Un dragón hasta la médula
[Roger E. Moore]
El tercer aviso de desahucio llegó con el correo de la mañana un día de finales de primavera, mientras caía un chaparrón. La propietaria se había enterado de la existencia de los gnomos y de sus aparatos mecánicos —una vez había quedado atrapada en un Dispositivo de Facilitación de Entrada y Salida— y, por tanto, decidió ponerse en contacto con su diminuto inquilino desde lejos.
El cartero, que ahora estaba empapado hasta las cejas, conocía personalmente a los gnomos. Recientemente, había aprendido a no meter su mano en la abertura en forma de trampa del Receptáculo para Misivas de hierro situado en el exterior de la oficina de los gnomos. Ese día se aproximaba con mucha precaución. Cogió la carta por una esquina, procuró no colocarse delante del aparato y depositó suavemente el correo dentro de la caja sin tocar para nada el metal. Luego deslizó la carta en el interior y apartó la mano con rapidez. La tapa se cerró de golpe con un fuerte sonido. El cartero suspiró aliviado y se marchó, con los dedos intactos.
Siempre-en-las-nubes, el destinatario de la carta, estaba trabajando en su mesa cuando llegó el correo. Ni siquiera se movió mientras una gran máquina, el Interceptor Reactivo de Paquetes Postales y Sobres —rediseñado—, se deslizaba por la pared de la puerta de entrada emitiendo repetidas explosiones. La carta no terminó convertida en confeti por los filos abrecartas —ése fue el destino del primer aviso de desahucio— ni quedó atrapada en los rodillos de la cinta transportadora y, por tanto, tan manchada de aceite que hubiera parecido un trapo desgastado y grasiento, tal como le sucedió al segundo aviso. En lugar de eso, la carta fue levantada suavemente de la cinta por un brazo mecánico, que la estrujó y la convirtió en una bola del tamaño de una naranja; más tarde la colocó en la mesa del gnomo.
Siempre-en-las-nubes estuvo un cuarto de hora más dando los últimos retoques a sus planos para construir una gigantesca máquina de taladrar piedra, capaz de perforar un agujero perfectamente triangular en una montaña; estaba seguro de que todo el mundo necesita una máquina de este tipo alguna vez. Una de las frases favoritas de Siempre-en—las-nubes era: «Nunca se sabe cuáles van a ser las próximas tendencias en perforación de túneles», o también «esto debería funcionar», o «mandé el dinero del alquiler por correo ayer mismo». O incluso esta otra: «Desde luego, tendremos que controlar cuando la ponga en funcionamiento».
—Esto debería funcionar —dijo con aire de satisfacción dejando el lápiz sobre la mesa.
Automáticamente, cogió la bola de papel de su mesa, cubierta de papeles con anotaciones, y la desplegó sin apartar ni una vez los ojos de los planos acabados. Con una sonrisa de excitación en sus labios, miró el aviso de desahucio, lo colocó sobre el montón de papeles de algo más de medio metro de altura que había en la bandeja de «Pendientes» y bajó de la silla. Luego, se desperezó, estiró su arrugada ropa de trabajo y se dirigió a la cocina. Al salir, cerró la puerta de golpe.
—No queda brécol —refunfuñó después de hacer una rápida inspección en los estantes—. Estoy seguro de que ayer le dije a Squib que comprara brécol en el mercado.
Abrió la puerta que daba a la oficina y gritó:
—¡Squib! ¡Squiiiib!
Detrás de uno de los muchos montones de papeles que había en la oficina se oyó a alguien arrastrando los pies. Momentos después, un enano andrajoso sólo un palmo más alto que el gnomo de poco más de un metro que le había llamado apareció por detrás del montón de papeles y se puso de pie tambaleándose. Con el pelo castaño despeinado hacia un lado y los de la barba de punta como si le acabara de caer un rayo encima, el enano gully saludó al gnomo con los ojos bizcos mientras se mordía los labios y dejaba entrever sus dientes torcidos.
—¡Ah! Ahí estás —dijo Siempre-en-las-nubes, volviendo a la cocina—. Excelente. Estaba buscando un poco de brécol para comer. Acabo de terminar unos planos nuevos que seguramente mejorarán nuestras dudosas condiciones financieras de estos últimos meses, y tendría que enviarlos por correo para un posible…
El enano gully, también hambriento, se dirigió hacia la cocina y por poco se cae rodando al suelo cuando el gnomo abrió la puerta de golpe y salió corriendo con los ojos como platos.
Siempre-en-las-nubes corrió hacia el montón de «Pendientes», agarró el arrugado aviso de desahucio, lo puso debajo de la lámpara y lo leyó por segunda vez.
—¡Por el gran Reorx! —gritó—. Envié el dinero del alquiler por correo ayer mismo, o quizá fue hace una semana, o dos, pero vamos, ¡no puedo creer que me eche de mi oficina! ¡Dice que debemos el alquiler de tres meses! Es imposible, porque ahora recuerdo que rellené la orden bancaria y la puse en un sobre y te la di a ti, Squib, y la orden cubría el alquiler de los próximos tres…
Siempre-en-las-nubes se quedó sin habla cuando vio cómo se iluminaba la cara de su fiel Squib. El enano gully metió la mano en el bolsillo trasero de sus pantalones y sacó una bola de papel arrugado y manchado. Con una amplia sonrisa, la levantó y se la dio al gnomo.
Siempre-en-las-nubes cogió una silla, se sentó y desplegó el papel. Después de leerlo por encima, cerró los ojos, y el papel cayó al suelo.
—Se suponía que tenías que echarlo al correo —dijo sin levantar la vista—. He gastado el resto del dinero en comida y he tenido que pedir un préstamo para pagar el alquiler del taller, o sea, que nuestra cuenta corriente está a cero. Estaba esperando otro trabajo de investigación geológica para estos días, pero ahora nos han desahuciado, y me iba a poner a cocer un poco de brécol, pero quizá podamos encontrar algo para cenar entre los restos de basura, si antes no vomito.
El gnomo suspiró profundamente y luego se levantó irguiendo su minúsculo cuerpo. Se acarició la barba blanca con gesto ausente y se arregló el chaleco verde.
—Tenemos que perseverar, mi buen y paciente —siguió diciendo, aunque Squib ya no estaba allí—. He vivido entre los humanos durante la mayor parte de mi vida, y ya he pasado antes por otros períodos financieros duros; éste también lo superaremos. Un verdadero dragón tiene valor, y sabe lo que debe hacer y lo hace, así que nosotros debemos ser como dragones, fuertes, valientes y decididos. Igual que los dragones, Squib.
Pero el ánimo de Siempre-en-las-nubes flaqueó por un instante. Si fracasaba, probablemente tendría que dejar la enorme ciudad de Palanthas, la joya de todo Ansalon, y volver al hogar de los gnomos en el Monte Noimporta. Seguro que allí la demanda de estudios geológicos era mucho mayor, porque el Monte estaba situado en el interior de un volcán inactivo, pero cobrar los trabajos realizados era imposible. El Gran Banco de Noimporta había modificado todo el sistema contable después de la Guerra de la Lanza y, actualmente, las finanzas de cientos de negocios y gremios se habían hundido sin remedio. Siempre-en-las-nubes había emigrado doce años atrás para probar suerte en Palanthas.
Los comienzos fueron muy duros. Durante doce años se dedicó a trabajos esporádicos y a labores domésticas en una ciudad inhóspita y, con esfuerzo, consiguió el dinero y los materiales para poner en marcha su negocio y construir el Dragón de Hierro, su gran máquina minera y su razón de ser. Estuvo doce años aprendiendo las peculiares costumbres de los humanos, hasta el punto de que Siempre-en-las-nubes se sorprendía a veces a sí mismo pensando y hablando con frases cortas como ellos. Los mejores momentos de estos años fueron los que pasó montando el Dragón de Hierro, ajustando cada tuerca y cada tornillo en el almacén que había alquilado unas casas más allá.
Siempre-en-las-nubes hizo una mueca mientras se frotaba su gran nariz inconscientemente. No quería dejara Palanthas. Le había tomado cariño a esa gran ciudad, llena de magia, rebosante de belleza y miseria. Había sido feliz al abandonar el ruidoso confinamiento del Monte Noimporta para ver «el mundo real».
Siempre-en-las-nubes no era como los demás gnomos. En primer lugar, porque a veces entendía a los humanos, pero además porque sus inventos con frecuencia funcionaban. Uno de ellos, el Receptáculo Semihermético Erradicador de Desechos por Dilución, Excitación y Rotación, tenía incluso cierto valor comercial, aunque todavía tenía que ser perfeccionado para que dejara de convertir la ropa sucia en jirones de tela.
Allí vivía bien. Tenía su negocio. Tenía al Dragón de Hierro. Tenía al fiel Squib, su único amigo y la única persona en la que confiaba para pilotar al Dragón. Aunque el enano gully no pudiera pronunciar ni una palabra, Squib era un genio manejando aparatos mecánicos.
Pero aparte de eso, no había nada más por lo que alegrarse. Él y Squib iban a morir de hambre, pues en el almacén sólo había aceite de motores y piezas de máquinas. No, mejor dicho, sólo él iba a morir de hambre: Squib solía comer lo que encontraba entre las basuras de las carnicerías y otras tiendas de comestibles. Siempre-en-las-nubes era demasiado orgulloso y tenía un estómago muy delicado para pensar en eso. El gnomo se miró los zapatos sumido en una total depresión. No se le ocurría nada nuevo. Quizás el aceite para motores tuviera algún valor nutritivo.
De repente, se oyeron unos fuertes golpes en la puerta. El gnomo dio un brinco, y luego llamó a Squib a gritos. El enano gully había desaparecido de nuevo. Murmurando en voz baja, Siempre-en-las-nubes cruzó el umbral y abrió la puerta.
Tres hombres esperaban fuera bajo la lluvia, ajenos a los chorros de agua que les corrían por la cara. Uno era larguirucho y tenía la barba pelirroja, el otro era alto y con el pelo negro y el tercero, muy musculoso y rubio. Por alguna razón que no podía desentrañar, Siempre-en-las-nubes tuvo la impresión por un momento de que eran hermanos.
—Buenos… señor —dijo el primero, el pelirrojo. Hablaba con una sonrisa, pero vacilaba entre una palabra y otra como si el idioma fuera extraño para él—. Estudios sobre Minas y Minerales Siempre-en-las-nubes que estamos buscando —y esperó una respuesta.
—Yo soy Siempre-en-las-nubes —dijo finalmente cuando recordó que podía hablar como un humano.
Al oír eso, los tres hombres esbozaron una amplia sonrisa que dejaba ver todos sus dientes.
—Siempre-en-las-nubes, muy bien —-dijo el pelirrojo^ Muy bien. Una mina deseamos un estudio de usted. Usted queremos contratar.
Siempre-en-las-nubes los miró embobado.
—Desean contratarme —repitió, y luego se golpeó leve, mente la cabeza—. ¡Oh! ¡Oh, sí!
Olvidándose de todo completamente, el gnomo cerró la puerta de golpe y corrió hacia la mesa de su despacho. Revolvió sus papeles como un loco y buscó sus archivos. Luego, se acordó de la puerta, cerrada volvió a toda prisa y, azorado, la abrió de par en par. Los tres hombres seguían allí esperando bajo la lluvia en sus empapados trajes.
—¡Por Reorx! —gritó el gnomo—. ¡Entren, entren de una vez!
Los tres hombres entraron sin dar ninguna importancia al hecho de que sus ropas estaban empapadas. Siempre-en-las—nubes se afanó en quitar los papeles de unas sillas para que pudieran sentarse. Squib apareció por detrás de la alacena con los pelos de su rala barba morena llenos de migajas y trozos de fruta seca medio masticados, y enseguida recibió el encargo de ofrecer a los visitantes mojados una taza caliente de leche fresca de cabra. Los tres hombres miraron sus tazas en silencio y luego las dejaron a un lado cerca de los montones de papeles.
—Tendrán que excusar el desorden —dijo Siempre-en—las-nubes, incapaz de contener su excitación—. El negocio ha estado un poco parado, desde luego, por culpa del tiempo, pero he mantenido la esperanza de que unos elegantes caballeros como ustedes necesitaran asistencia profesional en cuestiones geológicas, petrográficas, mineralógicas, o incluso gemológicas, según sea el caso, y yo fui el primero de mi promoción en ingeniería minera y geología; obtuve el diploma secundario en mecánica…
Poco a poco, fue bajando el tono hasta que se calló. Los tres hombres lo miraban otra vez de esa forma tan peculiar. Durante un instante, horroroso, Siempre-en-las-nubes pensó que si alargaba la mano y los tocaba, estarían huecos, como un muñeco de papel. Un escalofrío le recorrió la columna y enseguida borró el pensamiento de su mente.
—… pero, de todas formas, sólo estoy hablando sin sentido —terminó enseguida—. ¿Qué clase de asistencia profesional necesitan?
Los tres hombres intercambiaron una mirada y luego volvieron a mirar al gnomo. Esta vez fue el rubio grande el que habló:
—Una mina necesitamos —empezó, pero luego se corrigió a sí mismo—. No, una mina tenemos. Usted necesitamos un estudio de mina. ¿Comprende? —Siempre-en-las—nubes asintió con la cabeza y el hombre siguió—: Una mina que tenemos se rompió.
—Hundida —dijo el hombre de pelo oscuro—. Derrumbamiento en mina.
—Sí, una mina que tenemos hundida. Usted necesitamos estudio. La mina tenemos que excavar. Usted necesitamos excavar. ¿Comprende?
—Sí, claro —dijo Siempre-en-las-nubes—. Ustedes quieren que yo realice un estudio de su mina derrumbada para ver si es segura, y comprobar si todavía contiene minerales de valor u otros recursos. Y ustedes quieren que realice las excavaciones.
—Sí —dijo el rubio—. ¿Esclavos tiene para cavar?
—Obreros —interrumpió el hombre moreno de forma brusca—. Obreros.
El rubio asintió enérgicamente y, al hacerlo, las gotas de agua salían despedidas de su largo y húmedo cabello.
—Sí, obreros.
«Qué casualidad», pensó Siempre-en-las-nubes.
—Resulta que tengo una máquina que excava. La inventé yo. Aquí mi fiel Squib es el piloto del Módulo de Mando a Babor y a Estribor. Squib manejará la máquina que realizará las excavaciones en su mina.
Los hombres volvieron a mirarse y gesticularon con las manos abiertas de forma muy peculiar.
—Usted explica máquina —dijo el pelirrojo volviéndose hacia el gnomo—. ¿Cómo catapulta?
—No, no, no, no se parece en nada a una catapulta. No es una máquina para sitiar. Es una máquina para cavar, el Dragón de Hierro. La construí yo mismo, con la ayuda de mi fiel Squib, claro.
—¿Dragón? —preguntaron el pelirrojo y el rubio al mismo tiempo con los ojos abiertos como platos—. ¿Dragón?
De repente, Siempre-en-las-nubes soltó una carcajada rompió la tensión.
—¡Oh, no! No es un dragón «de verdad». Disculpen la confusión. Se trata de una gran máquina, un dispositivo pulsado a vapor que se mueve sobre ruedas, como un carro a vapor… ¡Oh! Claro, probablemente no hayan visto ninguna a menos que hayan estado en el Monte Noimporta, pero funciona bien, yo no me preocuparía por eso. No hemos tenido muchos dragones de verdad por aquí. De hecho, no hemos tenido ninguno, desde la Guerra de la Lanza hace quince años, así que las cosas están bastante tranquilas por aquí, más o menos.
Entonces, dudó por un instante, pero luego siguió.
—No quisiera ser maleducado, desde luego, pero tengo que preguntarles, sólo debido a mi gran curiosidad, ya comprenderán. Tengo ese defecto desde que era un niño… pero tengo la impresión de que ustedes no son de por aquí, de Palanthas. Estaba pensando que… su forma de hablar es muy interesante, y me ha sorprendido bastante…, bueno, saben, no tiene nada de malo, pero… me ha parecido como si, bueno, como si vinieran de alguna otra parte, quizá no muy lejos de aquí —terminó la frase tosiendo—. No tiene demasiada importancia, y podemos…
—Del este —dijo el pelirrojo—. Del este somos, de muy lejos. Y ahora, usted contratar queremos, ¿hacer investigación?
—Desde luego —contestó Siempre-en-las-nubes, azorado y a la vez contento de cambiar de tema. Inmediatamente se acordó de otra cosa—. Eh…, espero que, al decir esto, no me consideren un descarado, pero necesitaría un depósito, si es posible, un adelanto, vaya, ya entienden.
El hombre rubio alto desató una bolsa húmeda que llevaba en el cinturón y se la tendió al gnomo, que de algún modo quedó decepcionado, pues la bolsa era más ligera de lo que había esperado. Él pensaba recibir monedas de acero, pero el interior de la bolsa hacía un ruido muy suave al moverla.
Con los nervios de punta, debido a los acontecimientos sucedidos por la mañana, Siempre-en-las-nubes tiró de las cuerdas que cerraban la bolsa, la colocó de forma que el interior quedara iluminado por la lámpara y miró dentro.
—¡Oh! ——dijo con un hilillo de voz.
—Dinero no tenemos —manifestó el hombre rubio—. Diamantes, sí, pero dinero no tenemos. ¿Diamantes usted coge?
Durante un instante, Siempre-en-las-nubes intentó no desmayarse.
—Desde luego —repuso con voz aguda—. Oh, desde luego.
Los tres hombres sonrieron enseñando sus dientes brillantes.
Dos horas después de que los hombres se hubieran marchado, Siempre-en-las-nubes recorría entre charcos las largas y serpenteantes calles del distrito comercial de Palanthas. No se había abrochado la gabardina y había olvidado sus botas, pero no le importaba mojarse. Corría ligero como una pluma. Acababa de pagar a su patrona y al propietario del almacén el alquiler de todo el año siguiente, aunque la patrona había pedido el doble del alquiler normal como medida de seguridad ante futuros impagos. Siempre—en-las-nubes, ahora mucho más rico de lo que hubiera soñado jamás, había guardado bajo llave las gemas que le quedaban en un banco de comerciantes. Y aún sería mucho más rico cuando cobrara la cantidad final que le debían una vez concluida la operación minera. Sus preocupaciones económicas habían desaparecido para siempre.
Había dejado de llover. Unas nubes oscuras y grises cubrían las inclinadas laderas de las montañas Vingaard que rodeaban la Ciudad Nueva. Unos asnos silenciosos y los caballos, empapados y abatidos, levantaron la vista cuando el gnomo cruzó a toda prisa. Ya podía ver el tejado rojo del almacén y, aunque le faltaba el aire y estaba exhausto, aceleró el paso.
Al llegar a los grandes portones dobles del almacén, redujo la marcha y se paró. Respiraba con dificultad y apoyó la cabeza en la pared desconchada de pintura. Mientras recuperaba el aliento, palpó los bolsillos de su gabardina en busca de la llave del candado, pero no la encontró. Jadeó con dificultad, aterrorizado por la posibilidad de haber olvidado el manojo de llaves en su oficina o haberlo perdido en su loca carrera para liquidar sus deudas. Justo entonces metió una mano temblorosa en el bolsillo de sus pantalones y tocó el frío metal de las llaves.
Respiró con alivio, las sacó, e introdujo cuidadosamente una de las llaves en el candado de la cadena que mantenía las puertas cerradas, dio una vuelta y el candado se abrió. Siempre-en-las-nubes empujó la puerta y entró.
El aire frío despedía un fuerte olor a aceite y a grasa. Media docena de esferas metálicas brillantes suspendidas del alto techo por finas cuerdas emitían una pálida luz blanquecina. Siempre-en-las-nubes había pagado una fuerte suma a un joven mago por esos conjuros de luz constante, pero había valido la pena. Las lámparas iluminaban su taller a todas horas del día o de la noche, y así podía trabajar hasta que se caía de hambre o de sueño.
El resultado de esos años de trabajo se erigía ante Siempre-en-las-nubes ocupando prácticamente toda el área del taller con su asombroso volumen. El gnomo suspiró y levantó la vista hacia su creación con lágrimas de alegría en los ojos. El monstruo negro dormía profundamente, ajeno a su presencia.
El Dragón de Hierro tenía una longitud similar a tres carros juntos y una anchura de una tercera parte. Debajo de sus seis enormes ruedas, las piedras del pavimento se habían hundido un palmo en el suelo debido a su descomunal masa. El cuerpo principal era un gran cilindro de hierro, con una caldera en un lado, del que surgía un laberinto de tubos y válvulas como una hiedra negra y nudosa. Se había instalado un par de cabinas recubiertas de hierro a cada lado en lo alto de la parte posterior, una para el piloto y otra para el comandante, Squib y Siempre-en-las-nubes respectivamente. En la parte delantera del cilindro, se apreciaba un inmenso bloque de palancas y mandos de dirección del que sobresalía un gran conjunto perforador de acero gris terminado en tres brazos, dos por debajo y uno por encima, del grosor del cuello de un dragón. Las puntas bifurcadas del taladro colgaban suspendidas en las alturas por encima de la cabeza del gnomo, y brillaban relucientes al resplandor de la mágica luz.
La máquina era mucho más gigantesca, fría y fea que si hubiera aparecido en una pesadilla, pero para Siempre-en—las-nubes era tan bonita como el rostro del ser amado, y más potente que todo un ejército de dragones. Además, dentro de sólo unos días iba a realizar su primer trabajo.
—Gracias Reorx por guiar mi mano —susurró el gnomo, que de repente se sintió humilde en presencia de su obra. Luego, respiró profundamente, levantó la barbilla y se dirigió a la tienda para comprar todo lo necesario para realizar un cambio de aceite y una puesta a punto completa.
Las horas le pasaron sin darse cuenta. Cubierto de mugre, Siempre-en-las-nubes canturreaba para sí mientras trabajaba debajo del chasis central de las ruedas posteriores comprobando los amortiguadores. Aparte de un par de nidos de pájaro y de los restos usuales de ratones, la gran máquina estaba en el mismo estado desde que la revisó por última vez. Se estiró para comprobar el ajuste de una tuerca en un perno.
A su derecha, sonó un tintineo al caer algo metálico al suelo. Sobresaltado, Siempre-en-las-nubes levantó la vista y vio la llave de acero que había usado para entrar en el almacén. Había quedado atravesada en un hueco del pavimento entre dos piedras.
Un poco más allá de la llave, justo al lado de la rueda, había dos botas negras altas, sucias de barro y húmedas. Entonces, una de las botas se levantó levemente, flexionando la puntera.
—El tiempo vuela cuando uno se lo pasa bien, ¿verdad? —dijo una voz de hombre desconocida.
Siempre-en-las-nubes espiró muy lentamente. Sintió un impulso irracional de arrastrarse hasta el interior de la maquinaria del Dragón de Hierro y esconderse, pero, en lugar de eso, levantó la llave cuidadosamente con dedos temblorosos.
—Se la había dejado en el candado —dijo la voz procedente de las botas arrastrando las palabras.
Siempre-en-las-nubes se mordió el labio inferior. ¿Sería un guardia municipal entrometido? Si era así, zanjaría la cuestión rápidamente: Siempre-en-las-nubes tenía dinero para sobornarle.
El gnomo recobró la calma:
—Gracias —gritó mientras terminaba a toda prisa de comprobar la tuerca—. Estoy con usted enseguida, si me lo permite. Estoy un poco ocupado, el mantenimiento de estos aparatos siempre lleva tiempo, ya sabe.
El hombre se apartó mientras Siempre-en-las-nubes, entre gruñidos, intentaba salir de debajo del chasis sin tocar la barra de pistones que conectaba las tres ruedas laterales. El gnomo vio inmediatamente que el hombre no pertenecía la guardia municipal.
Era alto, como todos los humanos. Tenía el pelo negro, muy rizado, el rostro marcado por la viruela y la piel cetrina. No llevaba armadura y sus ropas eran normales, y tampoco portaba armas, al menos ninguna que Siempre-en—las-nubes pudiera ver. Sus ropas estaban bastante secas, a excepción de las botas, y llevaba una gorra de color gris claro que Siempre-en-las-nubes había visto en la cabeza de la mayoría de visitantes de la parte central de Ansalon, en Estwilde.
Siempre-en-las-nubes echó un vistazo por detrás del hombre y vio que las puertas de entrada estaban cerradas.
——Interesante —dijo el hombre, recorriendo con la vista el monstruo de hierro que se alzaba al lado del gnomo. El desconocido masticaba alguna cosa, probablemente un trozo de resina o goma condimentada, una golosina que se había hecho muy popular en algunos lugares después de la Guerra de la Lanza—. ¿Lo construyó usted mismo?
Siempre-en-las-nubes sintió un indicio de orgullo entre su nerviosismo.
—Pues… sí, eh… lo hice yo. Me llevó doce años construirlo, encontrar todas las piezas adecuadas y… y todo. —Se aclaró la garganta—. Confieso que no esperaba tener compañía en el taller esta mañana, señor eh…
El hombre asintió, pasando por alto la insinuación. Seguía masticando su resina y mirando al Dragón de Hierro con ojos calculadores.
—Así que es usted un hombrecillo muy ocupado, ¿verdad? —dijo.
Siempre-en-las-nubes se quedó pasmado. Hacía mucho tiempo que nadie había sido tan claramente grosero con él refiriéndose a su altura.
—Sí, lo soy. —dijo bruscamente—. Y ahora, si me permite volver a mi…
—¿Esta cosa es segura o explota cuando se pone en marcha? —preguntó el hombre con una mueca burlona—. Nunca se sabe lo que puede ocurrir con las cosas de los gnomos. No se ofenda.
Siempre-en-las-nubes tardó un instante en poder articular las palabras.
—Tengo que decirle que no se trata de un aparato corriente —dijo enfadado—. He incluido todas las medidas de seguridad necesarias, y no existe absolutamente ningún riesgo de funcionamiento defectuoso o explosión de la caldera, siempre que el comandante mantenga abiertas las válvulas de liberación de presión cuando el vehículo esté parado y siempre que los niveles de agua se controlen adecuadamente. Los elementos calefactores no funcionan con combustible y son bastante seguros, ya que son un poco mágicos de origen, y me atrevería a decir que montar a caballo podría ser más peligroso, o sea, que sería bastante estúpido que, a pesar de ciertos incidentes desafortunados, alguien sugiriera que sólo porque algo está construido por un gnomo puede ser peligroso.
—Es un aparato impulsado a vapor, ¿verdad? —interrumpió el hombre. Parecía divertirse—. ¿Arranca lechos de flores con estos grandes taladros que tiene en el morro? ¿Es un «arrancaflores» a vapor?
Ésa fue la gota que colmó el vaso. Siempre-en-las-nubes irguió los hombros a la defensiva.
—Perdone usted, pero ya estoy harto de esta conversación y voy a tener que pedirle que se vaya y me deje seguir con mi trabajo, pues es muy importante y, sencillamente, no tengo tiempo de estar charlando…
—¿Ha tenido visitas esta mañana? —preguntó el hombre, como de pasada—. Tres tipos, ¿verdad?
—¿Y qué pasa si es así? —replicó Siempre-en-las-nubes.
El hombre no contestó enseguida. En lugar de eso, se acercó al Dragón de Hierro y pasó el dedo por encima de un tubo pintado de negro que recorría la cubierta del alojamiento superior de las ruedas. —¿Le dijeron sus nombres?
—A diferencia de otra gente, ellos… —el desagradable comentario fue a morir en los labios de Siempre-en-las-nubes cuando se dio cuenta, para su sorpresa, que los tres hombres no le habían dicho cómo se llamaban, ni tampoco Siempre-en-las-nubes se había acordado de preguntárselo—. No se lo diré —acabó diciendo el gnomo—. De todas formas, ¿por qué tendría que importarle eso usted?
—Bueno… digamos que, de algún modo, esos tres tipos y yo estamos en el mismo negocio. Buscamos cosas. Quizá sólo siento un poco de curiosidad por saber qué es lo que están buscando. Por razones personales.
El hombre se reclinó en el alojamiento de las ruedas, y luego, de repente, miró a Siempre-en-las-nubes casi con amabilidad.
—Usted regenta un negocio de minería, ¿verdad?
«Si fuera más alto —pensó el gnomo—, le daría un puñetazo en las narices y lo echaría de allí». Cerró los puños con impotencia. «Si fuera más alto…».
—¿Verdad? —preguntó de nuevo el hombre arqueando las cejas.
—Sí —refunfuñó el gnomo.
El hombre sonrió.
—¿Le han pedido que realice unos trabajos de extracción?
—Así es —dijo Siempre-en-las-nubes lentamente—, es un asunto entre mis clientes y yo.
—Ya. —El hombre levantó la mirada y examinó las alturas sumido en sus pensamientos—. Quizá. —Se quedó pensando un rato más y luego volvió a mirar la masa silenciosa del Dragón de Hierro—. ¿Y usted ha aceptado el encargo?
—Le he dicho que eso es algo entre mis clientes y yo, y su educación no es mucho mejor que la de un goblin.
El hombre dejó de masticar resina, y su sonrisa se desvaneció. Movió la cabeza casi con tristeza mientras exhalaba el aire por la nariz, y miró al gnomo con ojos fríos y vacíos.
Siempre-en-las-nubes se quedó petrificado. La rabia se convirtió en miedo de haber ido demasiado lejos. Dio un paso hacia atrás y, de repente, tomó conciencia de sus limitaciones físicas.
Transcurrieron unos minutos interminables. Lentamente, el hombre sacó algo de debajo del abrigo y puso el objeto a la vista con mucha parsimonia.
La luz fría brillaba sobre la superficie de una hoja de acero pulido, un enorme cuchillo de cazador de un solo filo y profundas ranuras que, a Siempre-en-las-nubes, le pareció casi una espada. Unas runas rojas decoraban el acero. El estómago del gnomo se encogió de repente. «Tengo que salir corriendo —pensó frenético—. Tengo que desaparecer de aquí». Pero, para su desgracia, estaba paralizado por el miedo y era incapaz de hacer otra cosa que mirar embobado.
El humano levantó el cuchillo de caza y empezó a rascar la pintura del tubo del Dragón de Hierro, desprendiendo las escamas con los dedos. Después de rascar la pintura de una zona de aproximadamente un palmo de largo por un centímetro de ancho, asintió con la cabeza como si estuviera satisfecho de su inspección.
—Buen trabajo —dijo, bajando la mano en la que llevaba el cuchillo. La inmensa daga apuntaba hacia los pies de Siempre-en-las-nubes—. Supongo que es mejor que me vaya y le deje volver a su trabajo.
Siempre-en-las-nubes no dijo nada, incapaz de apartar su mirada del cuchillo.
El hombre sonrió vagamente y asintió. Luego, se giró y caminó hacia los portones. Cuando casi había llegado al umbral de la puerta, se dio la vuelta. El cuchillo había desaparecido.
—Mmmm, ¿sabe?, estaba pensando —dijo el humano—, que si sus clientes llegan a saber algo de mí, podría tener muchos problemas. Si yo fuera usted, no les mencionaría esta agradable charla que hemos tenido.
Esperó el tiempo necesario para asegurarse de que el gnomo había captado el mensaje, luego abrió las puertas y salió. Antes de marcharse, giró la cabeza hacia el gnomo y se despidió con la mano; después, desapareció.
Siempre-en-las-nubes tardó un rato en darse cuenta de que en el exterior el sol empezaba a brillar entre las nubes. Percibió que el tráfico callejero aumentaba por el repiqueteo de los cascos de los caballos y el traqueteo de los carros sobre el empedrado. Pasados unos minutos, consiguió reunir el valor necesario para acercarse a la puerta y mirar a un lado y a otro de la calle. No había ningún rastro del humano.
Siempre-en-las-nubes cerró la puerta de golpe, corrió el pesado cerrojo y pasó una cadena por los portones.
Los transeúntes se percataron ele que no se oía ningún sonido procedente del almacén, cosa rara, ya que normalmente había mucho ruido siempre que el gnomo estaba dentro.
El fiel Squib era el encargado de preparar los entrantes para la cena, ya que los tres hombres tenían que volver a firmar los contratos y a ultimar los detalles de la misión de Siempre-en-las-nubes. El gnomo sabía perfectamente que la idea de Squib sobre lo que era un alimento comestible no concordaba con la de nadie, a excepción de la de otro enano gully, pero también confiaba en Squib para perderse rápidamente por Palanthas cuando salía de compras, como hacía siempre. Esto proporcionaría al gnomo y a sus clientes algunos minutos de paz para hablar sobre la misión. Si Squib regresaba pronto, en última instancia Siempre-en-las-nubes podía dejar, con toda generosidad, que el enano gully se comiera lo que él mismo hubiera cocinado, desde luego a solas en la cocina y con la puerta cerrada.
Los tres humanos llegaron al anochecer. No se habían molestado en peinarse o arreglarse las ropas, pero esos detalles significaban muy poco para Siempre-en-las-nubes, que los hizo pasar al interior y los invitó a sentarse.
—Sí —suspiró Siempre-en-las-nubes—, debo decir que ha sido un día bastante ajetreado desde que vinieron a verme esta mañana, señor…
Los tres hombres asintieron al unísono.
—Mmmm —musitó Siempre-en-las-nubes, mirando al hombre pelirrojo que era el que estaba más cerca——. Lo siento mucho, pero creo que he olvidado preguntarles su nombre.
El rostro del hombre se iluminó al comprender la pregunta.
—Harbis —contestó—. Harbis mi nombre es.
Los otros dos parecían sorprendidos, pero luego también respondieron.
—Klarmun —anunció el rubio robusto.
—Skort —dijo el alto.
Siempre-en-las-nubes respiró con alivio.
—Menos mal —comentó—, no saben lo agradable que es encontrar a gente tan educada que dice su nombre, no como otros que conozco. —Estuvo a punto de hablar más de la cuenta cuando el recuerdo del cuchillo de caza le volvió a la memoria—. ¿Quieren beber un vaso de leche de cabra? —dijo cambiando de tema mientras cogía la jarra y vertía las bebidas. Con una sonrisa forzada, repartió las tazas.
Los tres hombres cogieron sus bebidas y las volvieron a colocar en el plato sin mirarlas.
—Nosotros queremos usted hablar de nuestra mina, contratamos usted para excavar —empezó el rubio robusto. Palpó su chaleco de piel de ciervo con la mano y sacó un pedazo de pergamino doblado.
El rubio musculoso desplegó el papel cuidadosamente, lo alisó, y lo colocó bajo la luz mortecina de la lámpara. Una cara estaba completamente en blanco, a excepción de algunas marcas burdas que parecían haber sido dibujadas con un trozo afilado de carbón. Siempre-en-las-nubes miró el papel confuso hasta que reconoció en un mapa dibujado la bahía de Branchala al norte, la ciudad de Palanthas, y la Antigua Calzada del Sur que conduce hacia las montañas en dirección a la Torre del Sumo Sacerdote y las tierras de Solamnia.
Klarmun carraspeó y señaló con decisión sobre el papel.
—Ahora estamos aquí —dijo señalando Palanthas—, y pronto estamos allí. —Deslizó el dedo hasta un punto justo al este del camino del sur que salía de Palanthas. Siempre— en-las-nubes calculó que estaría a unos quince kilómetros de distancia de la ciudad, y nuevamente se sintió aliviado. El Dragón de Hierro podía recorrer esa distancia y volver fácilmente con un tanque lleno de agua.
—¿Ahí está situada su mina? —preguntó.
Los tres hombres asintieron.
—Desde camino aquí, usted vuela… —Klarmun tosió y empezó de nuevo—. Usted va aquí, dentro corriente de agua seca.
—Riachuelo seco —corrigió el alto Skort de pelo oscuro Klarmun asintió enérgicamente.
Siempre-en-las-nubes había salido en muy pocas ocasiones de Palanthas desde su llegada a la ciudad hacía ya años, y por eso desconocía la zona que indicaban los hombres. Sin embargo, como el Dragón de Hierro tenía un chasis semiflexible y amortiguadores resistentes, quizá podría aguantar una subida por el lecho de un riachuelo.
—El lecho del riachuelo, ¿es de roca sólida? —preguntó—. ¿De barro? ¿O está cubierto de grava?
—¡Ah, piedra! —dijo Klarmun—. Muy amplio, fácil caminar.
—Bien. Allí Squib pilotará el Dragón de Hierro. —Siempre-en-las-nubes se percató de que los hombres lo miraban con sorpresa—. Oh, sí, el buen Squib es el piloto. Creo que ya se lo había mencionado. Él manejará el Dragón de Hierro en su primera expedición. En realidad, tiene mucho talento para manejar los aparatos mecánicos, aunque nadie lo diría. La verdad es que me ha ayudado mucho en la construcción del Dragón de Hierro y nunca he ido tan lejos sin él. Un sabio, ésa es la palabra que le corresponde. —Siempre—en-las-nubes prescindió con tacto de la expresión «sabio idiota»—. Es un pícaro listo y tiene muy buen corazón; cuando uno llega a conocerlo es un verdadero placer estar con él. Una vez encontró la manera de… ¡Ah!, la cena debe de estar lista. Enseguida vuelvo.
Se oía un leve silbido de vapor procedente de la cocina. Siempre-en-las-nubes bajó de su silla y salió corriendo. Apareció de nuevo unos minutos más tarde —después de proferir toda una sarta de palabrotas y gritos de dolor— con varios boles llenos de diversos vegetales cocidos. Los puso sobre la mesa, uno al lado de cada cliente, y se sopló los dedos quemados. La combinación Cocedor de Alimentos, Mezclador y Limpiador de Platos no acababa de funcionar.
—Ya sé que es algo fuera de lo normal que el contratado ofrezca una cena a los que lo contratan —dijo alegremente—, pero realmente ha sido un día extraordinario y supongo que puedo permitirme ciertas libertades con el protocolo. ¡Ah!, bueno, vamos allá, aquí está todo. Allí tenemos un poco de vegetales picados, con algas en lugar de brécol, que no quedaba nada en el mercado, y algunas patatas de Palanthas, cocidas dos veces. Aquello de allí es un zumo muy sabroso, bastante fresco y, para acompañarlo, he hecho, aunque ya sé que no es la época, el pastel de nueces con nata agria de Yute de lord Amothus. Es un tipo de pastel muy especial y éste es el primero que he sido capaz de hornear sin la cocina. He puesto más nueces de lo normal, espero que no les importe. A Squib le gusta así.
Ninguno de los tres hombres se movió para probar la comida. El pelirrojo, Harbis, tragaba saliva y parecía mareado.
—Pregunta —dijo Skort. Se inclinó hacia adelante tapando con las manos el bol de apetitoso zumo como si lo protegiera—. ¿Cuándo usted empieza a excavar la mina?
—¿Cuándo? —Siempre-en-las-nubes se sirvió un montón de vegetales en el plato—. Bueno, he inspeccionado el Dragón de Hierro esta mañana justo después de que ustedes se marcharan y… mmmm, todo está correcto. Por lo tanto, lo único que tengo que hacer es instalar un tubo en los drenajes de lluvia y retocar la caldera principal, lo cual no debería llevarme mucho tiempo, dada la lluvia que ha caído esta mañana. Luego, tengo que hacer una última comprobación de los sistemas y debo obtener el permiso de las autoridades municipales para circular con un vehículo de grandes dimensiones por la ciudad, aunque quizá podría salir sin el permiso esta vez, ya que los oficiales suelen ser muy comprensivos con los inventores a veces, pero no siempre, según he podido comprobar en…
—¿Cuándo? —repitió Skort pacientemente.
—Pasado mañana —dijo Siempre-en-las-nubes. Tendió la mano para coger las patatas, pero se paró un momento—. Ahora pueden comer —dijo mirando los platos vacíos de sus invitados.
Harbis sudaba. Klarmun jugueteaba con un trocito de patata frita. Skort no miraba la mesa.
—Dos días, bueno —dijo Skort con satisfacción—. En mina los tres estaremos, esperando a mediodía. Caminar bueno para nosotros, vemos a usted allí. —Hizo una breve pausa y luego continuó—. Recuerde, usted pedimos que no hable sobre mina o excavación con otros. Secreto nuestra mina.
—¿Perdón? —Siempre-en-Ias-nubes había terminado de servirse y estaba a punto de comerse el pastel de nueces con nata agria.
Los tres hombres se miraron y luego Klarmun hizo un intento de comer, dejando a un lado el trocito de patata con alivio.
—Usted sobre esto, nuestra mina, no hable. No bueno todos sepan. Secreto.
Siempre-en-las-nubes asintió.
—Sí, ya recuerdo que usted dijo eso mismo esta mañana justo antes de que… justo antes de que se marcharan. —Pensó en el hombre del taller con el gran cuchillo. De repente, palideció como si se hubiera quedado sin sangre. ¿Qué estaba pasando?
—Diamantes dimos a usted, usted de nuestra confianza —dijo Skort. Sus ojos ahora parecían más grandes—. Si alguien de nuestra mina sabe, tenemos muchos problemas, sí, problemas. Usted nuestra confianza y… también su amigo. ¿No problemas?
Hubo un breve silencio. Siempre-en-las-nubes sintió una punzada de miedo.
—No hay problemas. Ninguno en absoluto.
—No problemas —repitió Skort con un gesto de aprobación—. Si problemas, nosotros tenemos usted…
La puerta de entrada se abrió de golpe, sin aviso. El viento frío de la noche se coló en el interior. Una figura achaparrada y sucia que acarreaba un cubo entró tambaleándose.
—¡Squib! —gritó el gnomo.
El enano gully tenía el cuerpo cubierto, de la cabeza hasta los pies llenos de barro, de grandes arañazos que le sangraban. Sus ropas, normalmente andrajosas, estaban echas trizas y olía como si se hubiera estado revolcando en una letrina.
—¡Por el gran Reorx! ¿Te han atacado? —Siempre-en-las—nubes bajó de la silla tan rápido que estuvo a punto de caerse. Se acercó a Squib corriendo—. ¿Te han pegado?
Squib movió los ojos de un lado a otro y negó con la cabeza sin soltar el cubo. Primero puso una mano sobre los ojos a modo de visera, como si buscara algo. Luego, señaló, emitió un breve silbido mientras hacía un gesto con su mano libre en forma de garra y representó la escena de una batalla con un enemigo felino. Al final, izó el cubo con un gesto de triunfo y levantó la mano libre con el puño cerrado por encima de la cabeza. Después, ofreció el cubo a los hombres sentados a la mesa.
Siempre-en-las-nubes clavó los ojos en el cubo y posteriormente los abrió con horror. El cubo estaba lleno casi hasta el borde de ratones muertos.
Squib había traído los «entrantes».
Siempre-en-las-nubes estaba avergonzado.
—¡Squib, por mi tatarabuelo Molinillo-de-aire, no! No vamos a ofrecer a nuestros… nuestros invitados…
Su voz se fue desvaneciendo. Harbis, con una expresión de alivio en la cara, arrancó el cubo lleno de ratones de la mano del enano gully. Un cúmulo de risas estalló alrededor de la mesa. Squib cogió una silla y se acercó a los tres hombres mientras Harbis iba ofreciendo los ratones a los demás, que los aceptaron con grandes suspiros.
Siempre-en-las-nubes cogió su plato, lo retiró de la mesa y lo llevó a la cocina. Esperaba que sus clientes le perdonaran su rudeza, aunque ahora ya sabía que eran bárbaros vestidos con ropa civilizada. Siempre-en-las-nubes se sentó en el suelo y cortó un trozo del pastel de nueces con nata agria, pero siguió imaginándose que estaba repleto de cabezas y colas de ratones. Apartó su plato tristemente y se bebió un vaso de agua para calmar las náuseas provocadas. No todo el mundo, pensó, está hecho para ser vegetariano.
Firmaron los contratos a la mañana siguiente, cuando Siempre-en-las-nubes ya se había recuperado. La comida fue un éxito total desde el punto de vista de los humanos, y del de Squib, pues el enano gully no sólo se comió varios ratones, sino también todo el pastel de nueces con nata agria.
El día transcurrió rápidamente. Siempre-en-las-nubes pidió a unos guardias municipales que hicieran ronda por el taller para comprobar si alguien rondaba por allí; la generosa donación que hizo a las arcas de la guardia municipal y a los fondos destinados a las viudas sirvió para que los guardias se tomaran un inusitado interés por alejar a los niños y a los vagabundos de su puerta. Así, el gnomo se sintió mucho más seguro y pudo cargar el tanque del Dragón de Hierro conectando una manguera al desagüe del taller y extrayendo toda el agua que necesitaba de las alcantarillas para llenar la descomunal caldera de la máquina de perforación.
Después de pasar todo el día haciendo la comprobación final de la máquina, Siempre-en-las-nubes llevó a Squib al taller para que probara el Dragón de Hierro. El gnomo y el enano gully se encaramaron a sus respectivas cabinas, y Siempre-en-las-nubes, con su acostumbrado comentario sobre «daños colaterales», decidió probar la máquina a un cuarto del vapor normal.
Al principio reinó un gran silencio en el taller. Sin embargo, pasados diez minutos, la inmensa caldera del Dragón de Hierro empezó a emitir un leve rumor. Siempre-en-las—nubes notó que la máquina empezaba a acumular potencia y a temblar levemente. Aunque en Palanthas se aplicaban unas leyes muy estrictas con respecto a los ruidos nocturnos, los humanos que no podían soportar el constante martilleo se habían mudado mucho tiempo atrás de esa manzana de casas, así que Siempre-en-las-nubes no estaba preocupado por posibles problemas con la justicia.
El rumor fue aumentando hasta que las paredes del taller empezaron a temblar por el efecto de unas ondas sónicas tan fuertes que el gnomo pensó que casi podía verlas. Los tapones de cera y las gruesas orejeras que llevaba puestas amortiguaban bastante el ruido. Squib estaba tranquilo y ajeno. Su equipo consistía en unos anteojos inmensos y unas orejeras que le daban el aspecto de un insecto, un traje acolchado y unos guantes recios para protegerse de los chorros de vapor. Siempre-en-las-nubes llevaba un atuendo similar.
A un cuarto del vapor total, el Dragón de Hierro daba señales de entrar en funcionamiento. Un tubo cercano al alojamiento principal de las ruedas traseras reventó. Squib y Siempre-en-las-nubes tiraron de las palancas, desconectaron los cables y apagaron los mandos y los botones. La vía de vapor quedó cortada. Poco después, un chorro de aceite salió disparado de una juntura que se había roto justo por debajo del conjunto de la cabeza perforadora, pero Siempre-en-las—nubes no hizo caso. La prueba de arranque había transcurrido tal como él esperaba.
Igual de satisfactoria fue la posibilidad que tuvo Siempre-en-las-nubes de ver a Squib desplegando su peculiar talento con los controles del magnífico vehículo. El gully mudo no podía contar hasta tres, como muchos de su clan, pero era capaz de desmontar cualquier aparato y volverlo a montar de forma impecable, una capacidad que había salvado al gnomo del desastre en este proyecto cientos de veces. Squib había superado todas las pruebas de pilotaje que Siempre-en-las-nubes preparó. Manejaba sin cometer ningún error el complejo conjunto de cuadrantes: palancas, botones, motores, dispositivos de alarma, timbres temporizadores, indicadores y otros aparatos que tenía ante sí en su pequeña cabina. El gnomo perdonó felizmente a Squib cualquiera de sus ofensas, incluso la de los «entrantes» de la noche anterior.
Siempre-en-las-nubes disminuyó la presión de la caldera pasados unos minutos, pues no creyó necesario realizar más pruebas. El día siguiente, al amanecer, aumentaría la presión al máximo y accionaría el mando principal. El Dragón de Hierro se pondría en marcha para ir al encuentro de los clientes en la mina. Sería un momento histórico. Quizá, pensó, la ciudad le reconocería su hazaña con alguna recompensa, como una estatua y un saco lleno de dinero. Nunca se sabía.
La máquina quedó completamente apagada a medianoche según el reloj de arena, el único objeto de cristal del taller que no había sufrido daños a causa del ruido. Una vez efectuadas las últimas reparaciones, Siempre-en-las-nubes indicó a Squib que no se molestara en limpiar, y salieron por la pequeña puerta trasera del taller. Poco después, Squib desapareció para escarbar entre un montón de basura.
El gnomo continuó el paseo solo, disfrutando de la brisa nocturna e intentando apaciguar el fuerte murmullo que aún tenía en los oídos. Hasta pasados quince minutos, Siempre-en-las-nubes no volvió a distinguir los ruidos normales de la calle.
Curiosamente, todos los perros del vecindario estaban ladrando como locos. En las ventanas de las habitaciones se veían muchas luces encendidas y le pareció que en la calle había una cantidad extraordinaria de gente discutiendo y señalando en la dirección de la que el gnomo venía. Se encogió de hombros, pues supuso que el cálido tiempo primaveral había sacado a la gente a la calle, y se puso a canturrear desafinando.
Cruzó por una callejuela y luego torció por una calle oscura muy cercana a su casa. Mientras caminaba, oyó un crujido detrás de él, como si hubiera caído una piedra. Se giró, pero no vio nada raro.
Cuando volvió de nuevo la cabeza hacia adelante, se tropezó con las piernas de un hombre.
El gnomo gritó sin querer del susto. Se apartó y levantó la cabeza.
—¡Por la patente de viga de aluminio de mis antepasados!, ¡qué susto! Tendrá que perdonarme…
Al reconocer la cara del hombre, Siempre-en-las-nubes trató de emprender la huida, pero una mano despiadada le agarró con fuerza del antebrazo derecho y le hizo volver al callejón a empujones. Siempre-en-las-nubes perdió el equilibrio y se cayó.
—El tiempo vuela cuando uno se lo está pasando bien, —¿verdad?
El gnomo tardó unos instantes en poder articular las palabras. El terror le impedía mirar hacia arriba.
—He guardado el secreto —dijo jadeando—. Se lo juro. Si usted fuera tan amable de revisar su estrategia para hacer amigos y dejarme marchar, yo… ¡ahhhh!
El humano agarró con fuerza las ropas del gnomo y lo levantó en vilo del suelo, empujándolo contra la pared del callejón. El gnomo estaba demasiado asustado para gritar pidiendo ayuda. Las manos del hombre aflojaron lentamente: las ropas empapadas del gnomo. Luego, el hombre se arrodilló delante de Siempre-en-las-nubes y tanto su rostro como su perfil eran claramente visibles en la oscuridad. Empezó a cepillar suavemente la ropa del gnomo como SÍ fuera un viejo y amable amigo.
—Qué mala caída ha sufrido allí —dijo el hombre suavemente. Acabó de ocuparse de la ropa y miró fijamente al gnomo—. Quiero saber si se va a marchar de la ciudad para ayudar a sus amigos y cuándo. Y espero que no diga que no es de mi incumbencia.
Siempre-en-las-nubes intentaba desesperadamente liberarse, hacer algo para defenderse.
___Le he hecho una pregunta —dijo el hombre.
—Mañana por la mañana —susurró el gnomo hoscamente—. Partimos antes del amanecer.
El hombre bufó enojado.
—Ya me imaginaba que algo estaba pasando cuando he oído que su «arrancaflores» impulsado a vapor se ponía en marcha esta noche. ¡Por los dioses de Krynn, se oía por toda la ciudad! No me sorprendería que los ciudadanos quemaran su pequeño taller como venganza por no haber podido dormir. Los gnomos tienen un sentido común como el cerebro de un mosquito. Y usted tiene aún menos del normal por relacionarse con esos amigos suyos tan especiales.
Se quedó un momento pensativo y luego respiró profundamente.
—Bien, amiguito, le diré lo que va a pasar. Antes de dejar la ciudad con sus tres robustos colegas, usted va a…
—Zorlen —dijo una voz. Sonaba como la de Klarmun.
Siempre-en-las-nubes y el hombre se giraron inmediatamente. Bajo la pálida luz de una lámpara lejana, el gnomo pudo ver la silueta de alguien parado en la entrada del callejón, alguien alto y de brazos musculosos, con el pelo hasta los hombros. El hombre se quedó paralizado.
Siempre-en-las-nubes se abalanzó hacia adelante. Se tiró con todo su peso contra el hombre arrodillado delante de él y le hizo caer de espaldas. Entonces, el gnomo salió corriendo del callejón por el mismo camino que había entrado, tropezando en la oscuridad con el empedrado y las rasuras.
Detrás de él, oyó a alguien que maldecía, luego, unos ruidos metálicos sobre las piedras, y más palabrotas. La pelea fue desvaneciéndose a medida que él se alejaba a toda prisa.
Siempre-en-las-nubes no sabía cuánto tiempo había pasado cuando llegó tambaleándose a la puerta de su casa y se apoyó en ella. Le quemaban los pulmones y no podía respirar. Intentó girar el tirador de la puerta, pero estaba cerrada. Tiró de él con fuerza, aunque luego lo soltó y se palpó el bolsillo en busca del manojo de llaves.
Las llaves habían desaparecido.
Después de buscar infructuosamente, Siempre-en-las-nubes se sentó en el umbral y se tapó la cara con las manos. Debía volver y encontrar las llaves. Tenían que estar allí, pues se acordó del sonido metálico que había oído cuando su asaltante le había empujado contra la pared: fueron las llaves al caer del bolsillo del chaleco.
Siempre-en-las-nubes hubiera preferido morirse antes que volver al callejón, pero la llave del taller y la de su casa estaban en el manojo. Si esperaba hasta el amanecer, alguien podía llevárselas.
«Saca el dragón que llevas en el interior», se dijo. Sabía que era cualquier cosa menos un dragón. Podía engañarse y pensar que era valiente y que sabía lo que debía hacer, pero no era verdad.
Cuando encontró el callejón, ya era de noche. No se oía ningún ruido. Todas las luces se habían apagado y la oscuridad era casi total. Tuvo que palpar la pared del callejón para poder continuar.
Como todos los gnomos, la visión de Siempre-en-las-nubes era sensible a los rayos infrarrojos, y por eso podía distinguir cualquier fuente de calor en la oscuridad, pero no vio nada caliente en la entrada del callejón. Mantuvo la cara pegada a la pared mientras deslizaba las manos por el empedrado tocando con los dedos restos malolientes sin identificar y otras porquerías.
La búsqueda de las llaves duró una eternidad. Siempre-en-las-nubes perdió la noción del tiempo. Se preguntó si no había sufrido ya bastante. Tenía las manos y la ropa cubiertas de basura, le llegaba el mal olor de excrementos de animales, y fruta podrida, y moho, y, de repente, sangre, mucha sangre.
«Por favor, que no encuentre un cuerpo —rogó—. Que encuentre mis llaves, y me voy. Por favor, que encuentre mis llaves, que encuentre…».
Tocó algo metálico con la punta de los dedos. Poco a poco fue acercando la mano y cogió las llaves.
Nunca en la vida hubiera pensado que fuera posible sentirse tan aliviado y ligero como él se sentía en ese momento. Después de todo, Reorx había escuchado sus plegarias.
El gnomo suspiró y se apartó de la pared. De repente, tropezó con algo que estaba detrás de él y se cayó al lado de un objeto blando y húmedo. Siempre-en-las-nubes soltó un grito de pánico. Casi podía palpar el intenso olor a sangre fresca.
Un cuerpo del tamaño de un hombre yacía sobre las piedras del callejón. No se movía y estaba más frío que un cuerpo vivo.
La primera pregunta que le vino a la cabeza cuando pudo poner en orden sus pensamientos fue si era Klarmun o el asaltante. Al cabo de un momento, pudo reunir el coraje suficiente para levantarse y averiguarlo. Miró a su alrededor pero no vio ni oyó nada, así que se inclinó sobre la cabeza del hombre. Lentamente, el gnomo acercó la mano y le tocó el pelo. Era grueso y muy rizado y estaba pegajoso debido a la sangre seca. Klarmun había gritado el nombre de Zorlen. Zorlen estaba muerto.
Siempre-en-las-nubes apartó la mano y dio un paso hacia atrás.
La cabeza salió rodando más allá del resto del cuerpo y fue a parar al pie del gnomo dejando un rastro de sangre.
Siempre-en-las-nubes se quedó rígido de miedo y soltó un gemido. Se apartó nuevamente y luego se desmayó.
Tenía algo caliente entre las manos. Siempre-en-las-nubes lo cogió sin pensar, vagamente consciente del olor del jugoso caldo. Entonces, alguien le empujó las manos hacia su boca, lo que hizo verter un poco del líquido caliente de la taza que sostenía. Empezó a beber. La boca y los dedos le escocían a causa del caldo, pero siguió bebiendo. Al cabo de un rato, Siempre-en-las-nubes apartó la taza vacía y se arrebujó en la manta que tenía sobre los hombros.
Se percató con sorpresa de que estaba en su propia cama. Alguien le colocó los pies dentro y los tapó con la manta. «Qué bien», pensó. El gnomo se durmió al instante.
Una mano nudosa y sucia dio unos palmaditas suaves sobre el bulto que roncaba por debajo de las mantas y levantó la taza del suelo. Squib sorbió las últimas gotas de caldo, luego recogió del suelo las inmundas ropas de Siempre-en—las-nubes y se dirigió al Receptáculo de Erradicación de casi cuatro metros de largo, que a veces funcionaba, situado en la parte trasera de la oficina. No tenía ni idea de lo que el gnomo había hecho en el callejón hasta tan entrada la noche en ese horrible estado, pero era obvio que su jefe había vuelto a casa mucho mis tarde de la hora habitual. El gnomo había tenido la suerte de que el valiente Squib estuviera cazando a su roedora presa en ese momento, justo en el callejón donde tuvo lugar la pelea. De no ser así… Squib se estremeció sólo de pensar lo que podía haber pasado. Seguro que algo malo, igual que lo que le pasó al otro tipo, el señor «Sincabeza». Squib se había quedado tan anonadado que incluso había dejado escapar al ratón.
Al volver del Erradicador, que resonaba alegremente con fuerza mientras destrozaba la ropa, el enano gully entró en la cocina y se sirvió otra taza de caldo. Bebió un sorbo y suspiró satisfecho. De todos los platos que sabía cocinar, la sopa de crema de rata era el mejor. Esperaba que su jefe hubiera sabido apreciarlo.
A la mañana siguiente, el cielo relucía sobre las montañas que rodeaban Palanthas. Los granjeros pasaban por las calles montados en sus carretas repletas con los productos para el mercado. En el puerto de la bahía, las gaviotas chillaban y los cuervos graznaban con fuerza.
Unas manos nudosas abrieron el par de portones de madera para que entrara la luz del amanecer y luego agitaron bruscamente al bulto escondido entre las mantas de la cama contigua. El gnomo se despertó con un grito y dio un golpe sin querer a la silla que había al lado de la cama. El montón de papeles de metro y medio de altura que había sobre la silla se tambaleó y cayó sobre el gnomo, dejándolo enterrado bajo una multitud de páginas blancas.
—¡Aaaaggghhhh! —gritó Siempre-en-las-nubes convencido de que le estaban atacando de nuevo. Se defendió agitando los brazos, expulsando montones de apuntes viejos de su cama. Squib se apartó con prudencia y se escondió debajo de la mesa.
Tras calmarse y sopesar la situación, Siempre-en-las-nubes se recostó entre las mantas intentando apaciguar los latidos de su corazón. Los acontecimientos de la noche anterior quedaban ahora más lejanos, aunque no por ello eran menos aterrorizadores.
Squib se arrastró con cuidado hasta la cama y tocó suavemente el brazo de Siempre-en-las-nubes, a la vez que señalaba hacia la ventana y la luz que entraba a través de ella. Siempre-en-las-nubes se giró, y luego volvió a mirar a Squib confuso. De repente, comprendió.
—¡Oh! ¡Por todos los dioses de Krynn! —Con un renovado terror, Siempre-en-las-nubes batalló con sus mantas para liberarse—. ¡Tenemos que ir al taller! ¡Habíamos planeado encontrarnos con nuestros clientes en la mina a mediodía!
Los siguientes minutos transcurrieron de forma confusa. Mientras intentaba ponerse precipitadamente un par de pantalones limpios, Siempre-en-las-nubes se acordó de que Klarmun, su cliente, con el que iba a encontrarse dentro de poco, era un asesino. Sólo de pensarlo metió el pie en la pernera, con tanta fuerza que hizo un agujero en los calzones. Se los quitó y se abalanzó a toda prisa en busca de otros. Entonces, siguió reflexionando y pensó que Klarmun había acudido a rescatarlo y quizá por eso podía perdonarse el crimen. Quizá. El mero pensamiento hacía palidecer al gnomo. Se saltó el desayuno —porque el Instrumento Térmico para Despensa de Mantenimiento de Radiación Equipotencial había quemado todas las tostadas—, y Squib y él, el primero con una taza caliente de una especie de caldo jugoso en las manos, salieron a la calle a toda prisa.
Siempre-en-las-nubes se quedó atónito al ver unas grandes hojas de papel pegadas en las puertas del taller. Alzó la mirada para leer lo que estaba escrito.
—Aviso —leyó en voz alta—. En el día de hoy, la guardia municipal de Palanthas ha establecido que, hasta nueva orden, el dispositivo mecánico almacenado en estas dependencias no debe ser manejado dentro de los límites de la ciudad, por orden del sargento Liam Jeraws, ya que el excesivo ruido que con tanta violencia perturbó al vecindario la noche anterior, puede ser permanentemente… Pero ¿qué tontería es ésta? —Siempre-en-las-nubes soltó un gruñido mientras rodeaba el edificio en dirección a la entrada posterior—. Y pensar en todos los sobornos que he tenido que hacer para que ahora me vengan con esto. ¡Es vergonzoso! Hoy en día ya nadie respeta el dinero.
Squib eructó como si manifestara su acuerdo. Se limpió la boca y la barba con la manga y siguió a su jefe hacia el interior del taller.
Tardaron unos minutos en ponerse las ropas de protección, guantes, cinturones con herramientas, tapones para los oídos, gafas y orejeras. Y se entretuvieron otros más en volver a quitárselos cuando ambos se dieron cuenta de que tenían que ir a la letrina antes del viaje.
—Demasiados nervios —murmuró Siempre-en-las— nubes.
Una vez equipados nuevamente, realizaron una última comprobación de las cajas de suministros que contenían alimentos, herramientas, ropa y muchos metros de vendas limpias, por si acaso.
Pasados diez minutos, la ruidosa caldera estaba a un cuarto de su potencia total. A media potencia, se oyó un silbido agudo que desencadenó todo un coro de timbres de alarma en los dos grandes pistones de dirección. La monstruosa máquina rugía y se estremecía como si dentro tuviera lugar un terremoto.
Todos los malos recuerdos de la noche anterior se desvanecieron. El gnomo se sentía mucho más alto, más alto incluso que un humano. La sangre le hervía en las venas siguiendo el ritmo de las ondas sonoras que retumbaban por todo el taller. Una nube de polvo caía del techo.
Siempre-en-las-nubes miró por la ventana a su derecha a la cabina de Squib, y en ese mismo momento el enano gully volvió la cabeza y captó la mirada. El enano gully mostraba 1 una sonrisa de oreja tapada por orejera a oreja tapada por orejera, y sus bizcos ojos apenas se distinguían tras las gruesas gafas. Había llegado el momento.
—¡Adelante, hacia nuestro destino! —gritó Siempre-en-las-nubes señalando en dirección a las puertas, pero su voz se perdía en el caos reinante.
Squib asintió felizmente y, aunque no podía oír nada, apretó con fuerza el acelerador y accionó el mando principal para aumentar la potencia del Dragón de Hierro al máximo.
El gnomo dijo de repente:
—Primero tenemos que abrir las puertas —y luego añadió—: Tenemos que evitar los «daños colat…» ¡ay!
Demasiado tarde. El estruendo de la máquina le retumbaba en los oídos. Las turbinas y los pistones silbaban. El Dragón de Hierro emitía un agudo y machacón sonido metálico que ascendía por el techo hasta el cielo, cuyas vibraciones destrozaron el reloj de cristal que había en la parte posterior del taller.
Siempre-en-las-nubes lo observaba todo con una mezcla de asombro y horror, y un orgullo impresionante en el momento en que los gigantescos taladros atravesaron las puertas de madera del taller. Luego, el Dragón de Hierro destrozó la pared con facilidad y la atravesó. El monstruo negro avanzó a través del agujero y se dirigió directamente a la calle, curiosamente sin transeúntes. Las ruedas de la máquina aplastaron un carro de melones abandonado. Las expertas manos de Squib hicieron una maniobra rápida con los controles y el Dragón de Hierro pivotó suavemente sobre sus ruedas traseras para girar a la derecha por una calle que se vació rápidamente. La gente parecía muy excitada al verlos pasar.
«Seguro que lo estarán», pensó el gnomo orgulloso. Siempre-en-las-nubes nunca había imaginado, ni en sus sueños más atrevidos, que conducir el Dragón de Hierro fuera así. El suelo de hierro vibraba violentamente como si un gigante lo estuviera aporreando y le golpeaba las plantas de los pies sin piedad. Se mantenía erguido a duras penas, agarrándose a los tubos y a las palancas con todas sus fuerzas. Casi todos los controles de cristal se rompieron enseguida, y algunos se estropearon sin remedio, pero, aun así, el Dragón de Hierro parecía funcionar perfectamente.
¡Y qué ruido! Todo el aire vibraba como grandes olas que rompen en los acantilados durante una tormenta. Parecía que las casas se estremecían de pavor ante el invento de Siempre-en-las-nubes. Seguramente, la ciudad le recibiría como un héroe cuando volviera de su primera misión. Tal vez, cientos de personas se agolparían en su taller de investigaciones geológicas con nuevos proyectos de minas para excavar, nuevas fortunas para descubrir y una avalancha de elogios para el genio.
El Dragón de Hierro recorrió toda la calle en dirección a la intersección con la Antigua Calzada del Sur, de tres carriles. Siempre-en-las-nubes echó un vistazo a sus espaldas pero no podía ver gran cosa debido a la nube de polvo y polvo que dejaban a su paso. Sin embargo, podía asegurar que el camino estaba sufriendo unos daños considerables. Hizo una mueca sólo de pensar que tendría que gastar otro diamante o dos en las reparaciones de la calzada, pero valía la pena conservar las buenas relaciones públicas.
También causaron algún que otro problema. Dos carros abandonados quedaron destrozados bajo las inmensas ruedas de la máquina y una de las piezas de madera que había quedado esparcida por el suelo obstruyó la barra de dirección trasera. El Dragón de Hierro se tambaleó hacia la izquierda, chocó con seis árboles añosos que bordeaban la avenida y los hizo trizas, hasta que la tabla se desprendió y Squib pudo recuperar el control de la máquina.
Al llegar a la intersección con la Antigua Calzada del Sur, el Dragón de Hierro giró para emprender el tramo final de su viaje. Al dar la vuelta, Siempre-en-las-nubes se encontró de cara a una nerviosa multitud de guardias municipales que blandían sus porras, y a un hombre y a una mujer vestidos con túnicas rojas que llevaban algunos magos de la ciudad. El pelotón estaba sólo a treinta metros de distancia.
—Oh, oh —murmuró el gnomo, aunque su voz quedaba apagada por el estruendo. Cogió un cordón y tiró de él para activar un silbato de alarma antes de parar la máquina. Los guardias se agacharon asustados al oír el silbido. Luego, tiraron sus armas al suelo y, con la boca bien abierta y las orejas tapadas con las manos, salieron huyendo. Los magos vestidos de rojo eran los que corrían más rápido. Siempre-en-las-nubes decidió que ya no había necesidad de parar, así que continuaron.
A través de las ventanas de la máquina vieron los últimos edificios de la ciudad. La parte frontal del Dragón de Hierro subía de forma constante por la Antigua Calzada del Sur en el extremo sudeste del distrito comercial. Estaban al pie de las montañas. A partir de allí, la calzada presentaba un tramo de curvas a derecha e izquierda —como los andares de un borracho—— a lo largo de varios kilómetros, pero sólo tardarían algunas horas en llegar a la mina si el nivel de vapor se mantenía alto.
El Dragón de Hierro chocó contra una estatua de bronce sobre un pequeño pedestal de piedra que había en la calzada, dio un tumbo bastante fuerte antes de romper la figura y la base de piedra. El gnomo salió botando de la silla pero, por la ventana delantera, pudo ver que había algo en la calzada delante de ellos, justo en el recorrido del monstruo.
Era un hombre vestido con una túnica negra. Siempre—en-las-nubes se puso de puntillas y echó otro vistazo.
En realidad, parecía un elfo. Estaba allí de pie, tranquilamente, a menos de cuarenta y cinco metros, con los brazos cruzados encima del pecho mientras observaba la máquina que se acercaba. Siempre-en-las-nubes podía ver los negros ojos del elfo perfectamente. Le miraban a él fijamente, y la sangre se le heló en las venas.
Hasta el más humilde de los gnomos de Palanthas había oído hablar de Dalamar, jefe de la Orden de Túnicas Negras, uno de los magos más poderosos que existían. Siempre-en-las-nubes recordaba vagamente haber oído que Dalamar tenía como sirvientes a espectros, y que monstruos horribles vivían sometidos a su voluntad. En el pasado, Siempre-en-las-nubes había tenido sueños muy desagradables debido a otros rumores sobre Dalamar, pero ver al elfo oscuro mirándole de verdad era mucho peor que cualquier pesadilla. El gnomo intentó activar el silbato de alarma, pero el cordón se había movido y no estaba a su alcance. Siempre-en-las-nubes miró a la derecha y vio que el fiel Squib estaba batallando con una válvula de mando y no prestaba la más mínima atención ni a la calzada ni al solitario Obstáculo.
Saludos Siempre-en-las-nubes-piensa-en-las-musarañas-no te-enteras, dijo una voz fría y oscura en la mente del gnomo.
Siempre-en-las-nubes no había oído su nombre completo desde hacía muchos años, por eso le aterrorizó oírlo ahora en su mente, como si se lo dijera un fantasma. Sus pensamientos se quedaron atascados como una caja de cambios con un palo dentro.
Perdóname por utilizar el contacto mental directo contigo, pero una conversación normal es casi imposible, dijo la voz. Ayer por la noche me despertó el estruendo de tu máquina, y hace sólo un cuarto de hora he tenido que interrumpir mis estudios por la misma razón. Además de molestarme, tu aparato ha eliminado el tráfico de varias calles, ha reducido la población de esta ciudad a la anarquía, y ha causado daños en este distrito por un coste de varios miles de moneda. No me importaría lo más mínimo lanzarte a ti y a tu miserable aparato a la bahía y, de hecho, siento una gran tentación de hacerlo ahora mismo.
Al gnomo le flaqueaban las rodillas. Se agarró al borde de la ventana para no caerse e intentó reunir fuerzas para lo que le esperaba.
La cara del elfo oscuro, ahora sólo a cuatro metros de distancia, se iluminó con una sonrisa.
Por otra parte, sin querer, me has divertido y complacido, continuó la voz. Me desagradaba mucho la estatua de Elistan que has reducido a escombros. Elistan era un benefactor y, a la vez, el estúpido más grande que he conocido, y su estatua parecía una broma pesada. Además, tenía un parecido terrible, así que vamos a dejarlo en empate. Puedes marcharte.
Entonces, el elfo oscuro giró hacia la niebla y desapareció. Tres segundos después, el Dragón de Hierro pasó justo por el lugar en el que había estado el elfo y continuó su explosiva marcha hacia las montañas. Siempre-en-las-nubes estuvo un buen rato sin aliento, esperando a que Dalamar reapareciera y llevara a cabo su amenaza, pero luego cerró los ojos y abrió la boca para dar las gracias a Reorx con una plegaria.
Sin embargo, te recomiendo que tardes bastante en volver, dijo la voz bruscamente. Y mejor que vuelvas a pie, si es que regresas algún día.
No se oyó nada más.
Aparte de aplastar un carro cargado de fruta y una comadreja sorda, el Dragón de Hierro y su tripulación abandonaron la antaño tranquila ciudad sin más incidentes.
Siempre-en-las-nubes tuvo que gesticular frenéticamente con las manos para que Squib comprendiera las señales y detuviera la gigantesca máquina a veinticinco kilómetros fuera de la ciudad, ya en el interior de las montañas Vingaard. Los chorros de vapor salían despedidos por los tubos y las válvulas de la máquina y el estruendo retumbaba en los valles y los riscos. Siempre-en-las-nubes estaba tan cansado por el desapacible viaje que, de momento, era incapaz de caminar levantar cualquier cosa con las manos. Al bajar por la escalera, se cayó y aterrizó en el suelo. Se estaba quitando las piedras que se le habían clavado en las manos cuando apareció Squib.
El gnomo se retiró la protección de las orejas e intentó hablar, pero apenas se oía a sí mismo debido al continuo ruido que aún retumbaba en sus oídos. Gesticuló en vano, y luego agarró a Squib por el brazo y lo arrastró hasta la parte trasera de la máquina, ahora parada. Señaló el cauce seco del arroyo que se extendía a través de la calzada en dirección perpendicular a su trayectoria. Después de algunos gestos más, Squib captó la idea de que tenía que ascender por el cauce del río y, temblando, se montaron de nuevo en el vehículo. Los estallidos se oyeron de nuevo por todas las montañas. El Dragón de Hierro giró lentamente sobre sus ruedas traseras, las cuales lanzaban piedras a su paso, y emprendió su camino sobre el áspero suelo.
Ahora, la marcha era mucho peor que antes. No es que la Antigua Calzada del Sur estuviera en sus mejores condiciones en esa zona, pero el suelo era pedregoso y el enano gully tenía que conducir a menos velocidad. Siempre-en-las-nubes iba dando bandazos de un lado a otro de la cabina mientras las cajas y los armatostes botaban a su alrededor. El gnomo chocaba con la cabeza en los tubos e instrumentos cercanos tan a menudo que era desagradable. Más de una vez, casi estuvo a punto de salir despedido de la cabina por la ventana lateral.
Después de lo que le parecieron mil años de tormento, Siempre-en-las-nubes vio, aturdido, que el Dragón de Hierro se detenía. La máquina se balanceó suavemente sobre las ruedas y luego se asentó con otro coro de chorros de vapor y Explosiones metálicas.
«No sólo estoy sordo —pensó mientras yacía en el suelo de la cabina abrazado a un tubo con sus cortos brazos—, sino que también tengo los huesos de mi pobre cuerpo hechos polvo. Tendré que comprarme un cuerpo nuevo, lo que significa otro diamante gastado, pero valdrá la pena. Pediré un cuerpo más alto, si es posible».
Squib, apenas afectado por el viaje, y con una sonrisa, cogió a Siempre-en-las-nubes y lo bajó por la escalera. Para reanimarlo le ofreció un poco de caldo sabroso de un recipiente sellado. Siempre-en-las-nubes apartó la taza de un manotazo. ¡A saber con qué había hecho la sopa el enano gully!
Siempre-en-las-nubes se percató enseguida de que Squib había parado la máquina, pues sencillamente no se podía ir a ninguna otra parte. La corriente, amplia como un camino, manaba antaño desde lo que parecía una caverna a un lado de la montaña. La caverna se había hundido hacía mucho tiempo y, probablemente, la corriente se secó también entonces. Mientras Squib examinaba de pasada el Dragón de Hierro, Siempre-en-las-nubes se quitó las orejeras, las gafas y los guantes y, aunque se le doblaban las piernas, salió a inspeccionar la zona.
Lo que en principio parecía una caverna, en realidad, no lo era. Era la entrada, construida por enanos, de lo que tal vez fue una vieja mina, una mina de hierro, a juzgar por los trozos rojizos de hematites que cubrían el suelo. Siempre-en-las-nubes parpadeó al pasar sus manos sobre las piedras que enmarcaban la entrada sepultada. Seguramente los mismos enanos que habían construido Palanthas en el pasado también excavaron esta mina. Siempre-en-las-nubes calculó que no había habido obreros trabajando en la mina desde hacía…
—Cientos de años —suspiró Siempre-en-las-nubes. Comprobó que podía volver a oír su voz, aunque el ruido constante de los oídos no había cesado.
—Diez siglos —dijo una voz familiar a sus espaldas.
Con el corazón en un puño, Siempre-en-las-nubes respiró y se dio la vuelta.
Harbis y Skort estaban sólo a unos cuatro metros de distancia. Ninguno de los dos sonreía y, aunque estaban cubiertos de polvo parecían no notar el calor.
—Por los dioses misericordiosos, ¡qué susto me han dado! —Siempre-en-las-nubes se rio y se introdujo el dedo meñique en la oreja derecha—. Me he quedado un poco sordo, pero pronto estaré bien. ¿Ésta es la mina de la que me hablaron?
—Así es —dijo Skort. Echó un rápido vistazo a la entrada y luego volvió a mirar al gnomo—. Discúlpenos por haberlo asustado, pero hemos preferido dar un rodeo por el otro lado de montaña para no quedar ensordecidos por su… singular Dragón de Hierro.
—¡Ah!, no tiene importancia —contestó Siempre-en-las-nubes alegremente. El gnomo notó algo diferente, pero no podía determinar qué era—. Bueno, aún nos quedan cinco horas hasta que se ponga el sol, así que, si quieren que empecemos a perforar, sólo necesitamos unos minutos para que mi asistente prepare la máquina para la operación. Hemos tenido un viaje un poco duro hasta aquí, tengo que…
Se quedó callado en mitad de su explicación. Primero sintió un miedo irracional y luego tragó saliva y levantó la vista hacia Skort.
—Debo decir que su lenguaje ha mejorado mucho desde la última vez que lo vi. Déjeme que le felicite por su habilidad. Ha conseguido aprender el idioma mucho más rápido que la mayoría de la gente. No es una crítica contra los humanos, ya me entiende, pero sí que resulta un poco raro.
—Tendrá que disculparnos por el engaño, pero queríamos parecer diferentes de lo que somos —dijo Skort secamente—. El papel de bruto me va muy bien; a veces vale la pena parecer poco sofisticado. Mis socios no son tan hábiles con a lenguaje como yo, así que su representación era más genuina. Y sí, cuanto antes empiece usted a perforar, mejor. Estamos ansiosos de poner en marcha nuestro negocio de nuevo.
—Desde luego —asintió Siempre-en-las-nubes indeciso e incapaz de decir cualquier otra cosa.
Se giró para mirar la entrada de la mina pero, en vez de eso, vio a Harbis con las manos en las caderas tapándole la visión. Mejor dicho, Harbis parecía tener las dos manos en las caderas, aunque, en realidad, con una mano sostenía el mango de un largo cuchillo que llevaba atado a su muslo derecho.
—¡Oh! —dijo Siempre-en-las-nubes, y miró nuevamente a Skort asustado.
—Empiece a excavar, por favor —dijo Skort—. Le hemos pagado muy bien por su trabajo y estamos deseosos de ver los resultados.
—Mmmm, resultados… claro —repitió el gnomo—. Desde luego.
Miró por última vez el cuchillo de Harbis y luego se dirigió hacia el Dragón de Hierro, resistiéndose al impulso de salir corriendo.
Sin embargo, antes de llegar a la gigantesca máquina se paró de repente y miró hacia atrás. Cuando ya había empezado a hablar, Siempre-en-las-nubes pensó que se estaba buscando problemas, pero no pudo resistirse. Tenía que saberlo.
—Perdóneme —dijo—, pero no veo a su amigo Klarmun. Espero que no le moleste que pregunte por él.
Skort y Harbis miraron fijamente al gnomo durante unos instantes. La hoja de la daga de Harbis se deslizó fuera de la funda unos siete centímetros.
—Klarmun ha tenido que quedarse en la ciudad con un viejo conocido —dijo Skort fríamente—. Continúe.
Harbis volvió a guardar lentamente el cuchillo, aunque su mano seguía agarrando fuertemente el mango.
Siempre-en-las-nubes asintió de nuevo y, maldiciendo, se dirigió hacia el Dragón de Hierro. Por dinero había vendido sus servicios a agentes de la oscuridad, y ahora querían resultados. No eran bárbaros crueles en absoluto, sino actores que representaban sus papeles, cazadores de fortunas o ladrones. Obviamente, pensaban que en la mina se escondía algún tesoro y matarían para conseguirlo. Siempre-en-las—nubes había sido un estúpido. Estaba vivo sólo porque les resultaba útil, y porque sabían que no iba a traicionarlos.
La excitación que el gnomo había sentido durante el viaje hasta allí se había esfumado. Ahora temblaba sólo de pensar en el agudo dolor de una puñalada en la espalda y se preguntaba cuánto tiempo estaría vivo.
Skort había insinuado que conocían a Zorlen, «un viejo conocido» había dicho, pero lo más seguro era que fuera un viejo enemigo. ¿Acaso sospechaban los tres hombres que Siempre-en-las-nubes le había contado sus planes a Zorlen? ¿Qué harían si pensaban que lo había hecho?
Con la mente ocupada en todas estas disquisiciones, el gnomo apenas podía pensar en el trabajo mientras intentaba inspeccionar la situación con su asistente. El fiel Squib señaló algunas partes de la máquina que habían sufrido daños durante el viaje de varias horas, pero, en conjunto, el Dragón de Hierro había aguantado bien. No había razón alguna no empezar a perforar enseguida.
Suspirando profundamente, Siempre-en-las-nubes hizo una señal con la mano a los dos hombres y les indicó que iban a iniciar la perforación. Cuando les explicó que harían mucho ruido y que desprenderían muchas piedras, por lo «los daños colaterales serían extraordinarios», los dos hombres asintieron y bajaron hacia el cauce del río para apartarse del radio de peligro.
Siempre-en-las-nubes dio unas palmaditas en la espalda de Squib, y luego subió por la escalera de hierro hacia su cabina. Una vez allí, cerró con cuidado la puerta y colocó varios blindajes en las ventanas para protegerlas de las piedras, por último, miró por la ventana de estribor para ver lo que estaba haciendo Squib.
Una de las grandes cajas de suministros que había detrás de Siempre-en-las-nubes se movió y chirrió. La tapa se abrió. Siempre-en-las-nubes se giró asustado. Una figura sucia se levantó del interior de la caja sosteniendo la tapa abierta con un brazo. El pelo negro y rizado del hombre estaba cubierto de sudor, y la sangre reseca le manchaba la cara.
—El tiempo vuela cuando uno se lo pasa bien, ¿verdad? —dijo el hombre con voz suave y cansada. Siempre-en-las-nubes no podía pronunciar ni una palabra. Estaba mudo de miedo y de sorpresa.
El hombre, Zorlen, movió la cabeza para despejarse.
—Soy yo, pequeño amigo —dijo—. No te molestes en contestar, de todos modos casi no puedo oír nada por culpa del estruendo de tu «arrancaflores». He tenido que acompañaros en vuestro viajecito a las montañas. Teníais muchas cosas en este armatoste, pero supuse que no las echaríais en falta, así que las saqué y me metí dentro la noche de nuestro encuentro en el callejón. Me costó más de lo que pensaba, pues nuestro amigo resultó ser muy bueno con la navaja, mejor de lo que esperaba.
El hombre hizo una mueca de dolor y luego sacó el otro brazo de la caja. En la mano vendada sostenía el inmenso cuchillo de caza manchado de sangre.
Siempre-en-las-nubes pudo articular de nuevo las palabras.
—Pero, estabas m-m-muerto —consiguió balbuceará no t-t-tenías…
Zorlen soltó una débil risita.
—Parecía muerto, ¿verdad? Yo también lo pensé. El cadáver era igual que yo. Siempre lo hacen, ya sabes. La muerte cambia a todos esos draconianos sivak, tanto si son ellos los que matan como si los matan a ellos. Tuve que asegurarme de que estaba bien muerto antes de… —Zorlen levantó el mango de su gran cuchillo y lo deslizó suavemente por su garganta—. El mejor remedio para los dolores de cabeza que existe.
—Draconianos —repitió el gnomo aturdido.
Zorlen se frotó las orejas.
—Draconianos. Sabía que estos tres estaban tramando algo. He seguido a los bastardos escamosos desde Kalaman, al este de aquí. Robaron algunos documentos de un viejo mago amigo mío después de hacerlo trizas. Sabían lo que buscaban y adónde querían ir. La Reina de la Oscuridad debía de haberles advertido. Se llevaron sólo los documentos escritos por los enanos de Palanthas, los que hablaban de sus minas. Mi amigo recopilaba viejas historias como ésta. Luego, mataron a unos campesinos y les robaron las ropas y la identidad.
Zorlen tenía que gritar para lograr que su voz se oyera por encima del ruido, cada vez mayor, que producía el vapor de la máquina.
—Hace mucho tiempo, en la Era del Poder, los enanos encontraron algo en el interior de esta mina. Después sellaron la entrada y no regresaron jamás. Tus tres amiguetes descubrieron su secreto y ahora lo quieren para ellos, y te han reclutado para ayudarles a conseguirlo.
—¡Espera! —protestó Siempre-en-las-nubes—. ¡No son amigos míos, son clientes!
Nunca los había visto hasta hace dos días. Me contrataron, y además tampoco sé lo que quieren.
Zorlen suspiró y asintió. Fuera, la gran máquina empezó a retumbar con gran estruendo.
—Pensé que quizá fuera así, pero no estaba seguro. Al principio creí que tal vez fueras uno de ellos, pero luego me di cuenta de que no era así. Hacías demasiadas estupideces, actuabas como un verdadero gnomo.
Siempre-en-las nubes no estaba seguro de si debía sentirse aliviado o insultado.
—¿Cómo pudiste confundirme con uno de ellos?
—Nunca está de más ser un poco paranoico. —Zorlen sonrió tristemente—. Si los draconianos sivaks matan a alguien, pueden adoptar su imagen durante un tiempo, ya sea un gnomo o un ogro. Me parece que fui un poco rudo contigo, porque no sabía si eras uno de ellos o sólo un lacayo. Te debo una disculpa. Sin embargo, lo que tenemos que hacer ahora es…
Zorlen se levantó y se reclinó contra la tapa de la caja. En ese momento, los silbidos procedentes del exterior se convirtieron en un trueno ensordecedor. El Dragón de Hierro avanzaba hacia adelante. Siempre-en-las-nubes se cayó a un lado. Zorlen perdió el equilibrio, salió disparado hacia la pared trasera, y su cabeza golpeó el grueso hierro negro. Quedó extendido en el suelo, fuera de la caja, como una muñeca de trapo. El largo cuchillo cayó ruidosamente al suelo.
—¡Zorlen!
Siempre-en-las-nubes intentó desesperado reanimar al hombre, pero fue inútil: estaba fuera de combate. Siempre—en-las-nubes cogió precipitadamente las orejeras y las gafas y se las puso. También se introdujo unos tapones de cera en las orejas. La descomunal máquina avanzaba hacia adelante, palmo a palmo, recobrando el equilibrio a cada momento gracias a las habilidades de Squib. ¿Qué pasaría si los draconianos miraban dentro y veían a Zorlen? Skort y Harbis podían ponerse muy furiosos. El gnomo hizo lo único que se le ocurrió: volvió del revés la caja vacía y cubrió el cuerpo inconsciente de Zorlen con ella.
Siempre-en-las-nubes levantó cautelosamente por el mango el cuchillo manchado de sangre y, después de pensar un momento, lo colocó debajo de la caja junto a Zorlen. El humano parecía decir la verdad. Después de todo, no le había hecho daño cuando tuvo la ocasión. Se merecía una oportunidad de vengar a su amigo mago muerto, aunque Siempre-en-las-nubes rezó para que el gran humano no se despertara hasta que el trabajo hubiese terminado y estuvieran de vuelta y a salvo en Palanthas.
Un nuevo ruido procedente del interior del Dragón de Hierro empezó a oírse. Era una vibración lenta y regular acompañada de un zumbido que iba en aumento. Siempre-en-las-nubes se asomó a la ventana delantera y vio que los tres enormes taladros giraban cada vez a mayor velocidad. El polvo formó una nube que se elevaba desde el suelo debido al ritmo creciente de la vibración.
El Dragón de Hierro avanzó hacia adelante y se movió bruscamente cuando los taladros entraron en contacto con el viejo desprendimiento rocoso. Siempre-en-las-nubes ajustó los anteojos. Una espesa nube de polvo y fragmentos de piedras se esparcieron por el interior de su cabina a través de las ventanas. Se tapó la boca con el abrigo protector y pensó que ojalá hubiera diseñado una bufanda a modo de armadura. De hecho no importaba, ya que estaba encerrado en su propia máquina perforadora con un vengador loco, y fuera le esperaban unos humanos que probablemente eran unos draconianos sedientos de sangre y capaces de transformar su cuerpo a voluntad.
Siempre-en-las-nubes se agachó. La nube de escombros y polvo era cada vez mayor y obstruía la entrada de luz y aire. De todos modos, tenía que admitir con orgullo que, a pesar de lo mal que iban las cosas, el Dragón de Hierro estaba funcionando perfectamente.
Cuando por fin los taladros se pararon, estaba demasiado oscuro para leer los pocos dispositivos y controles que todavía funcionaban. Dentro de la cabina se había acumulado un montón de polvo de roca de tres palmos de altura. Siempre-en-las-nubes abrió la puerta trasera para sacarlo con una pala, pero entonces se dio cuenta de por qué estaba oscuro: el Dragón de Hierro había perforado la entrada, la había traspasado y estaba aproximadamente a treinta metros bajo tierra.
Se retiró con cuidado las orejeras y se quitó los tapones dé cera. Encendió una lámpara de aceite y cogió una escobilla del cuadro de herramientas. Estaba quitando el polvo de la maquinaria cuando se acordó de Zorlen. Con mucho cuidado, realizó una inspección, vio que el hombre todavía estaba inconsciente, limpió el polvo que había alrededor de la caja y abandonó la cabina, silenciosamente, por la escalera.
El fiel Squib ya estaba abajo inspeccionando la máquina. A la pálida luz de la lámpara, su amplia sonrisa fue un regalo tan agradable como el sol en un día lluvioso. El gnomo y el enano gully se abrazaron y se felicitaron, y luego procedieron a revisar el Dragón de Hierro.
—Confío en que todo esté bien —dijo Skort al cabo de unos instantes mientras él y Harbis cruzaban el montón de rocas aplastadas y se dirigían hacia la máquina perforadora.
Siempre-en-las-nubes dio un brinco. Casi se había olvidado de sus dos clientes amenazadores.
—Excelente —anunció rápidamente—. Todo va sobre ruedas, no se han producido daños permanentes ni problemas, no más de los rasguños habituales o abolladuras…
—Bien —interrumpió Skort—. Tengan la amabilidad de esperar aquí.
Se acercó al impertérrito Harbis, y los dos hombres pasaron por encima de los inmensos carriles que habían formado las ruedas del Dragón de Hierro y se dirigieron hacia el interior del amplio túnel de la mina. No llevaban ninguna lámpara.
—Supongo que debería coger la linterna de la cabina para ellos —murmuró Siempre-en-las-nubes mientras los veía alejarse—. Quizá me darían otro diamante o dos por… —su voz se desvaneció. Los dos hombres habían desaparecido en la oscuridad sin aflojar el paso.
Se quedó mirando durante unos instantes.
—¡Qué raro! —dijo débilmente. Se adelantó y aguzó la vista. Sólo el suave sonido de sus pisadas sobre la roca marcaba su paso, e incluso eso quedaba apagado por el silbido de vapor procedente de la gran máquina.
Durante unos veinte segundos, las fuerzas de la prudencia y el atrevimiento estuvieron luchando en la mente de Siempre-en-las-nubes. Al final, ganó la curiosidad, que ha matado a más gnomos que a gatos.
—Mi buen Squib —susurró a su amigo, que de nuevo se estaba hurgando la nariz—. Por favor, espérame aquí al lado de la máquina. No me sigas, sólo espérame. —Dudó un momento y luego añadió—: Si aquellos dos hombres vuelven sin mí, sube a bordo del Dragón de Hierro, enciérrate en la cabina y regresa a Palanthas. Párate a la entrada de la ciudad y deja la máquina allí. No te pares por ninguna otra cosa, bueno, sólo si te encuentras a alguien vestido de negro.
«Me van a matar —pensó—. Estos draconianos, si eso es lo que son, me oirán, y luego me cortarán en trocitos como un pastel de nueces con nata agria. Ni siquiera el Gremio del Monte Noimporta de Anatomía, Fisiología y Envasado de Carne me reconocerá. Debo de estar loco. Estoy loco. Debería pararme aquí mismo y regresar al Monte Noimporta y dedicarme a la hidrodinámica como todos los miembros de mi familia, a excepción del doce veces alabado abuelo Molinillo-de-aire, que se pasó al sector de vigas de aluminio y se hizo rico».
Siempre-en-las-nubes vio luz delante de él, una luz fría y pálida como el sol en una brumosa mañana de invierno. Aminoró su apresurada marcha de puntillas y notó que el suelo de la mina empezaba a inclinarse hacia abajo levemente y cada vez era más desigual.
El gnomo vio un objeto en el camino y se paró a cogerlo; Era una bota. Un poco más allá, había otra bota y luego varias prendas desparramadas y otras dos botas. No sabía si eran las de Skort y Harbis, pero los objetos todavía estaban calientes y, además, despedían un olor raro. Siempre-en-las-nubes dudó; luego, cogió una camisa y, hundiendo sil inmensa nariz en ella, inspiró profundamente. Con una mueca, apartó la camisa de la cara. Olía a lagarto.
Se oyó un ruido procedente del otro extremo de la pendiente. Siempre-en-las-nubes se agachó, pero después dejó la camisa y siguió hacia adelante de puntillas. Oyó a alguien que gritaba: era Harbis. El gnomo localizó un hueco entre dos rocas y se dirigió hacia allí para esconderse.
Al principio, pensó que Harbis decía «caca de gato», pero en otro momento oyó a Skort pronunciar claramente «¡chillidos hambrientos!». El eco repitió las palabras durante varios segundos.
Siempre-en-las-nubes echó un vistazo rápido por detrás de una roca y vio que Skort y Harbis, casi desnudos, estaban justo en el lugar en el que el túnel se nivelaba y se abría forjando una amplia sala. A ambos lados de los hombres había unos grandes globos brillantes, aparentemente de cristal, colocados sobre unos pedestales de piedra. Siempre-en-las—nubes estaba por encima de la cabeza de los hombres y a cierta distancia. Desde esa posición no podía ver el interior de la cámara.
—¡Chillidos hambrientos! —gritó Skort nuevamente, y luego se colocó las manos sobre la boca a modo de bocina para que le oyeran mejor—. Quizás haya muerto.
—Nuestra reina no deja esto pasar —dijo Harbis, y se acarició la barba pensativo—. Quizá la perforación oyó.
—¡Chist! —Skort levantó la mano. Siempre-en-las-nubes prestó atención y oyó un sonido lento y distante, como unos golpes. Tragó saliva para no respirar.
—¡Es enorme! —jadeó Harbis—. Demasiado grande. Antes que aquí llegue, nosotros… —Se apartó hacia atrás bruscamente.
—¡Maldita sea! —dijo Skort abriendo su boca de par en par—. ¡Maldita sea!
Se oyó un sonido leve y rítmico como si fuera de aire que entra y sale de un enorme fuelle. Junto a ese sonido, se acercaba el profundo retumbar de los golpes. Entre un golpe y otro transcurría un intervalo de algunos segundos.
El eco repitió una nueva voz por toda la inmensa sala. Era casi como un susurro.
—¿Quién me llama? —dijo la voz lentamente—. ¿Quién sabe mi nombre?
Skort tomó aliento rápidamente.
—¡Nosotros te llamamos, Chillidos hambrientos! —gritó. Entonces dio un golpe a Harbis en el brazo—. ¡Cambia ahora! —siseó.
Harbis asintió, pero Skort ya estaba cambiando. La cara del humano se estiró y se alargó hasta formar un hocico. El cuello desapareció; los brazos se ensancharon, los pies se alargaron y los inmensos dedos se convirtieron en garras. En los omóplatos le crecieron unas extrañas protuberancias. En la base de la columna le apareció de repente una cola que se fue agrandando hasta que llegó al suelo.
Las protuberancias de la espalda se convirtieron en inmensas alas plateadas. Tenía la cara de reptil y, a la fría y pálida luz, la piel cambió del bronce al blanco, y luego al brillante plateado. Harbis adoptó la misma forma sólo unos segundos después.
Siempre-en-las-nubes había sobrevivido a la Guerra de la Lanza casi sin darse cuenta, enterrado en sus estudios geológicos y mecánicos en el Monte Noimporta. Sin embargo, había oído hablar mucho de la guerra y conocía, por tanto, la existencia de los reptiles draconianos. Sabía que nacían los huevos de dragón sometidos a una transformación mágica corrupta, tenían colores metálicos, y explotaban o se convertían en piedra o en ácido cuando se morían, tal como informaban los supervivientes del Subcomité del Monte Noimporta para la Vivisección de Especímenes Peligrosos pero Potencialmente Fascinantes de Fauna Local. También había oído contar que algunos draconianos podían adoptar las formas de los seres que mataban. Zorlen estaba en lo cierto.
—¡Nosotros te llamamos, Chillidos hambrientos! —dijo con voz áspera el gran draconiano sivak que antes-era Skort—. Leímos en los antiguos pergaminos de los enanos que estabas atrapado, y hemos venido a buscarte.
—Pues ya me habéis encontrado —contestó con un trueno el dragón durante una pausa entre los profundos y rítmicos rugidos. Se oyó un fuerte golpe: una sombra se proyectó sobre los dos draconianos. Un pie descomunal cubierto de escamas golpeó el suelo pedregoso sólo a tres metros de distancia de Skort y Harbis, un pie tan grande que empequeñecía a los dos seres. Siempre-en-las-nubes podía ver perfectamente las rojas y brillantes escamas del reptil.
¡Un dragón! ¡Chillidos hambrientos era un dragón «traga—gnomos» que escupía fuego, real y vivo!
—No os reconozco —dijo el dragón precavidamente—. ¿Cómo me habéis conocido?
—Somos sirvientes de nuestra reina, y es una honra para nosotros poder saludarte, gran señor —dijo Skort con reverencia—. Las leyendas de los enanos citaban tu nombre y tu guarida, pero no esperábamos encontrar a uno tan grande como tú. Queremos liberarte, y después, te serviremos en todo lo que mandes.
La atronadora respiración sonó con mucha intensidad y luego cesó de golpe. Tras una pausa, se oyó un rugido tan horroroso que el gnomo se tapó las orejas con las manos. Una nube de polvo se formó a su alrededor. Era una onda sonora como la del Dragón de Hierro, sólo que ésta procedía de una garganta viva. Duró, según el gnomo, una hora.
El aterrador rugido se apagó bruscamente y el dragón volvió a hablar.
—¿Cómo os atrevéis a burlaros de mí? —preguntó con una voz que parecía empalagosa y maligna a la vez. Cada palabra retumbaba en los huesos de Siempre-en-las-nubes—. Cuando los enanos de Palanthas me despertaron y me encerraron aquí, era la segunda vez que me encarcelaban en esta gran celda de piedra. Primero fueron los elfos, los tres magos que ordenaron a la tierra que se tragara a mis hermanos. En el silencio eterno de estas salas me dormí atormentado por sueños de venganza y, sin embargo, se me negaba la posibilidad de mover ni una sola garra.
»Luego oí el golpeteo y el sonido metálico de las herramientas de los enanos. Ignorando mi posición, construyeron túneles por encima y por debajo de mí, por todas partes. Más tarde, uno me encontró, descubrió mi costado. Me tomaron por muerto, por una reliquia petrificada de una época anterior, y trabajaron como hormigas para liberarme y colocarme como pieza principal de una gran sala que excavaron en la roca, a mi alrededor. Ansiaba moverme, incluso parpadear, pero no hice ni un movimiento hasta el día en que terminaron su labor. Mientras me estaban admirando, salí de mi largo y miserable sueño y caí sobre ellos como la propia montaña.
El lento rumor de la respiración del dragón continuó durante casi un minuto antes de que la criatura volviera a hablar.
—Fue dulce probar de nuevo la sangre en mi boca, pero la dulzura duró poco. Muchos escaparon, sellando la caverna al salir, y me dejaron entre sus artefactos, sus luces mágicas, sus escaleras esculpidas, y montones de herramientas y huesos. Podía moverme, pero no volar. Podía ver, pero no había horizonte. Podía hablar, pero nadie me oía. Inspeccioné todas las zonas de estas ruinas buscando la manera de escapar, pero fue inútil. Los huesos de mis carceleros pudrieron y ahora no son más que polvo. ¿Cuánto tiempo hace que estoy privado del mundo de los mortales?
Los dos draconianos intercambiaron una mirada y luego levantaron la vista de nuevo.
—Gran señor, la guerra de la que habéis hablado primero, contra los elfos, fue hace unos tres mil años y, según sabemos, los enanos os encontraron hace mil años.
La pesada respiración terminó en un fuerte y sonoro resoplido. Una gota de líquido amarillo cayó desde arriba y salpicó a poco más de un metro de las garras de los dos draconianos. El líquido se inflamó y ardió un poco en el suelo pedregoso.
—Entonces, Takhisis me ha olvidado —dijo el dragón—, pero yo no me he olvidado de ella. Me he alimentado de magia y piedra, huesos y polvo, piedras preciosas y sangre. He dormido aquí durante muchas eras, esperando la ocasión de volar alto por los cielos del mundo. He esperado demasiado para escupir mi venganza sobre los verdes valles que tenemos encima. No puedo esperar más. Debéis liberarme. No me importa cómo.
—¡Podemos hacerlo! —gritó Skort bruscamente, como un alumno impaciente. Sus ojos brillaban de excitación—. Hemos encontrado a un gnomo estúpido y a un enano gully que han construido una máquina para excavar minas. Los hemos engañado para que vengan hasta aquí. Han perforado los escombros de la entrada de la mina. La máquina nos espera en la boca del túnel. Les obligaremos a ensanchar los túneles para que podáis pasar por ellos. ¡Estaréis libre en cuestión de días!
—¿Una máquina minera? ¿Eso era lo que provocaba el estruendo de antes? Entonces Takhisis os debe haber guiado desde el propio Abismo. No perdamos más tiempo.
Los dos draconianos retrocedieron rápidamente.
—¡Esperad! —ordenó el dragón. Otra gota del líquido ambarino cayó desde arriba y salpicó las rocas de la boca del túnel—. ¡Sangre!— dijo el dragón, y su voz sonaba ahora diferente—. Huelo a algún ser vivo de sangre caliente. Me ha despertado el apetito. ¿Con quién habéis venido?
Los draconianos miraron confusos hacia atrás, hacia el túnel.
—Aquí sólo estamos nosotros, Gran señor —dijo Skort.
—¡Estúpido! —espetó el dragón rudamente. Otra gota ambarina y corrosiva cayó de sus inmensas mandíbulas abiertas a las rocas—. He estado sin comida durante diez siglos y sé lo que hay aquí y lo que no hay.
Skort miró hacia el túnel aguzando la vista.
—Regresa y comprueba si te ha seguido alguien —ordenó a Harbis. Tras dudar unos instantes, el otro draconiano obedeció e inspeccionó detrás de los montículos de piedra y restos que abundaban en el camino.
—Por fin, libre —dijo la ronca voz a sus espaldas—. Libre, por fin. Los incendios brillarán como nunca cuando alcance las ciudades de los elfos y los enanos. Brillarán los bosques y los campos cuando los arrase a mi paso. He esperado y soñado demasiado. Mis enemigos han estado en paz durante mucho tiempo. ¡Debo ser libre!
Siempre-en-las-nubes regresó corriendo en medio de la oscuridad hasta el Dragón de Hierro. Estaba completamente agotado. Subía descalzo y jadeando por las rocas afiladas y tropezaba sobre el suelo desigual, pero iba tan rápido como podía. No tenía tiempo ni de regañarse a sí mismo por haber caído como un tonto en la trampa. Sólo había tiempo para huir.
Iba tan deprisa que, al voltear una esquina, chocó con alguien que descendía lentamente a tientas por el túnel en dirección al gnomo. Entre gemidos de dolor y sorpresa, el gnomo y el humano cayeron el uno sobre el otro.
Aterrorizado, Siempre-en-las-nubes intentó huir precipitadamente. Una mano agarró con fuerza los calzones del gnomo y lo detuvo de un tirón. Siempre-en-las-nubes notó cómo otra mano le cogía de la barba.
—¡No me mates! —gritó el gnomo.
—¡Maldita sea, cállate! —siseó Zorlen soltándole—. ¿Quieres que esos bastardos nos oigan?
—¡Dragón! —jadeó Siempre-en-las-nubes con el corazón en un puño—. Dragón… allí… rojo, inmenso… draconianos…
—¿Un dragón? —susurró Zorlen—. Dime lo que has visto.
Entre jadeos entrecortados y ataques de tos constantes el gnomo fue contando lo que había visto y oído. El humano se quedó atónito; sus manos liberaron al gnomo.
Siempre-en-las-nubes, algo más tranquilo, miró al hombre. Gracias a su capacidad de visión infrarroja el gnomo comprobó que Zorlen sangraba por una herida que tenía en la cabeza que, probablemente, se había hecho al caer dentro de la cabina del Dragón de Hierro. La mano de Zorlen temblaba cuando se la tocaba. Su aspecto ya no era tan amenazador como cuando lo conoció. Parecía un humano abatido y desesperado al que la suerte le había abandonado.
—¿Quién eres realmente? —preguntó Siempre-en-las-nubes con voz trémula—. No me gusta que me zarandee alguien a quien no conozco, aunque últimamente parece que ése es el pasatiempo preferido de mucha gente. No es que quiera ser desagradable, pero…
Zorlen miró en dirección al gnomo y sonrió. Siempre-en-las-nubes se dio cuenta de que el humano no podía verlo en la oscuridad. No podía ver nada.
—Me llamo Zorlen —dijo finalmente—, Zorlen Margauff, y soy un mercenario, una especie de entrometido que arregla asuntos delicados para las personas pudientes de Kalaman. Estaba ayudando a un amigo, el mago del que te he hablado, que tuvo una mala visión en su bola de cristal. Estuve fuera un par de horas y, al volver, lo encontré cortado a trocitos como si le hubieran pasado por la trinchadora de carne de un carnicero. Yo mismo tuve también algunas visiones y recuperé la pista de los asesinos. Los he estado persiguiendo durante semanas para ver lo que tramaban, pero nunca pensé que sería esto. —Zorlen respiró profundamente e hizo un gesto con las manos.
»Perdóname por haberte dado una paliza. En cierto modo, era mi obligación. Pensaba que también eras un draconiano por la forma en que congeniabas con los otros tres al principio. Pero, como he dicho, eras… —Dudó un instante al notar la repentina tensión del gnomo—. Eh, olvídalo, los draconianos son buenos actores, pero no tan buenos. Estaba equivocado.
Siempre-en-las-nubes echó un vistazo hacia el túnel, pero no pudo ver nada tras la esquina.
—Supongo que tendría que estar satisfecho por esta especie de disculpa —dijo lentamente—. Nuestra prioridad ahora es salir de aquí lo más rápido posible con nuestras extremidades y órganos internos intactos.
—Es el Abismo —dijo Zorlen, sacando un objeto de su cinturón. Era el largo cuchillo. Zorlen alargó la otra mano hasta su bota y saco otro gran objeto, una llave inglesa que probablemente había cogido de alguna de las muchas cajas de herramientas del Dragón de Hierro—. Primero tenemos que matar a dos draconianos, y luego debemos encontrar la forma de sellar esta mina de nuevo.
—¡Pero tú has comido demasiada carne cocida! —jadeó Siempre-en-las-nubes—. ¡Olvídate de los draconianos! Tenemos que salir de aquí antes de que ellos…
Una piedra rodó por el suelo por detrás de la esquina.
El hombre y el gnomo se giraron. Las palabras se les habían congelado en la boca. Una inmensa figura alada salió dando tumbos por detrás de la esquina y se lanzó sobre ellos.
Una de las alas golpeó la cara del gnomo y lo dejó casi sin sentido. Siempre-en-las-nubes cayó al suelo. El draconiano saltó sobre Zorlen y algo, que produjo gran estruendo, rodó por el suelo de la mina entre las rocas y la suciedad. Zorlen gritaba de dolor mientras repartía patadas con los dos pies. Una de ellas alcanzó el pecho del draconiano. Éste replegó sus alas y atacó de nuevo con las garras y las mandíbulas.
—¡Luz! —gritó Zorlen, blandiendo su cuchillo en la oscuridad—. ¡Necesito luz!
Siempre-en-las-nubes se arrastró a gatas intentando ponerse de pie. Sus manos tropezaron con una cosa dura y metálica en el suelo y la cogió. Era una llave inglesa, la que Zorlen había traído, una llave inmensa de nueve kilos de peso que utilizaba normalmente para las ruedas de dirección.
El draconiano y el humano luchaban en el suelo. El humano estaba encima. Siempre-en-las-nubes vio cómo el draconiano movía sus alas arriba y abajo con rapidez y cómo sus brazos golpeaban al humano una y otra vez. Los gritos de dolor de Zorlen resonaban con el eco por todo el túnel.
Sin pensarlo dos veces, el gnomo balanceó la llave, corrió hacia adelante y asestó un rotundo golpe en la espalda del draconiano. El crujido de los huesos al romperse pudo oírse incluso a pesar de los gritos de Zorlen. La criatura cayó hacia adelante y quedó atrapada entre sus propias garras. Emitía unos curiosos resuellos, como si no pudiera respirar, e intentaba darse la vuelta.
Siempre-en-las-nubes atacó de nuevo, pues estaba tan asustado que no podía hacer otra cosa. Se colocó debajo de un ala, balanceó la llave de nuevo hacia arriba y hacia abajo y golpeó el hocico del draconiano justo entre los ojos. Un brazo cubierto de escamas se desplegó, atacó al gnomo en la cara, y lo lanzó al suelo. Al caer, se golpeó la cabeza.
Siempre-en-las-nubes vio maravillado una explosión dé chispas y estrellas. Era una imagen impresionante. Sin embargo, por alguna extraña razón sabía que, cuando las estrellas desaparecieran, no iba a encontrarse demasiado bien.
Las estrellas se esfumaron rápidamente y, enseguida, sintió un dolor de cabeza impresionante que le machacaba el cráneo y le nublaba la vista. De repente, todo fue oscuridad.
—Ayúdame —gemía Zorlen—. Me ha desgarrado. Ayúdame.
El gnomo, mareado y magullado, se dio la vuelta, logró ponerse a gatas y se arrastró nada el humano. Zorlen yacía boca arriba y se agarraba el muslo izquierdo con las manos. Sangraba por todas partes. Un poco más allá, yacía otro cuerpo con un cuchillo clavado en el pecho inerte. El cuerpo del muerto era Zorlen.
—Ayúdame —jadeó Zorlen—, creo que me ha roto una pierna.
El gnomo dudó, pues se acordó de lo que le habían contado. Era difícil pensar con ese dolor de cabeza.
—¿Eres Zorlen realmente? —preguntó—. Podrías ser el draconiano, ¿no? Quiero decir que podrías haber adoptado el aspecto de Zorlen al matarlo y podrías estar esperándome para…
—Asqueroso renacuajo… —siseó Zorlen débilmente—. No soy el maldito draconiano y tengo la pierna rota. —Y soltó una serie de maldiciones que impresionaron a Siempre-en-las-nubes por su creatividad y expresividad.
La cabeza le estallaba, pero Siempre-en-las-nubes fue capaz de alcanzar la pared y ponerse de pie. Se acercó con cuidado hasta Zorlen. El humano se había quedado callado nuevamente y sólo se oían sus débiles gemidos.
—Entonces debes de ser Zorlen —-dijo el gnomo—. Como alguien me dijo una vez, los draconianos son buenos actores, pero no excelentes.
—Por los dioses, cállate y sácame de aquí.
—Tendrás que ponerte de pie y apoyarte en mí —dijo el gnomo.
Zorlen se apoyó y se puso de pie. Con la mano seguía agarrándose fuertemente la pierna izquierda. Su rostro se retorcía de dolor.
—¡Maldita sea! Eres demasiado bajo —murmuró—. No puedo hacerlo.
Siempre-en-las-nubes suspiró y luego miró a su alrededor en la Oscuridad.
—Bueno, supongo que podría ingeniar una especie de tablilla para tu pierna con la llave inglesa e incluso hasta sería capaz de improvisar una especie de torniquete, pues recuerdo una conferencia sobre este tema que tuvo lugar en el Gremio de Anatomía, Fisiología y Envasado de Carne, y estoy casi seguro de que no repetiría los fallos del conferenciante y no te pasaría lo que le ocurrió al que se ofreció voluntario para probar el torniquete, lo cual fue una lástima teniendo en cuenta que…
Zorlen apretó los dientes y tanteó a ciegas.
—Olvídalo. Puedo hacerlo —dijo—. Ayúdame a levantarme antes de que llegue el otro draconiano.
—Sólo tardaría un momento en recopilar los materiales para…
—¡Venga! ¡Levántame! ¿Dónde rayos estás?
Con gran lentitud por parte del gnomo, y una retahíla de maldiciones por parte del humano, Siempre-en-las-nubes consiguió levantar a Zorlen. Después de hacer algunas intentonas, adoptaron una especie de marcha a tres piernas. Zorlen se apoyaba en la parte superior de la cabeza del gnomo con ambas manos y lentamente iba dando saltitos por el túnel detrás de su bajito compañero. Siempre-en-las-nubes tenía molestias en el cuello debido a la presión, y además estaba el dolor de cabeza. A pesar de todo, el sistema parecía funcionar.
Mientras iban caminando a duras penas, el tiempo dejó de ser importante. Sólo lo eran sus pasos, el túnel y el dolor. Ninguno de los dos hablaba. El tiempo se les hizo eterno hasta que vieron una luz delante de ellos. Estaban cerca del Dragón de Hierro.
De repente, Zorlen flaqueó. Siempre-en-las-nubes se cayó de bruces, y tocó con la nariz en el suelo cubierto de escombros. El humano cayó encima de él. El gnomo tardó unos instantes en liberarse de su peso y luego comprobó que Zorlen estaba vivo pero inconsciente, pues había perdido demasiada sangre.
—¡Caca de rata! —murmuró Siempre-en-las-nubes empleando la blasfemia más fuerte que sabía. Se tocó la nariz magullada y se dirigió hacia el Dragón de Hierro.
El bizco Squib estaba retirando los escombros de alrededor de las ruedas del vehículo. Llevaba puestas las orejeras y estaba tan concentrado en la tarea que no se percató del gnomo, del mismo modo que antes tampoco había visto a Zorlen. Cuando Siempre-en-las-nubes tocó a su amigo, el enano gully dio un bote y soltó el pico.
—Mi valiente Squib —-dijo Siempre-en-las-nubes cuando el asustado enano gully se quitó las orejeras—, ¡tenemos que huir! Tenemos que montar en el Dragón de Hierro y regresar a Palanthas enseguida. ¡Estamos en peligro! —Miró hacia atrás—. ¡Ah!, y llevaremos otro pasajero. Démonos prisa.
Siempre-en-las-nubes subió por la escalera de acero hasta su cabina. Estuvo a punto de caerse dos veces, pues el dolor de cabeza lo convertía todo en distante e irreal, como una pesadilla.
La caja en la que se había escondido Zorlen bloqueaba a medias la puerta. Todo seguía cubierto de polvo. Siempre-en-las-nubes arrojó la caja por la puerta y luego activó los mandos para una puesta en marcha rápida. Si el último draconiano aparecía, recibiría una dosis desagradable de perforador de roca de tres cabezales. Siempre-en-las-nubes sonreía pensando en eso mientras accionaba los interruptores y giraba los botones de mando. Para finalizar la secuencia de encendido, cogió una palanca que sobresalía del suelo y tiró de ella, pero no ocurrió nada.
El gnomo lo intentó nuevamente; luego dejó todo lo que estaba haciendo y se lanzó con todas sus fuerzas sobre la palanca para moverla, pero tampoco ocurrió nada.
A Siempre-en-las-nubes le empezaron a sudar las manos. Zorlen debía de haber empujado sin querer la caja contra la palanca y el mecanismo se había atascado. La palanca era el Freno Terciario de Emergencia del Dragón de Hierro que bloqueaba las barras de dirección.
Siempre-en-las-nubes soltó la palanca y dio un paso hacia atrás. Su corazón cesó de latir, e incluso su dolor de cabeza remitió. El Dragón de Hierro no podía moverse ni un centímetro si el freno estaba atascado. Para ello, sería necesario efectuar importantes reparaciones, como cortar algunos cables y pernos de hierro.
Pero allí no se podía hacer nada. Nada de nada. El Dragón de Hierro estaba acabado.
El gnomo miró a su alrededor por toda la cabina como si la viera por primera vez. Conocía cada botón, cada mando, cada mancha de pintura. Pensó en la cantidad de veces que se había pellizcado los dedos y se le habían hinchado, en los innumerables rollos de vendas que había usado. Todo por él, su único hijo, y ahora estaba parado en una mina abandonada desde hacía tiempo y no podía moverse.
El último draconiano aparecería de un momento a otro. No tendría ningún problema para acabar con un gnomo, un enano gully y un humano inconsciente. Luego, liberaría al dragón, y luego…
Un chorro de vapor salió despedido de una de las válvulas laterales de la gran máquina. La presión de la caldera se había acumulado en el interior del Dragón de Hierro durante su largo período de inactividad. Siempre-en-las-nubes movió automáticamente un mando que abriría la válvula y liberaría el vapor.
Sus manos agarraron la válvula de las ruedas, pero se quedó dudando. El gnomo permanecía quieto, y miraba la válvula sin verla. Se mordió el labio y un tic le provocó un parpadeo en el ojo izquierdo.
«Debo ser como un dragón hasta la médula. Yo también debo ser un dragón».
Pasó un instante precioso. Luego, la mano del gnomo apretó con fuerza la válvula y empezó a girar, pero no en la dirección que en un principio había intentado. El chorro de vapor fue disminuyendo hasta que se desvaneció.
Siempre-en-las-nubes sintió crujir el suelo. Se movió y giró otra válvula para cerrarla también. Moviéndose cada vez más rápido, rotó otras tres válvulas y luego, mediante una serie de mandos, puso la caldera a la potencia máxima. Seguidamente, abandonó la cabina a toda prisa. Pensaba que iba a llorar, pero no le salieron las lágrimas. Ni siquiera miró hacia atrás.
Al otro extremo de la escalera, el enano gully se inclinaba sobre el cuerpo semiconsciente de Zorlen. Squib tenía una taza de caldo caliente y sustancioso, y daba de beber al humano en pequeños sorbos mientras le sostenía la cabeza con una mano sucia.
—¡Ya tendremos tiempo para eso después! —dijo el gnomo rápidamente—. ¡Tenemos que abandonar el Dragón de Hierro! ¡Arrastrémosle, y salgamos de aquí!
Squib miró atónito a su amigo y luego levantó la vista hacia la inmensa masa del negro aparato. El Dragón de Hierro empezaba a retumbar y a emitir unos fuertes sonidos a medida que los tubos y las paredes de la caldera se iban expandiendo.
—¡A correr! ¡Huyamos, escapemos! ¡Evacuación! ¡Abandonen el barco! —gritaba Siempre-en-las-nubes gesticulando vigorosamente con los brazos delante de Squib—. ¡Un draconiano se acerca por el túnel! ¡El freno de dirección está atascado! ¡Vámonos!
Squib se apartó con los ojos abiertos como platos y la boca de par en par. De la sorpresa, se le cayó la taza de caldo sobre la cabeza de Zorlen. El humano balbuceó algo y gimió. Siempre-en-las-nubes y Squib cogieron a Zorlen por los hombros y lo levantaron. El humano pesaba una tonelada, pero consiguieron moverlo con la cabeza colgando y el pelo rozando el suelo pedregoso.
Jadeando por el esfuerzo, el gnomo y el enano gully se dirigieron hacia la pálida luz en la boca del túnel. Estaba anocheciendo. La nube de polvo que levantaban a su paso les provocaba tos; tropezaron en los baches que habían causado las ruedas y, por poco, se caen sobre la grava suelta. La entrada estaba cada vez más cerca, a diez metros, a cinco, a dos.
A sus espaldas, uno de los tubos del alojamiento de las ruedas estalló. Salieron despedidos numerosos restos metálicos y piedras. De repente, se oyó un silbato de alarma que resonaba a través del túnel como el grito de un animal agonizante. Al final llegaron a la entrada.
Siempre-en-las-nubes se paró y miró hacia atrás. Con su capacidad de visión infrarroja vio brillar al Dragón de Hierro como si fuera el sol. Incluso a esa distancia podía sentir, a través de la ropa, el calor procedente de la caldera. El metal que se iba deformando emitía un ruido ensordecedor. Las junturas estallaron y el vapor rugía por todas partes.
—Adiós —dijo Siempre-en-las-nubes para sí y casi sin aliento—. Adiós.
Empujaron a Zorlen hasta la pálida luz del anochecer y lo arrastraron unos quince metros más allá de la entrada, a un lado, detrás de un gran saliente rocoso. El viento era frío y en el cielo del atardecer casi no se veían nubes. Empezaban a aparecer los planetas y las primeras estrellas de la noche.
—Dioses, me duele la pierna —murmuró Zorlen cuando se sentaron, exhaustos. Fue lo primero que dijo después de mucho rato. Sangraba y estaba pálido; realmente tenía el aspecto de un muerto.
—Sí, ya recuerdo que lo habías mencionado —dijo Siempre-en-las-nubes. Se puso a gatas y se arrastró por detrás de la roca para echar un último vistazo a la entrada de la mina. Casi estaba tentado de volver y ver su creación una vez más. Quizá no explotaría del todo, en cuyo caso podría…
Siempre-en-las-nubes se quedó paralizado. El último draconiano estaba en la entrada de la mina y sostenía mano el cuchillo de caza de Zorlen manchado de sangre oscura. El draconiano recorrió la zona con sus ojos y entonces vio la figura del gnomo. Las pupilas se le agrandaron y, a poco, esbozó una sonrisa amplia.
—¡Siempre-en-las-nubes! —-gritó con una voz que como el chasquido de dos piedras—. Te he estado bus cando. Todavía no has acabado el trabajo que te encargamos. Tu Dragón de Hierro está sobrecalentado, pero no ha sufrido daño alguno. No abandones ahora —la sonrisa se hizo más amplia—, también sabemos cómo usar a tu amigo Zorlen. Sé que está aquí. Intentaste engañarnos, creo, y esto no va a acabar bien. Se suponía que no tenías que contarle lo nuestro a nadie, pero lo hiciste.
Levantó levemente la punta del largo cuchillo.
—Nos sentaremos y hablaremos de estas cosas cuando termines este último trabajo para nosotros —dijo el draconiano. Mostró los dientes, blancos y brillantes—. Los negocios primero. Tú eres un hombre de negocios, o sea, que ya lo sabes. Luego, cuando hayas terminado el trabajo…
La tierra se levantó. En un abrir y cerrar de ojos, el draconiano había desaparecido.
En la entrada de la mina se produjo una explosión monstruosa de fuego, humo y piedras. La ráfaga se elevó hasta d cielo, cubrió las cimas de las montañas y arrancó una parte de montaña a su paso.
El gnomo se lanzó al suelo y se cubrió la cabeza con sus bracitos. Sentía, en las manos y en el cuello, las punzadas de los afilados trozos de piedra que salieron despedidos. El estruendo se oyó una y otra vez por todas las montañas del extenso valle, el último rugido del Dragón de Hierro se repetía. Y luego, todo quedó en silencio.
Transcurrieron unos minutos hasta que todo se calmó. Cuando le pareció que estaban a salvo, Siempre-en-las-nubes levantó la mano y se quitó el polvo de la cara. La entrada de la mina había desaparecido. Había quedado cubierta a una profundidad de varias decenas de metros por un montón de rocas desprendidas. No había ninguna señal del draconiano, ni siquiera las escamas.
Siempre-en-las-nubes se acordó de respirar, así que llenó sus así que llenó sus pulmones con el aire frío de la noche.
—Bien —dijo—. Eso es todo. —Se levantó tambaleándose y se restregó los ojos. Luego, se dio la vuelta y vio a Zorlen y a Squib que lo miraban fijamente, con sorpresa.
Siempre-en-las-nubes se irguió y se sacudió las ropas con aire más profesional.
—Desde luego, ya sabéis —dijo— que los acontecimientos catastróficos son bastante comunes cuando se emplea tecnología avanzada. Cuando se hace un pastel, es inevitable quemar la cocina al menos una vez.
—La mina… —empezó a decir Zorlen.
—Ya no existe —acabó Siempre-en-las-nubes—. Ni el dragón ni los draconianos. Éstas son las buenas noticias, como suele decirse. Las malas noticias son que tendremos que regresar a casa andando. Mejor dicho, Squib y yo volvemos andando, pero podemos improvisar una especie de camilla para arrastrarte por el camino. —Hizo una pausa—. Dalamar dijo que…
»Por otra parte —añadió el gnomo—, todo el mundo sabe que andar estimula la circulación, así que quizá, después de todo, no son tan malas noticias.
Al cabo de un rato, mientras Siempre-en-las-nubes y Squib inspeccionaban la zona en busca de materiales para fabricar la camilla, el gnomo se puso a pensar en el Dragón de Hierro. Primero se sintió triste, pero luego recordó que todavía le quedaba algo de dinero del adelanto que le habían dado los draconianos y aún tenía los planos de aquella nueva máquina perforadora, la que hacía los agujeros triangulares. Todavía era un gnomo joven, sólo tenía cuarenta años, por lo que todavía tenía tiempo para construir un Dragón de Hierro II.
Además, uno nunca sabía cuáles iban a ser las nuevas tendencias en el ámbito de la perforación de túneles.