en una de esas le pueden servir.
—Le agradezco, pero tengo que seguir viaje.
—¡Véngase conmigo al Paraíso, hombre! Tiene pensión completa y está todo pago.
No me dio tiempo a contestarle que ya atravesaba el andén y entraba en la oficina para buscar un teléfono. A cada paso que daba parecía que con un pie subía una montaña y con el otro trotaba por los valles. Algo me decía que iba a complicarme los planes y decidí escaparme, cruzar la vía para esconderme en unos gigantescos galpones que vi a lo lejos. El zumbido era cada vez más fuerte y no me permitía concentrarme. Corrí por el campo y llegué a un edificio de ladrillos que debió haber sido un taller o la cabecera de una playa de maniobras. Pasé entre unos tambores oxidados, subí a una pila de durmientes que llevaban años pudriéndose ahí y busqué un rincón que no estuviera mojado para sentarme a mirar el mapa.
El árbol tenía que estar dentro de un triángulo de lugares en los que recordaba haber parado a escribir. En Tandil había hecho unas páginas sobre Bill Hataway, en las afueras de Ayacucho hice el capítulo de Patricia Logan y en un hotel de Rauch el de mi primo policía. En otra estación abandonada cerca de Médanos había copiado las citas. Si no me equivocaba allí se me había extraviado el libro de Conrad del que pensaba sacar unas líneas que siempre me habían conmovido. Me veía a mí mismo haciendo un pozo con la manija del crique, enterrando el disco envuelto en una bolsa de plástico. Estaba casi seguro. Digo casi porque tenía la cabeza a punto de estallar, el moscardón rugía y aleteaba, se golpeaba contra el tímpano; el ruido era tan intenso que deseaba que me perforara el cráneo y se fuera para siempre aunque me dejara descerebrado. Pero sabía que no iba a salir, que el padecimiento solo se me atenuaba con un ruido más fuerte. Abrí el bolso, tomé la pistola y me acerqué el caño a la oreja apuntando hacia arriba. Disparé y metí otra bala en la recámara; iba a gatillar por segunda vez pero en ese instante Carballo se apareció entre los durmientes y me pegó un grito desesperado. Igual tiré sin fijarme a dónde apuntaba; la bala fue a dar en un dintel de hierro y de rebote se incrustó en uno de los tambores, a medio metro de donde estaba él. Se quedó blanco, paralizado por el susto, con la boca abierta como si fuera a estornudar. Yo también me había sobresaltado y cerré los ojos hasta comprobar que los balazos retumbaban en mi oído y neutralizaban el dolor. Me sentía agotado pero poco a poco recuperé la calma. Carballo dio un brinco, el talón que usaba para compensar el desnivel resbaló en el pedregullo y fue a caer sentado en medio del barro. Al verlo me dije que hasta un hombre dichoso pierde el equilibrio cuando se acerca a mi mundo. Pero él no resignaba el buen humor, se reía a carcajadas y lo único que me pedía era que lo ayudara a levantarse.
—Caramba, creí que se estaba suicidando —protestó mientras se agarraba de mi brazo y se incorporaba, sucio como un chancho.
—Me parece que se le arruinó el pantalón —le dije para mortificarlo y guardé la pistola.
Se miró, hizo un gesto de fastidio y enseguida retomó el mejor lado de la vida con una sonrisa profunda, llena de dientes sanos, listos para comerse un tiburón.
—¿Se decidió? ¿Viene conmigo al Paraíso? Casa y comida; buena compañía, ¿no le interesa?
Sudaba y el chorro le bajaba por la mejilla casi imberbe. Iba a seguir hablándome, pero volvió la lluvia y no tuvimos más remedio que saltar sobre los rieles y forzar la puerta del galpón. Casi se vuelve a caer y entonces sospeché que no era una súbita amistad la que lo traía sino la pura necesidad, la búsqueda de una muleta en la que apoyarse. Tal vez hiciera lo mismo en todos los pueblos, mendigaba unas horas de amistad sin que pareciera que daba lástima.
Era uno de esos edificios inmensos construidos por los ingleses a principios de siglo. Por las claraboyas de vidrio esmerilado entraba una claridad lúgubre y mortecina. Le dije al gordo que no se moviera. Con el encendedor prendido me acerqué a la pared y fui tanteando hasta encontrar una caja de tapones y la palanca de encendido.
—Apártese —le grité y arrastré un durmiente para ponerme bajo los pies y protegerme del sacudón. Cerré los ojos y tiré fuerte, pero no pasó nada, no se movió ni un centímetro. Tomé la pistola y le di un par de culatazos antes de intentar de nuevo. Entonces sí: un chisporroteo enceguedor corrió a lo largo del techo, algunos cables explotaron, un interminable cortocircuito hizo saltar las bombitas y solo cuatro o cinco quedaron prendidas en la inmensidad.
—¡Pucha digo! —exclamó el gordo y yo también me quedé duro de la sorpresa.
Todos los trenes del mundo estaban ahí, arrumbados entre el polvo y las enredaderas que crecían pegadas a las vigas. Habría sido un museo del ferrocarril o algo así, un lugar donde guardaban los trenes antiguos, los vagones del Expreso Cuyano y del Cruz del Sur, las locomotoras que recorrían el desierto, el trocha angosta que iba por las montañas. Había zorras a manivela, furgones de carga y coches comedor. Máquinas a vapor, salones de fumar y camarotes para pasarse la vida haciendo el amor. Eran los juguetes que armaba Carballo pero en grande, un Disneylandia del pasado, una caverna de Alí Babá perdida en la llanura.
—Y yo acarreando porquerías —oí que balbuceaba el gordo y avanzó dando barquinazos para tomarse del pescante de un coche azul y blanco en el que todavía se leía «Perón cumple, Evita dignifica». Más allá había otro, marrón, de ventanillas cerradas, que llevaba el nombre del Peludo Yrigoyen y el escudo radical. Me senté en el suelo y me quedé contemplando el siglo que se iba: calderas apagadas, toneladas de un acero inerte, viajes sin destino. Lamenté no tener una libreta, un pedazo de papel para anotar aquella vaga sensación de vacío que me había ganado de repente.
—¡Venga! —me gritó Carballo que había conseguido subir a un vagón—. Deme una mano que lo quiero manejar.
Lo seguí para ver si no estaba haciendo macanas. Había llegado a la máquina e intentaba subir por la escalera del foguista. Lo levanté con un hombro, sentí que me golpeaba con su talón de lisiado y vi cómo se perdía en lo alto.
—¡Llena de carbón! —dijo—. Lista para arrancar. Vaya a fijarse adentro.
—¿Para qué?
—La gente siempre se olvida algo. Vaya a ver.
—Hace años que no funciona. ¿Qué quiere que encuentre?
—Monedas viejas, cochecitos de carrera, qué sé yo… Una vez en un colectivo encontré un corpiño. No sabe la paliza que me dio mi mamá.
—Se va a poner negro, le aviso.
—Tengo más ropa. A mí me va bien, no crea… Un día me voy a comprar un tren así y voy a invitar a las chicas. Le engancho tres vagones y hasta Bariloche no paro.
—¿Tantas chicas tiene?
Ni me contestó. Asomó una pierna, la apoyó en el primer peldaño y bajó despacio hasta llegar a mi lado. Me miró fijo, con un destello de picardía.
—Acompáñeme a entregar las encomiendas, ¿quiere? Son cinco minutos. Yo trabajo y usted se sienta a escribir.
—¿Hay teléfono ahí en el Paraíso?
—Teléfono, fax, lavarropas, lo que quiera. ¿A usted no le gustaría manejar un tren?
—No sé, supongo que sí —le dije, pero no me escuchaba. Estaba ensimismado toqueteando llaves y moviendo palancas. Bajé y caminé entre espejismos. En uno de los vagones decía «Salida de Artistas» y me vinieron ganas de ir a ver. La lluvia había amainado y al otro lado del galpón Carballo cantaba O Sole Mio completamente olvidado de sus clientes. Subí al vagón y sin pensarlo me encontré sentado frente a la mesa de maquillaje. El espejo estaba descascarado pero mis ojos estaban ahí. Los míos y muchos otros. Estuve mirándolos con atención tratando de descubrir de qué estaban hechos, de qué serían capaces. Al cabo lo supe: Frankenstein era yo. Había construido una criatura torpe y llena de odio que me habitaba y rugía como un moscardón.
Tenía que terminar la novela. Sacar el monstruo a la luz y arrancarle los ojos.