Presas fáciles

[Douglas Niles]

—Los tenemos: el río les queda detrás; mucho mejor para matarlos —gruñó Chaltiford rebosante de emoción.

—Es estúpido cabalgar por ahí —coincidió Delmarkiam Gran Cuchillo, jefe de la tribu de Chaltiford.

Los dos ogros se encontraban en un terraplén cubierto de hierba que dominaba el valle del río. Una hilera de jinetes ataviados con armaduras, Caballeros de Solamnia, patrullaba por la ribera cercana, moviéndose a un ritmo constante corriente abajo. Si, como se rumoreaba, el vasto ejército de Huma y sus dragones estaban en algún lugar lejano hacia el norte, este destacamento, más de tres veintenas de caballeros, corría realmente un grave peligro.

Aunque todos los jefes de la batalla habían avanzado hacia el borde del promontorio, hasta el momento no los habían visto. Los hombres de Chaltiford, una tropa de seis docenas de guerreros, se desplazaron hacia abajo para ocultarse, al igual que otras numerosas compañías de humanoides grandes y rudos. Como jefe de una tribu pequeña, Delmarkiam estaba al mando de un grupo de habitantes de su pueblo y algunos parientes.

—Llegarán demasiado lejos —advirtió Chaltiford.

En efecto, la compañía de Chaltiford tenía que atacar con rapidez o los jinetes humanos pronto estarían fuera de su alcance.

—¡A la carga! —gritó Delmarkiam, muy parco cuando daba órdenes.

Otros veinte jefes emprendieron aproximadamente la misma acción, y un rugido largo y ensordecedor retumbó desde las alturas hasta la ribera del río. En ese momento, los caballeros miraron hacia arriba e inmediatamente hicieron girar a sus caballos en dirección a la amenaza que les sobrevenía. Chaltiford imaginó el miedo que debían de sentir al ver a miles de ogros atacándolos violentamente, y ese simple pensamiento le provocó un escalofrío de placer.

Los doce clanes de ogros, todos unidos bajo el estandarte de la Reina de la Oscuridad, avanzaban acosando a sus enemigos.

Durante breves instantes, el tiempo que tardaron en cargar ochocientos metros, Chalt saboreó uno de los episodios más gloriosos de su larga y violenta vida. Los rudos y sanguinarios guerreros, cargando en línea frontal, hacían retumbar todo el suelo bajo su pavorosa embestida.

Delante de ellos, la pequeña compañía de caballeros en sus pesadas armaduras formaron un círculo cerrado con los caballos, pero aun así no podían proteger sus flancos. Además el río a sus espaldas, demasiado profundo para vadearlo, bloqueaba la retirada.

Un gran semental se encabritó ante Chaltiford, pero él lo golpeó con la porra y le rompió la pata. El jinete se abalanzó con la espada sobre la mano del ogro y le rozó la muñeca, pero Delmarkiam Gran Cuchillo interpuso su espada, cuya punta era de piedra, entre Chaltiford y el caballero.

El humano, herido en el vientre, gruñó, y Chaltiford levantó de nuevo la porra y abatió al desgraciado haciéndole caer del caballo. Unos ocho o diez ogros se agolparon con impaciencia alrededor del caído para asestar los últimos golpes mientras Delmarkiam, en un arrebato final, rajó la garganta del caballo.

Chaltiford profirió un aullido de triunfo levantando su porra ensangrentada. A su lado, el jefe de su banda, el ogro lugarteniente, se enfrascó con violencia en el combate y empezó a perseguir a su próxima víctima.

Sin embargo, los caballeros resistían con una disciplina sorprendente y una ferocidad impresionante. Tras el primer ataque, reunieron a sus caballos y formaron un grupo compacto. Los ogros seguían atacando denodadamente, pero no conseguían acercarse lo suficiente para abatirá los insolentes humanos de sus monturas.

Los caballeros emprendieron toda una racha de contraataques y lograron mantener a sus brutales enemigos en guardia. Chaltiford admiraba su valor a pesar de que ansiaba su sangre, pero su porra seguía anhelando más muertes. Aullando por la frustración, se lanzó contra el muro de caballos, pero el dolor de las magulladuras producido por las coces con los cascos herrados le hicieron caer.

Al final, los brutales ogros, más numerosos, rodearon completamente al pequeño grupo de jinetes. Las hachas y los martillos resonaban contra las espadas y los escudos, y el campo de batalla retumbaba con el fragor y el caos de una cruda batalla. Los gritos de los hombres, de los ogros y de los caballos se confundían en un estruendo de dolor y rabia.

A pesar de todo, menos de la mitad de los humanos había sido abatida de sus monturas, cuando Chaltiford dirigió su mirada hacia el cielo, inspirado por una premonición.

La muerte, en forma de brillantes colores metálicos, se abalanzaba sobre él. Los dragones de Huma habían llegado y se precipitaban desde el cielo en una reluciente embestida, Oro y Plata, Latón y Bronce, todos conducidos por jinetes, muchos de los cuales empuñaban las lanzas mortales que habían cambiado el rumbo de la batalla de forma tan decisiva.

Todo el ejército de ogros se acobardó al ver a los enormes reptiles. Muchos de aquellos inmensos humanoides cayeron de bruces al suelo, arrastrándose patéticamente, demasiado aterrorizados para intentar enfrentarse a los grandes animales alados.

Los caballeros que aún resistían en sus monturas recuperaron las fuerzas y arremetieron con una carga inesperada. Chaltiford levantó la porra y, por suerte, desvío un golpe que le habría destrozado la cara.

Delmarkiam lanzó una estocada a uno de los caballos, aunque sólo consiguió cortar el aire. De repente, parecía que los caballeros habían conseguido romper el cerco de ogros.

Los dragones descargaban toda su furia sobre los ogros, que se daban a la fuga. Los compañeros de Chaltiford sangraban por los cortes producidos por las garras y los colmillos; otros agonizaban bajo las llamaradas del aliento de los dragones y las babas de ácido cáustico. Durante unos minutos frenéticos, la propia vida de Chaltiford se convirtió en una sucesión aterradora de encuentros con la muerte casi fatales.

Vio cómo Delmarkiam era arrastrado por el suelo y aplastado por unas potentes garras. El ogro, herido de muerte llamaba a gritos a su amigo, pero Chalt escapó corriendo, aterrorizado por la cercanía de los dragones.

Otros reptiles alados surcaron el cielo, cubriendo completamente el sol. Chaltiford, temblando de miedo, se abalanzó sobre la tierra húmeda y hundió su rostro en el barro, mientras un inmenso Dragón Dorado hacía jirones con sus garras a los ogros que había a su alrededor. Cuando huía arrastrándose desesperadamente, unas mandíbulas le arrancaron casi por completo una oreja de un chasquido.

El ogro corrió precipitadamente hacia unos arbustos para protegerse del estallido sobre su cabeza de la llama abrasadora del aliento de un dragón, a una altura que no ponía en peligro su vida, pero que levantó ampollas en su espalda y redujo a cenizas la larga coleta atada en la nuca.

Al dejar la batalla, Chaltiford se levantó y corrió a refugiarse en un bosque cercano. Sin embargo, tampoco entonces estaba completamente a salvo, ya que un intrépido caballero galopaba tras él montado en un gran corcel. A duras penas, el ogro consiguió llegar a las primeras ramas y esconderse entre un matorral de espinos, pero la lanza del caballero iba pinchándole y azuzándole muy de cerca. Las espinas de las ramas le rasgaron la carne magullada y quemada, y el dolor le provocó más miedo y se lanzó a una huida más desesperada.

Pasó varias horas corriendo aterrorizado, jadeante, y hasta entonces no se atrevió a reducir el paso y caminar a trompicones. Mientras andaba ciegamente, la tormenta de emociones que sufría en su interior atenuaba la sensación de cansancio.

Chaltiford estaba herido, furioso, vencido, humillado, frustrado… una letanía cruda y depresiva. Y aun así no podía olvidar que, al menos, ¡estaba vivo!

—¡Maldigo cien veces a los Caballeros de Solamnia! —gruñó en voz alta como si esperara que los árboles de los márgenes del camino pudieran encogerse de miedo ante la fiereza de su voz.

«Después de todo, hubo un tiempo en que aquí, en las montañas Kharolis, el rugido de un ogro era un sonido temido y respetado. Desde luego, esto era en los tiempos anteriores a los caballeros, a los dragones de colores metálicos y a las malditas lanzas», pensó Chaltiford tristemente.

¿Por qué habían tenido que enfrentarse a un enemigo tan capaz?, se repetía una y otra vez, diciéndose a sí mismo que la guerra de la Reina de la Oscuridad se había convertido en una inmensa pérdida de tiempo y de sangre. ¿Ogros contra caballeros y dragones? Demasiados ogros estaban muriendo.

Lo que necesitaba era alguna presa fácil, decidió Chaltiford. Era un ogro grande y fuerte y debería ser capaz de encontrar algo pequeño y débil, como en los viejos tiempos, y abatirlo sin dificultad. A partir de ahora, eso es lo que iba a hacer. ¡Estaba harto de guerras, campañas y batallas contra reptiles voladores que rugían llamaradas de fuego!

Siguió su larga y penosa caminata durante varios días. Sus pasos le condujeron hasta el interior de las montañas Kharolis, no por ninguna razón en particular, sino porque sus instintos, trastornados por el miedo, le indicaban que las alturas escarpadas le protegerían de los humanos repugnantes y de sus despreciables aliados, los dragones de colores metálicos.

Por otro lado, la amenaza de los enanos siempre estaba presente en las montañas. Chaltiford conocía a los enanos, había matado a muchos de los bajitos y barbudos guerreros y los detestaba casi tanto como a los solámnicos. Pero sabía que Thorbardin estaba bastante lejos, hacia el sur, y en esta cordillera quedaban pocos enanos. Por el momento, Chaltiford prefería correr el riesgo de toparse con los enanos antes que afrontar la certeza de que los dragones y los caballeros gobernaban las Llanuras de Solamnia.

El ogro jefe subía con dificultad por un valle rocoso y árido cuando vio algo que le hizo detener su marcha. Al principio, temió que todas sus maniobras evasivas hubieran sido en vano. La luz del sol, que iluminaba sesgadamente la sierra oriental, se reflejaba en una superficie brillante delante de él, una piel de escamas onduladas, tan relucientes como una moneda de oro puro.

¡Un dragón! El cuerpo inmenso y serpentino estaba tumbado sobre la ladera de una montaña sólo a ochocientos metros de distancia. El alado animal reposaba en la base de una escarpada pendiente, y al menos hasta entonces, no se había percatado de la presencia de Chaltiford.

Al ogro le empezaron a temblar las rodillas y cayó al suelo con un débil gemido. Con los ojos muy abiertos, miraba embobado al inmenso reptil dorado al que odiaba y temía más que a cualquier otra cosa. La criatura yacía, aparentemente tomando el sol, en la base de una agrupación rocosa áspera y muy escarpada. La pendiente que se alzaba ante el dragón tenía una extensión de varios cientos de metros y terminaba en uno de los picos más altos de esta parte de la cordillera Kharolis.

Aunque el dragón no se había movido, el ogro no estaba seguro de si le había visto. Luego, cuando su miedo fue disipándose lentamente, Chaltiford se percató de algo. Por la postura y la actitud del dragón, se dijo Chaltiford con un entusiasmo creciente, nada parecía indicar que estuvieran vivos.

Los párpados del ogro se entornaron sobre sus perversos ojos, parecidos a los de un cerdo, y una mirada astuta sustituyó al poderoso terror que había desfigurado su rostro momentos antes. Chaltiford se levantó y corrió hacia unas piedras cercanas. Las rocas sobresalían del suelo formando un montículo de una altura suficiente para ocultarle del dragón. Desde detrás de la roca, se dedicó a observar a la inmóvil criatura.

Allí Chaltiford estaba a salvo. Fue entonces cuando distinguió una herida abierta en el cuello de la criatura, cuya ala yacía extendida a un lado de una forma muy extraña, dislocada de su posición normal.

El ogro estudió con sagacidad a su ancestral enemigo.

Chaltiford seguía estremeciéndose de repulsión, aunque la difícil situación del dragón le provocaba cierto placer. La criatura debía de haber sido verdaderamente pavorosa cuando estaba viva, pues su cuerpo era de proporciones descomunales. ¿Cuántos tesoros podía acumular un animal como éste durante toda su vida? ¡Seguramente, una cantidad inimaginable!

Justo después de que esta idea se le pasara por la cabeza, se le ocurrió otra inmediatamente, con una rapidez inusual: cualquiera que fuera la cantidad de tesoros que el dragón había acumulado, en esos momentos nadie los custodiaba.

La criatura podía haber ido a morir allí después de volar una distancia ilimitada. Pero, por la gravedad de sus heridas, Chaltiford dedujo que el dragón no habría podido viajar durante mucho tiempo en ese débil estado. No, el reptil dorado debía de rondar por las cercanías cuando el destino inexorable lo abatió.

Chalt decidió acercarse un poco. Temblaba, pues, incluso muerto, el monstruo seguía siendo inmenso y horrible. Avanzaba a gatas, ya que era lo único que el ogro podía hacer para obligar a sus débiles piernas a moverse. Sin embargo, a medida que Chaltiford se adelantaba en su precavida aproximación y no percibía ninguna señal de movimiento en las doradas escamas, empezó a dominar su miedo.

Cuando el ogro llegó al descomunal cuerpo, casi se pavoneó, sacó el pecho y balanceó confiado la porra sobre su hombro. Se encaramó sobre un miembro inmenso e inerte y pensó incluso en asestarle una patada de desdén, pero se contentó con escupirle.

Los ojos inyectados en sangre del ogro brillaban mientras inspeccionaba el cadáver del espantoso enemigo de su tribu. Vio que una de las alas del dragón estaba plegada y marcada por cicatrices, como si hubiera sufrido una grave herida mucho tiempo atrás. Chaltiford dedujo que, aunque la herida había sanado, el dragón no había podido volver a volar.

El animal presentaba otras heridas mucho más recientes, y el ogro pensó que ésas tenían que haber sido las causantes de la muerte. Aunque no era un maestro de la lógica, Chaltiford había visto suficiente carne mutilada y muerta o cuerpos agonizantes para comprender la naturaleza de la herida mortal. Un largo corte cruzaba el cuello del dragón, y el ogro supo que ésa era la herida mortal. Pero el animal dorado no había sucumbido a un arma, pues ni una Dragonlance produciría una herida tan ancha y profunda.

Instintivamente, el ogro dirigió su mirada hacia un lado para examinar la escarpada pared rocosa que se elevaba hacia el cielo y terminaba en un pico alto cubierto de nieve. En la mitad del risco distinguió una protuberancia de piedras. Unas manchas de color marrón oscuro mezcladas con restos de escamas doradas desdibujaban la superficie del afloramiento y confirmaban la sospecha de Chaltiford: el dragón, ya debilitado, se había venido abajo y se había roto el cuello en la caída.:

Pero ¿por qué estaba el dragón allí solo cuando tantos miembros de su especie libraban batallas en las llanuras? Desde luego, con el ala herida, el reptil no hubiera servido de mucho en las grandes formaciones voladoras, pero entonces, ¿por qué intentó ascender un pico tan alto y empinado? Las ideas bullían en la apresurada mente de Chaltiford.

Un ruido de piedras captó la atención del ogro, que se dio la vuelta, levantó su porra y miró furtivamente hacia la ladera de la montaña. Varias piedras salieron rodando de debajo de la cola del reptil muerto.

Chaltiford corrió hacia adelante con la porra en alto. Se agachó para investigar, y escudriñó el interior de un agujero oscuro que quedaba oculto por la cola del dragón junto a unas rocas.

Dos ojos dorados le miraban con un brillo inocente. El dragón que vio era una miniatura de su madre, y su tamaño, de apenas sesenta centímetros de longitud, no le confería ningún rasgo de la majestuosidad aterradora del animal adulto. Además, sus alas eran diminutas y aún no las podía utilizar. La pequeña criatura dio un paso hacia adelanté. Cuando la pequeña cabecita emergió de entre las sombras, Chaltiford dio un golpe seco con la porra y aplastó el cráneo de un mazazo.

Luego, se quedó paralizado; la excitación le corría por las venas. ¿Por qué estaba esa cría de dragón allí? La respuesta era obvia: en algún lugar cercano estaba la guarida del dragón.

Vio algunas hendiduras próximas a la punta del risco; seguramente, las había hecho el dragón con las garras al rascar desesperadamente cuando perdió el equilibrio y se cayó. Por encima de las marcas de las garras, distinguió, con cruel regocijo, el perfil sombrío de la entrada de una cueva: había encontrado la guarida del dragón.

Estremeciéndose de contento, Chaltiford estudió la empinada montaña. A su izquierda y a su derecha se alzaban otras laderas rocosas más suaves. También eran muy escarpadas, pero el ogro, familiarizado con el terreno montañoso, sabía que podía escalar por ambos lados. Evidentemente, la cría había descendido por la ladera más sencilla, ya que no podía volar.

La certeza de que encima de él se situaba la guarida del dragón le produjo una fuerte excitación. Un reptil enorme como ése tenía que haber custodiado un tesoro verdaderamente espectacular.

Estaba anocheciendo, así que el ogro decidió descansar para iniciar la escalada al amanecer. Chaltiford se acomodó entre dos piedras no demasiado cerca del cuerpo inerte del dragón, y se sumió en un profundo sueño reparador. Mientras dormía, soñó que estaba rodeado por montañas de oro que brillaban como cien soles relucientes.

Cuando se despertó, no perdió el tiempo. Se levantó, cogió su porra, se dirigió hacia una de las escarpadas y serpenteantes laderas de la montaña y empezó a trepar por la base sembrada de rocas.

Subía de forma constante. A sus espaldas, se extendía un vasto panorama de montañas, riscos y valles. Sin embargo, los ojos del ogro no se apartaron de las rocas que tenía delante y siguió ascendiendo hacia el agujero negro del pico de la montaña.

El ascenso era duro y, en algunos lugares, Chaltiford se vio obligado a colgarse la porra del cinturón para poder escalar con las dos manos. Aun así, había escalado muchas pendientes tan difíciles como aquélla, y nunca con un aliciente tan atractivo.

El señuelo del tesoro era cada vez más intenso en la mente del ogro. Las imágenes de su sueño, montañas de oro brillante, enardecían su imaginación. ¡Riquezas! Chaltiford pensó que estaba rozando la opulencia. Cuando volviera a su pueblo, los ogros cantarían sus hazañas y explicarían la historia de su triunfo. Podría elegir a las hembras, y los machos jóvenes y fanfarrones se quedarían embobados ante las maravillosas riquezas de Chaltiford.

A los ogros les encantaba el oro sin ningún motivo especial. En eso, y en alguna otra cosa, se parecían mucho a los enanos. El oro era lo que más les seducía. La proximidad del precioso metal les hacía la boca agua, y la posibilidad de poseerlo ensombrecía cualquier otra recompensa.

Los ogros del pueblo de Chaltiford sufrían una inanición casi total cuando los exploradores de la Reina de la Oscuridad llegaron para reclutarlos para la guerra. Sin embargo, cuando les preguntaron qué querían a cambio de ello, ninguno de los humanoides pidió comida; todos deseaban oro. Los jefes humanos habían conseguido sus servicios a cambio de insignificantes pepitas de oro. Ahora, esas menudencias tendrían poco valor comparadas con el tesoro que Chaltiford estaba a punto de conseguir… ¡para él solo!

¿Cuánto oro encontraría en el inmenso tesoro del dragón? ¿Serían puñados de monedas o de pepitas? Quizás, y el mero pensamiento le dejó sin respiración, hallaría un montón de relucientes y pesados lingotes.

Desde luego, Chaltiford tenía claro que habría piedras preciosas, plata y otros ornamentos, que también se iba a llevar. La plata la utilizaría para hacer regalos a las mozuelas cuando regresara a su pueblo y el resto de chucherías lo intercambiaría por el camino. Pero todo ello palidecía al lado del oro que le impulsaba a continuar.

Con la mente ocupada en tales pensamientos, Chaltiford no se percató del transcurso del día. Cuando finalmente se detuvo para calcular lo que había avanzado, se dio cuenta de que casi había llegado a la cima de la montaña y que el sol ya se había escondido por el oeste.

Desde lo alto de un repecho, el ogro vio la guarida del dragón y la amplia y oscura entrada. Con gran excitación, empezó a trepar por ella y cruzó una repisa rocosa. Consiguió agarrarse con sus largos brazos a una estrecha grieta que había en la roca. Apoyado en los pies, se impulsó para acercarse un poco más a la guarida. El saliente no era muy ancho, y en algunos lugares los talones de Chaltiford quedaban colgando por encima de un precipicio de varios cientos de metros.

Cada paso que daba lo hacía con extremo cuidado y, para cada movimiento, necesitaba un lugar firme al que sujetarse. A pesar del ritmo lento, Chaltiford avanzó bastante, y al cabo de una hora divisó la oscura entrada de la cueva en forma de arco justo encima de él.

Hizo un esfuerzo para impulsar la masa de su enorme cuerpo hacia arriba. Sus duras botas arañaban la roca buscando un lugar en el que apoyarse; gruñía y se agarraba, y la desesperación era como una neblina que le enturbiaba los ojos. Al darse un fuerte impulso, Chaltiford cayó rodando hacia adelante y, a pesar de que la guarida estaba muy próxima, se quedó jadeando durante algunos minutos hasta que se sintió preparado para levantarse e iniciar el saqueo.

Se levantó y examinó la cueva. A sus espaldas, se extendía la grandeza de la cordillera Kharolis, pero todos sus sentidos seguían puestos en el objetivo inmediato de la guarida.

Por primera vez sintió una punzada de miedo. Sacó la porra del cinturón y el suave mango del arma reforzó considerablemente su valor. El suelo uniforme de la caverna le atraía hacia el interior y, con cuidado, caminó por debajo del techo abovedado.

Sus ojos se acostumbraron rápidamente a la oscuridad. Se oían los crujidos de sus pies sobre piedras pequeñas y, al mirar al suelo, vio que estaba cubierto de fragmentos de huesos roídos. Varios cráneos, de ciervos, cabras monteses y alces, estaban esparcidos por el lugar. Los restos de huesos habían sido quebrados y astillados por algún ser deseoso de obtener el tuétano del interior.

Al avanzar unos pasos, Chaltiford distinguió un inmenso montón de ramitas y pieles. Parecía el nido de un pájaro, aunque dentro habría cabido fácilmente el ogro y un par de sus amigos. Cuando miró dentro, vio fragmentos de cáscaras de huevo.

El nido era una prueba irrefutable de que ésa era la guarida del dragón. En algún lugar del interior, probablemente en el hueco más alejado de la cueva, Chaltiford encontraría las riquezas del reptil. La idea le provocó punzadas de placer por todo el cuerpo y le puso la piel de gallina.

Quebrando los trozos de cáscaras con las botas, Chaltiford pasó por encima del nido y se adentró en la cueva. El tortuoso pasadizo continuaba hacia el interior y se dividía en numerosas y amplias estancias. Chaltiford pensó que nos de los pasillos habían tenido que ser muy incómodos para el descomunal reptil, pues eran muy estrechos.

El ogro avanzó con cuidado a través de diversas estancias balanceando su porra adelante y atrás. Sus ojos, brillando de avaricia, se esforzaban por ver en la oscuridad.

Oyó un sonido parecido al que produce un roedor cuando se escabulle. Se giró, pero sólo vio las sombras de rocas inertes ¡Allí! Algo se alejaba corriendo a una velocidad espeluznante y Chaltiford dio un grito de sorpresa. Instintivamente, el ogro se lanzó al suelo y entonces se dio cuenta de que se trataba de murciélagos. Cientos de esas pequeñas criaturas volaban por encima de su cabeza procedentes de las profundidades de la cueva. Tras unos segundos, la bandada de murciélagos había pasado.

Al levantarse, el ogro exhaló un bufido de desprecio mientras se sacudía el polvo. Cogió la porra otra vez y, al sentir el peso en sus manos, se tranquilizó.

La siguiente cámara de la extensa red de la caverna era inesperadamente grande. El techo, alto, repleto de agujas de piedra que colgaban como carámbanos, formaba una bóveda sobre su cabeza. En el suelo, había varios estanques de aguas cristalinas, y cerca encontró espinas de pescado.

Mientras recorría la cueva, Chaltiford creyó oír de nuevo algo que se movía a sus espaldas, pero no vio nada. Se cambió la porra a la mano izquierda y con la derecha cogió un trozo grande de roca. Siguió caminando y, de vez en cuando, giraba la cabeza a ambos lados como si desafiara a la oscuridad a que le mostrara alguna señal de movimiento.

Cuando Chaltiford llegó al final de la cueva, ésta permanecía en silencio. Un arco estrecho conducía a un pasillo sinuoso; unos pasos más allá, las paredes se abrían a cada lado, y de nuevo se encontró en una amplia cámara subterránea. Sin embargo, a diferencia de las salas anteriores, el suelo de esta parte de la cueva no era uniforme.

En lugar de eso, la roca formaba una fuerte pendiente bajo los pies del ogro. Chaltiford apenas podía distinguir el fondo rocoso y desigual de un agujero a unos seis u ocho metros de distancia. La depresión ocupaba la mayor parte de esa caverna, a pesar de que unas repisas de roca estrechas y medio derruidas se extendían a los lados. El rudo humanoide vio que, más allá del agujero, el oscuro camino abovedado conducía a otra cámara subterránea.

Algo brillaba en el interior de esa sala, y el corazón de Chaltiford latió con fuerza. Las palmas de las manos le empezaron a sudar y entornó los ojos, esforzándose desesperadamente por ver en la oscuridad. Poco a poco, sus ojos le confirmaron lo que su mente se había atrevido a imaginar.

La boca del ogro se abrió en una expresión de asombro. ¡Ahí estaba el oro, una pequeña montaña de oro, tal como la había vislumbrado en su imaginación!

También le deslumbraron otros colores. Vio el reluciente verde, que sólo podía proceder de las esmeraldas, y muchos puntos carmesí que debían de ser rubíes. También vio grandes objetos verdes y negros que dedujo que eran de jade, y granates, ágatas y turquesas que sumaban su brillo multicolor al inmenso montón de tesoros.

Chaltiford se relamió los labios sin darse cuenta de que las babas habían empezado a gotearle por la barbilla.

Gracias al inmenso esfuerzo que hizo su tosco cerebro, pudo contener su impulso de abalanzarse por encima del agujero en un desesperado intento de saltar al otro lado.

Se obligó a buscar un camino en torno al obstáculo. Decidió que cualquiera de las repisas medio derruidas podía ser una solución, así que, encogiendo sus encorvados hombros, Chaltiford se dirigió hacia la derecha. Al asomarse al agujero, comprobó que, aunque era profundo, una caída no sería mortal. Sin embargo, el fondo estaba cubierto de rocas irregulares que aseguraban un aterrizaje desagradable, así que el ogro tomó todas las precauciones posibles para no pisar en falso.

Afortunadamente, el espacio le permitía caminar sin tener que agarrarse a la pared con las dos manos, así que llevaba la porra preparada y la balanceaba con la mano izquierda a medida que avanzaba, ya que sentir el mango en la mano le tranquilizaba y aumentaba su confianza.

De todos modos, se recordaba constantemente que no debía preocuparse por nada.

Oyó unos pasos rápidos a sus espaldas, se giró y colocó la espalda contra la pared. Se quedó anonadado al ver a otro minúsculo dragón que saltaba por la repisa sólo unos pasos detrás de él. Su cabeza no era mayor que la de una serpiente y reposaba sobre un cuello flexible y ondulado. Las patas delanteras de la criatura terminaban en unas afiladas garras y, a pesar de su pequeño tamaño, miraba al inmenso humanoide sin ningún miedo.

Chaltiford golpeó fuertemente con la porra, partió algunas piedras y esparció la grava, pero el pequeño dragón se apartó rápidamente hacia atrás antes de que el golpe le alcanzara.

El ogro tuvo que admitir que para ser una criatura tan diminuta, la cría era condenadamente rápida. Si hubiera sido una rata o una ardilla, con toda seguridad, el golpe las hubiera espachurrado contra la repisa. Sin embargo, el dragón desapareció justo cuando la porra empezaba a caer.

«Lo importantes que se ha marchado», pensó Chaltiford. No podía haberle causado mucho daño, pero lo último que deseaba era un fastidioso animal pisándole los talones mientras se ocupaba de su incierta travesía.

Al dar otro paso, su pesada bota hizo caer algunas piedras sueltas de la repisa, y Chaltiford se dio cuenta de que la operación iba a ser más difícil de lo que había sospechado. La plataforma era cada vez más estrecha, y tuvo que apretar la cara contra la pared de la caverna mientras se apoyaba con los dedos de los pies. La superficie de la roca estaba cubierta de numerosas grietas y agujeros, lo que le facilitó encontrar muchos puntos donde sujetarse y, por tanto, poder seguir con la pesada porra en la mana izquierda.

Para su enojo, el pequeño dragón volvió a aparecer, y lo siguió a toda prisa por el saliente. La criatura se irguió sobre las patas traseras y miró fijamente al ogro desde unos tres metros de distancia. Tenía las alas desplegadas y las movía torpemente, igual que hizo su hermano allí, al lado del cuerpo de la madre. Por eso, Chaltiford dedujo que la criatura era todavía demasiado joven para volar. Una lengua diminuta y bifurcada se movía entre los dientes afilados como agujas y sus ojos brillaban con una extraña urgencia.

Esos colmillos representaban una amenaza para el humanoide, que consideró la posibilidad de regresar y perseguir a la criatura por la repisa para asustarla, o preferiblemente matarla, antes de continuar la búsqueda del tesoro.

Pero la cercanía de ese montón de oro resultó ser un señuelo demasiado atractivo. Con una fuerte patada, el ogro hizo retroceder al animal. Entonces, Chaltiford continuó su travesía por la repisa. A cada paso, caían piedras sueltas, y el ogro se agarró fuertemente con su mano libre mientras estudiaba con esmero dónde ponía los pies.

De nuevo, alguien arañaba el saliente a sus espaldas. El inmenso humanoide se maldijo por no llevar la porra en la mano derecha, pues la cría estaba muy cerca, pero el precario equilibrio le impedía cambiar el arma de mano. Incluso así, con los pies presionando firmemente la roca, Chaltiford consiguió pasar la porra por detrás de su cuerpo y cogerla con la otra mano, y entonces levantó el voluminoso palo y esperó a que el pequeño dragón se acercara un poco más.

Sin embargo, la criatura se quedó quieta mirándolo con esos ojos penetrantes. El ogro casi estuvo a punto de volver a golpearlo, pero sabía que el animal podía huir mucho más rápido y que no podría alcanzarlo. Así pues, Chaltiford se giró otra vez hacia su objetivo y se consoló pensando que, al menos, ya había cruzado la mitad del precipicio.

De nuevo volvió a oír ese ruido familiar de unas garras sobre las piedras, aunque esta vez el sonido procedía de algún lugar delante de él. En medio de la repisa estaba sentado pacientemente otro pequeño dragón, a una distancia considerable. Y Chaltiford soltó un bufido de enojo, ya que, aunque el reptil hubiera estado más cerca, él tenía la maldita porra en la mano equivocada.

Desde luego, tampoco esa cría iba a detenerlo. El ogro continuó apartando los guijarros sueltos a puntapiés. Presionó la cara contra la pared de roca y, por el rabillo del ojo, vio que el primer animal le seguía otra vez por la repisa.

Maldiciendo, Chaltiford distinguió las siluetas de otros pequeños dragones que surgían sigilosamente de la oscuridad por detrás de su atrevido hermano. Cuando giró la cabeza a la izquierda, vio que otras crías se habían unido a aquella que bloqueaba el camino que debía seguir.

El ogro estaba seguro de lo que debía hacer: tenía que seguir avanzando. Aquel tesoro todavía le atraía y no iba a verse privado de su merecida recompensa. Los insignificantes reptiles le miraban con ojos inmensos y fascinados, pero no dieron ningún indicio de apartarse a medida que el ogro acercaba. Movía su porra adelante y atrás, hacia los reptiles que había a su espalda, y de nuevo se impulsó con los pies y se cambió la porra a la otra mano por detrás del cuerpo.

Entonces se dio cuenta de que un pequeño dragón estaba agazapado detrás de una grieta, justo ante sus ojos. Chaltiford parpadeó e intentó distinguir al reptil que se encontraba apenas a un palmo de distancia. Las pequeñas mandíbulas se abrieron mostrando unos dientes realmente grandes.

Los ojos del animal centellearon de perversión al inspirar con fuerza. Las escamas doradas se hincharon en el abultado pecho y, entonces, arrojó por su boca una pequeña llamarada. El fuego abrasó la cara de Chaltiford, le quemó las cejas y le chamuscó la piel de su nariz protuberante.

Con un gemido de dolor, Chaltiford se apartó del dragón y de la repisa en la que se apoyaba. Tropezó y cayó hacia atrás al vacío sobre un montón de piedras desiguales que cubrían el suelo del agujero. Los huesos de las piernas y de los hombros le crujieron por el golpe, y la porra fue a parar a cierta distancia con un gran estruendo.

Y de nuevo oyó aquel ruido, los arañazos de unas garras diminutas contra la piedra. Aunque estaba cegado por el fuego, el ogro pudo localizar fácilmente a los dragones por el sonido. Las crías se estaban acercando, descendían por las paredes del hoyo sin ninguna dificultad.

Chaltiford estaba agonizando, pero lo único que podía hacer era gemir. Ninguno de sus miembros respondía a las desesperadas órdenes de su cabeza. Y aunque se esforzaba por distinguir alguna cosa, sus ojos tampoco funcionaban.

Sin embargo, escuchaba muerto de miedo cómo avanzaban los reptiles.

Entonces, entendió esa peculiar urgencia que había percibido en los ojos de las crías. Con los clientes apretados debido al dolor, se dio cuenta de que la expresión de los dragones era natural.

Después de todo, su madre estaba muerta y ellos estaban solos en la guarida desde hacía mucho tiempo. La explicación era muy simple: tenían hambre.