Kaz y los hijos del dragón

[Richard A. Knaak]

Había aprendido a dormir con el hacha de batalla entre las manos, un truco que le salvó la vida más de una vez. Incluso ahora que la guerra había acabado, supuestamente, hacía más de un mes, era prudente seguir haciéndolo, ya que todavía estaban aquellos que querrían verlo muerto simplemente por lo que era. Tres días atrás había escapado por los pelos de la milicia local. Querían hacerle pagar por lo que los de su raza hicieron al servicio de Takhisis, la Reina de la Oscuridad. No importaba que él hubiera servido con los Caballeros de Solamnia y hubiera escogido luchar contra sus antiguos señores en las últimas semanas de la guerra. A los ojos de los humanos y de algunos que pensaban que era un mal que debía ser erradicado, Kaz era un monstruo. Ya desde su nacimiento estaba condenado a ese destino… y la violenta historia de la raza de minotauros tampoco le había ayudado.

Las inmensas manos de Kaz se tensaron imperceptiblemente. Abrió un poquito los ojos. No veía gran cosa porque las nubes tapaban las lunas y aún faltaba al menos una hora para que amaneciera. Lo poco que veía no le ayudaba mucho, así que aguzó los oídos. Un sonido leve había perturbado la rutina de sonidos nocturnos y había despertado al veterano guerrero. Quizá sólo había sido un conejo inquieto, o un murciélago torpe, o Relámpago, su propio caballo, que cambiaba de posición, pero Kaz pensaba que era otra cosa. Si había sobrevivido a tantas desventuras era porque conocía los ruidos de los animales, y éste era diferente.

Si esos soldados infernales habían encontrado su rastro de nuevo, pensó Kaz amargamente, esta vez iba a luchar sin miramientos. En la guerra contra las legiones de la Reina de la Oscuridad había luchado junto a un caballero solitario llagado Huma, un caballero cuyo honor y aptitudes le había valido el apodo de Ruina de los Dragones y Huma el Lancero. Cuando la derrota fue inminente, Huma llevó a los desesperados defensores del Bien las legendarias Dragonlances que cambiaron el curso de la guerra, al abatir a los dragones de la muerte y la desolación. El mismo Huma había muerto al vencer a la Reina de la Oscuridad.

El honor era la cuestión más importante en la vida de un minotauro y Kaz admiraba a Huma por su honor. La fe inquebrantable del caballero en la bondad del mundo había cambiado al minotauro. Kaz juró que levantaría sus armas sólo contra aquellos que siguieran el camino del Mal. Era su tributo a aquel que él consideraba el mejor.

Sin embargo, era un tributo que le estaba resultando muy difícil de sobrellevar. Los soldados que casi le habían capturado tres días atrás eran, en realidad, hombres buenos que intentaban limpiar sus tierras de las bandas de vagabundos e indeseables que habían surgido como malas hierbas cuando los ejércitos de la reina fueron derrotados. Era bastante razonable que hubieran confundido a un minotauro, que vagaba por el lejano sur, con un antiguo miembro de esas fuerzas dispersadas. Desafortunadamente, no le habían dado tiempo para probar lo contrario. Los documentos y el sello que le dio el Gran Maestre de las Órdenes de Solamnia estaban bien seguros en los compartimientos secretos de sus alforjas. Pero, con toda probabilidad, sus perseguidores tampoco le hubieran creído, aunque le hubieran dado la posibilidad de mostrárselos. Los humanos asustados tenían la mala costumbre de matar primero y preguntar después.

Kaz continuó escuchando, pero ahora sólo se oía el silencio de la noche, excepto por los inquietos movimientos de su caballo. El silencio en sí era siniestro, pues incluso los sonidos asociados a la oscuridad habían cesado. Kaz abrió los ojos un poco más.

Se oyó un siseo. Su caballo, que estaba atado a un árbol detrás de él, empezó a moverse con nerviosismo. Todas las señales posibles de un enemigo humano se desvanecieron En su larga experiencia, Kaz nunca había oído un sonido sibilante como aquél.

Dio un salto y cogió el hacha. El siseo había sonado tan cerca que estaba seguro de que la… cosa… se abalanzaría de un momento a otro sobre él.

Pero nada. Se hizo el silencio otra vez. Sin embargo, Kaz no se relajó: un guerrero imprudente era un guerrero muerto.

—Esto es lo que me pasa por buscar la soledad —murmuró el minotauro refunfuñando.

Una forma oscura se movió entre los árboles. Kaz levantó el hacha y soltó un gruñido, pero no se acercó a la silueta borrosa. Prefería dejar que lo que hubiera allí se acercara a él. Y así fue. El caballo del minotauro relinchó cuando la cosa se materializó.

—¡Por Sargas! —gritó Kaz, olvidando a su dios debido al asombro, e invocando al dios oscuro que su propio pueblo veneraba. Kaz había renunciado a Sargas en favor del dios justo Paladine, venerado de los caballeros, pero en momentos de gran tensión le salía su herencia inconscientemente.

El monstruo era descomunal. Erguido tenía que ser al menos tan alto como Kaz. En la oscuridad, no podía distinguir los detalles, pero el animal tenía cola y parecía una especie de reptil extraño disfrazado de humano. Lo más importante era que la cosa tenía unas garras largas y horribles, y unas fauces tan grandes que podían arrancar la cabeza de un minotauro de un bocado.

El monstruo hedía. Kaz arrugó la nariz. Intentando aguantar el impulso de vomitar, Kaz hundió el hacha de batalla en lo que esperaba que fuera el estómago del monstruo, pero era como si la bestia fuera de piedra: llevaba una buena armadura.

Las garras se clavaron en sus brazos. El minotauro gimió de dolor pero, afortunadamente, su ataque había menguado algo la furia de la terrorífica criatura. Kaz aguantó el dolor y volvió a golpear, intentando vencer a la bestia antes de que se recuperara. Sin embargo, de nuevo fue como si golpeara un muro de piedra. Kaz consiguió apartar las garras de la cosa, pero nada más.

A pesar de lo cerca que estaba, Kaz no podía ver contra qué luchaba. Sí, era una especie de reptil, aunque no se parecía a nada que el minotauro hubiera visto en la guerra. Casi se parecía a… pero eso era imposible. La bestia atacó de nuevo.

Kaz giró el hacha y asestó un golpe con la parte plana de la hoja de doble filo en el hocico de su adversario. La bestia siseó de dolor, pero no se apartó. Kaz golpeó otra vez en el mismo sitio.

Con un grave aullido, el monstruoso reptil trastabilló hacia atrás. Kaz levantó el hacha para clavar el filo mortal en la cabeza del animal, pero de repente la bestia saltó hacia atrás, se paró y miró a su alrededor como si hubiera oído una llamada. Luego, sin ningún aviso, la criatura se giró y corrió hacia el interior del bosque. El minotauro empezó a perseguirlo, pero la cola del monstruo lo golpeó en un costado como un látigo. Kaz casi dejó caer su arma. Con los ojos cegados por el dolor, vio cómo la cosa oscura desaparecía en la seguridad de los bosques cubiertos por la oscuridad de la noche.

Pasaron varios segundos antes de que el dolor se hiciera soportable. Las heridas todavía le escocían, pero tras un rápido examen, comprobó que había tenido suerte: eran poco profundas.

—¿Qué ha pasado? —murmuró Kaz. Había sido acechado y atacado pero su agresor había huido antes de que la batalla empezara de verdad. Que a esa cosa le sangrara la nariz no era suficiente para que saliera huyendo… ¿Qué perseguía?

El minotauro soltó un bufido de enojo. En otros tiempos, antes de que Huma le hubiera enseñado a ser paciente, Kaz habría buscado algo para luchar con sus propios puños. Ahora sólo podía apretarlos con frustración. Había cabalgado hasta allí con la esperanza de encontrar soledad, un retiro, y escogió ese bosque y las montañas que lo rodeaban porque se decía que muy pocas criaturas de razas inteligentes vivían en esa región. Kaz no era un ermitaño, pero era agradable poder descansar y reflexionar de vez en cuando, incluso cuando uno había nacido para ser guerrero.

El monstruo había perturbado la paz de Kaz, Ahora tendría que pasar los próximos días dándole vueltas a la repentina aparición y mirando constantemente por encima del hombro.

Resoplando con enfado, se giró para observar a su caballo. El animal había huido espantado por el monstruo. Kaz palpó el tronco del árbol y encontró los restos de las ataduras hechos jirones.

—¡Los dioses se han confabulado contra mí! —gruñó el minotauro. No tenía tiempo de ocuparse de sus heridas. Debía empezar a buscar a su caballo inmediatamente. Cada segundo que pasaba suponía menos posibilidades de recuperar al animal, y sin Relámpago, tendría que enfrentarse a un viaje largo y duro.

La hoguera se había extinguido mientras dormía y no había manera de encender otra enseguida. Kaz decidió coger una antorcha y confiar en que sus sentidos de la vista y el oído en la noche fueran suficientes para la tarea.

Mientras se movía, iba emitiendo chasquidos con la boca. Si el caballo estaba cerca lo reconocería. Los Caballeros de Solamnia solían entrenar a sus caballos para que respondieran a un silbido, pero la boca de los minotauros no estaba formada para emitir tales sonidos.

Al anochecer, estaba subiendo por una suave colina cuando oyó algo al otro lado. Kaz terminó el ascenso cautelosamente y miró hacia abajo. Algo se movía entre los árboles que se alzaban más allá de la colina.

No podía distinguir si era su caballo o no, así que preparó su hacha de batalla y descendió por la pendiente. Las heridas todavía le escocían, pero no hizo caso. De hecho, había soportado heridas peores durante la guerra. Cuando llegó al pie de la colina, Kaz vio de nuevo alguna cosa que se movía, pero aún estaba lejos y demasiado tapada por el follaje para poder identificarla.

Aceleró el paso y se introdujo entre los árboles. Al final, pudo ver más claramente de qué se trataba. Suspiró aliviado: era su caballo. El animal estaba contento de verlo y parecía preguntarle dónde había estado.

Kaz dejó a un lado su enfado y lo llamó. El caballo se acercó trotando. El minotauro volvió a colocar el hacha de batalla en el correaje atado a su espalda y se alegró al ver que estaba intacto y que el caballo no había sufrido ningún daño. El animal frotaba su hocico en el hombro de Kaz y le olfateaba. Éste tomó las riendas del caballo y le dio palmaditas en el costado.

—¿Tú eres ese caballo de guerra tan valiente? ¡Me dijeron que te enfrentarías a cualquier cosa! ¡Ja! No puedo culparte por huir de esa criatura diabólica… ¡pero por lo menos me podías haber llevado contigo!

De repente, Kaz tuvo la sensación de que algo lo estaba amenazando. Miró rápidamente a su alrededor, pero no vio nada. De nuevo reinaba el silencio, el mismo silencio misterioso que se había hecho de repente cuando le atacó el monstruo. Sin dejar de observar la zona, Kaz montó sobre su caballo. Tenía muchas ganas de estar bien lejos de allí.

—Debo de tener los monstruos metidos en la cabeza —murmuró.

Se preguntó si iba a ser así a partir de ahora, pues la guerra ya no ocupaba toda su atención; y si se iba a asustar por cada ruido o la ausencia de ruido, y si, en todo momento, iba a pensar que había un enemigo detrás de cada árbol y de cada roca.

—¡Vámonos! —le gritó al caballo.

El animal dio unos cuantos pasos y luego se paró. Kaz azuzó al animal otra vez. Quería salir de aquel lugar a toda costa.

—¿Qué te pasa, Relámpago? ¡Muévete!

El caballo empezó a caminar muy despacio, a un ritmo tan lento que Kaz se preguntó si no sería mejor llevar él al caballo en lugar de que éste cargara con él.

Comenzó a soplar un viento que agitaba las hojas secas. En el cielo se estaban formando unas nubes que quizá precederían a una tormenta.

—¡Que Sargas se te lleve, bestia! —Kaz taconeó las ijadas del caballo—. ¡Que te muevas, te digo!

Pero, asombrosamente, Relámpago empezó a disminuir el paso. Unas nubes oscuras se agitaban en el cielo y el viento parecía un diablo aullando que sacudía las hojas y el follaje en torno al caballo y al jinete. Kaz se tapó los ojos para protegerse del polvo y empezó a considerar la posibilidad de pararse allí y buscar un refugio.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Relámpago se paró bruscamente. Kaz intentó que el animal caminara de nuevo, pero éste se quedó quieto. El minotauro, furioso, se disponía a desmontar, pues pensó que quizá podría tirar del animal, cuando el viento lo sentó de golpe en la silla. Volvió a intentarlo otra vez, pero, de nuevo, una fuerte ráfaga de viento lo mantuvo inmóvil en su sitio.

—¡Por la espada de Paladine! ¡No voy a dejarme vencer por el aire! —El minotauro soltó las riendas e intentó tirarse del caballo al suelo, pero una vez más el viento le devolvió a la silla.

Fue como si un tornado hubiera cobrado vida propia. Las hojas revoloteaban salvajemente y las ramas reducían la visibilidad a unos palmos por delante del hocico del caballo. Kaz sólo veía hojas volando por todas partes.

No, no por todas partes. Al mirar hacia arriba, observó que el cielo estaba inexplicablemente claro, soleado y brillante, unos metros por encima de su cabeza, a excepción de las nubes que se cernían en lo alto. El bosque que le rodeaba estaba apacible y, aun así, Kaz estaba atrapado en un verdadero remolino.

Instintivamente, cogió su arma, aunque ignoraba qué podía hacer con ella. Kaz era un guerrero innato y no sabía nada de los poderes de la magia, pero reconocía su toque malévolo cuando lo veía. También pensaba que el hecho de haber encontrado a Relámpago no había supuesto tan buena suerte como en un principio creyó, sino más bien el señuelo con que el hechicero desconocido lo había atraído hacia la trampa.

—Paladine —rogó Kaz—, si todavía me proteges, suponiendo que alguna vez lo hayas hecho, ¡me iría bien que me ayudaras ahora!

El torbellino empezó a cerrarse alrededor del minotauro. Ahora, sólo unos centímetros separaban al caballo y al jinete de la gruesa pared de hojas secas.

Una hoja golpeó el hocico del minotauro y se quedó allí pegada. Kaz quiso apartar la hoja pero, para su asombro, permanecía enganchada. Otra hoja le fue a parar a la mano y, cuando el minotauro se sacudió para quitársela, también se quedó pegada.

Las patas y el torso de Kaz estaban totalmente cubiertos de hojas, pero no podía desprenderse de ninguna porque estaban pegadas. Su caballo se encontraba casi medio enterrado bajo una gruesa capa de follaje, aunque, a diferencia je Kaz, eso parecía no preocuparle. El animal tal vez aceptaba su destino y no se movía.

No así el minotauro. Gruñendo, intentaba protegerse con el hacha cubierta de hojas, pero la barrera era demasiado gruesa. Las hojas le golpeaban por encima, por debajo y por los lados y se le pegaban en la cara y en los brazos como sanguijuelas.

—¡Maldito seas, hechicero! —rugió tapándose la boca para no ahogarse—. ¡Sal y da la cara! ¡Lucha como un guerrero y no como un cobarde que debe esconderse tras estos malditos trucos!

Nadie respondió. En realidad no esperaba que nadie lo hiciera. Según su opinión, los hechiceros eran unos cobardicas que hacían su labor desde las sombras o desde cualquier sitio alejado del peligro.

La embestida continuaba. Las hojas casi lo habían enterrado vivo. Su hocico estaba prácticamente cubierto del todo y el follaje le tapaba toda la visión de un ojo y parcialmente la del otro. Era casi imposible moverse y tenía que respirar por la boca.

A su alrededor, el viento seguía soplando y cubriendo de hojas el montón.

El minotauro se estaba asfixiando. Trató desesperadamente de quitarse las hojas de la nariz y de la boca, pero sólo pudo levantar el brazo un centímetro o dos. Kaz empezó a ahogarse…

—Kiri-Jolith, dios de las causas justas, ¿acaso es ésta la manera de morir de un guerrero? —suplicaba Kaz con impotente furia.

Si obtuvo respuesta, ya no pudo oírla, pues no estaba consciente.

—Es sorprendente las cosas que uno encuentra en sus redes —dijo una voz en la oscuridad—. Yo esperaba atrapar a un caballero y no a un minotauro. Cuando capturé al caballo supuse que el jinete sería humano. ¡Qué tonto!

Kaz volvió en sí y, poco a poco, se percató de que aunque no podía moverse ni ver nada, estaba vivo.

—¡Ah! Por fin despierto. ¿Te encuentras mejor?

El aturdido minotauro abrió los ojos un poquito con gran esfuerzo. Lo poco que podía ver estaba borroso, pero al menos no eran hojas. Tuvo la vaga impresión de ver a una figura vestida con una túnica casi encima de él, pero lo demás estaba tan borroso que no podía asegurarlo.

—¿Qué estás haciendo por estos lugares, tan lejos de los de tu raza, mi minotauro solitario? Será mejor que me contestes antes de que pierda la paciencia y te use para alimentar a mí otro huésped.

¿Usarle como alimento? Kaz abrió los ojos de golpe.

Estaba en el interior de una prisión mágica, una burbuja transparente que flotaba a aproximadamente medio metro por encima del suelo. Aunque parecía muy frágil, la burbuja se mantenía firme cuando la apretaba con las manos. Kaz resopló y se quedó boquiabierto. Sus armas habían desaparecido.

—En realidad se trata de un conjuro muy simple, mi bovino amigo. Nada espectacular —dijo la voz, que rezumaba un leve toque de orgullo.

Kaz miró ferozmente a su cazador. Vestía las típicas ropas de color ébano de los hechiceros oscuros, o Túnicas Negras, tal como solían llamarse los hechiceros del Mal. Era alto para ser un humano, casi tanto como el minotauro, y además era tan delgaducho que a su lado un espantapájaros hubiera parecido gordo. Tenía la cara como si alguien le hubiera enrollado una venda de piel sobre el cráneo, y el pelo gris, largo y suelto, le llegaba hasta la cintura.

Kaz buscó con ansiedad al huésped «hambriento». Lo habían encarcelado en la cámara de una caverna que aparentemente había sido excavada por una fuerza ajena a la naturaleza. Las paredes y el techo eran uniformes. Una curiosa esfera azul que flotaba por encima de su adusto anfitrión iluminaba la cámara. Unas estanterías se alineaban en las paredes de la cueva. En ellas, se amontonaban pergaminos, libros y artefactos que, incluso Kaz, que no tenía ni idea de magia, los reconocía como poderosos talismanes.

Debajo de su burbuja se veía un dibujo en el centro del suelo: se trataba de un conjunto de triángulos y pentáculos unidos por un círculo superpuesto de un diámetro de casi el doble de la altura de Kaz. Justo debajo del minotauro, en el centro del círculo, había un pequeño pedestal de metal cuya parte superior parecía una calabaza hueca.

Kaz respiró con más tranquilidad, pues no había signos del huésped «hambriento». El mago había permanecido callado mientras inspeccionaba a su prisionero, pero entonces volvió a hablar:

—¿Cómo te llamas, minotauro?

—Me llamo Kaz.

—Yo soy el maestro hechicero Brenn. —El larguirucho personaje se inclinó con sarcasmo—. Estás demasiado lejos, en dirección sudoeste, de los de tu raza, mi astado amigo. Te pregunto de nuevo… ¿qué estás haciendo aquí?

Kaz pensó con rapidez. Brenn no debía de haberse molestado en inspeccionar sus bártulos atentamente. Era obvio que había pasado por alto el compartimiento secreto que contenía los documentos y el sello de Solamnia. Mejor. Un Túnica Negra no sería amable con un amigo de los Caballeros de Solamnia.

—He estado vagando desde que cayó la Señora, maestro Brenn —contestó Kaz enérgicamente—. El ejército de minotauros quedó diseminado y las fuerzas de Paladine bloqueaban el camino de regreso. Maté a un caballero, le robé el caballo y huí al sur.

—¿Por qué no luchaste hasta la muerte como una buena vaca?

Kaz gruñó, y a duras penas pudo controlar el genio. Si Kaz y su hacha hubieran estado libres, la cabeza del maestro Brenn habría salido rodando después de un insulto como aquél.

—La causa estaba perdida —dijo el minotauro—. La batalla había terminado. Pensé que era preferible preservar mis aptitudes para el día en que tuviera algo mejor en que emplearlas.

Brenn sonrió.

—Tu cerebro es más lúcido que el de la mayoría de los de tu raza.

Brenn chasqueó los dedos y, de repente, Kaz se dio cuenta de que estaba sobre el suelo. Miró hacia arriba, pero la prisión mágica se había evaporado. Lo único que quedaba era el dibujo del suelo, el pedestal y, por supuesto, el Túnica Negra.

—Da la casualidad, Kaz el minotauro, de que has venido al lugar adecuado. Voy a tener que hacer uso de tus aptitudes dentro de poco.

—¿Qué lugar es éste exactamente, maestro Brenn? —preguntó Kaz.

—Estás en las montañas cercanas a donde te encontré —contestó Brenn—. Eres afortunado, mi astado amigo. Si hubieras sido un caballero, como pensé al principio, ahora estarías muerto. Estoy demasiado cerca del éxito para permitir que mis secretos sean descubiertos.

El larguirucho Brenn hizo una pausa.

—Dime, minotauro, ¿viste algo… raro… en el bosque?

—¿A qué os referís, maestro Brenn?

Brenn frunció el ceño enfadado.

—Sabrías a qué me refiero si lo hubieras visto.

Kaz estaba seguro de que el Túnica Negra se estaba refiriendo al monstruo, pero decidió no compartir los detalles de su encuentro con su anfitrión. Lo que Brenn desconociera podía beneficiarle a él. ¿Acaso el hechicero tenía algo que ver con el monstruo? Y si así era, ¿qué relación tenían? ¿Dónde estaba el monstruo? Kaz estaba sopesando el riesgo de sonsacar más información cuando el eco de un gemido lúgubre recorrió todo el sanctasanctórum de Brenn. A Kaz, el sonido le recordó a los sollozos de una mujer, pero al mismo tiempo sabía que no tenía nada de humano. Era pavoroso y extraordinariamente triste.

Al oírlo, Brenn, bastante tranquilo, hizo un gesto con la cabeza y dijo escuetamente:

—Está despierta. Ahora debería mostrarse más dócil.

—¿Despierta? —murmuró el minotauro.

—Ven. Te enseñaré algo. —Brenn se encaminó hacia la entrada de la caverna. De repente se giró, se quedó mirando fijamente al minotauro y ordenó—: Tiende las manos.

Te sentirás más cómodo si tienes esto. Procura tener cuidado.

El hechicero dio la espalda al minotauro y reanudó la marcha. Kaz levantó el arma y, por un momento, pensó en hacerle la raya al pelo largo y grisáceo del mago. Sin embargo, dedujo que era mejor no atacar. Si Brenn le había devuelto el hacha sólo podía haber sido porque no le daba miedo. Las cosas no tenían un aspecto prometedor.

La esfera brillante flotaba por delante de ellos, iluminando el camino. Kaz siguió al larguirucho personaje por un entramado de túneles que conducía de una cámara a otra, hasta que llegaron a una mayor que todas las demás.

Brenn se paró en la entrada, apoyó una mano en la pared rocosa y se giró hacia el minotauro.

—Creo que quizá sería mejor que te quedaras un poco alejado. Se irrita por la cosa más nimia. Hablaré con ella en privado. —Sus ojos se entornaron un poco—. No intentes huir.

Tras esa advertencia, Brenn penetró en la cámara seguido de la luz azul. Kaz estaba más que satisfecho de quedarse atrás, pero también sentía curiosidad por echar un vistazo al otro «huésped» del Túnica Negra, así que el corpulento minotauro se asomó desde un lado de la entrada.

—¡Vamos, vamos, querida! —dijo Brenn—. Creo que a partir de ahora las cosas tendrán mejor cariz, ¿no crees?

La cabeza de un reptil descomunal emergió del suelo de la caverna. Los ojos centelleantes de una hembra de Dragón Plateado estaban clavados sobre Brenn. Kaz nunca había visto tanto odio y repulsión en una mirada.

—¡Quiero… a mis hijos, vil… vil monstruo! —gritó la hembra Plateada con voz baja y angustiada.

En Krynn no quedaban dragones. Todos habían desaparecido poco después de la derrota en combate de la malvada Takhisis en manos del caballero Huma. Todos los dragones, tanto los seguidores de la Diosa de las Tinieblas como los sirvientes del brillante Paladine, su victorioso enemigo, habían dejado de existir.

Kaz, el minotauro, pensaba que a lo mejor alguien había olvidado decirle a esa hembra en concreto que se que no debía estar allí.

La hembra de Dragón Plateado era enorme; Kaz nunca había visto una tan grande. Brenn no representaba más que un bocado para una criatura tan inmensa y, sin embargo ella no hacía ningún movimiento hostil hacia el maestro hechicero. Kaz se atrevió a acercarse un poco y pudo ver mejor a la hembra bajo la luz. Estaba gravemente herida. Unas cicatrices profundas e infectadas marcaban el voluminoso cuerpo. Tenía las alas rotas, le colgaba un párpado, y el ojo, medio tapado, no tenía buena visión. La mayoría de las heridas no eran recientes y, aun así, no habían sido curadas. Si no se trataban urgentemente, lo más probable es que provocaran una muerte lenta y dolorosa.

El respeto del minotauro por los malvados poderes de Brenn aumentó enormemente, porque él no podía haberle causado tanto daño… al menos, Kaz pensó que no… pero incluso tan malherida, la hembra Plateada tenía que ser un enemigo terrible.

—Como puedes ver claramente, tus hijos están a salvo, señora —dijo Brenn señalando con la mano derecha hacia un lado. Kaz intentó distinguir lo que era, pero desde su posición no podía ver nada. ¿Acaso el hechicero tenía también una jaula llena de pequeños dragones?

—¡Monstruo! —gimió la hembra Plateada.

Brenn se cruzó de brazos.

—¿Cómo puedes decir eso, señora, si tan solícitamente te permito echar un vistazo a tus preciosos huevos siempre que quieres? Pensé que era un detalle por mi parte.

—¿Un detalle? —La hembra se debatió contra unas ataduras mágicas invisibles que la mantenían inmóvil, tal como le había ocurrido antes a Kaz. Tras hacer intensos esfuerzos, finalmente la brillante cabeza de la hembra de dragón se hundió en el suelo.

Kaz temió que se estuviera muriendo.

—Un detalle… —suspiró ella—. ¡Una tortura… eso… eso es lo que quieres decir, mortal! ¡Colocar mis huevos en un lugar en el que los puedo ver… pero no… tocar! ¡Los huevos que… que has robado de mi… mi guarida!

—Bueno, señora, parecía que nadie se ocupaba de ellos. Pensé en proporcionarles un buen hogar. —Brenn soltó una risita—, querida, sabes muy bien que te he hecho la suculenta oferta de devolverte a tus hijos dentro de, quizá dos o tres días como máximo. Sólo tienes que darme lo que quiero y te prometo que te devolveré los huevos.

—¿Cómo… cómo puedo creerte?

El hechicero se encogió de hombros.

—Cree lo que quieras, señora, pero o aceptas mi oferta o…

Brenn debía de haber realizado algún hechizo con los huevos escondidos, porque de repente la hembra herida reanudó sus esfuerzos por liberarse.

—¡No! ¡No les hagas daño!

—… ¿Y bien?

—¡Sí! —dijo precipitadamente, y luego clavó sus ojos llenos de ira sobre el hechicero vestido de negro—. ¡Tú ganas, demonio! Haré lo que deseas, pero… —los espasmos de dolor sacudían el cuerpo de la hembra de dragón— si le haces daño a mis hijos, ¡encontraré la manera de destruirte!

Brenn soltó una carcajada.

—Para alguien de tu especie sería una comida pobre, señora. Todo cartílagos y nada de carne, por decir algo.

—Tienes… ahora tienes mi palabra, humano. ¿Qué quieres de mí?

—Lo sabrás mañana, señora. —Brenn hizo una reverencia—, por ahora otros asuntos requieren mi atención. Te aconsejo que descanses. Seguramente necesitarás todas tus fuerzas.

La hembra Plateada ya no le escuchaba, sino que su mirada se había posado sobre la zona que Kaz no podía ver, donde estaban sus huevos. A pesar de su debilidad, el brillante reptil estiraba el cuello en esa dirección.

Kaz miró al hechicero. El minotauro agarraba su hacha con fuerza y estuvo a punto de levantarla, pero se contuvo por temor a Brenn.

—Ya verás cómo en algún momento bajarás la guardia, maestro Brenn —murmuró Kaz. Sólo tenía que sobrevivir hasta entonces.

De vuelta por los pasadizos, Brenn empezó a flaquear y se apoyó en la pared para descansar. Aparentemente, el encarcelamiento de la hembra de dragón le estaba costando un gran esfuerzo. El hechicero respiró profundamente un par de veces y luego se irguió y siguió andando delante de Kaz.

—Vamos —ordenó Brenn.

Tras recorrer un trecho, Kaz se aventuró a hablar de nuevo.

—Habéis capturado a una hembra de dragón.

—Fue fácil porque estaba muy débil. La capturé mientras estaba entretenida en otras cosas. Eso es todo lo que tengo que decir sobre el asunto. —Después de un momento de callada contemplación, Brenn cambió de tema—. Te enseñaré dónde está tu caballo. Será tu alojamiento también. Si tienes hambre, te mostraré dónde puedes encontrar comida. Creo que estoy siendo bastante generoso. A cambio, te pido que seas obediente. ¿Te parece justo?

Kaz hizo una mueca. No podía hacer nada más que seguir interpretando el papel de prisionero agradecido.

El minotauro comió y se ocupó de su caballo. El alojamiento consistía en una pequeña cueva a la que se podía acceder desde el interior de la montaña a través de un túnel pero también desde el exterior. Kaz consideró la posibilidad de escapar, pero cuando se acercó a la entrada de la cueva vio que el borde terminaba en un abrupto risco de varias decenas de metros de altura. No era posible escapar por esa salida.

Estaba afilando su hacha con la mente concentrada en el entramado de túneles por el que había pasado cuando el mago entró en la estancia. Brenn parecía aturdido.

—Ven conmigo. Necesito tu destreza física. Tráete el hacha.

Haciendo su papel de soldado obediente, Kaz siguió a Brenn a través del laberinto de corredores subterráneos. A medida que andaba, el minotauro iba grabando meticulosamente en su mente todos los caminos y desvíos que él y su anfitrión tomaban. Si tenía alguna posibilidad de escapar, iba a ser esencial conocer la ruta correcta por los dominios del hechicero.

Volvieron otra vez al sanctasanctórum del cadavérico Brenn. Kaz ojeó con disgusto el dibujo mágico del suelo y el aparato metálico que se erguía en el centro. Todavía recordaba la burbuja en la que había estado encarcelado.

También Brenn examinaba el dibujo, y las palabras que pronunció iban dirigidas más a sí mismo que al minotauro:

—Ahora que tengo su palabra, no puedo esperar más. Ha conseguido evitar todas las trampas que le puse. No hay manera de saber si todavía sigue con vida. Tendré que emplear medidas más extremas e intentar atraerlo aquí ahora. —Sin mirar a su compañero añadió—: Ponte a un lado y haz exactamente lo que te diga.

El hechicero levantó sus huesudas manos.

Se formó una burbuja de la misma forma que aquella en la que había estado encarcelado Kaz justo sobre el extremo del aparato metálico. Al principio, la burbuja no era mayor que un huevo, pero luego aumentó hasta alcanzar el tamaño de una sandía, y después más, hasta que su diámetro fue mayor que la longitud del brazo de Kaz. Éste sintió un estremecimiento y levantó su hacha, aunque no estaba seguro del efecto que podía tener el arma bajo esas circunstancias. La burbuja seguía expandiéndose. Kaz pensó que quizás acabaría llenando toda la cámara.

Pero entonces Kaz vio algo en el centro de la burbuja y aguzó la vista para distinguirlo mejor. En el interior de la burbuja había un cofre de madera, un sencillo cofre de madera sin ningún ornamento que crecía a medida que aumentaba el tamaño de la burbuja.

Cuando el cofre alcanzó un volumen similar al del minotauro, Brenn golpeó suavemente con el dedo la burbuja mágica. La esfera transparente flotó por encima de él y fue a parar justo a los pies de Brenn. Sin embargo, cuando entró en contacto con el suelo de la caverna, la burbuja se fue disolviendo poco a poco hasta que sólo quedó el cofre.

Brenn dio otro golpecito con el dedo y abrió la tapa. Luego, sacó del cofre varios fragmentos deteriorados de, aparentemente, piezas de cerámica. Examinó cuidadosamente cada trozo, en especial los bordes, y a continuación, cogió firmemente todos los fragmentos entre los brazos y se apartó.

Al cerrarse la tapa, el cofre se empezó a elevar. La burbuja volvió a formarse otra vez a su alrededor y todo el proceso que Kaz acababa de presenciar se repitió, sólo que a la inversa. La burbuja y el cofre volvieron a su lugar sobre el dibujo y el aparato metálico. Pocos instantes después cofre como la burbuja se redujeron hasta que desaparecieron por completo.

Justo en el momento en que se esfumó la burbuja, Brenn penetró en el dibujo y empezó a colocar todos los fragmentos en el interior del gran bol que había en el extremo del talismán. La forma real del objeto resultó visible enseguida. No era una pieza de cerámica como Kaz había supuesto aj principio.

¡Un huevo! ¡Estaba reconstruyendo un huevo roto! Era un huevo tan grande y de un aspecto tan peculiar que sólo podía ser de…

—¡Un dragón!

Kaz no se percató de que había hablado en voz alta hasta que oyó sus propias palabras. Afortunadamente, Brenn estaba tan absorto en su trabajo que no se dio cuenta. El mago colocó las últimas piezas en el huevo, luego se apartó del dibujo y se volvió hacia el minotauro.

—Ahora quizá sean necesarias tus habilidades, amigo mío. Prepárate.

Kaz no tuvo tiempo de pensar en lo que Brenn estaba haciendo con la cáscara de huevo de un dragón, porque en ese mismo momento algo empezó a ocurrir en el centro del dibujo: alrededor de la cáscara se estaba formando otra burbuja, ésta de color rojizo, que iba aumentando de tamaño, cada vez más, hasta que al final podía haber engullido fácilmente a Kaz y a Brenn juntos.

Brenn estiró un brazo raquítico señalando a la burbuja y murmuró unas palabras. En sus ojos brillaba una mirada feroz. La piel de su rostro, ya de por sí tirante, se tensó tanto que Kaz pensó que se rajaría y dejaría al descubierto el cráneo.

La cáscara de huevo empezó a moverse.

Brenn estiró también el otro brazo. El sudor le corría por la frente y sus ojos hundidos centelleaban.

—¡Dondequiera que estés —gritó— debes venir a mí! ¡La llamada de tu nacimiento no puede ser rechazada!

La cáscara reconstruida despedía humo en el interior de la burbuja. Unas volutas surgieron por encima del huevo y empezaron a girar en un torbellino formando una nube.

Kaz parpadeó. Por un momento hubiera jurado que vio un brazo en el interior de la nube.

Empezó a surgir lentamente una silueta sobre la cáscara que parecía disolverse a medida que la cosa que había encima cobraba consistencia: no era humana, eso era obvio ya desde el principio. No se parecía a ninguna de las criaturas que Kaz había visto jamás. Tenía alas y una cola larga y robusta; estaba inclinada en el interior de la burbuja y parecía no saber si debía erguirse sobre dos patas o sobre cuatro. Una vez de pie sería más alta que Brenn y posiblemente que Kaz, y pesaría probablemente el doble que el minotauro. Kaz observaba anonadado y confuso a la criatura.

¡Era el monstruo que lo había atacado! Lo reconoció por el hocico magullado y cubierto de sangre. Sí, era contra lo que había luchado… pero ¿qué era?

La monstruosidad del interior de la burbuja de Brenn abrió sus fauces de reptil y soltó un rugido… o al menos lo intentó, porque el sonido quedó atrapado dentro de la burbuja. La criatura arañó en el interior de su celda con unas garras que parecían casi humanas.

Era un dragón… y no lo era. Kaz conocía la capacidad de los Dragones Plateados para cambiar de forma, pero esa cosa parecía que hubiera cambiado de idea a media transformación y no hubiera podido regresar a su estado natural.

Brenn se colocó en un punto desde el que el monstruo pudiera verlo. Su odio hacia el Túnica Negra era evidente. Afortunadamente para el hechicero, la burbuja era más resistente que el monstruo.

—Ruge todo lo que quieras, mi hombre-dragón —replicó Brenn—. No sólo vas a quedar encerrado en esta prisión, sino que tu madre nunca podrá oírte.

¿Madre? Kaz miró más atentamente la piel escamosa del monstruo. Al principio creyó que era de color gris, ¡pero en realidad era de un plateado claro!

¡La cosa era uno de los hijos de la hembra Plateada! No podía haber otra explicación y, sin embargo, Kaz no había visto nunca un dragón como ése. Tal como Brenn había dicho, parecía más un hombre-dragón… Kaz se preguntó qué era lo que el hechicero había hecho, qué clase de malvada brujería había puesto en práctica.

—Bien. Al parecer, la cáscara aguanta —comentó Brenn. Luego, se movió alrededor de su creación examinándola como un niño que observa a un animal de compañía recién comprado—. Alguna deformación adicional, pero el conjuro todavía no ha terminado. Unos días más, aunque… creo que después de todo estaba en lo correcto —murmuré Brenn.

Kaz no pudo aguantarse más.

—¿Eres tú el responsable de esta criatura?

—Es un poco decepcionante, ¿verdad? Interesante, pero no es exactamente lo que esperaba, y odio dejar una cosa a medias. Además, tengo el problema de que no consigo que el hechizo sea duradero. Si lo dejáramos tres o cuatro días más, el conjuro se rompería y no tendríamos ni esta criatura, ni una cría de dragón; sólo sería un revoltijo repugnante. Antes de que ella aceptara, estaba dispuesto a dejarlo ahí suelto hasta que el hechizo se deshiciera y acabara rompiéndose en pedazos, pero ahora que tengo su colaboración, puedo remediar la situación: ya puedo comenzar con los demás.

—¿Así que era uno de los huevos del dragón?

Brenn interrumpió su examen del hombre-dragón y miró atentamente al minotauro.

—Por supuesto. De hecho estaba casi recién puesto. Era mi primer intento y debo decir que es muy fuerte, pues rompió la celda de hierro en la que lo tenía encerrado y huyó hacia el bosque. En ese momento yo estaba en otra parte.

—¿Ésta es la razón por la que has robado los huevos? ¿Esta cosa? —preguntó Kaz.

—La idea fue de otra persona, de un viejo compañero que se había hecho clérigo de la Reina de la Oscuridad. Una vez me comentó lo maravilloso que sería poder engañar a los más fervientes servidores de Paladine para que lucharan a favor de Takhisis, y ¿qué mejor manera de destruir su moral que convirtiendo a sus hijos en criaturas dedicadas a la oscuridad? —La expresión de Brenn era casi triste—. Sin embargo, su poder no fue suficiente para llevar a cabo la labor y murió en el proceso… el muy estúpido.

El hechicero movió la cabeza de un lado a otro.

—¡Clérigos! Están demasiado limitados por su fanática devoción. En cambio, un hechicero… bueno, ¡ya ves lo que he logrado!

—No lo que querías —gruñó Kaz. La observación pareció no molestar a Brenn.

—No, pero al contrario que Augus, mi pobre amigo no llorado, yo me doy cuenta de mis limitaciones… y luego discurro la forma de superarlas. Ella me proporcionará la fuerza adicional que necesito.

Brenn rodeó el dibujo del suelo y se puso junto a Kaz. El hechicero andaba mucho más despacio que antes, lo que indicaba que estaba exhausto.

—Mañana tenemos un día muy ajetreado, minotauro. Tengo que reservar mis fuerzas para el conjuro que estoy planeando. Tú te encargarás del esfuerzo físico. Por eso, es mejor que ahora te vayas a la cama. Te llamaré cuando sea la hora.

El minotauro se inclinó obedientemente.

—Sí, maestro Brenn.

—Como todavía no conoces el camino, te voy a dar esto para que te guíe hasta tu aposento. —La esquelética figura levantó el dedo señalando la luz azul. El globo emitió una leve vibración y luego se dividió en dos esferas idénticas. Una de ellas flotó por encima del guerrero, que observaba perplejo—. El globo se mantendrá hasta que llegues a tu alojamiento. Después se desvanecerá y quedarás en la más completa oscuridad.

Kaz pensó que eso era una advertencia para que no se atreviera a salir a ninguna parte, pero asintió para indicar que había comprendido. Brenn se volvió hacia su monstruosa creación y dijo:

—Puedes irte.

Kaz se disponía a marchar, pero entonces sintió algo extraño en su espalda que lo hizo estremecerse. Se giró hacia Brenn. La mirada del hechicero estaba clavada en la cosa aprisionada en el interior de la burbuja mágica. El minotauro frunció el ceño y luego levantó la vista casualmente hacia el hombre-dragón. Éste estaba mirando a Kaz.

El minotauro salió a toda prisa en dirección al pasadizo sin mirar hacia atrás. Hasta que no estuvo en el interior del túnel, lejos de los pavorosos ojos del monstruo, no se atrevió a pararse. Hacía muchos años que nada lo había perturbado tanto, pero la mirada consciente y hambrienta del hombre-dragón le había llegado al alma. Brenn había creado un ser maligno, cuya oscuridad interior, quizá, ni siquiera el hechicero había llegado a captar.

A Kaz no le gustaba la magia. Un hacha no podía destruir nada que fuera mágico. Sin embargo, éste sabía que no podía marcharse sin haber acabado antes con la creación de Brenn, por lo que estimó sus posibilidades de éxito en una empresa tan alocada y suspiró frustrado.

Desde luego, las posibilidades eran mínimas. Tenía que ser un estúpido suicida para estar pensando seriamente en hacer algo que no fuera escapar a la primera oportunidad.

—¡Que Paladine me proteja! —murmuró Kaz entre dientes. Pero justo cuando había tomado esa decisión, se dio cuenta de que no había ninguna determinación que tomar. No podía permitir que Brenn continuara con sus experimentos sobrenaturales. Tenía que actuar.

Allí, y en ese momento, Kaz pensó que los dioses se habían confabulado para atraparlo… y que, probablemente, esta vez iban a conseguirlo.

Su memoria era buena. Kaz se alegró al descubrir algunas horas después que, a pesar de la total oscuridad, era capaz de recordar el camino. Hasta entonces, sólo había girado en el lugar equivocado una vez, y se había dado cuenta del error casi enseguida.

El minotauro estuvo tentado de improvisar una antorcha, pero la luz le hubiera puesto en peligro. Aunque estaba completamente seguro de que el cansado Brenn estaría dormido, el minotauro no quería correr ningún riesgo: contaba con que la oscuridad le ocultara.

Kaz pensó en atacar a Brenn durante la noche, pero nunca había conocido a ningún hechicero que se fuera a dormir sin algún conjuro protector y, en el caso de Brenn, sería uno muy poderoso. No, lo mejor que el minotauro día hacer era llevar a cabo lo que había decidido: sólo ella podía ayudarlo.

Al girar una esquina, vio una pálida luz a lo lejos. Al principio, temió haberse equivocado y que Brenn todavía estuviera despierto, pero enseguida se percató de que la claridad procedía de la cámara en la que la hembra Plateada estaba encarcelada. Más confiado, se aproximó a la boca de la cueva y miró hacia el interior.

La hembra yacía inmóvil, tan quieta que el minotauro tuvo miedo de que hubiera muerto mientras dormía. Pero entonces, Kaz vio que se agitaba en su evidente agonía. Después de haber visto sus heridas y lesiones no pudo evitar sentir una fuerte admiración por su determinación de vivir.

Los demás dragones habían huido, pero ella se quedó allí, sin dedicar ni un momento a curarse, y todo por el amor que sentía hacia sus hijos.

Kaz se sintió ultrajado al pensar en lo que Brenn había hecho con una de esas crías. El minotauro tenía que contarle la verdad a la hembra Plateada… siempre que ella creyera algo de lo que un minotauro pudiera decir. Eso último era la parte del plan que no había podido resolver a satisfacción.

Kaz se encaminó hacia la hembra del dragón… y chocó con una pared invisible, a la que golpeaba con el puño mientras profería insultos de rabia.

—¿Y ahora qué? —murmuró.

El minotauro, frustrado, cambió de posición en un intento de ver si podía haber otra entrada más cercana a la prisionera. Al moverse, apoyó una mano en la pared de la caverna y, de repente, se levantó una corriente de aire. Kaz sintió un escalofrío y, perplejo, quitó la mano de la roca. Recordó que Brenn había hecho algo raro tanto al entrar como al salir de la prisión de la hembra de dragón: había tocado dos veces la pared con la mano. De hecho, Brenn se había desviado de su camino para hacer ese gesto.

Kaz intentó tocar la pared invisible, pero había desaparecido.

Rápidamente, penetró en la cámara y se aproximó, vacilando, a la descomunal prisionera.

—Vienes… calladamente… por la noche —susurró una voz suave de repente—. El mago… se ha buscado un nuevo sirviente. No deberías estar aquí sin tu amo, minotauro. Debería… debería acabar contigo.

Entonces, movió la cabeza. La hembra Plateada miraba amargamente con el ojo sano a la diminuta figura que tenía a su lado. Sin embargo, los planes de Kaz no contemplaban que la gran bestia a la que había ido a rescatar lo devorara.

—Yo también estoy aquí prisionero, gran señora. Juro por mis antepasados que lo que voy a contaros es Tenéis mi palabra de honor.

—Todo el mundo sabe que… los minotauros mienten vez en cuando. Para ser un prisionero, llevas unas… unas cadenas muy largas.

Kaz soltó un bufido.

—Brenn ha sacado sus conclusiones, como vos.

—¿Por qué… has venido… a verme? —Quizá la hembra no le creía, no todavía, pero evidentemente sabía lo suficiente sobre el honor de los minotauros para, al menos, tomarse la molestia de escucharle.

—Para sacaros de aquí. —Incluso al decirlo, el mismo Kaz se dio cuenta de lo ridículo que sonaba. Estaba intentando salvar a una hembra de dragón—. Tenéis que ayudarme con vuestro poder a terminar con esto.

—Aunque… aunque te creyera, no puedo… marcharme sin mis hijos, minotauro. No me marcharé… sin… sin ellos. —La hembra Plateada vaciló varías veces durante su respuesta. Giró la cabeza y señaló la pared que tenía delante, la que Kaz no había podido ver desde la entrada—. Mira, allí, más allá de mi… mi alcance.

Kaz miró hacia la dirección indicada y sus ojos se abrieron de par en par: allí, en un rincón de la pared rocosa, había seis huevos grandes y correosos, idénticos al huevo roto que Brenn había logrado recomponer. Le pareció extraño que el hechicero hubiera puesto los huevos en ese lugar, pues de ese modo tenía forzosamente que trasladarlos para sus experimentos. Además, ¿cómo esperaba que la hembra de dragón siguiera cooperando si los iba viendo desaparecer uno tras otro?

La prisionera acercó la cabeza con un balanceo.

—Hacía sólo unos días que los acababa de poner cuando él… él… los robó, y aunque ya ha pasado un tiempo, su maldito conjuro los ha… mantenido tal como estaban entonces.

—¿Cómo los cogió? —gruñó Kaz.

Una batalla nos obligó a abandonarlos durante un tiempo. Como puedes ver, fue una lucha terrible. Luego volví, con la ayuda de mi compañero, ¡y descubrí que ya no estaban! —El dolor se reflejaba en la mueca de su rostro—. Mi compañero y yo juramos que sólo la muerte nos separaría de… nos separaría de nuestros hijos. —La hembra hizo una pausa para retomar el aliento—. Y parece que yo tendré que cumplir… esa promesa. A mí ya nadie puede ayudarme pero, si quieres hacerme un favor, minotauro, salva a mis hijos.

Kaz intentó aplacar la decepción que sintió al descubrir que la hembra estaba demasiado débil para ayudarlo, así que examinó los huevos, pues no podía abandonarlos al fatal destino que había sufrido el otro. No podía permitir que Brenn creara otra monstruosidad tal… incluso aunque esto significara tener que destruir los huevos.

Cuando por fin se atrevió a acercarse a los huevos, comprobó que ocurría algo extraño: no podía llegar al rincón. Su mano chocó contra una superficie de piedra desigual. Si hubiera tenido los ojos cerrados, no hubiera podido distinguir dónde terminaba la pared y dónde empezaba el escondrijo.

Deslizó sus manos por todo el borde intentando encontrar algún dispositivo mecánico para abrirla, por ejemplo, una entrada, pero no halló nada. Consideró la posibilidad de lanzar el hacha contra la pared, pero seguramente el ruido despertaría al hechicero y él sólo conseguiría estropear el arma. Con una sensación de derrota, se acercó de nuevo a la hembra.

—¿Hay algo que vos podáis hacer?

—¿Estaría aquí si lo hubiera? —suspiró—. Mi única esperanza es que mantenga su palabra y me los… devuelva.

—No lo hará —gruñó Kaz—. ¡Lo que pretende es coger los huevos y utilizar vuestro poder para convertir a vuestros hijos en una especie de engendros leales a él!

La hembra levantó la cabeza.

—Aunque pudiera, no lo haría. ¡No se atreverá!

—¿Os habéis preguntado por qué no están todos los huevos aquí? —le preguntó Kaz.

La hembra mostró una expresión de recelo.

—¿Qué clase de truco es éste? Todos mis huevos… están ahí. Los estoy viendo.

—¿Qué? ¡No puede ser! —Kaz estaba atónito.

—Están todos. —La hembra lo miró—. Cualesquiera que fueran tus maquinaciones, han fracasado. Quizá deberías volver con tu amo.

—¡Por Paladine! Escuchad lo que…

Otra voz le cortó antes de que pudiera terminar la frase.

—¡Kaz, sabes que te he ordenado que no atormentaras a nuestro huésped! ¡Sería mejor que aprendieras a obedecer!

Brenn estaba parado en la entrada. Kaz maldijo entre dientes; había sido un estúpido por no imaginar que el hechicero habría ideado algún tipo de alarma mágica.

El minotauro intentó coger su hacha, pero se dio cuenta de que no podía moverse. La hembra Plateada lo observaba con un gran odio. Ahora, ya nunca más podría creerle.

—Kaz, voy a tener que castigarte por haber desobedecido —continuó Brenn.

En torno a Kaz empezó a formarse una burbuja, una esfera flotante idéntica a aquella en la que el hombre-dragón estaba encarcelado.

El minotauro se percató de que podía volver a moverse en el interior de la burbuja, pero ¿adónde iría de esa forma? Luego, esa posibilidad tampoco era factible, pues, de repente, la burbuja experimentó un cambio siniestro: empezó a contraerse. La parte superior casi le rozaba los cuernos y los laterales estaban tan cerca que podía tocarlos con los dedos.

Quedar aplastado lentamente en el interior de una burbuja mágica no era una forma honorable de morir. Intentó romper la burbuja con los cuernos, pero se dio cuenta de que, probablemente, los cuernos se le partirían antes de que la esfera reventara.

Incapaz de hacer nada más, Kaz empezó a maldecir a Brenn en nombre de todos los dioses que le vinieron a la cabeza, y luego le gritó al malévolo hechicero lo que haría cuando quedara libre. No le importaba que Brenn no pudiera oírlo; Kaz estaba seguro de que el mago le entendía.

Y aparentemente así fue, ya que cuando Kaz se paró un momento para recuperar el aliento, el mago le señaló con el dedo y el aire se paralizó en su garganta.

Unos instantes después, el minotauro se desplomó.

Kaz se despertó y miró a su alrededor. Todavía seguía atrapado en la maldita burbuja de Brenn, pero estaba en otro logar. Ahora flotaba en una esquina del sanctasanctórum del Túnica Negra, cerca del inmenso dibujo y de la otra esfera que seguía flotando encima. Demasiado cerca. El hombre-dragón de Brenn miraba fijamente al minotauro como si en el mundo no existiera ninguna otra cosa. La criatura parpadeaba de vez en cuando o sacaba su lengua bifurcada y la volvía a esconder rápidamente, pero no se movía.

—Mírame todo lo que quieras, lagarto —gruñó Kaz sin importarle si la bestia le podía oír o entender—. ¡Ya comprobarás que soy una comida que muerde!

El hombre-dragón no hizo caso de los desvaríos de Kaz y siguió mirándolo fijamente. Cuando Brenn entró, Kaz no sabía exactamente cuánto tiempo había pasado, quizás una hora o dos.

—¡Ah, los dos estáis despiertos! —comentó Brenn. Luego, estuvo un rato examinando al hombre-dragón, que de repente volvió a gruñir y a dar zarpazos. Brenn se volvió hacia Kaz. Con un movimiento de su dedo, la esfera del minotauro se acercó flotando hacia él.

—Ahora podrás oír mi voz, pero nada más.

Y era cierto. Aunque el hombre-dragón abrió la boca muchas veces para emitir lo que obviamente era un rugido, la estancia permanecía en silencio, excepto cuando el hechicero hablaba.

El maestro Brenn sonrió a Kaz.

—De algún modo, tú haces que todo esto sea más fácil. Admito que me hubiera sentido culpable de sacrificar a un soldado tan útil como tú si no hubieras resultado ser el traidor que eres. ¡Imagínate! ¡Un minotauro con conciencia!

—¿En realidad sabes lo que esa palabra significa? —gruñó Kaz.

—Sigues insolente. Bien. Eso quiere decir que librarás una cruda lucha cuando llegue el momento. Creo que la batalla será entretenida, aunque el final es inevitable.

¿La batalla? A Kaz no le gustó cómo sonaba.

—¿Qué batalla?

Brenn se giró y se acercó tranquilamente al dibujo del suelo. La esfera del minotauro lo seguía mientras caminaba.

—Cuando dije que tu llegada era muy oportuna, lo dije de verdad. Estaba intentando encontrar una manera de probar la fuerza de mi creación, después de volver a capturarlo cuando caíste en mis manos. Mi primera intención era dejar que te sintieras cómodo, para que, cuando llegara el momento de luchar, estuvieras en forma. Pero luego…

—¿Estás planeando que luche con esa cosa? —rugió Kaz señalando al hombre-dragón, que seguía gruñendo.

—Pensaba que era obvio, incluso para ti —comentó el hechicero mirando a Kaz con cierta sorpresa—. Espero que tu talento se agudice durante la batalla, sobre todo teniendo en cuenta que lucharéis sin armas.

Kaz se palpó la espalda. El hacha había desaparecido. Miró ceñudamente a Brenn, quien señaló una de las mesas cercanas. El hacha de batalla estaba allí encima.

El minotauro miró primero a Brenn, luego al hombre-dragón y después volvió a mirar al hechicero.

—¿Eso es tu idea de un combate justo?

El mago observó a la criatura que había creado, que continuaba rascando la burbuja con unas garras casi tan largas como una sola mano del minotauro. El hombre-dragón abrió sus fauces de par en par mostrando de nuevo sus colmillos afilados como un cuchillo. Brenn se quedó reflexionando y luego se giró hacia Kaz.

—No, pero satisfará mi curiosidad.

—¡Libérame y satisfaré tu curiosidad!

Brenn sonrió.

—Creo que ya es hora de empezar.

La burbuja en la que estaba Kaz retrocedió varios metros. La otra esfera también se apartó del dibujo. Brenn observó el diseño mágico y levantó su delgada mano.

Apareció una tercera burbuja que contenía el inmenso cofre del que Brenn había sacado los fragmentos de huevo. El hechicero dirigió la burbuja hacia él y tal como había ocurrido anteriormente, la esfera se disolvió cuando entró en contacto con el suelo de la caverna y el cofre quedó allí encima. Brenn abrió el arca, metió la mano y, con un ademán de satisfacción, extrajo su trofeo. Al principio Kaz no podía ver lo que era pero, cuando el mago lo levantó, no había duda alguna: era otro huevo de Dragón Plateado.

—¡Una ilusión! —gritó Kaz sofocado—. ¡Ahora lo entiendo! ¡Los huevos por los que ella suspira sólo son una ilusión! Ahora comprendo por qué la barrera parecía de piedra.

Brenn levantó el huevo delante de Kaz para que lo viera.

—Desde luego. Necesitaba un cebo, pero no podía arriesgar mis trofeos. Los huevos de dragón son bastante difíciles de conseguir.

Brenn volvió a bajar el huevo.

—En realidad, es muy simple. Su propia obsesión alimenta la fuerza de la ilusión del mismo modo que su propio poder alimenta el hechizo que la mantiene presa. ¿Por qué desperdiciar mi propia energía si puedo utilizar la de los demás? Además, después de que mi primer intento no tuviera un éxito total, decidí no ocultarme más de ella y, en lugar de eso, atraerla hacia mi dominio. Como ves, si un único tipo de magia no es suficiente, hay que combinar dos tipos diferentes para alcanzar el éxito. Cuando empecé con esto, pensaba formar un ejército, pero ahora que los demás dragones se han ido, me sentiré satisfecho con mi pequeño grupo y con la certeza de que una vez más he triunfado en aquello en lo que otros han fracasado.

—Una vez conocí a un hechicero como tú —gruñó Kaz—. Se llamaba Galan Dracos y ahora está muerto, gracias a Paladine.

Brenn soltó una carcajada. Luego, volvió a colocar el huevo en el cofre y cerró la tapa. Acercó la mano al cuello de su túnica y extrajo un colgante de piedras preciosas. Kaz pudo apreciar el destello de una esmeralda incrustada en el centro del collar.

Brenn dirigió su atención hacia el hombre-dragón, que había reavivado su ataque contra la burbuja. El hechicero hizo regresar la esfera a su lugar original, encima del dispositivo metálico que se erigía en el centro del dibujo. Después, respiró profundamente, puso las dos manos sobre el talismán que llevaba colgado del cuello y cerró los ojos.

—Ha llegado el momento, señora —dijo Brenn suavemente—. ¡Ya sabes lo que espero de ti!

Kaz sintió una fuerza tremenda, pero Brenn parecía decepcionado. Abrió los ojos y gritó:

—¡Tus hijos, señora! ¡Recuerda nuestro pacto!

Una intensa oleada de magia arrolló a Kaz. Sacudió la cabeza y gruñó de dolor. La enjuta cara de Brenn se iluminó y la esmeralda centelleaba.

En el interior de la burbuja, el hombre-dragón se agarraba el cuello con una angustia evidente. Su piel empezó a arrugarse. Kaz se inclinó hacia adelante hasta que rozó con el hocico el borde de su prisión para poder ver mejor. ¡La piel del hombre-dragón se estaba desintegrando!

La fuerza seguía fluyendo de la hembra dragón hacia Brenn. Los dragones eran criaturas mágicas; Brenn sólo había conseguido capturar a aquella hembra Plateada porque estaba herida de muerte. Para alterar la naturaleza de un dragón, incluso uno que todavía no hubiera salido del cascarón, había que luchar contra la magia propia de la raza legendaria, y eso era un arduo trabajo para cualquier hechicero, aunque fuera muy poderoso.

Al hombre-dragón se le iba desprendiendo la piel a trozos pero, aun así, el tamaño del ser en vez de disminuir, parecía aumentar cada vez más. A Kaz le recordaba a una serpiente joven cuando cambia la piel. El hombre-dragón experimentaba un dolor tan terrible que Kaz casi sintió lástima de la criatura. Sin embargo, su compasión se desvaneció cuando recordó que pronto se vería obligado a luchar contra el monstruo.

El hombre-dragón iba adquiriendo un aspecto cada vez más humano a medida que la piel se iba desprendiendo. El hocico se le redujo hasta alcanzar una longitud sólo algo superior a la del hocico del minotauro. Las patas delanteras se convirtieron en brazos, con unas manos provistas de garras. La cola también se acortó y las alas se redujeron a un mero vestigio. A pesar de las transformaciones, Kaz no creía que ahora tuviera más posibilidades de vencerlo. El hombre-dragón no sólo era más grande que antes, sino que en aquellos ojos de reptil había una mirada astuta; era la mirada de un guerrero.

Kaz se prometió que, ya fuera un guerrero o un monstruo, o ambas cosas, iba a librar la batalla de su vida con el animal. Estaba casi seguro de que la lucha empezaría pronto. La criatura aún estaba mutando, pero ahora los cambios eran sutiles. Por primera vez parecía que el hombre-dragón tomaba conciencia de su propia forma. Se examinó cuidadosamente y se quedó mirando a su creador.

La fuerza seguía fluyendo hacia el talismán y de allí hacia la criatura de la burbuja. Brenn había dejado de sonreír. Su rostro reflejaba la tensión que ejercía para terminar el conjuro. La hembra de dragón seguía enviándole energía a través del talismán. La fuerza era tan aplastante que incluso se sintió aturdido por la intensidad. Brenn jadeaba, pero no desfalleció.

De repente, la corriente de flujo mágico osciló. Brenn miró ferozmente hacia arriba y rugió:

—¡Recuerda a tus hijos!

Su advertencia no surtió efecto. La energía disminuía cada vez más… hasta que se desvaneció. Con un gruñido de dolor, el hechicero perdió la conexión con el conjuro.

—¡Reptil detestable!

Kaz pensó que quizá la hembra había muerto debido al tremendo esfuerzo realizado. Brenn se movió bruscamente y se frotó la pálida cara. Kaz ansiaba salir de su prisión. Si había que esperar a que el hechicero se sintiera lo suficientemente débil como para poder atacarle, ése era el momento.

Brenn contemplaba su creación.

—¡Maravilloso! —exclamó—. ¡Por fin terminado!

El hombre-dragón estaba erguido dentro de su celda. Su mirada iba de un lado a otro, primero a Brenn, luego a Kaz. Cada vez que miraba al minotauro, el monstruo apretaba los puños con sus afiladas garras.

—¡Perfecto! —proclamó el Túnica Negra—. ¡Perfecto! —Se volvió hacia Kaz, el único testigo de su magnificencia—. Ves…

El hombre-dragón se encorvó bruscamente y aulló. La piel del monstruo empezó a desprenderse a trozos.

—¿Qué ocurre? —Brenn atrajo la burbuja hacia él, se acercó a la celda transparente y observó al hombre-dragón, que se había puesto de rodillas—. ¿Qué te pasa? ¡Ahora tienes que mantenerte firme!

El hombre-dragón levantó los ojos, grandes y teñidos de rojo, hacia su creador e, impulsado por el dolor, intentó agarrar a Brenn. El hechicero se encogió de miedo, pero no se apartó.

El hombre-dragón clavó sus garras en la burbuja con mucha facilidad, como si fuera tela fina. La burbuja reventó y dejó caer a su prisionero en el suelo.

Brenn contemplaba su creación con incredulidad.

El hombre-dragón agarró a Brenn por el cuello, lo levantó y con voz profunda y susurrante a la vez lo acusó:

—¡Me has hecho daño!

—¡Bájame! Puedo hacer que…

El hombre-dragón no hizo caso de la orden.

—¡Ahora te haré daño a ti! —y levantando a Brenn por encima de su cabeza, el hombre-dragón lanzó al hechicero por los aires hasta la otra punta de la caverna.

Brenn, muy debilitado por el esfuerzo del conjuro, no pudo hacer nada. Chocó con gran estrépito contra una estantería, rompió todo tipo de artefactos y recipientes, y, finalmente, cuando cayó al suelo, todas las estanterías se desplomaron encima de él.

Brenn intentó levantarse, pero no pudo. Estaba malherido. El hombre-dragón miró fijamente al mago. El hechicero alzó débilmente un dedo hacia Kaz, pero luego lo dejó caer pesadamente ya que, aunque estaba consciente, se sentía incapaz de hacer cualquier otra cosa para salvarse.

La burbuja en la que estaba encarcelado el minotauro se desvaneció. Al tocar el sólido suelo de la cueva, Kaz emitió un gruñido.

El hombre-dragón se giró hacia el minotauro siseando. Sus garras centelleaban al mirar a Kaz y, entonces, se abalanzó sobre su garganta.

El minotauro se lanzó al suelo y rodó hacia la mesa en la que estaba el hacha. Esperaba poder coger el arma antes de que el ser volviera a atacarlo.

El gesto de Kaz cogió al hombre-dragón por sorpresa. Durante unos instantes, el monstruo se quedó mirando el lugar en el que su preciada víctima había caído. Luego, siseando de nuevo, el animal se giró y, cuando localizó a se acercó a grandes pasos hacia él con las garras extendidas y las fauces abiertas de par en par. Kaz se dio cuenta de que no podría llegar a la mesa, pues el monstruo lo alcanzaría antes.

Entonces, una nueva oleada de dolor sacudió al hombre-dragón, que cayó de rodillas. Su aspecto empezó a transformarse de nuevo, como si se estuviera derritiendo.

Aprovechando al máximo esa oportunidad inesperada, Kaz se precipitó sobre la mesa y cogió el hacha. A sus espaldas, el aullido de dolor iba apaciguándose.

El hombre-dragón estaba detrás de él otra vez. Arremetió contra Kaz con más rapidez que antes. Éste levantó el hacha con una mano y consiguió defenderse del ataque. A pesar de su grotesca apariencia, la criatura era muy ágil. Kaz intentó asestar un segundo golpe, pero el hombre-dragón le agarró el hacha por la parte superior del mango y casi consiguió arrebatársela. El minotauro intentó desesperadamente que el otro soltara el arma. No quería pensar en cuáles serían sus posibilidades en una lucha cuerpo a cuerpo. Se acordó de su enfrentamiento en el bosque y, cogiendo el arma, intentó repetir la táctica que había utilizado entonces, es decir, procuró golpear a la criatura en el hocico. Sin embargo, el monstruo fue mucho más cauto esta vez, y Kaz por poco vuelve a perder el arma.

Al intentar evitar las fauces y las garras de su adversario, el minotauro no se dio cuenta de que la ondulante cola se deslizaba hacia su pierna. Kaz golpeó la cola con el hacha. La afilada hoja alcanzó la punta y la rebanó.

El hombre-dragón soltó un aullido de dolor y empezó a repartir golpes a diestro y siniestro. El ataque alcanzó a Kaz mientras intentaba arrancar el hacha del suelo, pues la hoja no sólo había cortado la cola, sino que también había abierto una grieta de varios centímetros de profundidad en la roca. Una punzada de dolor recorrió el cuerpo del minotauro. Consiguió sacar el hacha justo cuando el hombre-dragón volvía a atacar de nuevo. Kaz, herido, se apartó de él dando traspiés. Tenía el brazo izquierdo cubierto de sangre, que manaba de las heridas producidas cerca del hombro.

Entonces, el minotauro sintió una rabia profunda que lo cegó. ¡El ser le había herido!

—¡Ya… ya basta…! —gruñó.

Kaz volteó el hacha a su alrededor y obligó al adversario reptil a retroceder. Al mover el hacha, sentía unos terribles estremecimientos de dolor, pero sabía que no podía desistir. Si se paraba, aunque sólo fuera un instante, el hombre-dragón lo tendría en sus garras.

El borde superior de una de las hojas del hacha abrió una herida en el pecho del hombre-dragón por la que empezó a salir un hilillo de baba verdosa. El ser siseaba y daba bandazos, pero Kaz no pudo aprovechar esa ventaja, pues la criatura se recuperó, miró fijamente al minotauro y luego, de repente, se lanzó directamente sobre él. Si Kaz no hubiera estado herido, en ese momento habría asestado un golpe mortal a su contrincante, pero el dolor que sentía en el hombro le impedía moverse con más rapidez. El hacha alcanzó al hombre-dragón en la parte alta del brazo y sólo lo hirió superficialmente, por lo que el monstruo pudo agarrar con fuerza el mango del arma del minotauro.

Kaz intentó arrebatársela, pero estaba demasiado débil. El hombre-dragón le quitó el hacha y la lanzó a un lado.

—¡Ahora —siseó—, vas a morir!

Sin embargo, Kaz todavía se movía. Incluso para un animal de la fuerza del hombre-dragón, un minotauro adulto era una carga muy pesada y su embestida aún lo era más. Kaz inclinó la cabeza y dirigió sus cuernos hacia el hombre-dragón. Las perversas garras del monstruo se clavaron en su cuerpo y lo desgarraron, pero Kaz no desistió. El hombre-dragón gruñó agonizante cuando los cuernos del minotauro arremetieron cerca de la herida del pecho y le atravesaron la piel dura y acorazada.

Impulsado hacia atrás por el ataque de Kaz, el hombre-dragón se cayó. El minotauro estuvo a punto de caerse también, aunque consiguió sacar los cuernos justo a tiempo.

El monstruo herido empezó a transformarse de nuevo. Cada vez parecía menos humano y más… más un nada de lo que el minotauro había visto jamás. El hombre-dragón rugía e intentaba desesperadamente levantarse. Kaz se preguntó hasta dónde llegaría la fuerza del engendro. El minotauro herido estaba prácticamente acabado. Apenas podía levantarse y, aún menos, reiniciar la batalla.

El hombre-dragón siseaba. El minotauro intentó sopesar, mirando por el rabillo del ojo, sus posibilidades de atrapar el hacha de batalla. Las probabilidades no eran esperanzadoras, pero si las continuas transformaciones mágicas hubieran debilitado algo al hombre-dragón, entonces él podría…

El ser también miraba en dirección al hacha.

Kaz saltó sobre el arma. El hombre-dragón intentó interceptarle. El monstruo se movía con más rapidez que Kaz; la batalla había acabado con sus fuerzas. Sus patas y brazos eran como pesados trozos de hierro y, a cada paso que avanzaba, toda la estancia le daba vueltas.

Entonces, el hombre-dragón se tambaleó de nuevo. No mucho, pero lo suficiente para que Kaz ganara dos o tres segundos preciosos, el tiempo justo para agarrar el hacha y rodar lejos de la bestia.

Kaz se giró a tiempo para observar una imagen horrible, carne del monstruo se iba desprendiendo a cada movimiento que hacía. La criatura aullaba de rabia y de dolor.

Usando las pocas fuerzas que le quedaban, Kaz levantó el hacha de batalla por encima de su cabeza y luego la impulsó hacia abajo. El golpe alcanzó al monstruo en el cráneo. Para sorpresa de Kaz, el arma partió el cráneo limpiamente y atravesó todo el cuerpo.

El hombre-dragón se desplomó partido literalmente en dos. Luego, desapareció. Kaz sólo vio algunos restos insignificantes de la creación de Brenn. El minotauro examinó la punta del hacha, pero tampoco allí quedaba ningún resto. Por lo que pudo deducir, el hombre-dragón se había desvanecido justo cuando Kaz lo había matado.

El ruido de alguien arrastrándose captó la atención de Kaz. Se giró, pensando que el hombre-dragón había conseguido inexplicablemente resucitar de entre los muertos, pero en vez de eso, vio la silueta maltrecha de Brenn. El hechicero se había arrastrado hasta el centro del dibujo. Tenía el rostro tirante y una pierna le colgaba inerte. Al ver al minotauro, Brenn consiguió esbozar una de sus sonrisas cadavéricas.

—Mil gracias por… por limpiar toda ésta porquería. —Brenn miró con ansiedad a su alrededor como si buscara algo en el suelo—. Tengo que esforzarme para evitar que ocurra algo parecido la próxima vez.

Kaz soltó un bufido.

—¿La próxima vez? —y levantó el hacha.

Brenn señaló a Kaz con el dedo. El guerrero se movía con gran lentitud. Se acordó de aquella vez, durante la guerra, en que él y los demás tuvieron que caminar a través de una zona cubierta de barro espeso. Se movía como en sueños.

Brenn se percató de que su conjuro no había surtido el efecto esperado. Por primera vez, sus ojos reflejaban cierta desesperación.

De repente, Kaz adivinó lo que Brenn estaba buscando.

El hechicero había perdido su talismán de cristal. Debía de habérsele caído cuando el hombre-dragón intentó agarrarlo por el cuello. Brenn y Kaz vieron el cristal al mismo tiempo.

El minotauro estaba más cerca; cogería el talismán antes de que Kaz pudiera llegar a él.

Luchando contra la fuerza del conjuro, el guerrero balanceó el hacha hacia un lado justo en el momento que la mano de Brenn se cernía sobre el talismán.

Kaz lanzó el hacha, pero su objetivo no era el mago, sino el objeto metálico que se erguía en el centro de la estancia.

El arma voladora golpeó el aparato metálico provocando unas chispas.

Sobre el centro del dibujo se formó una burbuja. A diferencia de las anteriores, ésta no flotó sobre el suelo, sino que se posó justo donde Brenn estaba cuando intentaba huir a rastras. Sus heridas no le permitían avanzar más rápido y la burbuja acabó tocándolo. De repente, el hechicero se encontró en el interior de la esfera.

Brenn intentaba liberarse, pero sus esfuerzos sólo lograron devolverlo al centro del dibujo y al mecanismo del que había surgido la burbuja. Kaz percibió un miedo terrible en el rostro de Brenn cuando la burbuja se aproximó al dispositivo mágico. Al llegar al centro, la esfera se quedó paralizada y empezó a contraerse. Brenn gritaba, pero no se oyó ningún sonido. En la esfera cada vez quedaba menos espacio para moverse. El hechicero miró fijamente a los ojos de Kaz y señaló el talismán, suplicante.

El minotauro gruñó y sacudió su cabeza provista de cuernos. La burbuja se iba reduciendo y, con ella, también Brenn. Durante un rato, la silueta cada vez más diminuta del hechicero gritaba silenciosamente.

Al final, la burbuja se desvaneció. Kaz cogió el colgante de la esmeralda y tiró el talismán junto al resto de escombros.

—No puedo decir que lo siento, maestro Brenn./p>

La hembra de dragón estaba muerta.

Kaz reunió los huevos que quedaban y los arrastró hacia la cueva donde yacía la hembra sólo para comprobar que ya no estaba viva. También se dio cuenta de que los huevos falsos habían desaparecido. Quizás ella se había percatado de que Kaz decía la verdad: el hechicero la había engañado y estaba utilizando su propio poder para experimentar con sus hijos. Seguramente, la hembra de dragón, debido a su grave estado, no pudo soportar la conmoción al descubrir la verdad.

Intentó no pensar más en ello mientras planificaba su partida. Kaz tenía muchas cosas que hacer. Debía ocuparse de sus propias heridas, las cuales habían soportado el traslado doloroso de cinco pesados huevos, y había de encontrar la salida de la cueva. Localizar al dragón macho sería difícil, pero tenía alguna idea de dónde buscarlo. Durante su experiencia como jinete de dragón había podido ver qué lugares escogían los dragones como guarida. De una forma o de otra, encontraría al macho y le devolvería los huevos. Kaz pensaba que, igual que hizo la hembra, el macho de Dragón Plateado no abandonaría Krynn hasta que los huevos estuvieran a salvo.

Kaz también tenía que asegurarse de que nadie más podría volver a usar el lugar sagrado de Brenn. El minotauro estaba decidido a eliminar cualquier rastro del malvado hechicero.

La muerte del Túnica Negra alegraba a Kaz. Los experimentos de Brenn se habían perdido de la faz de la tierra. Ya había suficientes monstruos en Krynn para, además, tener que añadir esos horribles especímenes a la lista. Gracias a Kaz, en Krynn nunca se sabría que alguna vez había existido algo parecido a un hombre-dragón.

Por un momento, el minotauro se imaginó un ejército entero de esas criaturas. La imagen fue suficiente para hacer que palideciera.

Kaz sonrió. No valía la pena preocuparse por ejércitos imaginarios. Krynn no tenía por qué temer a los hombres-dragón. Ya no.

Nunca más.