20
«UN PÉSIMO actor, muy pagado de sí mismo, sale de gira con el monólogo de Hamlet. Siempre había soñado hacer Shakespeare, pero nunca lo llamaban. Ninguna compañía, ni la más triste, le ofrecía un papel. El actor, ya maduro, con dolores de ciática, veía alejarse el último sueño que tenía. Una noche, frente al espejo y a una amante cincuentona, llena de granos, se dijo que si los otros actores no se animaban, él sí. Y salió de gira. Fue a Córdoba y lo silbaron, fue a Bahía Blanca y también lo silbaron, pasó por Santa Fe y el público seguía silbando. Una noche, en Rosario, harto de derrochar energía, llegó a la conclusión de que algo fallaba. Aturdido por los chiflidos y el pataleo se paró frente al público, hizo un corte de manga y le gritó: ¡Paren, carajo, que no fui yo el que escribió esta mierda!».
Estábamos tan borrachos que nos reímos como locos, revolcados en la arena, mientras despuntaba el día. Lucas podía contar cualquier cosa y hacerla graciosa. Yo ya había escuchado ese chiste en el ambiente del teatro y creo que François Truffaut lo tomó en una de sus películas. Pero igual me hacía desternillar de risa. Supongo que era porque ponía en tela de juicio toda la escritura, aun la más genial que haya dado la humanidad. Sobre la playa, tambaleante, Lucas componía al mismo tiempo a Hamlet y al mal actor que lo interpretaba. «Viejo, las cosas que soy capaz de hacer por pasar un día en Mar del Plata…».
El avión había llegado con retraso en medio de una niebla cargada de relámpagos. Al verlo en el aeropuerto, desgarbado y un poco vacilante, rogué para que su borrachera no fuera tenebrosa. Le conocía al menos tres: la seductora, la colérica y la filosófica; en cualquiera podía ser tierno y antipático pero en todas era uno de esos tipos que ya no se usan, que saben escuchar y dicen siempre la verdad. Nos dimos un abrazo y me miró con una sonrisa de complicidad:
—Te aviso que no tengo un mango partido por la mitad.
—Siempre fue así.
—Siempre.
Comimos en el puerto, tomamos dos botellas de vino y después salimos a recorrer los bares. Cada vez que lo reconocían se ponía mal, se negaba a firmar autógrafos y decía palabrotas con la boca torcida. Durante la comida estuvimos midiéndonos, tanteando a ver si las cosas seguían en su lugar. Le conté sobre mi padre, le hablé de la novela y del tiroteo con los ladrones y no se sorprendió en lo más mínimo. Solo preguntó por qué no le había avisado antes.
—No tenía ganas de dar explicaciones —le dije.
—A mí no me tenés que explicar nada, boludo.
Volvimos al centro, dejé el coche en el hotel y bajamos caminando hasta la rambla. Al llegar al casino interrumpió la conversación y me preguntó si podía darle unos pesos para ir a probar suerte.
—A ver cómo ando con el Maligno.
Le di unos billetes y me senté a esperarlo en el bar de enfrente. Me sentía un poco borracho y como eso no tenía remedio pedí otro whisky. A los veinte minutos Lucas salió del casino y cruzó la calle corriendo.
—Ando de buena —me dijo mientras se sentaba—. Yo pago las copas.
Con toda displicencia metió una mano en el bolsillo y delante de todo el mundo sacó un puñado de billetes y la pistola que seguramente había encontrado en la guantera del coche. La tomaba por el caño con dos dedos, como si fuera una caca de perro. «No hagas cagadas, no tientes al diablo», me dijo. Para complacerlo guardé las balas en un bolsillo de la campera y la pistola en el otro mientras él recitaba un pasaje sobre rubias que debía ser de Raymond Chandler. Lucas Rosenthal era una superposición de miles de personajes que afloraban no bien se les presentaba la ocasión. Habíamos hablado de mi padre y por algún recóndito lugar del inconsciente se filtró Hamlet dialogando con el espectro del rey asesinado. Aquella madrugada, en medio de la borrachera, todo tenía un color espeso: la luz era gris y el mar también. Teníamos una botella, una bolsa con hielo y vasos de papel.
—No sé —dijo Lucas—; si fuera como vos decís habría que aceptar que los actores tenemos un inconsciente y dudo mucho que sea así. Fijate que los actores fallidos son furcios cometidos sobre un texto ajeno. Claro, podés argumentar que eligen el momento, la palabra, pero igual son furcios muertos, papeles tirados en el suelo. La frase es de Beckett, te aviso.
Salimos en el coche por la costanera y al pasar por Mogotes me pidió que lo llevara a un lugar tranquilo donde pudiera dormir una hora. No tenía ganas de ir al hotel. Al llegar a Barranca de los Lobos salí de la ruta y anduve por un camino de tierra hasta que encontré un bosque y me detuve entre los pinos. A esa altura de la borrachera se me había dado por pelear:
—Me parece que te jode decir textos de otro —le comenté mientras salía del Torino.
Esa frase estuvo a punto de arruinarlo todo. Lucas no se merecía una cosa así, pero me conocía bien y en lugar de darme una piña se echó a reír.
—¡Ahí está! ¡Ya apareció el Niñito Dios, el hijo de puta que me paga un viaje, me presta unos pesos y se cree con derecho a tirarme mierda en la cara! —replicó—. ¿Qué te pasa? Antes te tomabas las cosas con humor…
Le expliqué que había estado mucho tiempo sin compañía y eso me volvía huraño, pero hizo un gesto que rechazaba la explicación. Fue a orinar contra un tronco caído, prendió un cigarrillo y al volver me dijo:
—No, cuando escribís siempre estás solo; ese no es el problema. Lo que no podés digerir es que tu viejo se largue sin vos, se encierre en su propia selva como el tipo de El Corazón de las tinieblas, ¿cómo se llamaba?
—Kurtz.
—Kurtz… ¡Carajo, cómo lo hizo Marlon Brando…! Mirá, el viejo te quiere a su manera, no como a vos se te da la gana. Entonces hacés como que no lo entendés y te rajás. Pensás que va a venir arrastrándose a pedirte perdón.
—¿Y yo qué?
—Ah, viejo, ahí el que escribe el libreto sos vos. En su mundo el Niñito Dios hace lo que quiere.
Le dije que se fuera a cagar y estuvimos ladrándonos, sacándonos la bronca, recuperando palabras de otro tiempo. Se había terminado el whisky y empezó a pasearse, nervioso y concentrado. Apagó el pucho contra un tronco y fue hasta el coche porque no quería creerme que no tuviera una botella escondida. Las brasas se fueron chisporroteando arrastradas por el viento y cuando las quise apagar ya habían desaparecido. Lucas volvió con la botellita de alcohol que yo llevaba en el botiquín y empezó a tomar traguitos cortos como si solo quisiera mojarse los labios. Me agarró de un brazo y nos internamos en el bosque sin reparar dónde estábamos ni a dónde íbamos.
—Mirá —me dijo—. Para tu viejo ya es tarde. Salvate vos, largá el papel de fugitivo y hacele frente a las cosas. Disculpame, pero ya que me pediste que viniera te bancás lo que digo y si no te gusta te jodés.
No era un borracho cualquiera; más tomaba y más lúcido se ponía. Subía al escenario con media botella de whisky encima y se desplazaba con la agilidad de un chico. Podía haber diez actores en escena que uno lo miraba solo a él. Había pasado la época de los militares en España y allá le dieron todos los premios y distinciones, pero se volvió porque no podía estar sin sus amigos, sin las calles de Villa Crespo. Tuvo que hacer telenovelas, pero muy de vez en cuando le ofrecían algún papel por el que valiera la pena dejar de tomar. Poco a poco se fue dejando estar, se levantaba al caer la tarde y deambulaba por los barrios, paraba en bares sucios y descalabrados. Por las noches, si no trabajaba, iba a esperar la salida del teatro para quedarse con otros actores hasta el amanecer. Al principio le hacían notas, pero eran tan duras las cosas que decía que al tiempo dejaron de llamarlo. Detestaba la fama y todo lo que la rodea. Una vez un periodista le preguntó por qué si era tan exigente no se volvía a España. «Porque soy un pelotudo», respondió y se puso a decirle el poema de Malcolm Lowry:
Es un desastre el éxito. Más hondo
que tu casa entre llamas consumida.
El estruendo de ruinas y el desplome
ante el que asiste inerme a su condena.
Y la fama destruye como un ebrio
la morada del alma y te revela
que tan solo por ella trabajaste.
Pero el drama de Lucas era que estaba enamorado de una chica que no quería saber nada de él, lo hacía sentirse viejo y pasado de moda.
—¿Entonces no pasa nada? —le pregunté.
—No. Quiere ser rica y famosa. Es una joda porque no me la puedo sacar de la cabeza.
Me contó que era una actriz del under con muchas ganas de triunfar en la tele, que trataba de zafar de la cocaína. A veces se internaba en una clínica adventista y salía como nueva pero como el éxito tardaba en llegar enseguida recaía.
—¿Sabés qué fue lo más doloroso que me dijo? Que su mamá estaba enamorada de mí desde jovencita. ¿Te das cuenta? Hasta entonces yo no había tenido en cuenta la edad, nunca me había puesto a pensarlo…
—Si se fija en eso no vale la pena hacerse mala sangre, que se vaya a la mierda.
—Sí, pero no puedo dormir, pienso en ella mientras estoy haciendo la función… Mirá, perdoname, te voy a devolver la guita del pasaje porque vine a leer tu novela y me la paso hablando de mí.
—Te doy una copia y te la llevás.
—¿Querés que te diga toda la verdad?
—Toda… toda, no. Vos sabés.
—De acuerdo. ¿Qué te parece si vamos a comprar otra botella?
—¿No tenés sueño?
—Ya no. La vida es corta y hay que bebérsela toda.
Buscamos el coche pero no nos acordábamos bien dónde lo habíamos dejado. Al final de un sendero encontramos una plaza de juegos con toboganes, hamacas y un subibaja. Lucas fue a mirarlos de cerca y con un gesto me invitó a sentarme en el subibaja. Me pareció buena idea y nos pusimos a jugar a ver quién rebotaba con más fuerza. No había más que la luz de la luna y era difícil resistir a la tentación. Saltamos y nos agitamos tanto que se me revolvió el estómago y tuve que ir a vomitar apoyado en un árbol. Doblado en dos, en medio de las arcadas y los calambres me pareció que el aire empezaba a llenarse de colores. Un amarillo tenue que venía de la arboleda, un naranja turbulento que iluminaba la plaza. No le di importancia. Entre los vahídos pensé que estaba amaneciendo y me di vuelta a ver qué hacía Lucas.
Estaba parado en lo alto del tobogán. Con el sobretodo revoleado por el viento y los brazos abiertos, parecía un gigantesco murciélago listo para volar. Por un instante temí que se fuera de cabeza y le grité que me acompañara a las hamacas. Pero no me oía; estaba concentrado en un personaje que por la manera de moverse y desafiar a la tempestad me hizo acordar al capitán Ahab. Dialogaba con algo que estaba en otra parte, en algún lado que solo era visible para él. Me acosté sobre el pasto sin advertir el calor y los ruidos de las ramas que estallaban a lo lejos, extrañado por las bandadas de pájaros que huían cubriendo el cielo. Recién cuando sentí que me ardía la piel y estaba bañado en sudor me di vuelta hacia el bosque y vi las llamas. El fuego subía por las copas de los árboles, envolvía el sendero por el que habíamos venido y avanzaba hacia la espesura empujado por la brisa. Lucas se lanzó por el tobogán, aterrizó en la arena y corrió tambaleando hacia el incendio. Gritaba como un poseído y al enfrentar las llamas les arrojó con violencia la botella de alcohol y gritó:
—¡Ah, puto infierno, te ofrezco mi alma!
Tal vez imaginaba un truco de luces en una escenografía de cartón. Lo vi caer de rodillas y ponerse a llorar con la cabeza entre las manos. El fuego se cerraba en torno a la plaza. Un árbol cayó muy cerca de él y se partió en pedazos. Corrí a sacarlo mientras a lo lejos se oía una sirena. Lo tomé de un brazo y tiré hasta que conseguí arrastrarlo unos metros. La tierra estaba caliente como una hornalla, no había más cielo ni estrellas, nada que se pareciera a la noche apacible de unos minutos antes. Los crujidos de los árboles se mezclaban con los gritos de los animales espantados. Miré a todas partes buscando una salida y vi la sombra de un caballo desbocado que saltaba sobre unos matorrales. Entonces escuché la explosión del coche: fue como un trueno salido de las entrañas de la tierra, una inmensa llamarada blanca y roja que se elevó sobre las otras. Una hoguera aparte, metálica y sonora que escupía pedazos de acero, devoraba el Torino y la novela que estaba en la computadora. Lucas se puso de pie y vi en su cara un espejo en el que se reflejaban los sobresaltos del alma. Se quitó el sobretodo, me lo tiró sobre la espalda y se dio vuelta a mirar el desastre y hacerle un soberano corte de manga como aquel actor del cuento. Un pedazo de vidrio le había herido una mano y al enjugarse el sudor se manchó la frente de sangre. Le señalé el lugar por donde había pasado el caballo y retrocedimos vacilando, muertos de sed, deteniéndonos a tomar resuello. Cerca, una enorme gata blanca llevaba su cría en la misma dirección. Arrastraba un gatito del cogote, lo dejaba a salvo, le lamía la cabeza y volvía a buscar el otro.
Tropezamos y nos bamboleamos hasta que alcanzamos los matorrales, rodeamos una arboleda que todavía no se había prendido y salimos frente a la ruta.
—¡Un bar! —gritó Lucas—. ¿Dónde carajo hay un bar?
Largué una carcajada nerviosa y también él empezó a reír hasta que me dijo:
—Vamos, que no nos vean acá.
—Esperá.
Le limpié la cara con el pañuelo empapado en un charco y le devolví el sobretodo. Nos mojamos los labios y antes de separarnos me dio una palmada en un brazo. Se adelantó por la ruta sacudiéndose los abrojos del pantalón, arreglándose el pelo, tratando de no parecer desairado. Cuando se alejó, me senté sobre un mojón. Quería estar solo, lejos de todo. Pensé que ahora mi novela quedaba atrás para siempre. Estuve absorto oyendo las sirenas y el motor de un avión que llegaba del lado del mar. No sé cuánto tiempo pasó hasta que apareció un ómnibus y se detuvo a recogerme.
Más adelante encontramos a Lucas haciendo señas como un pasajero más. Me pareció que había envejecido veinte años, pero tal vez componía un personaje. Se sentó en el primer asiento, sin mirarme, y le preguntó al chófer qué podía ser ese fuego, allá a lo lejos.