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SE LA SACÓ como quien arranca un clavo oxidado. Carballo dio tal salto y un grito tan lastimero que se me estrujó el corazón. Parecía que le hubiera arrancado todas las muelas y el paladar también. Graciela trajo hielo en una ensaladera mugrienta y el doctor le dio el resto de whisky que quedaba en la botella. Para no verlo sufrir fui a echar un vistazo a la pieza donde vivían y me sorprendió encontrar una biblioteca y pilas de libros en el suelo. El resto era un caos de calzones, botellas vacías y puchos aplastados en cualquier parte. Al otro lado de la ventana, en el patio, había un mirlo enjaulado que al verme lanzó un gruñido y empezó a cantar otra vez la Marcha. No digo que hiciera nada del otro mundo pero las notas que conocía las entonaba con bastante entusiasmo.
El doctor Marinelli me llamó y me alcanzó una receta para que fuera a buscar antibióticos y calmantes. También me pidió que con lo que le debía de la consulta le trajera todo el whisky que pudiera, una botella de ron para Graciela y unos paquetes de fideos. A la vuelta encontré al gordo acostado en la cama de ellos y me inquieté de verle la cara tan gris; sudaba y pedía a cada momento que le dieran agua. La alemana le trajo una jarra llena y un vaso, pero ya entrada la mañana se sintió morir y me pidió que le avisara a su mamá que no lo esperara a cenar. Le dije que lo haría enseguida, le di un Alidase de los fuertes y me quedé a su lado. Graciela salió a darle de comer al mirlo que llamaban Lopecito y el doctor se encerró en el consultorio. Estuve a punto de llamar a Florencia y llevarlo a la casa, pero me dije que era mejor esperar a que se pusiera bien. A veces, en su delirio, manejaba el tren, discutía con amigos que yo no conocía y alguien le contaba cuentos que lo hacían retorcerse de risa.
—¿Por qué vinieron acá? —me preguntó Graciela—. ¿Quién los mandó?
Le conté que me había equivocado, que buscaba al doctor Hadley Chase del que me había hablado el paisano y ella hizo un gesto de desprecio al escuchar ese nombre.
—¿Y usted qué hace en este pueblo?
—Es largo de contar —dijo—. Me junté con este infeliz en Alemania cuando fue a hacer instrucción militar. Después a él se le acabó la guerra y la Alemania de donde yo era ya no existe más. Tenemos como dos toneladas de armas enterradas ahí en el patio.
—¿Y me lo dice así, sin saber quién soy?
—Qué, ¿va a ir a la policía? Le aviso que hubo amnistía.
—Sí, pero mejor no se lo ande diciendo a todo el mundo.
—Yo los conozco por la mirada. Si usted no fuera quién es no se lo habría contado. Qué hace con el lisiado, ¿lo saca a pasear?
—Es un comisionista que conocí en el ómnibus… ¿De veras no puede volver a Alemania?
—Ahora ni pensarlo… Era oficial del ejército, entrenaba a tipos como él, que venían del culo del mundo con el cuento de que estaban haciendo la revolución.
—¿Los entrenaba usted?
—Estuvimos preparando la ofensiva final y yo vine como supervisora en estrategia. Nos tendieron una emboscada y liquidaron a casi toda la gente, así que corrimos hasta acá y como era un lugar tranquilo nos fuimos quedando. Después Marinelli rechazó una indemnización por haber estado preso, qué boludo. ¿Y usted a qué se dedica?
—Soy escritor o algo parecido.
—¿Y me sacaría de acá?
—Cómo.
—Me compra un vestido en la Recoleta, me cambia el nombre, me pone un negocio…
—¿Una librería?
—Sí, una librería. —Dudó unos instantes—. Una librería de arte en Pinamar no estaría mal.
—¿No es demasiado joven para regalarse?
—No sea idiota, todo eso sale carísimo.
—Disculpe, pero me temo que no esté a mi alcance.
Se levantó para servirse un vaso de ron y fue a llevarle otro al dentista. Carballo dormía y roncaba fuerte. Pensé que ya era hora de llevárselo de vuelta a Florencia y traté de despertarlo sacudiéndolo de un brazo. Le había comprado unos juguetitos chinos en el quiosco y pensaba dárselos para que se entretuviera en el coche. Abrí la puerta del consultorio para pedirle ayuda al doctor Marinelli y al verme levantó la vista de un libro enorme y se quitó los anteojos.
—¿Sabe? —me dijo—, acá estoy viendo… si me hubiera dejado ponerle la anestesia le salvaba la muela.
—No joda, si no tiene ni con qué hacer una radiografía.
—Eso no importa, le preparaba la pieza para ponerle un perno acá. —Señaló un dibujo en el libro—. Después en Buenos Aires lo dejaban como nuevo.
—Lo llevo a casa. ¿Me ayuda a despertarlo?
—Hay que sacudirlo un poco. ¿Ya le estuvo contando su vida la bruja esa?
—Me pidió que la vistiera y le pusiera una librería en Pinamar.
Se tiró atrás en la silla y esbozó una sonrisa que no disimulaba la amargura.
—A un tipo al que le habían roto los dientes le ofreció fundar una iglesia… Es más terca que una mula, no sabe hacer nada, si sale a la calle se la lleva el viento.
—¿Y usted? ¿Terminó la ofensiva final?
—¿Eso le contó? ¡Qué hija de puta!
—¿Eligió esta casa de cobertura?
—Cuando era joven, sí. Gobernaba Mariano Moreno.
—Y a usted le tocó Vilcapugio y Ayohúma.
—El Alto Perú me tocó. —Se rio un poco para sí mismo—. Vea cómo me dejaron.
—Hubo amnistía, indulto, de todo… ¿se enteró?
—Sí pero no quiero. Yo estoy con Moreno en el barco.
—Baje y mírese al espejo.
—Ya lo hice. Hay un borracho que se ríe, un tipo repugnante. ¿Usted ya se vio?
—Varias veces. La última se me apareció un pajarraco negro.
—Me lo dieron así. Ya está muy viejo para cambiarle la canción.
—¿Alguna vez atendió un zumbido en la oreja?
—¿Tren o tormenta?
—Moscardón.
—Habría que abrir y ver. Si tuviera el instrumental… —Fue hasta la biblioteca y volvió con otro libro.
—A veces es de acá —me dijo y se señaló la cabeza.
—Ahí lo tengo, sí.
—Venga un día y probamos. Total no pierde nada.
—Ayúdeme a despertar a Carballo.
Me siguió a la habitación y buscó con la mirada a Graciela.
—Dame la toalla —dijo y Graciela obedeció. Estaba tan lejos de la librería en Pinamar como yo de mi Torino.
Marinelli mojó la toalla en la canilla, se la puso a Carballo sobre la cara y esperó a que empezara a moverse.
—Si me hubiera dejado trabajar como yo sé —repitió para sí mismo y terminó el vaso de un trago.
—¿Se va a poner bien?
—Me parece que sí. Si esta noche no está diez puntos que vaya a verlo a Hadley Chase —me dijo.
—¡Que reviente ese hijo de puta! —gritó la alemana.
Carballo se levantó como pudo, dijo que todavía le dolía pero le agradeció al doctor y le dio la mano a ella. Buscó en el piyama a ver si no le quedaba algo para regalarles y como no encontró nada les ofreció sus servicios gratuitos, se deshizo en elogios por la manera en que lo habían atendido y dijo que sabía lo difícil que era el trabajo de dentista. Yo lo seguí en silencio y recién al llegar a la calle me sentí más tranquilo.
El pueblo empezaba a animarse y a lo lejos vi un ómnibus que salía hacia la ruta. Quería que Carballo se llevara un buen recuerdo de mí y cuando se sentó en el coche le alcancé la caja llena de autitos y camiones. Enseguida se sintió mejor. Rompió el celofán y los puso en fila sobre el tablero para mirarlos a todos juntos. Me dijo que eran una belleza y sonrió aunque tenía la cara inflada como un globo de cumpleaños.
—¿Lo llevo al Paraíso? —pregunté.
—A buscar la ropa nomás. No se imagina la fiebre que tenía, si hasta me pareció escuchar que cantaban la Marcha Peronista.
En el viaje se durmió de nuevo. Roncaba tanto que me pregunté si Florencia no lo habría echado por eso. Pero en la casa no quedaban signos de peleas ni rencores. Las chicas estaban alarmadas por nuestra desaparición, pero no me reprocharon que me hubiera llevado el coche. Al contrario, insistieron para que nos quedáramos unos días más, me dijeron que tenía que terminar el folletín de la tele tal como les había prometido. Al gordo le hicieron toda clase de fiestas, le pidieron que abriera la boca para ver el agujero de la muela y Claudina propuso hacer una torta de chocolate para cuando el ratoncito viniera a dejarle una moneda abajo de la almohada. Festejaban hasta los tragos amargos. Florencia no parecía recordar absolutamente nada de lo ocurrido la noche anterior y dijo que le gustaría ir a pescar y pasar un día en el campo.
—¿Y esto qué es? —dijo Carballo y con un gesto abarcó toda la inmensidad—. ¿El espacio interestelar?
—Acá no hay ni flores, Esteban… ¿No te gustaría que vayamos de picnic?
Carballo no estaba para fiestas pero aceptó igual, pidió un vaso de agua para tomarse otro calmante y se olvidó del trabajo. Las mujeres corrieron a preparar los sandwiches y como les dije que prefería quedarme a trabajar me hicieron un arrollado con jamón y palmitos y me lo dejaron en la heladera.
Antes de irse me encargaron que cuidara la casa. Pensaban volver tarde porque si el coche andaba bien en una de esas a la noche iban hasta Tandil a bailar y festejar la visita del ratoncito con el regalo para el gordo. El día se presentaba largo y frío y estuve remoloneando antes de sentarme a trabajar. Me quedé en el garaje porque de alguna manera ya me había hecho mi lugar con los pocos libros que tenía, la lámpara que me habían prestado y el colchón lleno de jorobas a las que me estaba acostumbrando. Pensé quedarme un día más, leerles algo para salvar mi reputación y seguir camino. Solo que necesitaba plata, tenía que conseguir lo suficiente para seguir viaje en ómnibus y poder comer y dormir en alguna parte.
Hice un par de páginas en el cuaderno, pero no me dejaron conforme y me dije que lo mejor sería volver a leerlas más tarde, con un poco de distancia. Fui a la cocina a cortarme unas rodajas de arrollado, saqué una lata de Coca Cola de la heladera y llevé todo el garaje. Después de comer doblé las frazadas y me tiré a ver si podía dormir un poco, pero fue inútil. Cerraba los ojos y me sentía como ausente de un combate donde esperaban mi presencia. También necesitaba una receta de Rohypnol para poder dormir. Pasé horas pensando en cómo salir del paso y llegué a la conclusión de que no me quedaba más remedio que llamar a Marcelo Goya. Fui a la casa a hablar por teléfono, pensando en lo que iba a decirle, imaginando su voz imperativa y sobradora.
Ya empezaba a oscurecer y temí no encontrar a nadie en la editorial, pero Cristina, la secretaria, estaba todavía en su puesto ensobrando gacetillas y preparando un envío de libros para los críticos. Me sorprendió que todavía se mostrara amable conmigo.
—¿Dónde te habías metido? Marcelo te está buscando desde ayer.
—¿Está ahí?
—No, en Mar del Plata, en Manantiales. Dice que lo llames a cualquier hora, que necesita que le entregues urgente el libro.
Era evidente que no se había creído la historia del incendio. De pronto pensé que quizá podía engañarlo y sacarle unos pesos, robárselos si fuera necesario. No me quedaba otra. Miré la hora y calculé que si tenía que ir caminando hasta el pueblo no haría a tiempo para tomar el último ómnibus del día. Llamé al hotel de Mar del Plata y le dejé un mensaje diciendo que me esperara, que llegaría a más tardar a la mañana temprano.