Los mejores

[Margaret Weis]

Una historia de tiempos ancestrales…

Sabía que vendrían los cuatro. Mi petición urgente los había traído. Cualesquiera que fueran sus motivos —y yo sabía que en este grupo tan diverso esos motivos eran muy diferentes—, estaban ahí. Los mejores; los mejores de todos.

Me quedé parado en la entrada de la taberna de la Cerveza Amarga y, al contemplarlos, me sentí mucho más tranquilo de lo que había estado desde hacía mucho.

No estaban sentados juntos. Desde luego, no se conocían, excepto quizá por su reputación. Cada uno estaba sentado a su mesa comiendo y bebiendo en silencio. No se hacían notar; tampoco lo necesitaban: eran los mejores. Sin embargo, aunque no decían nada —usaban su boca para beber la tan famosa cerveza amarga de estos lares—, sus ojos ya se habían puesto en marcha: se estudiaban entre sí intentando descifrar lo que veían. Me sentí aliviado al comprobar que a todos pareció gustarles lo que vieron. Yo no quería que hubiera animosidad entre los miembros de este grupo.

Sentado justo en el centro de la taberna, pequeño en estatura pero grande en valentía, estaba Orin. El enano tenía fama en esta zona por su habilidad con el hacha, aunque casi todos los enanos eran famosos por eso. Su arma, Cortacabellos, estaba sobre la mesa delante de él de modo que la tenía a la vista y al alcance de la mano. Según rezaba el dicho: «El verdadero talento de Orin residía bajo una montaña». Había atravesado más cuevas de dragón que cualquier otro enano y nunca se perdió, ni al entrar ni, y más importante aún, al salir. Muchos buscadores de tesoros debían la vida, y aproximadamente un tercio del tesoro, a su guía, Orin Ojos en la Oscuridad.

Sentada cerca del enano, a la mejor mesa que la taberna podía ofrecer, había una mujer de una belleza increíble. Tenía el pelo largo y negro como las noches sin lunas; sus ojos absorbían el alma de los hombres del mismo modo que el enano bebía cerveza. Los asiduos a la taberna, un patético montón de zascandiles, hubieran estado husmeando a su alrededor con la lengua colgando si no hubiera sido por las marcas de sus ropas.

Iba muy bien ataviada. El vestido que llevaba era del terciopelo más fino y más caro de todo el país. Su color azul brillaba a la luz del fuego. Era el bordado plateado de los puños y de los bajos de su vestido lo que mantenía alejados a los que deseaban pellizcarle la mejilla o robarle un beso. El bordado consistía en una serie de pentáculos, estrellas y círculos entrelazados: símbolos cabalísticos. Sus bellos ojos se encontraron con los míos, y saludé con la cabeza a Ulanda la hechicera, que había venido desde su lejano castillo de fábula escondido en el bosque de la Niebla Azul.

Sentado al lado de la puerta, tan cerca de ella como podía pero aún dentro de la taberna, estaba el único miembro de los cuatro al que conocía bien. Lo conocía porque yo fui el que dio la vuelta a la llave de su celda en la prisión y lo liberó. Era delgado y ágil, y tenía una mata de pelo rojo y unos ojos verdes y traviesos capaces de sacar a una viuda los ahorros de toda la vida con su encanto y, además, dejarla enamorada. Sus finos dedos podían deslizarse dentro y fuera de un bolsillo con la misma rapidez que su cuchillo desprendía de un corte las escarcelas. Era bueno, tan bueno que casi nunca lo cogían. Pero Reynard Manos Hábiles había cometido un pequeño error: intentar robarme la bolsa.

Justo enfrente de Reynard, al otro lado de la sala —igual que la luz se contrapone a la oscuridad en la balanza de la creación—, había un hombre de porte noble y semblante severo. Los asiduos lo dejaban en paz, debido al respeto que inspiraban su espada larga y brillante y el guardapolvo blanco que llevaba, marcado con la rosa plateada. Era Eric de Piedrafiel, Caballero de la Rosa, un paladín virtuoso. Yo estaba impresionado de verlo y complacido a la vez. Había enviado a mis mensajeros a la Torre del Sumo Sacerdote para pedir ayuda a los caballeros. Sabía que responderían porque eran hombres de honor, pero lo habían hecho enviándome al mejor de ellos.

Los cuatro eran los mejores; los mejores de todos. Los miré y sentí respeto y humildad.

—Deberías cerrar, Marian, ya es de noche —dije girándome hacia la bonita muchacha que atendía el mostrador.

Los cuatro cazadores de dragones me miraron, pero ninguno de ellos se movió. En cambio, los asiduos captaron la insinuación. Apuraron la cerveza y se marcharon en silencio. No hacía mucho tiempo que rondaba por estos lares; acababa de incorporarme a mi trabajo y, evidentemente, me habían puesto a prueba. No tuve más remedio que enseñarles a respetarme. Eso había ocurrido la semana anterior y, según me enteré, uno aún guardaba cama. Algunos hacían muecas de dolor y se frotaban la cabeza magullada al pasar a toda prisa delante de mí y todos me dieron las buenas noches con educación.

—Yo cerraré la puerta —le dije a Marian.

También ella se marchó y me deseó las buenas noches con una sonrisa coqueta. Yo sabía bien que a ella le gustaría convertir mis buenas noches en una noche mejor, pero tenía trabajo.

Cuando se hubo marchado, cerré la puerta y corrí el cerrojo. Eso puso nervioso a Reynard, que ya estaba buscando otra vía de escape, así que fui directamente al grano.

—No necesitáis preguntar por qué estáis aquí. Todos habéis venido en respuesta a mi petición de ayuda. Soy Gondar, el senescal del rey Federico. Yo os envié el mensaje. Os agradezco la rapidez en responder y os doy la bienvenida a todos, bueno, a casi todos —miré severamente a Reynard, que sonreía— a Federicburgo.

Sir Eric se levantó y me dedicó una cortés reverencia. Ulanda me observó con sus maravillosos ojos. Orin gruñó. Reynard hacía sonar unas monedas en su bolsillo. Supuse que los asiduos descubrirían a la mañana siguiente que se habían quedado sin dinero para la cerveza.

—Todos sabéis por qué os he mandado llamar —continué—. Al menos conocéis algunas de las razones. Las que podía revelaros.

—Por favor, sentaos, senescal —dijo Ulanda con un gesto elegante—, y contadnos la parte que no podíais revelar.

El caballero se acercó a nosotros, y también el enano. Reynard iba a hacerlo, pero Ulanda le advirtió con una mirada. Sin haberse ofendido en lo más mínimo, sonrió de nuevo y se apoyó en el mostrador.

Los cuatro esperaban educadamente que yo continuara.

—Lo que os voy a contar es de estricta confidencialidad —dije bajando la voz—. Como sabéis, nuestro buen rey, Federico, ha viajado al norte invitado por su hermanastro, el duque de Norhampton. Muchos miembros de la corte aconsejaron a Su Majestad que no acudiera. Ninguno de nosotros confía en el retorcido y codicioso duque, pero Su Majestad siempre ha sido un hermano cariñoso y partió hacia el norte. Ahora nuestros peores temores se han hecho realidad. El duque tiene al rey como rehén y pide siete cofres llenos de oro, nueve de plata, y veinte de piedras preciosas por su rescate.

—Por el ojo de Paladine, deberíamos quemar el castillo de ese duque y convertirlo en ruinas —dijo Eric de la Rosa y apretó con la mano la empuñadura de su espada.

—Nunca más volveríamos a ver a Su Majestad con vida —dije negando con la cabeza.

—No nos has traído aquí por eso —refunfuñó Orin—, no para rescatar a tu rey. Por lo que sé es un buen monarca, pero… —El enano se encogió de hombros.

—Sí, pero a ti no te importa si un rey humano vive o muere, ¿verdad, Orin? —dije con una sonrisa—. No tiene por qué importarte. Los enanos tenéis vuestro propio rey.

—Y algunos —dijo Ulanda suavemente— no tenemos ninguno.

Me pregunté si los rumores que había oído sobre ella eran ciertos. Se decía que atraía a hombres jóvenes hacia su castillo y los retenía allí hasta que se cansaba y los convertía en lobos obligándolos a guardar su morada. Contaban que, por la noche, se podían oír sus aullidos de angustia. Al mirar esos ojos encantadores, pensé si quizá no valdría la pena.

Me concentré de nuevo en el asunto que teníamos entre manos.

—No os he contado lo peor —dije—. Conseguí reunir el rescate. Estamos en un reinado próspero. Los nobles contribuyeron con parte de sus tesoros y sus esposas sacrificaron sus joyas. El tesoro fue cargado en un carro y, estaba a punto de ser enviado al norte, cuando…

Me aclaré la garganta y deseé haberme tragado una jarra de cerveza.

—Un inmenso Dragón Rojo descendió del cielo y atacó la caravana del tesoro. Intenté plantarle cara y luchar, pero —el rostro me quemaba de vergüenza— nunca había sentido un terror tan paralizador. Lo único que recuerdo es que me lancé al suelo temblando de miedo. La guardia había huido aterrorizada.

»El gran dragón aterrizó en la calzada del Rey, devoró tranquilamente a los caballos y luego, levantando el carro que contenía el tesoro entre sus garras, la condenada bestia se fue volando.

—Pánico al dragón —dijo Orín que tenía una gran experiencia en estas cosas.

—Aunque nunca me ha ocurrido, he oído que el pánico a los dragones puede ser devastador. —Sir Eric colocó su mano sobre la mía con lástima—. Fue la inmunda magia la que os acobardó, senescal. No tenéis que avergonzaros.

—La magia del mal —repitió Ulanda estudiando al caballero con una mirada sombría. Imaginé que pensaba en el excelente lobo que podría ser.

—Yo vi el tesoro. —Reynard exhaló un suspiro—. Era una bonita imagen. Y debe de haber más, muchos más, en la guarida del dragón.

—Ésa es la cuestión —dijo Orin—. ¿Crees que este dragón sólo ha robado en tu reino, senescal? Mi gente estaba trasladando un cargamento de pepitas de oro desde nuestras minas en el sur cuando un Dragón Rojo, y me afeito la barba si no era el mismo, descendió del cielo y se lo llevó.

—¡Pepitas de oro! —Reynard se relamió los labios—. ¿Cuánto valían todas juntas?

Orin le una mirada fulminante.

—No te importa, «Dedos Ligeros».

—Me llamo Manos Hábiles —dijo Reynard, pero los demás le hicieron caso omiso.

—He recibido noticias de mis hermanas del este —estaba diciendo Ulanda— de que este mismo dragón es el responsable del robo de algunos de los artefactos arcanos más poderosos que utilizamos en nuestras reuniones. Os los describiría, pero son muy secretos. Y muy peligrosos para los inexpertos —añadió intencionadamente por el bien de Reynard.

—También nosotros hemos sufrido los desmanes de ese animal —dijo Eric seriamente—. Nuestros hermanos del oeste nos enviaron como regalo una reliquia sagrada, un hueso del dedo de Vinas Solamnus. El dragón atacó a la escolta, mató brutalmente a todos los hombres y se llevó nuestro tesoro.

Ulanda soltó una carcajada e hizo una mueca.

—¡No puedo creerlo! ¿Para qué querría el dragón un hueso de dedo viejo y mohoso?

El rostro del caballero se endureció.

—El hueso estaba montado en un diamante tan grande como una manzana y éste adornaba un cáliz de oro con incrustaciones de rubíes y esmeraldas. El cáliz reposaba en una bandeja de plata adornada con cien zafiros.

—Creía que los virtuosos caballeros hacían voto de pobreza —insinuó Reynard maliciosamente—. Quizá debiera volver a la iglesia otra vez.

Eric se levantó majestuosamente y, mirando con ferocidad al ladrón, desenvainó su espada. Reynard se acercó cautelosamente y se escondió detrás de mí.

—Esperad, señor caballero —dije levantándome—. El camino hacia la guarida del dragón sube por una pendiente escarpada en la que no se ve ni un solo punto de sujeción para las manos o los pies.

El caballero echó un vistazo a los finos dedos de Reynard y a su cuerpo ágil. Enfundó la espada y se volvió a sentar.

—¡Has descubierto la guarida! —gritó Reynard. Estaba tan excitado que temí que me abrazara.

—¿Es cierto eso, senescal? —Ulanda se inclinó hacia mí. Olía a almizcle y a especias. Me tocó la mano con las frías puntas de los dedos—. ¿Habéis encontrado la guarida del dragón?

—¡Ruego a Paladine que la hayas encontrado! ¡Dejaría esta vida gustoso y pasaría la eternidad en el bendito reinó de Paladine si tuviera una oportunidad de luchar con ese animal! —prometió Eric. Luego sacó un medallón sagrado que llevaba colgado del cuello, se lo acercó a los labios y lo besó para sellar su juramento.

—Había perdido el rescate de mi rey —dije—. Hice la promesa de no comer ni dormir hasta que hubiera localizado a la bestia y su guarida. Durante muchos días y muchas noches agotadoras, le seguí la pista, una moneda que brillaba sobre el suelo, una joya que había caído del carro. La pista me llevó directamente hasta un pico conocido con el nombre de montaña Negra. Esperé un día pacientemente, observando, y fui recompensado. Vi cómo salía el dragón de su guarida y sé cómo penetrar en ella.

Reynard empezó a bailar por toda la taberna cantando y chasqueando los finos dedos. Eric de la Rosa no pudo reprimir una sonrisa. Orin Ojos en la Oscuridad acarició cariñosamente la hoja de su hacha con el pulgar. Ulanda me besó en la mejilla.

—Tenéis que venir a visitarme alguna noche, senescal, cuando esta aventura haya terminado —susurró.

Los cinco pasamos la noche en la taberna pues pretendíamos iniciar nuestro viaje antes de que amaneciera.

La montaña Negra se alzaba ante nosotros con el pico cubierto por una nube perpetua de humo grisáceo. La llaman así por el tipo de roca, negra y brillante, surgida de las mismas entrañas de la tierra. A veces, la montaña todavía ruge para advertirnos que sigue estando viva, pero nadie recuerda la última vez que arrojó llamas.

Llegamos al pie al atardecer. Los rayos de sol brillaban con destellos rojizos sobre la pared que teníamos que escalar. Si estiraba un poco el cuello, podía ver el oscuro agujero que se abría ante mí, la entrada de la guarida del dragón.

—No se ve ni una sujeción. Por Paladine que no exagerabais, senescal —dijo Eric frunciendo el ceño mientras acariciaba con la mano la suave roca negra.

Reynard se rio.

—He escalado muros de castillos que eran tan suaves como aquí la señora… bueno, digamos simplemente que eran muy lisos.

El ladrón hizo un lazo con la cuerda y se lo colocó en el hombro. Luego, cogió una bolsa llena de clavijas y un martillo, pero yo lo detuve.

—El dragón podría haber vuelto. Si es así, la bestia oirá cómo clavas las clavijas en la roca. —Levanté la vista—. No está lejos, pero la ruta es difícil. Cuando hayas llegado, lánzanos la cuerda y subiremos.

Reynard asintió. Examinó la pared durante unos instantes con gran seriedad; ni siquiera sonreía. Después, con gran sorpresa de los que lo observábamos, se pegó a la roca como una araña y empezó a escalar.

Sabía que Reynard era hábil, pero debo admitir que ignoraba hasta qué punto. Contemplé cómo avanzaba pegado a la escarpada pared, hundiendo los dedos en diminutas rendijas, buscando con los pies algún lugar en el que apoyarse; a veces, se quedaba colgando sostenido únicamente por la fuerza de su voluntad. Estaba impresionado: realmente era el mejor. Ningún otro humano vivo hubiera sido capaz de escalar esa pared.

—Los dioses están con nosotros en nuestra sagrada causa —dijo Eric reverentemente mientras observaba a Reynard trepar por la roca negra como si fuera un lagarto.

Ulanda ahogó un bostezo cubriéndose la boca con una mano delicada. Orín rondaba con impaciencia por la base de la pared. Yo seguí observando a Reynard, admirando su labor. Había llegado a la entrada de la caverna y desapareció en su interior. Al cabo de un momento, volvió a salir y nos indicó con un gesto que todo estaba bajo control.

Reynard nos lanzó la cuerda. Desafortunadamente, la cuerda que se había llevado era demasiado corta y no podíamos alcanzarla. Orin soltó a gritos una retahíla de maldiciones. Ulanda se rio, chasqueó los dedos y pronunció una palabra. La cuerda tembló y, de repente, tenía exactamente la longitud correcta.

Eric examinó la cuerda encantada dubitativamente, pero era la única forma de subir. Se agarró a ella y luego tras reflexionar durante unos instantes, se giró hacia la hechicera.

—Mi señora, me temo que vuestras delicadas manos están hechas para subir por cuerdas ni tampoco vais vestida adecuadamente para escalar montañas. Si me perdonáis la libertad, yo os llevaré conmigo hasta arriba.

—¡Llevadme! —Ulanda se quedó mirándolo fijamente y luego soltó una carcajada.

Eric se puso tenso y su rostro se crispó en una expresión de frialdad.

—Perdonad, mi señora…

—Perdonadme a mí, señor caballero —dijo Ulanda suavemente—, pero no soy una damisela débil y desamparada, y sería mejor si lo recordarais… todos vosotros.

Diciendo esto, Ulanda sacó un pañuelo de encaje de seda de su bolsillo y lo extendió sobre el suelo. Luego, puso sus pies sobre el pañuelo y pronunció unas palabras que sonaron como el tintineo de unas campanas. El pañuelo se puso rígido como el acero, empezó a elevarse lentamente por los aires y se llevó a la hechicera.

Sir Eric abrió los ojos de par en par y rápidamente hizo el signo de protección contra el Mal.

Ulanda ascendió tranquilamente la pared de la montaña flotando. Reynard estaba preparado para ayudarla a aterrizar en la boca de la cueva. Los ojos del ladrón casi se salían de las órbitas y prácticamente babeaba. Todos pudimos oír sus palabras.

—¡Seríais un desvalijador de casas increíble! Señora, os daré la mitad… bueno, un cuarto de mi tesoro por ese trozo de tela.

Ulanda levantó la plataforma de acero y chasqueó los dedos nuevamente. De repente, el pañuelo volvió a ser de encaje de seda y, Ulanda, con cuidado, lo colocó en un bolsillo de su vestido. El ladrón lo observaba todo concienzudamente.

—No está en venta —dijo Ulanda, y luego se encogió de hombros—. De todas formas, tampoco te serviría de mucho. Si alguien lo toca, alguien que no sea yo, el pañuelo se enrollará alrededor de la boca y la nariz del desafortunado y lo asfixiará hasta la muerte.

Sonrió a Reynard dulcemente. Él la miró, pensó que estaba diciendo la verdad, y se apartó precipitadamente.

—Que Paladine me guarde —dijo Eric con gravedad, y cogiendo la cuerda con las manos empezó a subir.

El caballero era fuerte. Ataviado con una pesada armadura de metal y malla, con la espada colgando a un lado, se impulsaba hacia arriba por la pared con facilidad. El enano lo siguió con rapidez, izándose por la cuerda con destreza. Yo me lo tomé con calma. Casi estaba anocheciendo, pero el sol de la tarde había calentado la roca y tirar de mi cuerpo hacia arriba por la cuerda era una tarea ardua. Resbalé una vez y me llevé un susto de muerte, pero conseguí quedarme suspendido y exhalé un suspiro de alivio al ver que Eric tiraba de mí hasta la repisa y luego al interior de las frías sombras de la caverna.

—¿Dónde está el enano? —pregunté al darme cuenta de que sólo estaban tres de mis compañeros.

—Ha ido delante para explorar el camino —dijo Eric. Asentí feliz por la posibilidad de descansar un rato. Reynard recogió la cuerda y la escondió detrás de una piedra para usarla al regresar. Yo miré a mi alrededor. Por todas las paredes de la cueva se veían marcas provocadas por el descomunal cuerpo del dragón al rascar la roca. Las estábamos examinando cuando Orin regresó. En su barbudo rostro se esbozaba una amplia sonrisa.

—Estabais en lo cierto, senescal. Éste es el camino hacia la guarida del dragón y esto lo demuestra.

Orin acercó su hallazgo a la luz. Era una pepita de oro. Reynard la miró con codicia y entonces adiviné que antes o después íbamos a tener problemas.

—¡Esto lo demuestra! —repitió Orin cuyos ojos centelleaban como el oro—. Es el cubil de la bestia. ¡Lo tenemos! ¡Ahora ya lo tenemos!

Eric de la Rosa, con una expresión severa en el rostro, desenvainó su espada y se dirigió a un inmenso túnel que conducía más allá de la entrada de la caverna. Orin, sobresaltado, agarró al caballero y lo empujó hacia la entrada.

—¿Sois estúpido o qué? —preguntó el enano—. ¿Vais a entrar por la puerta principal de la guarida? ¿Por qué no tocáis la campanilla para hacerle saber que hemos llegado?

—¿Es que hay otro camino? —preguntó Eric un poco irritado por el tono de superioridad de Orin.

—Por la puerta trasera —dijo el enano astutamente—— camino secreto. Todos los dragones tienen una salida trasera, por si acaso. Usaremos esa salida.

—¿Estás diciendo que tenemos que escalar hasta el otro lado de esta puñetera montaña? —protestó Reynard—— ¿Con el esfuerzo que nos ha costado llegar hasta aquí?

—¡No, «Dedos Ligeros»! —se burló Orin—. Iremos a través de la montaña; es mucho más seguro y más fácil. Seguidme.

Se encaminó hacia lo que a mí solo me parecía una rendija en la pared, pero, cuando todos hubimos pasado a duras penas a través de ella, descubrimos un túnel que se adentraba aún más en la montaña.

—Este lugar es más negro que el corazón de la Reina de la Oscuridad —murmuró Eric cuando habíamos empezado a dar los primeros pasos hacia el interior. Aunque había hablado en voz baja, el eco repetía sus palabras de modo alarmante.

—¡Ssshhh! —refunfuñó el enano—. ¿Qué queréis decir con oscuro? Yo veo perfectamente.

—Pero los humanos no tenemos esa capacidad. ¿Podemos arriesgarnos a llevar una luz? —susurré.

—No llegaremos lejos si no encendemos algo —se quejó Eric. Él ya casi se había roto la crisma en una roca que sobresalía del techo. ¿Qué os parece una antorcha?

—Las antorchas humean. ¡Y se rumorea que en esta montaña viven otras cosas además del dragón! —dijo Reynard con tono amenazador.

—¿Servirá esto? ——preguntó Ulanda.

Sacó una varita bellamente adornada del cinturón y la levantó un poco. No pronunció ninguna palabra, pero la varita, como si estuviera ofendida por la oscuridad, empezó a brillar con una suave luz blanquecina.

Orin movió la cabeza lamentándose por la fragilidad de los humanos y se alejó a grandes pasos hacia el interior del túnel. Los demás lo seguimos.

El sendero iba hacia abajo, alrededor, por encima, por debajo, hacia el interior, hacia el exterior, hacia arriba y al otro lado, a través… en fin, era un verdadero laberinto. Cómo Orin conseguía no perderse o confundirse era un misterio que yo no comprendía. Todos los demás dudábamos e incluso Reynard lo expresaba en voz alta, pero Orin nunca vaciló.

Vagando en la oscuridad de las profundidades de la montaña, pronto perdimos la noción del tiempo, pero diría que pasamos toda la noche caminando. Aunque no hubiéramos encontrado la moneda, hubiéramos supuesto de todas formas la presencia del dragón… por el olor. No era cargado ni fétido, no nos provocaba arcadas ni nos asfixiábamos. Era más bien una esencia, un aliento, un ligero olor a sangre y azufre, a oro y hierro. No era penetrante, pero se extendía por los estrechos pasadizos como el polvo, atormentándonos.

Ulanda arrugó la nariz con una mueca de asco. Acababa de quejarse, entre jadeos, de que no podía resistir ni un momento más en ese «agujero maloliente» cuando Orin nos hizo parar. Sonriendo maliciosamente, nos miró uno a uno.

—Aquí está —dijo.

—¿Aquí está qué? —preguntó Eric en tono dubitativo, después de haber visto ya muchas grietas, mientras contemplaba otra grieta en la pared.

—Conduce a la otra entrada del dragón —dijo el enano.

Nos apretujamos todos para entrar en la grieta y, al otro lado, nos encontramos en otro túnel, mucho más ancho que todos por los que habíamos pasado. No podíamos ver la luz del día, pero se respiraba aire fresco, por lo tanto, el túnel conectaba con el exterior. Ulanda acercó su varita a la pared y pudimos observar de nuevo las marcas del cuerpo del dragón. Para acabarlo de rematar, sobre el suelo brillaban algunas escamas rojizas.

Orin Ojos en la Oscuridad había hecho lo imposible. Nos había conducido a través de la montaña. El enano estaba muy complacido de sí mismo, pero su alegría fue efímera.

Nos paramos a descansar un rato para beber un poco de agua y comer algo, y así reponer fuerzas. Ulanda estaba sentada a mi lado y me contaba en voz baja las maravillas de su castillo cuando, de repente, Orin se levantó.

—¡Ladrón! —gritó el enano abalanzándose sobre Reynard—. ¡Devuélvemela!

Yo me levanté; Reynard también estaba de píe e intentaba colocarme entre él y el enano furioso.

—¡Mi pepita de oro! —gritó Orin.

—Participamos a partes iguales —dijo Reynard moviéndose de un lado a otro para evitar al enano—. El que encuentra algo se lo queda.

Orin empezó a balancear su condenada hacha demasiado cerca de mis rodillas.

—¡Hacedlos callar, senescal! —me ordenó Eric como si yo fuera uno de sus soldados rasos—. ¡Van a atraer la atención del dragón!

—¡Estúpidos! ¡Voy a acabar con esto! —Ulanda metió la mano en una bolsa de seda que llevaba en el cinturón.

Creo que en ese momento podríamos haber perdido tanto al ladrón como al guía, pero se nos presentaron problemas mucho más graves.

—¡Orin! ¡Detrás de ti! —grité.

Al darse cuenta por la expresión de pánico en mi rostro que no se trataba de ningún truco, Orín se giró.

Un caballero, o lo que antaño había sido un caballero, caminaba hacia nosotros. Su armadura no cubría la carne, sino sólo un montón de huesos. El casco tintineaba sobre un cráneo pelado manchado de sangre. En su esquelética mano llevaba una espada. Detrás de él, vi lo que parecía un ejército compuesto de esos seres horribles, aunque en realidad sólo eran seis o siete.

—¡He oído hablar de esto! —dijo Eric con respeto—. Éstos fueron unos hombres que se atrevieron a atacar al dragón. ¡El animal los mató y ahora obliga a sus cuerpos corrompidos a servirle!

—Voy a liberarle de su suplicio —gritó Orin e, inclinándose hacia adelante, golpeó al guerrero con su hacha. La hoja cortó las rodillas del caballero por la articulación y el esqueleto se vino abajo. El enano soltó una carcajada.

»No os preocupéis por el resto —nos dijo—. Apartaos.

El enano fue por el segundo, pero en ese momento, el primer esqueleto recogió sus huesos, y se los volvió a colocar en su sitio. Al cabo de unos instantes, estaba otra vez completo. El esqueleto golpeó la cabeza del enano con su espada. Afortunadamente, Orin llevaba puesto un sólido casco de acero. La espada no le causó daños, pero el golpe lo hizo retroceder a tumbos.

Ulanda ya tenía la mano en su bolsa, de la que sacó unos polvos nocivos que esparció sobre el guerrero más próximo. El esqueleto se encendió y formó unas llamaradas tan grandes que casi incineran al ladrón, quien se había acercado para coger una daga ornamentada del cinturón del guerrero. Después de ese incidente, Reynard, muy sabiamente, se apartó de la escena y observó la lucha desde una esquina.

Eric de la Rosa desenvainó su espada, pero no atacó. Cogiendo el arma por el mango, la levantó delante de uno de los esqueletos andantes.

—Apelo a Paladine para que libere a estos nobles caballeros de la maldición que los ata a esta desdichada existencia.

El esqueleto del guerrero seguía acercándose y, con la huesuda mano, agarraba una espada oxidada. Eric bajó la suya hasta el suelo y luego la levantó rápidamente repitiendo su plegaria en sonoro solámnico. El esquelético guerrero alzó su espada para asestar el golpe mortal. Eric lo miró fijamente sin que flaqueara en su fe.

Yo contemplaba la escena con esa fascinación terrible que paraliza a los hombres completamente.

——¡Paladine! —Eric profirió un grito terrible y levantó su espada hacia el cielo.

El esquelético guerrero se desmoronó formando un montón de polvo a los pies del caballero.

Orin, que había estado intercambiando golpes con dos de los cuerpos durante un rato y que ahora estaba sufriendo el peor ataque de la batalla, se batió en una retirada estratégica. Ulanda con su magia y Eric con su fe se ocuparon del resto de esqueléticos guerreros.

Yo había desenvainado mi espada pero, al ver que mi ayuda no era necesaria, me quedé observando, admirado. Cuando los guerreros quedaron reducidos a polvo o a cenizas que ardían lentamente, los dos regresaron. Ulanda ni siquiera se había despeinado, y Eric no había sudado ni una gota.

—No existen otras dos personas en este país que pudieran hacer lo que habéis hecho —les dije, sinceramente.

—Yo soy buena en todo lo que hago —dijo Ulanda sacudiéndose el polvo de las manos—, muy buena —añadió con una sonrisa encantadora mirándome por debajo de sus largas pestañas.

—Paladine estaba conmigo —dijo Eric humildemente.

El maltrecho enano lo miró ceñudo.

—¿Eso significa que mi dios Reorx no estaba?

—El buen caballero no quiere decir nada de eso —me apresuré en zanjar la discusión—. Sin tu colaboración, Orin Ojos en la Oscuridad, ahora todos seríamos pasto del dragón. ¿Por qué crees que los esqueletos nos atacaron? Pues porque estamos demasiado cerca de la guarida del dragón, y eso es gracias a tus habilidades. Nadie más en este país nos hubiera conducido tan lejos sanos y salvos, y eso lo sabemos.

Al decir esto, miré directamente a Eric, que captó la insinuación y se inclinó cortésmente, aunque con cierta frialdad, ante el enano. Ulanda puso en blanco sus preciosos ojos, pero murmuró algo amable. Luego, le di a Reynard una patadita en el trasero, y el ladrón devolvió de mala gana la pepita de oro, que parecía tener más significado para el enano que nuestras alabanzas. Orin nos dio las gracias a todos, pero su atención estaba puesta en el oro. Lo examinó con recelo como si le preocupara que Reynard hubiera podido cambiar la pepita verdadera por una falsa. El enano la mordió y le sacó brillo con el jubón. Cuando finalmente estuvo seguro de que el oro era real, Orin lo guardó debajo de su armadura de cuero a buen recaudo.

El enano estaba tan absorto en su pepita de oro que no se percató de que Reynard le estaba quitando la bolsa por detrás. Yo sí lo vi, pero no lo mencioné.

Como he dicho, estábamos cerca de la guarida del dragón. Seguimos avanzando con mucha más cautela, atentos a la aparición de cualquier enemigo. En ese momento, estábamos muy adentro de la montaña y todo restaba muy silencioso; demasiado silencioso.

—Pensaba que oiríamos algo —me susurró Eric al oído—, al menos la respiración del dragón. Una bestia tan grande resonaría como un potente fuelle aquí dentro.

—Quizás eso significa que no está aquí —dijo Reynard.

—O tal vez quiere decir que hemos llegado a un callejón sin salida —dijo Ulanda fríamente.

Doblamos un recodo del túnel y nos paramos a mirar. La hechicera tenía razón. Ante nosotros, bloqueándonos el camino, se alzaba un sólido muro de piedra.

La oscuridad aumentaba a cada momento. Hacía tiempo que no percibíamos ninguna señal de que entrara aire del exterior. El hedor a sangre y a azufre era muy fuerte y, además, se mezclaba con un olor húmedo, frío y mohoso: era el olor del oro. Yo lo percibía, y también mis compañeros. Supongo que era nuestra imaginación, o quizá nuestros deseos; pero tal vez no. El oro huele a metal y, además, al sudor de todas las manos que lo han tocado, manoseado, agarrado, y perdido. Ése era el olor que sentíamos y, a todos los que estábamos en la cueva, nos pareció el de un dulce perfume; dulce y frustrante porque, aparentemente, no había manera de llegar hasta él.

Orin se azoró. Se tiró de la barba y nos miró de soslayo.

—Éste tiene que ser el camino —murmuró dando puntapiés en la roca desconsoladamente.

—Tendremos que regresar —dijo Eric con seriedad—. Paladine me está dando una lección. Tendría que haberme enfrentado al animal en una batalla honrosa. Esto de esconderse como un…

—¿Ladrón? —dijo Reynard ingeniosamente—. Muy bien, señor caballero, si queréis, podéis volver a la puerta principal. Yo entraré a hurtadillas por la ventana.

Y al decir esto, Reynard cerró los ojos y se apretó contra la pared de roca como si estuviera haciendo el amor con ella. Deslizaba las manos por la superficie hurgando y empujando con los dedos. Susurraba incluso unas palabras que parecían arrumacos y zalamerías. De repente, con una sonrisa de triunfo, colocó los pies en dos muescas que había en la base, introdujo las manos en unas rendijas que se apreciaban en la parte superior, y apretó.

El muro de piedra se estremeció, y empezó a deslizarse hacia un lado. Por la abertura, se apreciaba un rayo de luz rojiza. El ladrón saltó de la pared y, con un gesto, señaló la entrada que había descubierto.

—Una puerta secreta —dijo Orin—. Lo sabía.

—Y ahora, ¿queréis entrar por la puerta principal? —preguntó Reynard al caballero maliciosamente.

Eric miró al ladrón pero, al parecer, estaba pensando en su encuentro cara a cara con el dragón en una batalla honrosa.

Desenvainó su espada y esperó a que la pared se abriera completamente para poder contemplar qué había en el interior.

La luz que surgía de la entrada era extremadamente intensa. Todos parpadeábamos y tuvimos que frotarnos los ojos para que se acostumbraran a la repentina claridad tras la oscuridad de los túneles. Estábamos expectantes, intentando oír al dragón. Todos creíamos a pies juntillas que habíamos descubierto la morada de la bestia.

Pero no oímos nada. Se respiraba un silencio mortal.

—¡El dragón no está en casa! —Reynard se frotó las manos—. ¡Hiddukel el Embaucador está hoy conmigo! —Iba a precipitarse hacia la entrada, pero la mano de sir Eric cayó como el destino sobre su hombro.

—Yo os guiaré —dijo—. Es mi derecho.

Con la espada en las manos y una plegaria en los labios, el virtuoso paladín entró en la guarida del dragón.

Reynard se adentró justo detrás de él. Orin, andando con más cautela, siguió al ladrón. Ulanda había cogido un pergamino muy peculiar de su cinturón. Lo agarró fuertemente y entró en la guarida detrás del enano. Yo agarré mi puñal y, mirando a mis espaldas, entré el último.

La puerta empezó a cerrarse con un temblor. Me paré.

—¡Vamos a quedar atrapados aquí dentro! —grité tan fuerte como pude.

Los demás no me escucharon: habían descubierto la estancia del tesoro del dragón.

La potente luz surgía de un pozo de lava líquida que burbujeaba en una esquina de la gigantesca cámara subterránea. El suelo de la caverna, antaño desigual, era ahora uniforme, probablemente debido al roce del enorme cuerpo del dragón. Un montón de objetos brillantes, de un volumen tan grande como el castillo de Su Majestad, se alzaba en el suelo de la caverna.

Allí se reunían todos los objetos bellos, valiosos y preciados del reino. El oro brillaba con un tono rojizo a la luz del fuego y numerosas joyas de todos los colores del arco iris emitían destellos. La plata reflejaba las sonrisas de los cazadores de dragones. Y, lo mejor de todo, es que la caverna estaba desocupada.

Sir Eric se puso de rodillas y empezó a rezar. Ulanda contemplaba la escena con la boca abierta de par en par. Orin se acariciaba la barba con alegría. Pero entonces, ta puerta secreta se cerró de golpe. Ninguno de ellos se dio cuenta.

—¡El dragón no está en casa! —gritó Reynard y se zambulló en el tesoro… en mi tesoro. El ladrón empezó a manosear el oro… mi oro.

Me acerqué a él por detrás.

—Nunca saques conclusiones precipitadas —dije, y con el puñal le di la muerte que un ladrón se merece: lo acuchillé por la espalda.

»Pensé que al menos debía dejaros echar un vistazo —le dije amablemente señalando mi tesoro—. Por algo sois los mejores.

Reynard murió en el acto con la mirada más atónita en un cadáver que jamás había visto. Sigo pensando que ni siquiera entendió lo que pasaba.

Pero Ulanda sí, pues era lista esa hechicera. Adivinó la verdad inmediatamente, incluso antes de que me sacara el anillo para cambiar de forma. De todas formas, era un poco tarde.

Por fin, después de pasar varias semanas atrapado en esa diminuta silueta, pude volver a estirarme. Mi cuerpo creció adoptando lentamente su forma original, una silueta inmensa que casi llenaba toda la caverna. Levanté el anillo delante de su cara.

—Tenías razón —le dije con la joya brillando en lo que ahora era una garra—, tu hermandad de hechiceras poseía muchos objetos poderosos y secretos. Éste es uno de ellos.

Ulanda me miraba fijamente, aterrorizada. Intentó usar su pergamino, pero el pánico a los dragones era demasiado para ella. Las palabras mágicas no acudían a sus pálidos y resecos labios.

Como había sido tan dulce que me invitó a pasar la noche con ella, decidí hacerle un favor. Antes de morir, le hice una demostración de la magia que ahora estaba en mis manos. Con gran acierto, le enseñé uno de mis más preciados objetos, un collar compuesto de dientes de lobo mágicos con el que rodeé su preciosa garganta y le partí el cuello.

Orin Ojos en la Oscuridad me había estado golpeando la pata trasera con el hacha durante todo ese rato. Yo no me inmutaba. Después de todo no se había portado tan mal y había hecho el favor de indicarme cuáles eran los puntos débiles de mi defensa. Sin embargo, cuando parecía que iba a empezar a salir sangre, me cansé del ataque. Lo levanté y lo lancé al pozo de lava candente. Al final, acabó siendo parte de la montaña, un desenlace adecuado para un enano. Espero que supiera apreciarlo.

Al único que quedaba, sir Eric, que durante todo el camino había deseado enfrentarse conmigo en una batalla honrosa, me aseguré de concederle su deseo.

Se encaró a mí con valentía apelando a Paladine para que lo apoyara en la lucha. Pero Paladine debía de estar ocupado en alguna otra cosa en ese momento, porque no hizo acto de presencia. Eric murió con el resplandor de la gloria. Bueno, falleció con el resplandor… del fuego en el que lo quemé.

Espero que su alma se fuera directamente al cielo, donde supongo que su dios tuvo que darle algunas explicaciones.

Ahora todos estaban muertos; los cuatro.

Apagué el fuego y recogí las cenizas del caballero. Luego, tiré los otros dos cadáveres por la puerta secreta. El ladrón y la hechicera sustituirían a los esqueléticos guerreros que me vi obligado a sacrificar para guardar las apariencias.

Me arrastré de nuevo hacia mi tesoro, limpié y arreglé un poco el oro que el ladrón había manoseado. Después subí hasta la cima del montículo, me tendí cuan largo era y me arrebujé profunda y lujuriosamente entre el oro, la plata y las joyas. Extendí mis alas para proteger el tesoro y me paré a admirar el efecto de la luz del fuego que brillaba sobre mis rojas escamas. Enrollé mi larga cola alrededor de las pepitas de oro de los enanos, estiré mi cuerpo cómodamente sobre las joyas de los caballeros, y apoyé mi cabeza sobre el tesoro mágico de la hermandad de hechiceras.

Estaba cansado, pero satisfecho. Mi plan había funcionado maravillosamente bien. Me había deshecho de ellos, que eran los mejores; los mejores de todos.

Antes o después, por separado o todos juntos, hubieran venido a capturarme y quizá me hubieran cogido desprevenido.

Me instalé sobre el tesoro y cerré los ojos. Me había ganado ese descanso. Ahora ya podía dormir tranquilamente.