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INVITÉ AL PASTOR a tomar unos mates y nos pusimos a discutir sobre la fe y la incertidumbre de Dios, pero cuando le pedí que me diera algunas herramientas para sacar el semieje y llevarlo a arreglar, se sobresaltó y me dijo que no valía la pena, que avisara en alguna parte para que le mandaran un remolque. Me di cuenta que tenía miedo porque me pidió encarecidamente que no dijera a nadie de quién era el coche. Se había puesto muy pálido y empezó con un tic que le hacía alzar las cejas como si estuviera en perpetuo asombro. Serían las siete, se había levantado un viento frío del norte y me dio pena dejarlo tirado. Me aseguré de que al menos le funcionara el motor para que tuviera calefacción y rehice el camino hasta un taller que había visto sobre la ruta. El mecánico no tenía ese repuesto ni otro que se le pareciera y me dijo que debía llevar el coche a Bahía Blanca para que le adaptaran uno del Renault 12. Le pedí que fuera a buscarlo para que pudiera pasar la noche bajo techo, pero tampoco tenía lugar para hospedar a nadie. Aproveché el teléfono para llamar a Marcelo Goya y lo encontré con un pie fuera del despacho, listo para emprender el circuito de cócteles y presentaciones de libros. No tenía noticias de mi padre. Se había ocupado de llamar al hospital y a la policía de la Provincia, pero no habían encontrado a nadie que respondiera a sus señas. Entonces, como no me sentía con ánimo de ponerme a escribir cargué nafta y decidí volver a hacerle compañía al Pastor Noriega.

Cuando supo que no tenía el repuesto casi se echa a llorar. Le ofrecí llevarlo hasta un hotel donde podría descansar y llamar a un concesionario para que le mandaran el repuesto por el primer ómnibus de la mañana, pero ni yo me lo creía. ¿Quién iba a molestarse en hacer todo eso por el precio de un semieje? El remolque tardaba en llegar y el Pastor se paseaba mirando al suelo como ausente. De pronto se paró delante del Torino y me hizo un gesto para que me acercara:

—Qué degenerados, mire lo que me pintaron en el coche…

—¿Usted? —Me miró como a un bicho raro—. ¿Y por qué?

—No sé, se me ocurrió de golpe y tenía miedo de que se me olvidara.

No tenía ganas de explicarle porque me pareció que no iba a entender. Se paseaba alrededor del coche, pateaba las ruedas como para saber si estaban en condiciones, miraba adentro, volvía al capó y releía la frase en voz baja, como para sí mismo. Por las dudas fui a sentarme al volante y me guardé la llave en el bolsillo. El auxilio llegó haciendo un ruido de latas y tornillos sueltos. Lo manejaba un tipo muy rubio, con aspecto de no tener la menor idea de lo que pasaba en el mundo. Enganchó el Dacia, dijo que la cosecha se iba a perder si no llovía pronto y le indicó al Pastor que mantuviera derecha la dirección y no tocara el freno.

Yo arranqué el Torino para ir a comprar algo de comer. También necesitaba jabón, dentífrico y lo necesario para lavarme en las estaciones de servicio. Salí despacio, en segunda y mientras entraba al pavimento vi que el Pastor señalaba el Torino y gritaba:

—¡Oiga, le compro el coche! ¡Espéreme que le hago una oferta!

Paré en un playón de tierra, a cincuenta metros del taller, y me instalé en el asiento de atrás a revisar lo que había escrito en los últimos días. Quería copiar los apuntes que estaban desparramados por el suelo y encima de los asientos, pero me distraje escuchando la voz de mi madre en un radioteatro que tenía grabado en la computadora. La imaginé caminando por la playa y dejé que me invadiera una dicha fugaz e inexplicable. Pensé en las cosas que quería escribir después. Una novela de aventuras con corsarios y bandoleros inspirada en la peripecia de Garibaldi en la Banda Oriental; las aventuras del francés Bouchard que invadió California y tomó Monterrey en nombre de la Revolución de Mayo. Un cuento en el que el coronel Lamadrid resuelve pelearse con Lavalle y salvarle la vida a Dorrego; entonces no hay Rosas, ni Caseros, ni héroes del desierto. Otro relato en el que Perón resucita, sale disfrazado a ver cómo andan las cosas y en la avenida Chiclana un par de ladronzuelos lo degüellan para quitarle el reloj igual que a Monteagudo.

No sé si me será posible afrontar esos proyectos. Hay cosas que me habían propuesto hacer y por una u otra razón quedaron postergadas. A veces ha sido nada más que pereza, otras porque me aburre escribir algo que no necesite ser imaginado cada día. En fin, me doy cuenta de que buscaba una excusa para no trabajar y por eso fui a hacerle compañía al Pastor. Lo que escribí anoche termina así: «prefiero ocultar la verdad para contarla mejor». No me gustó nada y volví a formularla: «prefiero esconder la verdad para acercarme más a ella». Pero tampoco eso era lo que quería decir y puse un signo de interrogación al margen. ¿Es posible escribir algo que no haya sido escrito antes? Ningún relato es nuevo y sin embargo las mismas historias contadas por otra voz vuelven a conmovernos. Siempre hay una incógnita o un descubrimiento, algo inesperado. Estaba enfrascado anotando este palabrerío, escuchando la voz quebrada de mi madre, cuando apareció el remolque con el Dacia y fue a detenerse entre unos sauces. El Pastor bajó y caminó apurado hacia donde yo estaba.

—Mire —me dijo sin vueltas sentándose a mi lado—. No tengo más remedio que comprarle el coche, así que póngale precio.

Se lo veía cansado y dispuesto a todo. Por las dudas saqué la pistola de abajo del asiento y la sostuve contra el volante. Al verla se puso a la defensiva y el tic volvió a deformarle la cara.

—No se asuste —le dije—. Es para tirarles a los chimangos.

—Me pareció que si salía en un auto berreta les iba a costar más ubicarme…

Ahí nomás se largó a sollozar y me contó que como predicador estaba terminado. Que iba a redimirse como Cristo en la cruz. Su mujer iba de un noticiero a otro diciendo que la Iglesia estaba en manos de un marica y a él no le quedó más remedio que ir al banco a retirar los depósitos antes de que llegara ella. Al enterarse, Anabela no fue a la policía. Alguien le aconsejó recurrir a los servicios de Morosos Empedernidos que no son señores de levita y galera sino tipos que se entrenan rompiendo ladrillos con las manos. No bien terminó de decirles la suma que se había llevado el Pastor, dos gorilas se precipitaron escaleras abajo mientras otro le hacía firmar un contrato por el cincuenta por ciento de lo que pudieran recuperar. El Pastor Noriega no tuvo tiempo de disfrazarse ni de sacar del garaje el BMW flamante que había comprado para conocer California y se largó a la ruta con el coche que usaba para presentarse en los oficios religiosos.

No sé si creía en milagros, pero tenía la convicción de que el Hijo de Dios aprobaba lo que hacía. Toda la plata que había sacado del banco estaba en el baúl del Dacia. Si me lo dijo fue porque estaba dispuesto a darme la mitad a cambio del Torino sin recibos ni papeles. Me contó que los muchachos de Morosos Empedernidos le habían reventado la casa de Adrogué unos minutos después de que su mujer fuera a contratarlos. Un vecino entró por la ventana a ver si quedaban sobrevivientes y lo llamó al movicom pensando que se trataba de un atentado. El Pastor cargó las valijas con la plata en el Dacia y esa decisión lo salvó por un pelo: no había acabado de cerrar el baúl que cayeron dos tipos peinados con colita y una chica con campera de cuero y le tiraron abajo la puerta del departamento. El Pastor aceleró a fondo y empezó a cruzar la provincia con rumbo desconocido, tal vez con la esperanza de cruzar la cordillera y buscar refugio en Chile, pero el coche se le quedó en medio del desierto. Ahora no veía otra salida que comprarme el Torino, pero el coche era lo único que no podía venderle ni siquiera para salvarle la vida. Igual no atendía razones y de poder se me habría echado encima para quitarme la pistola. En plena desesperación me dijo que lo llevara, que yo sufría un daño que me habían hecho, un mal de ojo que me provocaba el zumbido y que una vez que lo pusiera a salvo me lo sacaría en menos de lo que canta un gallo.

Me hizo acordar aquel día en que mi padre quiso que lo llevara a un médico chino para que nos examinara a mí el oído y a él la vista. No sé de dónde lo conocía, pero lo elogiaba todo el tiempo y como yo me resistía a acompañarlo me confesó que estaba perdiendo la vista, que le costaba leer sus libros de letra chiquita y necesitaba consultarlo de urgencia. Por alguna razón no quería encontrarse a solas con él y me convenció de que fuéramos juntos, él con su astigmatismo y yo con mi zumbido. El doctor Ching atendía clandestinamente en el Abasto y hablaba muy mal el castellano. Al ver a mi padre pareció sorprendido y me pareció evidente que no era la primera vez que lo veía, pero no dijo nada que me ayudara a saber más. Nos invitó a tomar un té de no sé qué flor silvestre y me estudió largamente antes de revisarme de la cabeza a los pies.

—Zumbido ser frío del alma —dijo pausadamente—. Ching curar si vos ayudar.

Apenas se hacía entender. Mi padre le enumeró todos los males que llevaba a cuestas pero solo le pidió que lo librara del astigmatismo.

Ching tenía como noventa años. Después supe que venía de tres guerras, pero se lo veía casi tan sólido como una locomotora. Después de interrogarnos por separado, empezó a clavarnos agujas que dolían como astillas. Estábamos en una trastienda miserable, tirados sobre colchonetas, retorcidos de dolor, y mi padre sacó una libretita de direcciones para ver si ya empezaba a recuperar la vista. Le tenía una fe bárbara al Chino porque, decía, el tipo había estado en la Larga Marcha con Mao, después en Dien Bien Phu contra los franceses y Perón lo había hecho llamar para que le salvara la vida a Evita. El doctor Ching llegó tarde, después de que un norteamericano la había operado, y ni siquiera lo dejaron verla. Por años quedó boyando entre despachos de funcionarios y archivos de Migraciones. Nadie quería hacerse cargo de él, nada de pagarle honorarios ni reconocerle su calidad de médico. En ese tiempo muy poca gente estaba dispuesta a aceptar que le clavaran agujas, como hacía el doctor Ching, ni a curarse con plantas como recomendaba Destouches. El duelo por la muerte de Evita agregó una torva gravedad al régimen peronista; se acentuó la persecución a los opositores, le cerraron las puertas de los ministerios al doctor Ching y los espías de la policía empezaron a meterse en la universidad. Por supuesto, Ching no se quedaba quieto. Primero averiguó en qué parte del mundo estaba y si era posible escaparse. De inmediato comprobó que estaba lejos, sin un centavo y les pidió a unos compatriotas que lo alojaran en su casa del barrio de Colegiales. Visitando oficinas subalternas, como al pasar, empezó a aliviarles reumatismos y dolores de espalda a subsecretarios, sindicalistas y empresarios. En poco tiempo se hizo una posición y se instaló cerca de la Recoleta, pero seguía sin título y en Migraciones no le devolvían el pasaporte. Ching se cuidaba de no evocar su pasado y es posible que fuera informante de la policía en lo que hacía a la salud de los amigos y opositores de Perón. Ignoro si fue por eso, o por algo más grave, que a la caída del General los comandos de la Libertadora le saquearon el consultorio, confiscaron el retrato de Evita que tenía en el consultorio y lo quemaron junto a otros miles a la entrada del cementerio. A Ching se lo llevaron preso a Villa Devoto por ejercicio ilegal de la medicina y enriquecimiento ilícito. Mucho más tarde ese incidente iba a conferirle una aureola de mártir de la acupuntura nacional, pero en 1955 las pasó muy feas y solo después de escribirle al director de la cárcel ofreciéndose a curarle el dolor de gota, consiguió que le dieran un tratamiento de preferencia. Ya le habían expropiado los bienes, la propaganda oficial lo hacía llamar «El pervertido de las agujas» y al año siguiente, con el fallido levantamiento peronista, estuvieron a punto de fusilarlo como hicieron con el general Valle. A él y a otros cuatro dirigentes leales al «Tirano prófugo» los llevaron al patio de armas y les hicieron un simulacro de ejecución. Antes de que el capitán diera la orden de fuego, Ching sintió una pena infinita al pensar que iba a morir en una republiqueta desconocida después de haber peleado en las más grandes batallas del siglo.