19
AL CORREGIR noto que mis capítulos diurnos tienen un aire más optimista y esperanzado que los que escribo de noche. Tal vez haya algo de verdad en aquello de que el clima condiciona el carácter. Casi toda mi vida he pasado las noches en vela y me cuesta mucho afrontar la luz del día. Trato de que el amanecer no me encuentre en la calle; al intuir el alba me encierro en un lugar oscuro y recién entonces me siento en paz. A veces, al leer un libro que me apasiona, me pregunto a qué hora, dónde, en qué condiciones de cuerpo y espíritu el autor había logrado expresar su alma con tanta grandeza. Qué había estado haciendo Kafka unos minutos antes de inclinarse sobre el papel y escribir: «Gregorio Samsa, al despertar una mañana tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto». O bien Melville, en un hotel de Nueva York, desprovisto de tranquilidad y escaso de dinero: «Habla, inmensa y venerable cabeza. Aunque sin barba estás blanca de musgos. Habla, poderosa cabeza y dinos el secreto que hay en ti. De todos los buzos eres el que ha sondeado más hondo. Cabeza sobre la que brilla el sol ahora: has andado entre los cimientos de este mundo, donde hombres y navíos olvidados se herrumbran, donde anclas y esperanzas mudas se pudren. Esta nave que es la tierra lleva como lastre en su mortífera bodega los huesos de millones de ahogados: allí, en ese espantoso mundo de agua, está tu morada preferida».
Estos son mis libros queridos. Podría copiar mil páginas; me gustaría poner a Flaubert que jura por todos los dioses, sufre dolores de gota, escribe una y otra vez la misma escena. Cinco, diez, cien reescrituras para atrapar una coma inútil, un giro desairado. Quisiera rendir homenaje a las grandes palabras cada vez más necesarias. Bioy: «Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro». Sarmiento: «Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte». Cervantes, que lo inventa todo:
En eso descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:
—La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o pocos más, desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer, que esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.
—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.
—Aquellos que allí ves —respondió su amo— de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.
—Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquellos que allí se parecen no son gigantes sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.
—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.
Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes iba diciendo en voces altas:
—Non fuyades, cobardes y viles criaturas; que un solo caballero es el que os acomete.
Hay pocas cosas tan personales e íntimas como los libros escritos por otros. Al leerlos los hacemos nuestros, dejamos que nos penetren, nos invadan y nos hagan olvidar nuestro propio relato. El mío estaba en Mar del Plata, me encontraba nadando bajo la lluvia feliz y lleno de esperanza. No existe edad ni tiempo para el nadador solitario, sobre todo si al llegar a la orilla se da cuenta de que no tiene ropa para ponerse y ha dejado el auto a treinta cuadras de allí.
Tuve que hacer como si anduviera de frac. Me arremangué el calzoncillo para que de lejos pareciera un traje de baño y caminé muerto de frío, haciendo señas cuando veía un hombre al volante. Había llegado a un lugar emblemático de mi relato y de pronto me encontraba en un trance absurdo. Literalmente desnudo, expuesto, desprovisto de todo. «Si me viera el Pastor», pensé. Resignado a volver a pie bajé a la playa y empecé a trotar aunque estaba agotado. Hacía demasiado tiempo que me había convertido en un hombre quieto. «Toro Sentado», me decía una chica que vivió unos meses conmigo antes de volverse a Italia. «Toro Sentado, mucha fantasía y poco seso», decía y yo me reía. Durante años estuve escribiendo historias tristes, llenas de peripecias hasta que todo se hizo tan diáfano que por un tiempo perdí las ganas de seguir. Pasó un año en el que solo me interesé en la novedad de las computadoras como si quisiera atrapar los años perdidos. En ellas los signos van más rápido que el significado. Mi chica de entonces me enseñó los primeros pasos y después no hubo manera de apartarme de la pantalla. Pensaba que así como Cervantes había terminado con la novela de caballería yo podría cerrar el siglo escribiendo una gran novela electrónica. Solo que, como decía mi padre, eso es pura vanidad. Aquel día tenía ante mí la desolada plaza en la que Laura y Ernesto se vieron por primera vez. Ahí estaban las arenas de Playa Bristol y todavía era posible distinguir las sombras que me convocaban a imaginar el pasado.
Entré en un hotel y dormí diez horas seguidas agitado por las pesadillas. Una monja dejaba caer una moneda y cuando yo la alcanzaba para entregársela me encontraba con la cara de Laura que tenía un tatuaje en la frente. Un escorpión o algo parecido. En el sueño ella no era mi madre, no la asociaba tampoco a mi padre. Simplemente era una monja tatuada que se iba con la moneda sin mirarme y me dejaba una extraña pesadumbre. Me levanté, abrí las persianas y me quedé mirando el mar. Me sentía tan solo y torpe como habría estado Laura al advertir qué pocos y confusos eran los caminos que se le abrían. ¿Cuál tomar si todos eran senderos de niebla? Me ilusionaba, al contemplar la agitación de las olas, con que si un día lograba estar en paz conmigo mismo podría escribir páginas serenas y virtuosas. Si no, me quedaba el camino de Kafka: «Al fin y al cabo no puede existir ningún lugar más bonito para morir, más digno de la desesperación total, que la novela escrita por uno mismo». La idea de caer muerto dentro del texto, en la selva de palabras tramadas en noches insomnes, me dejó fascinado. No sabía cómo relacionar a Laura vestida de monja y tatuada, con la frase que Kafka le escribió a su novia en 1912. Me dolía el relato y lo que engendraba al transcurrir: ¿dónde estaba mi verdad, si es que tenía una? Mejor que verdad debería decir sinceridad, es una palabra menos altisonante, más adecuada y cercana a lo que siento. Una historia escrita con sinceridad puede escaparse en todas direcciones, se hace tensa y frágil, pero es fiel a sí misma; tiene pasado y futuro.
En esos términos o en otros parecidos, me lo planteó Lucas Rosenthal en una larga noche de conversación. Lucas era un gran actor y el mejor de todos los borrachos que me tocó conocer. Lo llamé desde el hotel y le pedí que me ayudara a medir el peso de mis dudas. En esos días Lucas hacía Shakespeare en el teatro San Martín y estaba completamente sumergido en el papel: hablaba y se movía como su personaje; por teléfono sonaba como el Rey Lear, al mismo tiempo grave y conmovedor.
«Mandame el pasaje y charlamos sentados en la playa», me propuso y acepté de inmediato. Había estado demasiado solo y necesitaba cotejar mi locura con la de alguien capaz de hacer trizas mi mundo, ponerlo al revés y devolvérmelo convertido en una gran fogata.