Una noche de estrellas fugaces

[Nancy V. Berberick]

Todos dijeron que lo que ocurrió cuando tenía quince años no fue culpa mía. Nadie dijo: «Si Ryle hubiera sido más rápido… si hubiera sido más fuerte». Nadie dijo que mi padre todavía estaría vivo si yo hubiera visto el jabalí a tiempo, si hubiera gritado más fuerte, si no me hubiera quedado paralizado por el miedo que me impidió coger el arco y lanzar un cuadrillo a tiempo. Pero yo sabía la verdad. Aquella calurosa noche de verano recorrí un largo trecho de vuelta a El Cuervo cabalgando sobre un caballo y guiando al otro, la menuda yegua que transportaba el cuerpo destrozado de mi padre. Esa noche vi muchas estrellas fugaces, retazos de luz brillante cruzando el cielo negro que impregnaban la oscuridad como lágrimas vertidas por la verdad.

El jabalí asestó un golpe con la testuz e hirió de muerte a mi padre, pero fue mi miedo lo que le mató.

Ya de adulto, la gente me llamaba Ryle Espadas, porque pasé los diez años después de la muerte de mi padre perfeccionando mis aptitudes como guerrero como se afilan uñas y dientes, y luego me dediqué a vivir de ello. Probablemente os parecerá una fanfarronada, pero de todas formas os diré que, en esta parte de Krynn, se podían contratar muy pocas espadas mejores que la mía. La gente decía «Ryle Espadas nunca huye asustado de los ladrones y saqueadores. Tampoco tiene miedo de los goblins, ni de ningún animal del bosque».

Y así fue durante un tiempo. Como decía la gente, yo no tenía miedo de nada. El terror que me acechaba era que alguien pudiera volver a morir a causa de mi miedo.

Escogí ese oficio para enfrentarme al terror y vencerlo, como un niño al que le asustan los fantasmas y salta con avidez las vallas de los cementerios sólo para demostrar que no tiene ningún miedo. Pasado un tiempo, empecé a creer realmente que me había olvidado de los viejos temores, y durante una temporada nunca pensé que estaba «saltando muros de cementerio» cuando me pagaban por escoltar a tiernas doncellas y sus preciadas dotes a través del bosque y llevarlas al lugar donde se celebraba la boda, o por proteger y guiar a los viejos acaudalados de posibles bandidos cuando tenían que ir río abajo a visitar a sus parientes. Al cabo de un tiempo, llegué a creer que hacía un trabajo honesto. No sabía que el miedo no puede olvidarse hasta que se perdona.

Cuando no tenía ningún encargo, vivía en la taberna de El Cuervo, en un pequeño aposento sobre la sala común. En aquellos días, el pueblo no era exactamente como hoy, una bulliciosa encrucijada de tiendas de vinos, posadas, tabernas y herrerías agrupadas en torno al mejor vado sobre el río Rabia Blanca, justo donde sus curvas se deslizan por un estrecho valle al pie de las montañas Kharolis. Un verano me enamoré de la rubia Reatha, la hija del barquero. Yo la amaba, y ella me amaba a mí, pero en invierno me dijo que en mi corazón no había suficiente espacio para ella y para los fantasmas del pasado.

—Olvídalo —dijo triste y afligida—. Ryle, los accidentes de caza son muy comunes. Por favor, olvídalo.

Esos comentarios reavivaban el tan profundamente enterrado miedo, la vieja culpa. Yo no quería despertar mis temores y, por eso, acusé a Reatha de animarme a olvidar a mi padre. Intentó por todos los medios hacerme comprender lo que quería decir. Y yo procuré a toda costa no escucharla. Al llegar la primavera, ya no estábamos juntos, pero nos mirábamos de lejos. Mis ojos podían encontrarla en una calle llena de gente; los suyos podían encontrarme en la oscuridad.

La taberna se llamaba La Rosa de El Cuervo. El nombre le venía del pueblo y de las rosas trepadoras blancas y rojas que cubrían la valla de madera que circundaba el jardín de la taberna. El emparrado del rosal se encontraba detrás de las rectas hileras de nabos, zanahorias, patatas, judías y remolachas, propiedad de Cynara Tabernera, quien los cultivaba desde que era una niña. Era el típico jardín que se describe en las canciones y en el que uno se sentía invitado a sentarse en la confortable silla de madera, o en el banco de piedra anexo al muro cubierto de rosas. De vez en cuando, me sentaba a la sombra del emparrado en compañía de Cynara, pues era una buena amiga. Era viuda, y se hubiera casado con mi padre, también viudo, si él hubiera sobrevivido a la excursión de caza que hicimos juntos. Me había cuidado como una madre desde la muerte de mi padre. Decía: «la mala suerte y los jabalíes no cambiarán lo que siento por ti, chico».

Un día, a principios de verano, que dormitaba bajo el emparrado de rosas mientras oía el sonido de fondo de las abejas sobre las flores, se abrió la puerta trasera con el acostumbrado chirrido del gozne inferior. Un enano entró con decisión en el jardín y cerró la verja de golpe. Se acercó y se paró frente a mí con la cabeza algo levantada, ese gesto que los enanos tienen incluso cuando uno está sentado y ellos de pie y los ojos de ambos están a la misma altura.

El enano preguntó si yo era Ryle Espadas, a lo que respondí afirmativamente. Sólo se molestó en emitir un gruñido para agradecer mi respuesta.

—¿Quién quiere saberlo?

Me dijo que era un viejo amigo de Cynara y que se llamaba Tarran Quebracho, y luego se sentó en el banco junto al muro. Era un banco precioso, con un relieve de rosas trepadoras en los laterales y en las patas, trabajado por un maestro escultor a partir de una pieza de mármol blanquísimo. La mayoría de la gente se paraba admirarlo, incluso aquellos que solían verlo a menudo. Pero Tarran Quebracho ni siquiera le echó una ojeada. Se sentó y se quedó mirándome fijamente.

Él me observaba y yo a él. Tenía el rostro pálido y una barba oscura, lisa y aseada. Era muy delgado y bastante alto para ser un enano, llegaba a la altura del pecho de un humano de estatura media. Tenía el aspecto señorial de los habitantes de Thorbardin y parecía ser de mediana edad, lo que significa que tenía unos noventa años. A pesar de su delgadez, era bastante robusto, pero le faltaba el brazo derecho. Un broche de oro y esmeraldas en forma de dragón en vuelo sujetaba la manga vacía.

—¿Qué quieres, Tarran Quebracho?

—He venido a verte.

El fuerte estallido de unas carcajadas procedentes de la taberna nos interrumpió. Era un cúmulo de voces que se alzaban a gritos en tono de mofa. Alguien vociferó:

—¡El dragón! ¡Venga, cuéntamelo todo otra vez y será la cien en lo que va de año! —Y las risas estallaron de nuevo en La Rosa de El Cuervo, extendiéndose hasta el jardín.

El enano estaba quieto sobre el banco de piedra, entre las rosas, con la cabeza erguida y expectante.

—¿Nunca has oído la historia, Tarran Quebracho?

Asintió con la cabeza.

—La he oído. Hay un Dragón de Cobre que vive bajo las montañas, a gran profundidad, allí donde incluso nosotros, los de Thorbardin, no vamos jamás. Le llaman Garra.

Una brisa cálida agitó las rosas por un instante dejando tras de sí un perfume embriagador que casi se podía palpar.

—Ese mismo —dije—, aunque nunca he oído la parte de la historia sobre su nombre y ni siquiera sé si es un macho. De todos modos, el resto de la historia cuenta que el animal, si es macho, custodia un gran tesoro del tamaño de la taberna, y se dice que el dragón no es lo peor con lo que uno puede toparse allí.

—En eso la historia se equivoca. —Tarran tocó una de las rosas esculpidas en el lateral del banco y resiguió el perfil de un pétalo de mármol con el dedo, acariciando la suavidad de la capa de liquen verde ocre—. Garra es lo peor que uno puede encontrar bajo la montaña.

Tarren estaba muy quieto, y la luz del atardecer brillaba en el broche de piedras preciosas colocado donde en su día tuvo el brazo. El resplandor parecía dar vida al pequeño dragón de esmeraldas y casi se podía distinguir su aliento en el hombro de Tarran.

—Tú has visto ese dragón —afirmé.

—Lo he visto. Hace veinte años. —Tarran estaba inmóvil como una estatua, pero golpeaba suavemente con el dedo la rosa de piedra—. Mañana volveré.

—Déjame adivinar —dije—. Quieres matarlo, ¿no es cierto?

Desde luego, era una broma. Todo el mundo sabe que para matar a un dragón se necesitan varios ejércitos. Pero Tarran se tomó la broma con aire circunspecto, como si yo hubiera hablado en serio.

—Si pudiera matar al dragón —contestó—, no lo haría. La muerte de Garra no es la mayor venganza que puedo obtener.

Dejé de sonreír.

—¿Y tienes esa venganza totalmente planeada?

—La tengo. Quizá creerás que es una venganza fría, que llega demasiado tarde, pero me ha costado mucho dejar de gritar en sueños.

Gritos de terror, alaridos que se propagaban en la oscuridad de la larga noche.

Aparté la vista de él y de su reconocimiento del miedo como se aparta la vista de un ser deforme, fingiendo ese gesto de educación que el sentido común nos dice que está mejor que mirar fijamente al lisiado haciéndole tomar conciencia de su deformidad. Lo que el sentido común indica y lo que el gesto es en realidad son dos cosas distintas. En el fondo, la gente no suele considerar la lesión o la deformidad como una enfermedad, sino como algo que pudiera contagiarse. Y eso es lo que me ocurría a mí con cualquier confesión de temor.

Pero al manco Tarran parecía no importarle el hecho de que su miedo fuera demasiado horrible a mis ojos. Era su miedo, y le pertenecía. Se inclinó hacia adelante, con el codo apoyado en la rodilla, y un destello en sus ojos oscuros.

—Ryle, Cynara dice que tu espada está en alquiler. La gente me ha dicho que cuando tienes un encargo, lo cumples, y que no vas a matarme o robarme y salir corriendo ni te vas a sentir incapaz de llevar a cabo la tarea.

—Dicen bien —contesté—. Ninguna de las posibilidades tendría futuro.

Desprendió el broche de dragón de su manga vacía y me lo tendió. Yo lo cogí y me ensimismé con el verde brillante de las esmeraldas de las alas y el destello de luz de los ojos de rubí.

—Esto es una muestra ínfima del tesoro que se esconde bajo la montaña, Ryle Espadas.

Le devolví el broche. El oro, las esmeraldas y los rubíes brillaban como un arco iris entre los dos. Movió bruscamente el hombro derecho como si su cuerpo no pudiera olvidar lo que fue un día; antes de conocer al dragón era diestro. Sin embargo, reaccionó a tiempo y cogió el broche con la mano izquierda.

—Como ves —dijo sonriendo por primera vez, y forzadamente—, necesito una mano. Si vienes conmigo y me ayudas a vengarme del dragón, la mitad de lo que podamos coger el suya.

Me decidí rápidamente, como siempre.

—Mi espada es tuya —concluí—. Y como eres amigo de Cynara, no discutiré por los honorarios.

Eso también era una broma, pero Tarran ya había sonreído una vez ese día y no vio la necesidad de volver a hacerlo. Dijo que partiríamos por la mañana y no habló más. Cuando se marchó, me quedé sentado durante un largo rato hasta el anochecer. Oí la voz de Reatha un par de veces, primero su agradable risa y luego su tono quedo y confidencial, mientras ella y una amiga pasaban por el jardín al otro lado del muro. Cerré los ojos y la imaginé ataviada con las piezas preciosas procedentes del tesoro del dragón, un cáliz de oro en la mano, o un collar de diamantes luciendo sobre su pecho como gotas de agua.

Cuando la última luz se extinguía, Cynara se acercó al jardín para traerme la cena y se sentó en el banco de piedra a verme comer. Pasado un rato, dijo:

—¿Tarran te ha contratado?

—Sí.

Al oír esto, se quedó callada un rato. Era una mujer menuda y las rosas la rodeaban formando un arco; la fragancia de las flores era siempre su propia esencia.

—Ryle, él quiere terminar con un fantasma —sentenció cuando ya era prácticamente de noche—. Eso es lo que, en realidad, el dragón significa para él.

Yo me encogí de hombros y dije que si eso era lo que Tarran quería, era asunto suyo. El mío era mantenerlo a salvo durante el viaje, ayudarlo en lo que me pidiera y volver convertido en un hombre rico.

—¿No te da miedo pensar que quizás en la oscuridad, bajo la montaña, puedas encontrarte con alguno de tus propios fantasmas, Ryle?

Un escalofrío me recorrió el cuerpo, un hálito extraño en una calurosa noche estival, pero sonreí como si ella estuviera bromeando y contesté:-No he visto un fantasma en mi vida, Cynara, y no creo que empiece a verlos ahora.

Me levanté, la besé en la mejilla y le di las buenas noches. Tenía la piel tan suave como uno de los pétalos de sus queridas rosas. Ella cogió mis manos entre las suyas y me deseó buena suerte.

Por la mañana, cuando Tarran y yo fuimos a tomar el transbordados que cruza el río, Reatha estaba pescando en la orilla, con el pelo dorado suelto y la falda recogida en la cintura para que no le estorbada. La luz rosada del amanecer brillaba en sus piernas, que levantaron una estela de agua como pequeños diamantes cuando corrió a buscar a su padre, el barquero.

Me estuvo observando mientras cruzábamos el río, y ella sabía que yo lo notaba. Al llegar a la otra orilla, me giré y Reatha levantó la mano para decirme adiós.

—¿Es amiga tuya? —preguntó Tarran.

—Sí —dije en tono seco.

—¡Ah! —movió la cabeza indicando que había entendido—. ¡Qué pena!

No nos dijimos mucho más durante el resto del día.

Tarran estaba sentado y observaba el resplandor de las estrellas en la noche estival, esas luces diminutas agrupadas que se apreciaban mejor porque no había lunas, ya que la luna roja y la plateada acababan de ponerse. Habían pasado dos días desde que salimos de El Cuervo y estábamos acampados justo encima de la línea de árboles, cerca de una gran pendiente rocosa. En mitad de la pendiente, se apreciaba la entrada a las famosas cavernas, ya que el negro contrastaba con la claridad de la roca. Por la mañana, entraríamos y descenderíamos por su interior.

Cynara nos había llenado las alforjas con cecina y fruta, y haces de teas a guisa de antorchas. Dentro de las cuevas no había ni provisiones ni luz. De momento, para la cena, confiábamos en mi destreza para cazar y, gracias a mis pequeñas flechas para atrapar aves, conseguí coger un par de perdices gordas. Tarran comía mientras observaba el resplandor en el cielo, y cuando terminó, dejó de mirar las estrellas que brillaban en la noche y se acercó al fuego.

Durante un rato no dijo nada. Estaba sentado y me miraba desde el otro lado del fuego como si quisiera ver en mi interior.

Cogí mi espada y la puse sobre mis rodillas, agarré la piedra de amolar y empecé a pasarla sobre el filo reluciente. Sus ojos fijos en mí me pusieron nervioso, y mantuve el acero entre él y yo para intentar desviar su mirada.

Sonrió vagamente como si hubiera comprendido y dijo con suavidad:

—Cuando vinimos aquí hace veinte años, éramos cinco, mi hermano, otros tres parientes y yo. En Thorbardin se dice que estas cavernas están repletas de filones de plata y oro, pero no vinimos aquí por eso. La gente de Thorbardin maldice al dragón y se lamenta por la pérdida de la plata y el oro, pero no le dan importancia y excavan en otros lugares. Los otros y yo… éramos unos jóvenes alocados que queríamos encontrar el tesoro de la leyenda.

La luz dorada del fuego se relejaba en los cuchillos que llevaba encima: un par de puñales de filo recto, tres dagas con el borde ondulado, y un largo cuchillo cuya empuñadura estaba bellamente ornamentada. Como era manco, no podía utilizar ni el arco ni la espada, y el hacha la manejaba con dificultad excepto cuando la lanzaba. Como le faltaba un brazo, a Tarran le gustaban los cuchillos.

—El tesoro estaba allí —dijo, pero su voz ya no era suave, sino que tenía un tono de aspereza—. Era tan espectacular que no lo hubiéramos imaginado ni en sueños. Y también estaba Garra. Su nombre le hace justicia. Es como una garra, larga y veloz, y muy afilada. Es de color cobrizo, viejo y le ciega la codicia…

Sus palabras se apagaron y siguió recordando en silencio. Tenía un aire tan ensimismado que no supe si había terminado la historia. Abajo, en el bosque, se oyó el ulular de una lechuza; y el de otra que le contestó.

—Descubrimos el tesoro —dijo Tarran con un suspiro—, y el dragón nos encontró a nosotros, claro. Ahora ya no tengo hermano, sólo tengo el recuerdo de su muerte. Se llamaba Yarden, y nuestros amigos eran Rowson, Wulf y Oran. Eran hijos de Lunn Golpe de Martillo, familiares míos. Los vengaré a todos.

—¿Cómo vas a vengarte sin matar al dragón?

Garra es un avaro —dijo—. En Thorbardin decimos que un avaro acumula cosas para esconder aquella que le es más preciada. Yo sé lo que el dragón esconde. Si se lo arrebato, lo lamentará durante el resto de su vida. Y eso tiene que ser mucho tiempo.

Las llamas del fuego se avivaron momentáneamente y después volvieron a perder intensidad dejando el rostro de Tarran en la oscuridad. Movió la cabeza hacia atrás levemente y miró por encima de mí hacia la negra entrada de las cavernas. No podía verle la cara; no podía leer en sus ojos o adivinar lo que pensaba. Pasado un instante, me volvió a mirar e inclinó la cabeza ligeramente.

—Buenas noches —dijo, y su voz sonó apagada, obsesiva.

Me quedé sentado un buen rato preparando mis armas. Hice un paquete con las flechas para atrapar aves y las sustituí en la aljaba por otras con puntas de acero. El contacto de las armas en la mano me hacía sentir cómodo; era el acero para luchar contra el enemigo y el miedo. Así lo sentí esa noche.

Mientras trabajaba, empecé a pensar en Reatha, en sus cabellos dorados, en sus piernas bronceadas, en sus suaves y rosadas pantorrillas iluminadas por el sol. Al otro lado del río había levantado la mano para despedirse de mí. A pesar del tiempo que había pasado, seguía sin mirar a nadie como me miraba a mí.

Terminé mi tarea enseguida, me tumbé delante del fuego y me quedé dormido. No estaba inquieto y dormí bien, pero, de repente, casi al amanecer, me desperté con un escalofrío, y en el cielo, hacia el oscuro oeste, vi la estela brillante de una estrella fugaz que, formando un arco, descendía hacia el suelo como una flecha plateada.

Avivé el fuego con algunos troncos para calentarme mientras esperaba que Tarran se despertara. Debería haber tomado la estrella fugaz como una advertencia, como el recuerdo de un miedo que no quería admitir, pero no lo hice. Había puesto demasiado empeño en fingir que había vencido mucho tiempo atrás la vieja culpa y el miedo a que algún día, de nuevo, mi cobardía causaría una muerte.

Dejamos el mundo exterior antes de que amaneciera con la esperanza de que la pared rocosa estuviera fría y húmeda, pues teníamos que escalar un trecho hasta la entrada. Tarran me hizo subir primero.

—No querrás que un manco vaya delante de ti… Si me caigo, te arrastraría conmigo hacia abajo… Venga, sube.

Tenía razón, así que empecé a trepar. Por suerte, iba encontrando buenos asideros para las la manos y para los pies. Ya en el saliente, cogí una tea y la encendí con un pedernal. La fulgurante antorcha desprendía su luz por toda la repisa, y así podía ver a Tarran mientras ascendía. A diferencia de mí, él no utilizaba la mano para impulsarse, sino sólo para mantener el equilibrio, pues se apoyaba completamente en los pies. Cuando estuvo a mi alcance, me asió de la mano que le tendía y dejó que le izara hasta el saliente. Como era tan delgado, no fue difícil. Una vez a salvo, Tarran le dio la espalda al sol naciente y me guio hacia el interior de la montaña, escenario de sus pesadillas.

La luz procedente del exterior se mantuvo detrás de nosotros durante mucho más tiempo del que había imaginado, como si fuera un perrito pegado a nuestros talones, pero pronto se extinguió y sólo se apreciaba la luz de la antorcha, danzando sobre las paredes húmedas y el humo pálido que flotaba delante de nosotros a merced de alguna corriente cavernosa. Seguíamos un camino estrecho, las paredes se iban cerrando a nuestro paso y el techo era cada vez más bajo, hasta el punto que tuve que agacharme para pasar por donde Tarran lo había hecho fácilmente. Cuando llevábamos un rato caminando, levantó una mano en señal de atención.

—¡Escucha!

—¿Qué?

Se quedó muy quieto. La luz de la antorcha se reflejaba en sus oscuros ojos, y sus pupilas se agrandaron a causa del titilar del fuego. Giró la cabeza levemente, y los ojos, hasta entonces negros, lanzaban destellos rojizos, como los de un lobo de la noche. Los ojos de los enanos son así, cambian para adaptarse a la luz del entorno.

—Ahí —dijo—, ¿lo oyes?

Entonces oí una respiración que no era ni la de Tarran ni la mía.

—Así es como suena el dragón cuando duerme —dijo Tarran—, pero no sé si ahora está durmiendo. Aquí dentro hay eco, y los ecos también se repiten a su vez. —Me miró de cerca con la cabeza ladeada—. ¿Estás bien?

—Claro que sí —dije con cierta frialdad.

Arqueó una ceja como si hubiera oído algo extraño.

—No pasa nada si tienes miedo, chico.

Le dije que no tenía miedo de un eco y soltó una risa breve y seca.

—Bien, entonces sigamos. Aún nos queda un trecho.

Comprobé que la aljaba estaba todavía en mi cadera y palpé la espada en mi cintura. Mi arco, de madera de tejo y sin encordar, colgaba de un asidero en mi espalda. Con la antorcha en alto, seguí a Tarran por el estrecho pasadizo. Al largo de todo el camino, el resuello del dragón ascendía procedente del suelo y descendía del húmedo techo. Parecía como si saliera del interior de las propias paredes.

Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí…, susurraban los ecos de la bestia escondida en su guarida.

Si hubiera sido lo suficientemente listo para escuchar en mi interior, me habría dado cuenta de que el miedo que llevaba profundamente enterrado empezaba a despertar.

¡Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí!.

Cuando salimos del estrecho pasadizo, Tarran volvió a pararse, y yo alcé la antorcha hacia adelante. Ante nosotros, se abría un nuevo camino. Estábamos sobre un precipicio tan ancho que ni siquiera se adivinaba el otro lado. Tarran lanzó una piedra al vacío, y esperamos a oír cómo llegaba al fondo, y seguimos esperando y esperando.

—Sigamos —dijo, cuando estuvo seguro de que yo le había comprendido.

El sendero descendía serpenteante por el margen del foso, y allí, el eco del resuello del dragón no era el único sonido. Otras voces susurraban como fantasmas que surgían de la oscuridad.

Alguien, mucho tiempo atrás, había murmurado un secreto. Era otra voz que gemía en las garras frías del terror, y que sonaba como un dedo helado que me apuntaba a la nuca. Un buscador de tesoros hablaba de esperanza y oro, y alguien había gritado, cien años atrás, mientras la oscuridad lo engullía al caer.

Al oír de nuevo la respiración, todos los fantasmas, los antiguos ecos, se desvanecieron en un silencio que precedió a un aullido, un rugido pavoroso. A la luz vacilante de la antorcha, el rostro de Tarran resaltaba blanco como la cera por encima de su negra barba. Estaba temblando, y las gemas de su broche brillaban como dardos de luz en la oscuridad.

—Es Garra —dijo, escrutándome como si estuviera buscando una señal del temor que yo afirmaba no sentir.

Con el estómago encogido, anuncié que ya había reconocido al dragón, y luego propuse que nos moviéramos. Siguió avanzando con cuidado y lentamente mientras yo lo seguía.

El sendero era ancho, así que Tarran y yo podíamos andar el uno al lado del otro y aún quedaba espacio para otra persona entre nosotros y el precipicio. Tomamos un desvío que conducía hacia el oeste, pero enseguida perdí el sentido de la orientación debido a la espiral del camino. La tea que había prendido en el exterior se consumió, y encendí otra con las ascuas. Cuando la tercera había ardido hasta la mitad, Tarran se paró y me quitó la antorcha. La levantó y la adelantó un poco. La luz se reflejaba sobre todo el muro rocoso como una cascada de fuego, como un río dorado y silencioso, y él permaneció quieto como una estatua.

Los susurros procedentes de las profundidades resonaban a nuestro alrededor.

—¿Qué es? —pregunté.

Tarran se apartó para dejarme ver lo que había ante nosotros. El camino quedaba cortado a sus pies por un hueco dos veces mayor que yo. Di un golpe con el pie en el estrecho trozo saliente que aún se mantenía. Las piedras cayeron rodando al abismo: las más pequeñas chocaban contra los lados ruidosamente y las grandes caían en silencio.

—Daremos la vuelta y buscaremos otro camino —dije.

—No hay otro camino.

Giró sobre sí mismo y observó fijamente la oscuridad. Estaba tan cerca del borde que sólo de verle se me encogía el estómago. Los ecos fantasmales gemían y repetían promesas de oro y plata, joyas y riquezas. Sigue… aguanta… lo encontraremos… más de lo que nunca… vale la pena arriesgar la vida… El dragón seguía bramando y rugiendo una y otra vez.

Levanté la antorcha tanto como pude y vi que allí, a lo largo de todo el camino, la pared estaba sembrada de pequeños afloramientos. Casi ninguno servía de sujeción, pero había una protuberancia más larga que probablemente podía aguantar más peso.

—¿Te asustan las alturas, Tarran Quebracho?

Lo dije en broma y se rio, pero no con una risa breve y seca, sino con una alegría repentina de la que yo creía que carecía.

—Me gustaría conocer a un enano al que le asusten de verdad.

Cogí un rollo de cuerda resistente de mi bolsa, hice un lazo rápidamente y lo lancé hacia arriba. El lazo se deslizó sobre la protuberancia y quedó fijado a ella. Hice otra lazada, a modo de estribo, al extremo de la cuerda y pregunté a Tarran si quería ir primero. Me dio la antorcha, se enrolló una vuelta de cuerda alrededor de la mano, se agarró y se dio impulso. Inclinándose hacia el precipicio, dejó que su peso le balanceara de nuevo hacia el camino.

Cuando estuvo a salvo al otro lado, me lanzó la cuerda y le pasé la antorcha por encima del agujero. Esperamos a que la luz de la tea volviera a ser constante y, entonces, me colgué la bolsa, me preparé y salté. Estuve unos instantes colgando de la cuerda. Allí, casi parado encima de la oscuridad y el vacío, miré hacia abajo, hacia la negrura del agujero. Ese vacío infinito me hizo sentir como si e estómago me flotara, como si pudiera elevarme al soltar la cuerda.

Un rugido agudo y amenazador surgió de las profundidades invisibles. Me agarré sobresaltado, pero la cuerda me resbaló de las manos. El áspero cáñamo me quemaba la piel. Sentí el vértigo de la caída, aunque luego me recuperé.

El eco de los rugidos del dragón seguía sonando. Tarran profirió un grito al ver cómo me quedaba meciéndome sobre el vacío.

—¡Ryle!… ¡Ryle!… ¡Ryle!

Casi no sentía la cuerda en mis manos y ya notaba de nuevo la fuerza que me arrastraba hacia el vacío cuando Tarran tiró la antorcha, se adelantó tanto como se atrevió —más de lo que hubiera debido—, consiguió agarrar mi bolsa e intentó corregir el balanceo. A mis pies, la antorcha era como una diminuta estrella fugaz que se extinguía en la negrura eterna.

Me quedé colgando, pero sin saber si estaba sobre el vacío o en el saliente.

—¡Suelta la cuerda! —gritó Tarran—. ¡Ahora!

Inmediatamente, el eco de la cueva repitió: ¡Suelta la cuerda!… ¡ahora!.

Estaba a oscuras y tuve que confiar ciegamente en Tarran. Así que solté la cuerda y me di un fuerte golpe contra el muro. Las rodillas me temblaban y estaba mareado, tropecé y me agarré al hombro de Tarran.

—¡Tranquilo, chico! ¡Vas a conseguir que nos caigamos los dos!

El terror que me había encogido el estómago se había apoderado de todo mi cuerpo como un veneno. Cuando se apartó de mi, me tambaleé. Tarran me agarró del brazo para sostenerme con tanta fuerza que supe que más tarde me saldrían magulladuras.

—¡Quédate aquí! —dijo—. Quédate aquí. Voy a encender una antorcha.

Temblando y totalmente mareado, me apoyé en la roca mientras él cogía una tea de mi bolsa. Rascó el pedernal en el muro de piedra y saltó una chispa, pero se apagó. Luego, otra. Por fin, la tercera prendió, y Tarran dio las gracias al dios de los enanos. Reorx, por concedernos la luz. Levantó la nueva antorcha y por primera vez vi en su rostro algo de color, una señal de alivio.

—¿Estás bien?

El sudor frío me corría por el cuello y la espalda como si fuera la mano helada de la muerte.

—¡Claro que estoy bien! —contesté, y estaba completamente seguro de que daba esa impresión.

Sin embargo, la imagen de la antorcha cayendo, esa estrella fugaz, seguía en mi mente como un recordatorio de la verdad.

Estaba aterrorizado. Casi había provocado que los dos nos cayéramos al vacío, e incluso que Tarran muriera. Así fue aquella vez en que, muerto de miedo, no pude sacar el arco, ni lanzar la flecha, ni matar al jabalí que estaba abatiendo a mi padre.

Tarran puso su mano sobre mi brazo y todos mis músculos se tensaron por el contacto.

—Ahora cálmate. Estás de nuevo aquí, sobre suelo firme.

Pero yo no tenía miedo de las alturas, ni de caerme. Era aún peor, y debió de notarlo porque su voz sonó diferente. Debajo de esa seguridad me pareció percibir la duda y cierto reparo.

—Sigamos —dije rudamente, y le quité la antorcha.

Asintió con los ojos entrecerrados y se puso en marcha. Yo podía adivinar lo que pensaba del mismo modo que se percibe el estallido de una tormenta. Se estaba preguntando si se había equivocado al contratarme. No me dijo nada de ello, y yo me mostré frío y rudo; no le pregunté nada y no dejé que él lo hiciera. No tenía intención de hablar del miedo que él sospechaba.

Y eso fue lo que nos mantuvo callados. Tarran había pasado veinte años aprendiendo a no gritar en sueños, veinte años esperando hasta que por fin pudo domeñar su terror y urdir su venganza.

Había decidido correr el riesgo y confiar en que no se había equivocado al contratarme. Yo, por mi parte, había pasado diez años construyendo una honradamente merecida reputación detrás de la cual pudiera esconder la única verdad que nadie debía descubrir: que mi miedo volvería a matar a alguien que confiara en mí. Si ahora me retractaba, lo haría cubierto de vergüenza, como un cobarde al que los viejos señalan con el dedo, del que las mujeres se compadecen y los niños se burlan. Un cobarde al que Reatha pudiera rechazar por lástima.

Pero Tarran y yo teníamos razones para seguir adelante.

Abandonamos el camino de curvas después de caminar un trecho. No habíamos llegado al fondo del abismo, ni siquiera, según Tarran, habíamos descendido una décima parte de toda la distancia, pero encontramos un cruce en el sendero y la vía de la izquierda nos condujo hacia el interior de un túnel como un pequeño pozo. A medida que andábamos, yo agachado nuevamente, los ecos procedentes del precipicio se iban desvaneciendo y acabaron por desaparecer, aunque se empezó a oír otra vez la respiración de Garra, aquellos rugidos y gemidos de antes. El sonido de la bestia nos acompañó mientras pasábamos del pozo a una explanada rocosa grande y amplia.

Una corriente de agua encauzada en un canal de piedra recorría el espacio; era una fuente subterránea que parecía brotar de la roca y fluir hacia el interior de la oscuridad.

—¿De dónde procede, Tarran?

Se encogió de hombros.

—El subsuelo de Krynn está formado por numerosas capas. El agua procede de aquí debajo, igual que cualquier manantial del mundo exterior.

Del techo sobresalían numerosas estalactitas como carámbanos de piedra. Diversos grupos de estalagmitas ascendían desde el suelo, algunas tan altas como árboles. Justo detrás de la boca del túnel, las hileras de ambas formaciones se juntaban por dos lugares diferentes, configurando unas columnas desde el suelo hasta el techo en forma de entrada. Tarran dijo que era un buen lugar para descansar, ya que habíamos estado bajo tierra la mayor parte del día.

—En el exterior —replicó— están saliendo las lunas.

Me afligí al pensar en esa imagen y en el sonido de los grillos y el resplandor de las estrellas en la noche oscura.

Tarran daba vueltas alrededor de la amplia caverna mientras comía; tocaba las paredes, palpaba los montones de rocas y luego regresaba a las tres columnas. Habíamos encajado una antorcha entre algunas rocas cerca del reflejo del agua de la fuente, pero incluso así la luz era escasa. Yo estaba sentado al lado de la antorcha mirando a Tarran, aunque sólo veía una sombra oscura.

—Yo era escultor de piedra —dijo apoyando la mano en una columna reluciente. Su mirada indicaba que, para él, era como estar tocando un ser vivo.

»Con un martillo y un cincel, podía obtener cualquier figura de una roca de este tamaño.

Suavemente, casi con ternura, susurró:

—No es magia, pero a mí casi me lo parecía.

Se giró y se apartó bruscamente de aquello en lo que ahora sólo podía soñar.

—Así conocí a Cynara —dijo—. No toda la roca de buena calidad se encuentra en Thorbardin. De vez en cuando, solía buscar cerca de las ciudades. Ella era una niña cuando la vi por primera vez, detrás de la taberna plantando rosales de espinas. Fui yo quien le construyó el banco del jardín como regalo de bodas. —Se paró y sonrió tristemente—. Era el regalo de su primera boda. Cuando ya llevaba algún tiempo viuda, se iba a volver a casar, pero su prometido murió. Probablemente tú sabes más que yo de eso, pues eres de El Cuervo. En cualquier caso, Cynara es amiga mía desde hace mucho tiempo. ¿De qué la conoces tú?

Me aparté de la luz, cogí con las manos un poco de agua helada y me la bebí. Tragaba lentamente, manteniendo el agua en la boca para calentarla. Estaba tan fría como la nieve, y si tragaba demasiado rápido, podía darme un calambre en el estómago.

Finalmente, dije:

—Era con mi padre con quien se iba a casar esa segunda vez, pero murió en un accidente de caza.

Los suspiros del dragón se oían a nuestro alrededor, y aunque Tarran percibió la importancia de mi respuesta, no dio ninguna señal de ello.

—Lo siento —dijo, incómodo por creer que se estaba inmiscuyendo en el dolor de otra persona.

—Yo también.

Tarran se alejó de las rocas. Se sentó cerca de la antorcha, y la luz se reflejó en los filos de sus cuchillos y provocó destellos en los ojos del rubí del broche que colgaba de su inexistente brazo derecho. Su mirada era insegura, como si no se atreviera a decir algo, pero aun así lo dijo.

—¿Te sientes mejor? —apartó su mirada un momento— por lo de antes, me refiero.

—Ahora tengo tierra firme bajo mis pies nuevamente —contesté resuelto—. Estoy bien.

Allí sentado, pensativo, sus finos labios fuertemente apretados dibujaban una línea delgada. En el canal de piedra, el agua helada corría sobre la roca, murmurando suavemente.

—A ti no te asustan las alturas, ¿verdad, Ryle?

—No más que a ti. —Eso era verdad y me reí para demostrárselo—. Pero tenía miedo de que no me crecieran las alas con suficiente rapidez.

La antorcha despedía chispas, pequeños rayos de luz que sobrevolaban la fuente en un arco y se perdían en la oscuridad. Tarran me miraba fijamente, sin pestañear, sin mover sus negros ojos.

—Ryle, escucha.

La respiración del dragón nos llegaba repetida por el eco, como el mar cuando rompe en la orilla. Tarran se acercó y puso su mano sobre mi pecho. Me miraba de forma oscura y extraña, como si pudiera saber todo lo que había en mi corazón sólo con tocarme. Yo quería apartarme, sin embargo me quedé quieto, temeroso de parecer asustado.

—Dicen que no le temes a nada, Ryle Espadas, pero seguro que se equivocan; todo el mundo tiene miedo de algo. Mira en tu interior, Ryle, y busca tu peor temor, tu miedo más profundo. ¡Escucha!

Se levantó con la cabeza erguida y los ojos tan negros como el abismo. Sus pupilas se dilataron para adaptarse a la creciente oscuridad.

—Garra se alimenta por la noche en el bosque en el que nadie osa adentrarse. Si tenemos suerte y vamos con mucho cuidado, no lo veremos. Conseguiré vengarme, y saldremos de aquí con las bolsas y los bolsillos llenos de riquezas suficientes para vivir como reyes.

»Pero si nos falla la suerte —continuó Tarran—, y Garra nos ve aunque sólo sea una vez, sabrá cómo mirarte y reconocerá tu temor más profundo, el miedo que te paraliza, y usará ese terror y te matará con él como si fuera una espada que pudiera partirte en dos.

La antorcha goteaba, despedía chispas en la oscuridad, pequeños rayos de luz en forma de arco. Luego, oscureció totalmente; la reducida ascua no pudo aguantar mucho tiempo.

—Yo fui el primero al que vio Garra —dijo Tarran en un murmullo—, y el primero al que atacó. Me hirió y me dejó ensangrentado a medio camino entre él y mis amigos.

Sus palabras eran como pesadas piedras, primero una, luego otra, y yo sentía su peso en mi pecho como si me estuvieran construyendo un túmulo sobre mí antes de tiempo.

—Garra me usó de cebo, y ellos picaron. Primero, Yarden… luego, los demás. No pude hacer nada para impedirlo. Estaba entre el dragón y ellos… totalmente indefenso.

La gente no debería hablar de estos temores, y menos en la oscuridad.

—Cállate, Tarran —exigí—. No quiero oírlo.

Hablé con rudeza, como si me dirigiera a un cobarde que me estuviera revelando su acción más deleznable. No tenía derecho a hablarle así y me odié por el silencio que causaron mis palabras, pero no pude disculparme, a pesar de que sabía que debía hacerlo. El descubrimiento de sus miedos más horribles era otra grieta más en un dique ya resquebrajado.

—Estar asustado no es malo, Ryle. Aquí es mejor que lo estés.

Cerré los ojos y me quedé callado.

—Bien, sólo te diré una cosa: si no sabes cuál es tu peor temor, será mejor que pases la noche intentando descubrirlo. No creo que quieras que sea Garra quien te lo muestre.

No le contesté ni le dirigí la palabra durante el resto de la noche. Por la mañana, Tarran me preguntó si había dormido bien, y le dije que sí. Movió la cabeza pensando que yo era un loco testarudo. Cuando creía que no le miraba, echó un vistazo hacia el túnel que conducía al abismo y al camino de curvas, el sendero de vuelta. Pero no dijo nada de no seguir adelante. Había ido demasiado lejos… y yo también.

Durante todo el día estuvimos atravesando cámaras y cuevas, pequeñas y grandes, estrechas y anchas. En todo momento, Tarran recordaba el camino.

—Entré por aquí, salí por allá —sonrió amargamente—. Eso lo hice más despacio que aquello.

»Al salir, aún conservaba el brazo derecho y llevaba el hueso colgando del hombro. La carne del brazo había sido desgarrada por dos zonas y los músculos quedaban a la vista. —Me contó esto y dijo que un hombre nunca debería ver cómo es su interior. Se había cubierto y se había hecho lo que había podido, pero cuando consiguió salir y lo encontraron, el brazo ya despedía ese hedor gangrenoso. Antes de que alguien se lo dijera, él ya sabía que iba a ser manco para el resto de su vida.

Yo le seguía de cerca y nunca tomó el camino equivocado, sólo se paraba un momento para decidir la dirección que íbamos a seguir. Yo calculaba el tiempo contando las antorchas, y así supe que habíamos andado un día entero cuando llegamos a un estrecho y bajo túnel, igual que aquel que se alejaba del camino de curvas a lo largo del borde del precipicio. Este túnel era mucho más largo que el primero e igual de bajo. Cuando salimos de él y accedimos a una amplia plataforma, tenía calambres en todos los músculos de la espalda y en los hombros de haber estado agachado tanto tiempo. El saliente era como una galería que rodeaba una gran sala real.

Todo el lugar olía a dragón, ese olor rancio propio de los reptiles, la esencia de una edad infinita. Tarran empezó a respirar de forma agitada, como si estuviera intentando no ahogarse. Levanté la vista hacia el borde luminoso que surgía en torno al agujero del techo. La luna plateada y la roja se veían juntas en un cuadrado de cielo, vertiendo su luz al interior del túnel a través de la grieta. Gracias a su claridad, pude distinguir montones de huesos esparcidos por la galería, costillares de vacas y caballos. Los huesos más pequeños eran de ciervos y de alces. Vi un cráneo de oso y lo que debía de ser el esqueleto de un minotauro, con una calavera astada mayor que la de cualquier toro que jamás había visto. La sangre reseca cubría la plataforma, del color de la herrumbre; goteaba por el borde y manchaba las paredes de la sala de la bestia. Aquí era donde Garra traía a sus víctimas nocturnas. Aquí, en esta amplia repisa, cenaba el dragón. Debajo de nosotros, dieciocho metros más abajo, se encontraba la guarida de la bestia, vacía, como Tarran había dicho. Garran era un cazador nocturno. Por encima, tan arriba que tenía que doblar el cuello para verla, se abría la salida y la entrada del dragón.

—Hay un camino para bajar —dijo Tarran quedamente, con voz casi inaudible. Señaló hacia la izquierda y, al levantar la antorcha, pude ver algunos huecos en la piedra, como escalones.

—No son tan regulares como los peldaños —dijo el enano—. Algunos son más largos que otros, pero servirán.

—¿Quién los construyó?

Garra. El dragón tiene un sistema para convertir su aliento en ácido cuando le conviene. ¿Lo sabías, no?

Hasta entonces, no.

—¿Y por qué ha construido estos peldaños aquí?

—Ya lo verás.

No dijo nada más y se quedó ensimismado, como cuando le vi por primera vez en el emparrado de rosas de Cynara. Encordé mi arco y me lo colgué en el hombro. Luego, me aseguré que tenía las flechas con puntas de acero a mano y saqué la espada de la vaina. Eran armas fuertes y de buena calidad y siempre me habían hecho sentir seguro. Pero esta vez no era así; todo el pelo se me erizó y sentí un picor en los brazos y en el cuello mientras seguía a Tarran Quebracho hacia la guarida del dragón.

Yo pensé que había visto los cráneos esparcidos por el suelo antes que Tarran. Quizá fue así, pero él ya sabía que estaban allí.

Eran los restos óseos de cuatro enanos, a juzgar por su tamaño. Las calaveras no eran de un color blanco puro, pues no habían estado expuestas al sol, al viento y a la lluvia. Eran de color marrón, viejas y brillantes, y las cuencas de las mandíbulas y de los ojos se apreciaban claramente. Uno de los cráneos estaba partido justo por la mitad, y los otros tres, aunque enteros, estaban rajados.

—Rowson —dijo Tarran señalando una de las tres calaveras enteras—. Y ahí está Wulf. Oran es el de más allá.

Se acercó y se arrodilló al lado del cráneo partido, cuyas dos partes se encontraban algo alejadas del resto. Levanté la antorcha. Tarran estaba arrodillado en el suelo justo en medio de una gran mancha oscura, una extensa línea de color marrón herrumbroso. Allí había yacido ensangrentado y rogando a sus amigos que huyeran, aunque éstos no lo habían hecho. Todos retaron al dragón para salvarlo, todos mordieron el cebo y acabaron muertos, y Tarran yació solo en su propia sangre con los cuerpos mutilados de sus familiares esparcidos a su alrededor. Sus gemidos agonizantes poblaban sus pesadillas desde hacía veinte años.

Tarran tocó la calavera partida muy suavemente, como si estuviera tocando carne viva. Ahí estaba su hermano, y la mancha del suelo era la sombra de su sangre.

—Los mató de una forma horrible —dijo Tarran. Se puso de pie y se acercó a mí—. Lo hizo de una forma muy cruel.

Mientras hablaba no miraba ni la marca de sangre ni a mí, sino que desataba la correa de sujeción de cada uno de sus cuchillos para asegurarse de que saldrían suavemente de sus fundas cuando los necesitara. Puso el cuchillo largo con el mango de incrustaciones a mano.

—¿Estás listo, Ryle?

Le contesté que sí con la boca reseca.

—Apaga la antorcha.

Dudé, porque me resistía a quedarme a oscuras.

—Hazlo.

Lo hice, y cuando mis ojos se acostumbraron había más luz de la que hubiera creído. La enorme abertura del techo filtraba la luz de las estrellas y de las lunas hacia el interior en una columna blanquecina y oblicua. Y entonces, bajo esa luz uniforme, vi algo más que sangre y los oscuros cráneos de los desafortunados parientes de Tarran. Vi el tesoro del dragón que se alzaba desde el suelo como una montaña de arcos iris iluminados por las lunas.

—Es un bonito tesoro —dijo Tarran en voz baja—, piedras preciosas en bruto procedentes de las montañas de Karthay, torques doradas de Istar, anillos de Palanthas… cálices y bandejas de las torres de los magos, de las salas de los caballeros, de las mesas de los señores elfos de Silvanost.

—Mira aquello —continuó señalando una espada. La hoja cataba picada por la herrumbre, deslustrada por los años; el mango era un rubí, una piedra maciza tallada para una mano delgada—. Pertenecía a una reina de los elfos y se cuenta que la forjó ella misma hace tanto tiempo que en la actualidad su pueblo casi no recuerda ni su nombre. Todo esto lo ha robado Garra para esconder la cosa que le es más preciada.

En un susurro, como si estuviera rezando, pregunté:

—¿Qué podría ser más preciado que este tesoro para la bestia?

—Yo lo vi —contestó mirándome de reojo. Ahora parecía ensimismado, como si estuviera reviviendo un mal sueño—. Cuando estaba ahí en el suelo como cebo, vi lo que la bestia custodiaba, lo que siempre intentó esconder con cada movimiento de sus alas.

Recorrimos todo el contorno de la mancha de sangre que se extendía alrededor de las calaveras. A la luz de las lunas, Tarran estaba pálido. Pasamos por montones de topacios sin tallar; era como si camináramos a través de fuego helado. Oculto tras el montículo, detrás del tesoro, encontramos otro cráneo. Era de un dragón, y destacaba entre todas las piezas que formaban parte del tesoro de Garra.

De un tamaño mayor que yo, este cráneo, como los otros, estaba oscurecido por los años. Los colmillos estaban cubiertos de oro, las cuencas de los ojos embellecidas con plata y tapadas con un rubí grande, como mis dos puños juntos. Se distinguían también siete espinas óseas que debían de haber sido el inicio de una cresta que recorría toda la espalda del dragón. Estaban cubiertas por fundas de plata y adornadas con unas redes de delgados hilos dorados de los que pendían diamantes y zafiros de un azul intenso.

Toqué una de las redes, y las joyas chocaron suavemente entre sí y produjeron un delicado tintineo.

—Tarran, ¿qué es esto?

Suspiró y emitió un débil gemido.

—Esto es lo que el avaro pretende esconder. ¿Crees que alguien miraría detrás de esa montaña de baratijas, eh?

Ese esqueleto, cubierto de oro, plata y piedras preciosas, era el tesoro de Garra. Tarran lo había visto. Cuando sus parientes murieron asesinados uno a uno. Tarran apreció la forma de su venganza detrás de la masa brillante del tesoro robado.

Avanzó un poco, como si quisiera tocar el cráneo, pero no llegó hasta él ni lo tocó. Dejó caer la mano apenas levantada.

—Por eso la bestia construyó los peldaños en su guarida —dijo—. Algún maestro joyero, o más de uno, tuvo que entrar para hacer este trabajo. Es una obra propia de enanos. Garra debió de hacer un trato con alguien de Thorbardin hace mucho tiempo.

Levantó su cuchillo largo, y lo miró como si fuera la primera vez que lo veía. Lo movió hacia uno y otro lado, y las incrustaciones del mango y el acero azulado brillaron a la luz de las lunas. Luego, de repente, invirtió la empuñadura, y utilizó el cuchillo como un reluciente martillo. Gimiendo, con un dolor que le atenazaba el alma, golpeó el cráneo del dragón. A causa del golpe, que sin duda era un primer arranque de venganza, uno de los espinazos cubiertos de plata se desprendió de la cresta ósea y cayó a mis pies. Una red dorada de zafiros crujió, se deslizó y aterrizó en el suelo con un gran estruendo. Me acerqué a cogerla, y Tarran se giró hacia mí con ojos furibundos.

—¡No hasta que haya pulverizado este maldito cráneo! Rompió otro espinazo y lo desprendió de la cresta mientras gritaba una maldición; era el grito, tanto tiempo anhelado, para liberarse de un viejo dolor. Arrancó un rubí de una de las cuencas de los ojos, y su lamento sonó como los gritos de un soldado sediento de sangre saqueando la guarida del enemigo.

Ésta no era mi venganza; yo no tenía que causar todos esos destrozos. Me aparté, tenso e incómodo, y me coloqué bajo la luz de las lunas para cumplir la tarea para la que había sido contratado: custodiar la consumación de la venganza. Con los ojos fijos en la gran abertura del techo, pasé por delante de la montaña de tesoros y me dirigí al centro de la guarida, dando un amplio rodeo a la zona por la que estaban esparcidas las calaveras de los amigos de Tarran, y esquivando la vieja mancha de sangre que cubría el suelo de piedra.

Tarran arrancó un diente del cráneo del dragón con un puntapié. Sus gritos eran como sollozos. No me giré para verlo. La venganza es algo privado y, si un hombre quiere llorar por ello, tiene derecho a hacerlo en la intimidad.

Recorrí toda la guarida, observando el cielo —y por tanto sin mirar al suelo—, y tropecé Con algo. Retrocedí pensando que era una vieja reliquia ósea de algún muerto desafortunado, pero vi que no era así. En la oscuridad, no podía distinguir de qué se trataba y, con el pie, lo lancé hacia el centro de la guarida, a la luz de las dos lunas. Era un fragmento de una cáscara de huevo vieja y correosa. Es posible que en la guarida viviera alguna vez una hembra de dragón. Con un escalofrío, me giré y vi a Tarran arrancando otro diente del cráneo que algún maestro joyero había adornado con joyas y oro como si de una reina se tratara.

En el exterior, el viento gemía como un lamento; su sonido me estremeció todo el cuerpo. Tarran parecía no darse cuenta de nada y arrancó otro diente del cráneo del dragón. El gemido del viento aumentó de repente, y me erizó el pelo de la nuca y el de los brazos.

—¡Tarran!

Una sombra, un gran charco oscuro, avanzaba rápidamente por el suelo. Y entonces vi al dragón, el perfil de la bestia encuadrado por la abertura. Mostraba sus inmensas alas y su cuerpo de color cobre brillaba en un gran destello rojo a través de la oscuridad, como una estrella caída del cielo.

—¡Tarran!

La guarida se impregnó de un fuerte hedor a sangre y se llenó con el sonido del crujir de huesos de dos cuerpos pesados que cayeron sobre la repisa de piedra, un alce y una vaca. Era la cena. Agarré a Tarran por el brazo y, de un tirón, lo aparté del esqueleto.

—¡Vámonos! ¡No vale la pena morir por esto!

Con una expresión salvaje en sus oscuros ojos, intentó desembarazarse de mí que le cogía de su único brazo con fuerza, pero como era manco, no pudo impedir que le arrastrara fuera de allí.

No llegamos muy lejos, sólo detrás del cráneo cubierto de joyas. Allí, me arrodillé y le arrastré hacia mí. La preciosa reliquia familiar de Garra quedaba ahora entre nosotros y la bestia. Para asegurarme, agarré a Tarran con fuerza y le tapé la boca y la nariz con la mano. Casi no podía respirar, y por eso tuvo que calmarse. Cuando me pareció que se había recuperado de la rabia que le cegaba, retiré la mano, señalé hacia arriba y, con el dedo sobre los labios, le indiqué que guardara silencio. Lo único que esperaba era que el oído de Garra no fuera demasiado fino y no pudiera captar los fuertes latidos de mi corazón.

Oímos a la bestia mientras comía, oímos cómo arrancaba9 la carne y el crujido de los huesos; oímos cómo el Dragón de Cobre lamía la sangre caliente antes de que resbalara por los bordes de la repisa. Me tapé la cara con los brazos para evitar el hedor, para no vomitar.

Mientras Garra comía entre gruñidos como un glotón ante un festín, Tarran se acercó a mí y, con gestos, me indicó que el dragón se marcharía a beber agua en cuanto hubiera terminado. Me dispuse a esperar. Las manos me temblaban tanto que tuve que apretarlas con fuerza para resistir el miedo.

De repente, se hizo el silencio y pude oír cómo goteaba la sangre al caer por el borde de la repisa hacia el suelo de la guarida. Entonces, Garra, ya saciado, se incorporó sobre sus inmensas patas traseras gimiendo de placer. La luz de las lunas se reflejaba en los colmillos manchados de sangre y en las garras se distinguían aún trozos de carne colgando. La luz se deslizaba por el cuello de la bestia coronado por una cresta, centelleaba entre las púas y giraba en torno a las cobrizas escamas. Garra extendió sus alas, correosas y grandes, y luego, de repente, las impulsó hacia abajo y dio un salto.

La corriente de aire que provocó al marcharse esparció el hedor de los despojos, de la sangre, de los huesos y del contenido, aún sin digerir, del estómago de los dos animales.

Tarran y yo salimos a gatas de detrás del cráneo de dragón y corrimos hacia la escalera, todavía cubierta de sangre, hacia la salida. Pasamos a toda prisa por delante del tesoro y ni siquiera le echamos un vistazo, como si fueran los restos de un montón de grava.

Garra debió de percibir alguna cosa extraña mientras sobrevolaba la guarida, y se giró. Quizá fue un destello de luz estelar en mi espada o el brillo repentino de la luz de las lunas sobre el cuchillo de Tarran, o nuestras sombras. El dragón rugió y se situó sobre la abertura, tapando la luz.

El ácido caía como si fuera lluvia; eran las babas mortales del dragón que caían sobre la piedra. Todo empezó a fundirse: los anillos y pulseras doradas, un cáliz de plata, la hoja oxidada de la espada de rubíes de la reina de los elfos. Una gota de ácido cayó sobre mi espada y solté el arma justo a tiempo para que no me salpicara en la mano. Garra rugió de nuevo y entonces no oí un sonido bronco, sino una palabra iracunda.

—¡Ladrón!

El sonido estremeció toda la caverna y retumbó en mis propios huesos mientras yo intentaba colocar, con manos temblorosas y pegajosas, una flecha en la cuerda del arco. Entonces, el dragón vio lo que realmente habíamos hecho y, aullando, arremetió contra Tarran.

—¡Profanador!

Los instintos que con tanto esmero había procurado afinar, tomaron el control y yo sólo fui el instrumento de una fría determinación. Me giré, respiré, y lancé una flecha de acero, pero fallé el tiro. No alcancé el ojo de la bestia por un palmo y el cuadrillo se clavó bajo una escama. Maldiciendo, Tarran lanzó un puñal, y la hoja tocó a la bestia en una zona sin escamas, justo por debajo de su ojo izquierdo.

—¡Te voy a dejar ciego, bastardo! —gritó Tarran, y lanzó otro puñal en el mismo momento en que yo disparaba otra flecha.

Pero nuestro blanco ya no estaba allí. Tomando impulso con las correosas alas, Garra voló hacia la abertura del techo.

El dragón se había marchado y yo no había desfallecido cuando se me necesitaba, por ello di las gracias a gritos al dios que me estuviera escuchando.

—Demasiado pronto —dijo Tarran—. Sólo está cogiendo impulso para abalanzarse de nuevo. ¡Vámonos!

Su advertencia fue como un estímulo. Nos olvidamos de la gratitud y de todo lo que no tuviera que ver con la supervivencia y corrimos hacia la escalera, pasando a toda prisa por los agujeros provocados por el ácido que todavía resbalaba en los bordes. Sin embargo, en mi interior, una voz alegre celebraba la victoria con regocijo: No he desfallecido, no me he quedado paralizado por el miedo.

La guarida quedó completamente a oscuras cuando el dragón se interpuso entre nosotros y la luz de las lunas, pero la escalera estaba justo a nuestro alcance.

Pero, de repente, me di cuenta de que ya no corríamos los dos, sino que sólo yo subía a tientas hacia los primeros peldaños. Tarran resbaló en la sangre, se tambaleó y cayó justo cuando la bestia furiosa se abalanzaba de nuevo.

Me giré en la escalera, coloqué la flecha en el arco y la lancé directamente a las mandíbulas abiertas de la bestia. En ese mismo instante, Tarran se incorporó sobre las rodillas emitiendo gemidos de dolor y maldiciendo su impotencia. Lanzó el cuchillo con el mango de incrustaciones y perforó la lengua del animal.

Garra sangraba y gritaba de rabia y de dolor. Se apartó y se impulsó de nuevo hacia arriba para salir de la guarida, Tarran intentó levantarse, pero se volvió a caer. Tenía un tobillo roto.

—¡Vete! —gimió. Su rostro estaba pálido a la luz de las lunas y sus ojos brillaban oscuros como el azabache. El terror dibujaba unas arrugas profundas en su cara—. ¡Ahora, Ryle, vete!

No iba a hacerlo, así que di un paso hacia él, bajando el peldaño cubierto de sangre. Luego me paré; el sudor me resbalaba por la espalda, frío como el terror.

Algo me tocó. No era una mano en el hombro ni un soplo de brisa; no era nada parecido. Era la cabeza del dragón, que en ese momento se inclinaba por el borde de la abertura del techo de la guarida y miraba hacia abajo como un enorme buitre.

Garra agitó las alas y provocó un viento tan fuerte que me arrojó contra la pared rocosa y me inmovilizó allí. La bestia me miraba, miraba a esa cosa indefensa, un ladrón inútil, un infeliz con dos piernas. Su miraba clavada en mí era como si algo frío, duro y afilado penetrara en lo más profundo de mi ser, donde se aloja el corazón y todas las cosas que sé y recuerdo, que espero y temo. En aquel momento, allí de pie, estaba más desprotegido que los viejos y oscuros huesos esparcidos por la guarida del dragón, y la bestia seguía cerniéndose en el borde de la abertura con la luz de las Lunas reflejada en las garras y en los dientes.

—¿No vas a ayudar a tu amigo, Ryle?

Tarran gimió. Los dos sabíamos que él volvía a ser el cebo.

—¿Tienes miedo? ¿Tienes miedo de no ser lo bastante rápido? ¿O suficientemente valiente? ¿Estás paralizado, Ryle Espadas?

El estómago se me revolvía debido al miedo que me provocaba mi acusador. Las manos me temblaban tanto que se podía oír el golpeteo de la flecha que intentaba colocar en el arco.

—Te voy a dar la oportunidad que no tuviste el valor de aprovechar para tu padre. —Garra se rio mientras entretejía dos pesadillas en una sola—. Corre a buscar al enano, Ryle Espadas, yo cuento.

—¡Ryle! ¡No lo hagas! —gritó Tarran, el cebo—. ¡No lo hagas!

Intenté de nuevo colocar la flecha y me hice un corte en la mano con la punta de acero. La sangre me corrió por el brazo. Había disparado una flecha a la boca de la bestia y otra cerca del ojo. Ya estaba herida, pero ni mucho menos de muerte; esta inútil flecha no podía dañarla.

—El hombre de hoy no es mucho más valiente que aquel chico, ¿verdad? El jabalí mató a tu padre mientras estabas allí temblando, Ryle Espadas. Después de todos estos años, las cosas no han cambiado tanto —siseó Garra con una voz gélida.

En los brillantes ojos de Tarran, en su palidez casi transparente, pude distinguir una comprensión repentina y una gran desesperación.

El dragón soltó una fuerte carcajada, pues podía ver el interior de los dos corazones.

¡Tarran Quebracho! ¡Viejo amigo! ¿Crees que dirá que esta última cobardía también fue un «accidente de caza»?

Tarran consiguió apoyar una rodilla en el suelo e intentó levantarse con la pierna sana. No pudo, y siguió arrastrándose con el codo y la rodilla una y otra vez en un proceso angustioso. Cuando volvió a caer, no había podido recorrer ni un metro.

Ese dragón tenía el alma fría como la de un gato; le gustaba jugar con su presa. Mientras se reía, extendió sus alas moviendo el aire. El hedor de su banquete impregnaba la estancia de un olor a muerte. Las sombras se cernían sobre los huesos esparcidos por el lugar eran los suyos, y la sangra que cubría el suelo, incluso los gemidos de Tarran mientras intentaba alcanzar la escalera.

El sudor, o las lágrimas, me surcaban el rostro. Parecía sangre. Iba a volver a suceder. Tarran iba a morir igual que mi padre había muerto, asesinado por mi miedo. O, como les ocurrió a los amigos de Tarran, yo iba a morir mordiendo el cebo que el dragón me ofrecía, la posibilidad de salvar la vida de Tarran.

—Eres débil, Ryle. Siempre lo has sido —la voz de Garra era sepulcral, como la de un fantasma—. Débil, inútil, incluso aunque hubieras visto el jabalí a tiempo. Ninguna flecha de tu arco lo hubiera detenido. ¡Inútil!

Lo era totalmente, entonces y ahora, y mis flechas insignificantes, las afiladas puntas de acero no iban a herir a Garra, y en cambio él podía agarrar a Tarran y aplastarlo hasta matarlo antes de que yo pudiera alcanzarlo. No había forma de ganar este juego cruel, igual que no hubo forma de detener al jabalí quince años atrás.

El miedo se me pasó de repente. Las sombras volvían a ser sólo sombras, y ya no se me aparecía ningún fantasma. El perdón, aunque doloroso, es así de rápido y definitivo.

Me giré para cambiar el objetivo. Garra dejó de reírse. En el silencio, oí la fatigada respiración de Tarran. Apunté la flecha, certera, directa y mortal, hacia el cráneo de dragón que brillaba envuelto en su aparatosa capa de joyas y piedras preciosas. Rápidamente, me llegó el involuntario pensamiento de la bestia.

¡Mi querida Llamarada!

Así se llamaba su pareja, la hembra de Cobre que antaño brillaba como una llamarada, como un relámpago y un destello deslumbrante, y que, a la luz de las lunas, era como una hoguera dorada. Si mi flecha iba bien dirigida al blanco, alcanzaría la frágil reliquia y la convertiría en un montón de piedras preciosas y astillas de huesos. Garra lo sabía, y yo también.

—Tarran —dije, como si fuera un soldado dando una orden—, ven aquí.

Se arrastró de nuevo sobre el codo y la rodilla y me pareció que transcurría una eternidad hasta que llegó a tocar el primer peldaño con la mano. Garra rugió con un gran estruendo. Gruesas gotas de ácido se desparramaron por la guarida. Pero ahora se trataba ya de una amenaza hueca, un gesto inútil. Si la baba corrosiva llegaba a salpicar a Tarran, yo lanzaría mi flecha. Garra lo sabía, y esa certeza era un grillete de hierro que le impedía moverse mientras miraba cómo Tarran ascendía con dificultad por los peldaños cubiertos de sangre, ayudándose con la mano, arrastrando una pierna, y empapado en sudor como si estuviera bajo una tormenta.

Cuando Tarran me alcanzó en la escalera, ya no pude seguir observándole, sólo le oía. Subí detrás de él de peldaño en peldaño. No aparté los ojos del cráneo del dragón en ningún momento, y aquella reliquia cubierta de joyas era como un imán que mantenía mi flecha apuntándola. Tarran llegó a la cornisa, aquella galería redonda repleta de sangre, huesos y desechos y, finalmente, penetró en la oscuridad de la abertura. Su último gemido me indicó que había llegado todo lo lejos que podía por sí solo.

Garra también lo adivinó, y se giró serpenteando su largo cuello hacia la galería y la abertura en la que Tarran yacía.

Justo cuando la bestia estaba empezando a reírse, lancé mi flecha, que cruzó la galería con un silbido. La luz de las lunas centelleó en la punta de acero. El cráneo cubierto de joyas, los restos de su adorada Llamarada, se resquebrajaron como el hielo y los fragmentos volaron por todas partes.

Garra gritaba como si se estuviera muriendo, y yo me agaché y cogí a Tarran entre mis brazos. Sólo le oí pronunciar un débil gemido como cuando uno despierta de una pesadilla. Quizás era yo quien despertaba.

La bestia no nos persiguió por las cavernas, pero el aullido de su dolor, la venganza de Tarran, no nos abandonó en todo el camino.

Llegamos a El Cuervo a finales de verano. No fue fácil salir de las cavernas y, una vez fuera, no podía dejar solo a Tarran. Lo cuidé con esmero, como si fuera de mi familia. En una ocasión dijo que me debía los honorarios, pues no habíamos cogido ni la más pequeña menudencia del tesoro de Garra. Y concluyó que me recompensaría con creces si esperaba hasta que llegáramos a Thorbardin, ya que era uno de los más ricos de ese reino de montaña. Pero yo le contesté que no iba a ir a Thorbardin con él, aunque tuve que admitir que hubiera sido algo digno de ver, las siete grandes ciudades bajo la montaña. Le dije que lo cuidaría hasta que estuviera bien y pudiera volver él solo.

—Entonces, me dirigiré a casa —dije—, de vuelta a El Cuervo.

Sonrió con ese gesto sesgado tan propio de él y afirmó que iría conmigo a visitar a su vieja amiga Cynara. Ese mismo día, por la noche, me preguntó si creía que la hija del barquero me conocería cuando nos volviéramos a ver.

—¿Por qué no? —pregunté sorprendido entre risas.

—No eres el mismo chico que salió de allí, Ryle. Mira de vez en cuando en tu interior.

Y lo hice una mañana en un tranquilo estanque mientras la niebla se estaba levantando, pero me vi más o menos como siempre, quizá con la cara un poco más delgada, pero más o menos igual.

Sin embargo, Tarran tenía razón cuando dijo que yo no era el mismo de antes. Cuando llegamos al río Rabia Blanca era Reatha quien manejaba el transbordador. Saludó a Tarran con seriedad, pero cuando me vio se le iluminó el rostro. Me preguntó si estaba bien. Y yo, tranquilamente, le conteste que sí. A la luz dorada del atardecer, sonrió, porque reconoció la verdad cuando la vio, y me creyó.

Nos casamos poco después en el emparrado de rosas. Tarran estuvo a mi lado, y Cynara al lado de Reatha. No hubo joya alguna para embellecer a la novia, excepto un delgado anillo de oro para su dedo. Y tampoco hubo ningún fantasma que se interpusiera entre nosotros.