La búsqueda

[Kevin Stein]

Galan se incorporó de su frío lecho sobre el lodo. Se había quedado dormido hacía algún tiempo, exhausto de su andadura. Cuando, con gran esfuerzo, se obligó a levantarse, las piernas se le doblaron casi por completo en la húmeda oscuridad.

El pantano no ofrecía ninguna de las comodidades que Galan había conocido antes de iniciar la búsqueda del Dragón Negro, Borac. Finalmente, había encontrado un lugar que los hongos aún no habían empezado a devorar y que las aguas tenebrosas no habían cubierto. No podía recordar cuánto tiempo había estado durmiendo en ese sitio.

Se estiró con un gemido, flexionando los músculos debajo de la armadura. Se limpió la mayor parte del lodo que le cubría la malla y quitó cuidadosamente los últimos restos de suciedad del pantano de las rosas de Solamnia grabadas.

La luz de las lunas se derramaba lentamente a través de la cortina de niebla que colgaba en el aire. Sombras etéreas de color rojizo y plateado danzaban sobre las hojas oscuras y ponían a Galan mucho más nervioso de lo que le hubiera gustado admitir. Una brisa, que apenas podía sentir a través de su armadura de metal, movía los juncos y las cañas, y aun así se estremeció.

La idea del Dragón Negro hizo estremecer de nuevo al caballero, pero de rabia. Esa rabia le había mantenido en la brecha, y le había hecho avanzar durante innumerables kilómetros en la búsqueda. Vio cómo cambiaba el mundo mientras la persecución continuaba, pero no prestó demasiada atención. La Guerra de la Lanza había terminado, pero eso no significaba que el Mal hubiera sido desterrado de Krynn. Como Caballero de Solamnia, era deber de Galan purgar el país de criaturas viles. En su interior, sentía el espíritu de la venganza aguzado por la devastación desencadenada por el dragón.

Sacudiendo la cabeza murmuró entre dientes:

—Pronto, Borac. Pronto.

Galan respiró los vapores de la noche, pero sólo olía a podrido y a esa esencia, demasiado familiar, de su enemigo Había estado persiguiendo a Borac durante muchas estaciones, le había seguido el rastro, lo había buscado, y finalmente, lo había acorralado. Iba a emprender su último ataque en este pantano antes de que los estragos de la edad le pasaran una factura demasiado elevada a su cuerpo.

—¡Pronto, Borac! —siseó, con una rabia en el alma tan intensa que, impulsado por ella, hubiera podido continuar en busca de su presa durante toda la vida. Olía el aliento corrosivo del dragón. Cortaba el aire con su Dragonlance realizando una serie de movimientos deslumbrantes, con una mano, con dos manos, atacando y defendiéndose—. Pronto, Borac, te mandaré a la tumba.

Galan miró el mapa, no porque se hubiera perdido, sino porque quería conocer exactamente el lugar en el que iba a morir Borac. Nordmaar quedaba muy lejos al norte de las montañas Khalkist. Según este mapa, que se estaba desintegrando debido a la humedad y a la podredumbre de la ciénaga, la ciudad de Valkinord se encontraba al este.

El olor de su presa hacía avanzar al caballero. Galan apretó la mandíbula con fuerza. La necesidad de cazar a su presa era lo único que lo impulsaba a avanzar. La búsqueda era todo lo que tenía en el mundo. Lo mantenía en pie, y continuaría haciéndolo hasta su último y fatal encuentro.

Galan se paró un momento y recostó su carga en un punto de tierra blanda. Levantó la pierna, también protegida por la armadura, por encima del agua y se sacudió las sanguijuelas que se pegaban ávidamente a cualquier trozo de carne que encontraban. La fría neblina del pantano penetraba a través de la armadura por debajo de la malla, y estaba convencido de que nunca más iba a estar seco.

Al mirar al fondo, el caballero vio que el barro se movía contra las negras aguas del pantano de una forma muy rara. Se quedó observando un rato más, y le sorprendió ver que del agua salían unas burbujas con extraña regularidad. No había ningún indicio de que algún ser vivo estuviera removiendo los sedimentos.

Galan dobló las piernas y tocó el fondo con las manos. La suciedad del pantano le repugnaba, pero hizo un esfuerzo y palpó la oscuridad con las manos. Notó que el contorno del barro cambiaba, hundiéndose del mismo modo en varios puntos. Al final de cada llano, había otra depresión con una forma más o menos triangular.

El caballero se levantó con una mueca salvaje en los labios. Eran las marcas de las garras de un dragón que apuntaban en la dirección que estaba siguiendo. Escupió y se pasó las manos por la cara. El dragón pronto estaría muerto.

Galan se quedó quieto escuchando. En su mano, blandía la Dragonlance de dragón, cuya punta de lengüetas captaba rayos de sangre y plata.

Se oyó un grito. El eco repetía el sonido aterrador desde las profundidades del pantano. El corazón de Galan latía con fuerza apagando los demás sonidos. Haciendo gala de una gran disciplina, intentó calmarse.

El aire soplaba a su alrededor, los juncos crujían ligeramente y del agua continuaban saliendo burbujas. Ni un movimiento. Exhalando el aire retenido, Galan clavó la Dragonlance en la tierra y hundió la punta en el lodo.

Un peso inmenso lo golpeó por detrás, le aporreó la espalda y le abolló la armadura. Él se lanzó hacia adelante, de cara al agua, e intentó liberarse de lo que le paralizaba, pues no lograba quitarse de encima al atacante. Oyó las burbujas que soltaban los gases atrapados mientras la podredumbre le quemaba los ojos. Pateó aterrorizado a medida que se quedaba sin aire.

El caballero levantó las piernas por encima del agua y se tiró hacia adelante usando al contrincante de contrapeso.

Sacó la cabeza con rapidez de las aguas envenenadas y respiró profundamente, jadeando. La cosa que tenía en la espalda se deslizó tic su cuerpo y Galan agarró la Dragonlance y la izó por encima de su cabeza con las manos cerca de la punta. No podía ver nada.

Se hizo el silencio. Galan intentaba ver algo a través del velo de neblina que se extendía perezosamente por el pantano, pero la luz de las lunas ya no se filtraba. De la lanza iban cayendo gotas de humedad sobre la superficie, que sonaban con demasiada intensidad en los oídos del caballero.

El instinto y la técnica se fundían en la postura de Galan. Plantó el pie derecho hacia adelante y balanceó la lanza hacia la izquierda. El mango chocó con algo sólido, y el caballero retrocedió y embistió con fuerza clavando la lanza.

Esa cosa gritó tan fuerte que incluso la neblina pareció difuminarse por el sonido. Galan dejó que la violencia de la batalla lo guiara y empujó hacia adelante, hundiendo cruelmente la lanza en el cuerpo de su desconocido agresor. Éste volvió a gritar, y Galan pudo vislumbrar su rostro, pálido como la muerte y con largos mechones de pelo revuelto. El caballero miró fijamente las brillantes esferas verdes que eran los ojos del contrincante y vio el tormento y el odio, el deseo de matar, la mancha de la maldición: era su propia imagen reflejada en esas órbitas agonizantes.

El espectro se retorcía de dolor en la punta de la Dragonlance, el arma de los héroes. De los labios del caballero surgió un gruñido y luego, entre jadeos, escupió. Levantó la lanza de la que colgaba su enemigo y corriendo hacia adelante tan rápido como el denso lodo le permitía, Galan atravesó el centro de un árbol seco, clavando allí a su agresor.

—¡Muere! —murmuró—. ¡Muere y deja ya de extender tu maldición en este lugar!

El cráneo del fantasma se desprendió cuando la criatura intentaba extraer la punta de la lanza de su cuerpo. Galan empujó de nuevo hacia adelante con tanta fuerza que el árbol se quebró. Luego, torció el arma con crueldad.

El caballero extrajo la punta de la lanza de un diestro tirón y embistió otra vez, alcanzando a la criatura en la garganta. La cosa dejó caer su cabeza hacia atrás con un último gemido pavoroso.

La armadura del caballero cayó al agua. Galan pateó la malla furioso. Antes de que se hundiera para siempre bajo las turbias aguas, pudo ver por última vez una rosa grabada sobre ella.

El rostro de Galan reflejaba una rabia casi incontrolable. Había acabado con una criatura tan malvada que se le estremecía el alma de repulsión. Extrajo su arma del árbol y, poco a poco, fue recuperando el control de sí mismo.

Galan hundió la lanza en el lodo por segunda vez. Las extremidades le seguían temblando por la furia de la batalla con el espectro, pero hizo caso omiso de esa sensación. Volvió a examinar su mapa y vio que el pantano terminaba a casi cien kilómetros en dirección norte. Ésa era la distancia que le quedaba para vengarse.

Galan creía que el sol nunca había brillado sobre el pantano. Llevaba caminando varias horas desde el ataque del espectro y la única señal que le quedaba de ello era el barro de sus botas y el temblor en las piernas. Los vapores del pantano variaban constantemente de lugar y dificultaban la marcha. Tenía una vaga sensación de la dirección en la que andaba, pero no consultó la brújula. Después del tiempo que llevaba tras la pista del dragón, sabía que podía confiar en su instinto, incluso en las Grandes Marismas.

El caballero empezó a sentirse cansado. La andadura a través del pantano era una lucha constante. Parecía que el barro tuviera un apetito malévolo, pues se quedaba enganchado a cada paso; el aire seguía oliendo a dragón, pero había dejado de ser un hedor y ahora más bien olía a podrido.

El mapa indicaba que el límite más lejano del pantano estaba a sólo cien kilómetros. Galan sabía que podía extenderse hasta la eternidad.

La neblina era muy espesa, y Galan no distinguió el estado de descomposición del bosque hasta que tropezó en un tronco muerto. El agua le llegaba hasta la cintura, de hecho tenía que ir vadeando todo el camino, sosteniendo la lanza por encima de la cabeza. Finalmente, la luz de las lunas Solinari y Lunitari atravesó la niebla e iluminó la zona facilitando la visión.

Por todas partes crecían los hongos, que se pegaban con avidez perniciosa a la madera podrida. El caballero sentía cómo las sanguijuelas penetraban por las rendijas de su armadura y se pegaban a su piel. Incluso el agua era negra y salobre, a pesar de la luz roja y plateada procedente de los cielos. No se oía más sonido que el de su paso por el pantano Respiraba con dificultad debido al esfuerzo que suponía mover las piernas entre los sedimentos.

De repente, el aire empezó a oler diferente. Aguzó la vista intentando distinguir en la oscuridad. Galan sintió el impulso repentino de beber para proporcionar así a su cuerpo algo claro y saludable a lo que aferrarse, pero recordó que se había bebido la poca agua fresca que le quedaba hacía tiempo.

Llegó a un punto en el que el fondo experimentaba una ligera elevación. Las rodillas le quedaban fuera del agua. Poco a poco, se iba adentrando en un bosque viejo y muerto. De repente, el caballero adivinó a qué respondía ese misterioso olor: era el hedor de la vejez y la descomposición de la carne y el espíritu. Era un olor que conocía bien de los campos de batalla lejanos.

Galan se esforzaba por mantenerse de pie entre el lodo y los bancos de maleza podrida que cada vez eran mayores. Usaba la punta de la Dragonlance para apoyarse. En una ocasión, la punta partió un gran árbol por la mitad, de cuyo interior salió una miríada de insectos venenosos, y casi se hundió en las oscuras aguas al tropezar. El intenso olor a podredumbre le tiró de espaldas.

Galan se detuvo en la cima de una colina. Allí, entre el barro, yacía dormido el objeto de su odio. Borac estaba enroscado sobre sí mismo, y sus negras escamas se confundían con la muerte que se extendía a su alrededor.

Galan siempre había sabido cómo debía actuar. Alcanzaría al inmenso dragón y lo atravesaría con su lanza, eliminando así el Mal del mundo para siempre. Krynn quedaría libre y las injusticias del pasado, vengadas. Pero el olor de la vejez, ahora mezclado con el de la enfermedad, lo obligaron a detenerse un momento.

Al caballero le temblaron las manos pasado el momento de debilidad. Esbozó lentamente una mueca y los músculos de sus piernas se tensaron, dispuestos a pasar a la acción. Con un rugido aterrador, Galan se lanzó desde lo alto de la colina hacia la depresión. El odio y la rabia contenidos, personificados ahora por él mismo, guiaban sus movimientos. Levantó el arma por encima de su cabeza.

Galan se lanzó a la carga por la pendiente, salpicando barro y astillas húmedas a su paso. Borac abrió lentamente el ojo izquierdo. El caballero no estaba dispuesto a darle al malvado dragón la oportunidad de pronunciar un hechizo o emplear el ácido que había destrozado tantas vidas. Se abalanzó sobre el monstruo, y los reflejos rojos y plateados del brillo de su lanza se mezclaban sobre el foso.

Borac cerró el ojo y volvió a reposar la cabeza entre la podredumbre.

Galan se detuvo bruscamente, aunque sus nervios reclamaban venganza y su boca escupía sangre. Quería aplacar sus ansias con la sangre de su enemigo. Borac debía haberse preparado para atacar en lugar de hundirse tranquilamente en el lodo. Éste no era el enfrentamiento que Galan deseaba. Se preguntó si se trataba de algún truco y, por un momento, sintió pánico y levantó su lanza aún más alto para asestar un golpe fulminante.

Pero Borac no se movió.

—Mátame, Galan. Mátame ahora y acaba con esta lucha.

El caballero bajó el arma, pero se mantuvo en guardia.

Borac abrió de nuevo el ojo izquierdo y levantó la cabeza para ver mejor a Galan.

—¿A qué esperas, caballero? Es el final de tu búsqueda. Ya me tienes. Soy Borac, Borac el Descuartizador. —Y antes de que terminara de pronunciar sus últimas palabras, el dragón volvió a recostar la cabeza.

Galan miraba en silencio a la bestia y no podía entender por qué no mataba al animal que había estado persiguiendo durante tanto tiempo. Contemplaba a la bestia y se preguntaba por qué ésta no lo mataba. El olor a vejez era casi inaguantable, pero el caballero estaba concentrado en esas dos cuestiones.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó al cielo retóricamente, y bajó la guardia.

—¿Qué importa, caballero? —respondió Borac con voz cansada. La boca del dragón estaba repleta de dientes, pero casi todos estaban rotos y su voz tenía el tono propio de los ancianos—. Mátame ahora, Galan, y acaba de una vez con esta persecución.

Galán hundió la cabeza. Parecía que en el mundo no había nadie más que él y el dragón, y que la búsqueda sólo hubiera sido una ilusión provocada por su odio.

—Voy a matarte —murmuró el caballero.

—Debería de resultarte fácil —contestó Borac cambiando de postura—. Mírame Galan. Tengo cientos de años. Mis alas están ajadas. Estoy ciego de un ojo. Estas escamas que en su día me protegían están ahora atacadas por la enfermedad, más enfermedad que la que estas marismas pueden transmitir. Mátame ahora y pon fin a mi dolor.

Galan levantó la cabeza de repente y sus ojos centelleaban de nuevo.

—¿Tu dolor? ¡Tu dolor! ¿Y qué pasa con el mío? —El caballero blandió la Dragonlance de modo amenazador y empezó a rodear la inmensa masa del dragón agonizante—. ¿Por qué debería de hacerte el favor de matarte?

Borac se rio.

—¿Qué daño te he hecho, Galan? ¿Acaso maté a tu familia? No recuerdo que matara a ninguno de tus parientes. Lo único que recuerdo es esta persecución.

Los brazos de Galan se estremecían de rabia. La bestia deseaba morir, pero el caballero no quena hacerle el favor de proporcionarle el descanso eterno. Siempre había imaginado este gran momento como un triunfo y no como un dilema.

Galan levantó de nuevo la lanza apuntando al cuello del dragón. En esa zona le faltaban ya muchas escamas y el arma penetraría fácilmente a través de la dura piel de la bestia. Pero, al final, bajó la lanza, pues había perdido la fuerza en los brazos.

Borac miró fijamente al caballero con su único ojo.

—¿Quién eres, Galan? ¿Cuándo empezaste esta búsqueda? ¿Cuáles son tus recuerdos? ¿Tu mujer, tus hijos, tus propiedades? —El dragón levantó levemente la cabeza mientras hablaba—. Cuéntame algo de tu vida, Galan.

Galan se quedó parado, aturdido. Intentó recordar lo que le había llevado hasta allí, intentó rememorar el pasado, el rostro de una mujer… de un hijo… de amigos… compatriotas… Nada. Sólo veía al dragón, sólo recordaba odio.

—Eres un fantasma, Galan; un espectro. Sales de las marismas para cazarme. Llevas muerto tantos años como los que yo tengo. Pronto descansaré, pero ¿y tú?

Borac reposó su cabeza de nuevo y cerró el ojo murmurando:

—Clávame la lanza de una vez, caballero. Quizá mi muerte te libere.

—No —murmuró Galan—. ¡No! ¡No puede ser! ¡Yo estoy vivo! Soy carne y hueso, como cualquier otro hombre.

—Estás muerto, Galan. Ni siquiera puedes recordar tu muerte.

Galan cayó de rodillas y se miró las manos enguantadas. El color rojo y plateado de las lunas se reflejaba en su piel a través de la malla como la luz que se filtra a través de las cortinas.

El dragón tenía razón. No había matado al fantasma porque él era el fantasma. El caballero que había matado era real, estaba vivo, quería cazarlo a él. La armadura que había hundido en las negras aguas no estaba vacía.

Galan se cubrió la cara con las manos. El pantano que se extendía a su alrededor estaba lleno de vida.

—Sólo recuerdo venganza —murmuró Galan para sí mismo con desconsuelo—. Borac vive. Sólo hay odio.

Galan se dejó caer sobre el costado del dragón con la lanza en las manos. Contemplaba su punta afilada, cruel, cubierta de lengüetas: el arma de los héroes. El arma de su maldición.

—Ésta será mi tumba, caballero estúpido. ¿Dónde te enterró tu familia? —preguntó Borac.

Galan respiró profundamente sin saber con certeza si necesitaba respirar. El olor a vejez era muy penetrante, pero no era el suyo. ¿Había envejecido? ¿Cómo había muerto? No podía responder a las preguntas del dragón.

La bestia negra se estremeció a lo largo de todo su cuerpo y a Galan le pareció oír cómo de sus fauces se escapaba una carcajada. Galan se levantó y alzó la lanza a la luz de las lunas. Su presa estaba muerta y ahora sólo quedaba él como testimonio de su vida.

Hundió el arma en la carne de Borac. Y la volvió a hundir una y otra vez sin efecto alguno. La rabia le quemaba por dentro; calentaba su cuerpo y le daba vida, una vida maldita. Levantó la lanza y siguió atacando.