Pirita
[Jeff Grubb]
«De entre todos los dragones, los peores, con diferencia, los Dorados. Los monstruos del Mal de los colores del arco iris sólo quieren devorar a su presa, pero los Dorados no están satisfechos hasta que su enemigo aprende algo. Puestos a escoger, prefiero que me devoren».
Flint Fireforge (atribuido).
—¡Ésta es una historia de gnomos! —vociferó el bardo, a la espera de que todas las cabezas del local se giraran hacia él. Y así fue: todas las cabezas se giraron hacia él, y también todas las manos, manos que sostenían tazas de cerámica, fuentes de madera, cubiertos sucios y sobras de comida. Una lluvia de productos y utensilios de cocina cayó sobre el contador de cuentos, y éste huyó corriendo hacia la salida más cercana, con sus ropas y sus esperanzas malogradas.
Cuando intentaba huir, el bardo chocó con un caballero muy alto que entraba por la puerta. A aquel hombre, robusto como una montaña, no se le movía fácilmente, y en circunstancias normales no se hubiera apartado y el bardo hubiera rebotado hacia el interior de la sala común de la posada de La Cabeza del Lobo. Pero el recién llegado poco se esperaba el aluvión de objetos a modo de saludo, así que dio un paso hacia atrás ante el asalto del aterrorizado tejedor de historias. El bardo se perdió.
El hombretón se giró y, dejando a la vista la vaina de espada que llevaba colgando en la espalda, observó ceñudamente cómo se escapaba el bardo. Se quedó quieto en el umbral de la puerta hasta que un leve estremecimiento desvaneció sus pensamientos. El robusto recién llegado entró en la posada acompañado de un gran perro que trotaba detrás de él.
El extranjero tenía el aspecto cansado de un aventurero experto. Un mercader, por naturaleza, hubiera inspeccionado la sala y sopesado el posible mercado. Un ladrón, o incluso un antiguo guerrero de los ejércitos de Dragones, hubiera entrado cabizbajo para pasar desapercibido. Pero a este hombre eso no le importaba nada. Tenía el aspecto, como se diría después, de un hombre que se había vuelto sabio contra su voluntad. Su perro era flaco y tenía la cara alargada pero, en general, reunía todos los requisitos básicos de un perro normal.
El hombre se acercó al mostrador mientras el perro se paseaba tranquilamente entre los restos lanzados al desafortunado bardo. Sólo se detuvo un momento para olisquear un hueso de cordero roído por todas partes, emitió un gruñido de rechazo y se dirigió trotando hacia la chimenea. Dio tres vueltas sobre sí mismo delante del fuego y luego se enroscó frente a las llamas, con el vientre de pelo dorado hacia arriba y la cabeza recta reposando en el suelo. Era como si el animal fuera un visitante habitual, y eso también lo mencionarían después como una curiosidad aquellos que contaban la historia.
El recién llegado levantó dos dedos al hombre que estaba detrás del mostrador. El dueño de la taberna, a su vez, cogió dos jarras, una en cada mano, y levantó una ceja a modo de pregunta silenciosa. El recién llegado habló por primera vez:
—Una es para mi compañero —explicó señalando al animal que estaba tumbado frente al fuego. El tabernero asintió, hizo una mueca de compromiso y sirvió dos cervezas.
El compañero canino del extraño ya había atraído la admiración de una de las camareras, una bonita joven vestida con una sencilla falda blanca y una blusa de color azul oscuro cubiertas por un delantal azul celeste con muchos bolsillos. Llevaba el pelo recogido en una complicada trenza que le llegaba hasta el final de la espalda y acariciaba el pelo rubio del vientre del perro, mientras el animal, complacido, no hacía ningún movimiento para disuadirla.
El perro no reaccionó hasta que el recién llegado le colocó una jarra espumosa al lado del hocico. Entonces, miró la jarra y luego a la joven, como si se planteara escoger entre una de las dos. Al final, ganó la cerveza, y el animal se relamió la boca, levantó la cabeza hasta el nivel de la espuma y empezó a sorber la cerveza con una lengua larga y delgada. La joven, al sentirse rechazada, suspiró y reanudó su trabajo recogiendo las jarras y las botellas vacías o, como coloquialmente las llamaban en una ciudad que se había librado de las peores consecuencias de la guerra, «soldados muertos».
Seguidamente, las llevó al mostrador dando un considerable rodeo que la apartó de un cliente viejo y bien vestido que la había estado observando todo el rato.
Al regresar a las mesas, pasó por delante del recién llegado, quien la detuvo con un movimiento de la mano.
—Llévale una segunda ronda cuando termine la primera, y una tercera cuando termine la segunda, y así hasta que quiera parar.
La mujer, cuyo nombre. —Melissa— estaba bordado con hilo azul claro en su delantal, estuvo a punto de hacer un comentario, pero luego asintió y se dirigió de nuevo al mostrador. El resto de clientes, granjeros que hablaban de la próxima cosecha, carpinteros y albañiles que terminaban su trabajo cuando caía la noche, un escribano con gafas que escribía una carta para una mujer de mediana edad en una esquina, habían reanudado sus actividades previamente interrumpidas.
Todos excepto el cliente viejo y bien vestido que miraba directamente al recién llegado con la seguridad de un mago o bien de un mezquino lord. Su ropa estaba gastada, pero todavía se podía utilizar, a pesar de que la barriga quedaba aprisionada bajo los botones de su chaleco. El hombre llevaba una varita de marfil ajado, o de hueso, colgada en el cinturón, pero, a primera vista, no se podía distinguir si era un objeto encantado, un símbolo de poder o simplemente un adorno.
—Es un animal interesante —dijo el noble lugareño finalmente.
—Más de lo que cree —respondió automáticamente y con voz hueca el recién llegado.
—Nunca había visto a un perro que bebiera cerveza.
—Bebe sólo para comprometerme —dijo con un suspiro—. Nunca le piden que pague la cuenta.
—¿Está en venta?
—No lo puedo vender porque no es mío. El perro me acompaña por propia voluntad. En alguna ocasión, he intentado venderlo o echarlo, o incluso abandonarlo, pero siempre vuelve y siempre me trae problemas.
Al oír esto, el perro levantó el hocico de la jarra vacía y bostezó mostrando una serie de dientes limpios y afilados, sólo un poco amarillentos por la edad. Luego, inclinó la cabeza hacia su humano compañero.
—Sabes que es cierto —añadió el recién llegado dirigiéndose al perro, y luego murmuró—: Como si pudiera haber una otra cosa además de la verdad. —Y se giró para pedir una segunda ronda.
La conversación se desvaneció a la luz mortecina del fuego cuando el hombre viejo —definitivamente un lord de poca monta, pues, aunque sus ojos eran vivos y fieros, no tenían el brillo propio de la brujería— se dio cuenta de que había sido excluido del diálogo entre el hombre y el perro. De todos modos, lo intentó otra vez.
—¿Le parece agradable nuestro pueblo?
—He llegado a su pueblo accidentalmente. Estoy recorriendo toda la costa desde Soto de Trent.
—¿Negocios o placer?
—No tengo ningún negocio y muy poco placer.
—¿Es usted guerrero? —Sus ojos se posaron en la espada y centellearon por un momento—. Yo…, nosotros necesitamos un guerrero aquí.
—Yo… —dijo el recién llegado tomando un largo trago de su jarra—, soy un tonto. Pero puede llamarme Jengar.
—Al menos es usted franco —dijo el viejo barón, pero la risita se le atragantó al ver que Jengar no compartía su regocijo.
El recién llegado atravesó al mezquino lord con una mirada feroz y luego se relajó un poco.
—En esta cuestión no tengo elección. Para ser sinceros, ésa es mi maldición. ¿Está interesado en la historia?
—Desde luego, desde luego —dijo el lord—. No va sobre… ah, gnomos, ¿verdad?
—No de momento —refunfuñó el hombre—, pero los gnomos sólo servirían para empeorar la cosa…
La sala fue quedando poco a poco en silencio cuando Jengar empezó su historia. Lo hizo sin ningún preámbulo y sin solicitar silencio, sencillamente empezó a relatar los hechos. Su porte callado sorprendió a muchos de los presentes, por eso, casi la mitad se perdió el comienzo y, sin embargo, toda la sala estaba en silencio transcurrido sólo un minuto. Las conversaciones se quedaron a medias, los clientes dejaron de pedir cerveza y el tabernero dejó de servirlas, e incluso el sonido de la pluma del escribano cesó. Lo único que se escuchaba era el perro relamiéndose el hocico, e incluso éste paró a medida que avanzaba la historia.
—Sabed que mi nombre es Jengar. El perro se llama Pirita por razones que luego comprenderéis. Durante la guerra, me cambié el nombre por un apodo típico de guerrero, Matatrolls o Llama Mortal, o algo igual de estúpido. El motivo por el cual he preferido olvidar estos motes también quedará claro.
»En la última guerra serví como era debido y luché con valor. En las Dos Guerras y en la Armada y en el sitio del castillo del Horror no fui un héroe ni comandé la carga, lo confieso, pero fui una parte esencial de la batalla. Y si antes he adornado un poco mi propia contribución a tales victorias, bueno, eso es lo que debe esperarse de un veterano curtido en batallas. Mi defecto, como el de muchos de mis compañeros, era el de contar mis victorias una y otra vez en los términos más brillantes posibles, hasta que al final me las acababa creyendo.
»Cuando los últimos Señores de los Dragones fueron expulsados de esta parte del mundo, pensé, como muchos soldados, que podría abandonar mi espada y volver a trabajar de granjero o hacer reparaciones o, en mi caso, continuar con la herrería. Y, como muchos, no pude. Ya no prestaba atención a mi oficio, que antes de la guerra había sido toda mi vida. La tierra y la forja ya no tenían el mismo atractivo después de haber combatido con los vasallos del Abismo y su cruel reina.
»Nos juntamos cuatro compañeros que teníamos intenciones similares y un pasado parecido. Tramamos un plan que sólo se podía urdir en una taberna débilmente iluminada, parecida a esta en la que ahora estamos sentados. Corrían rumores sobre un dragón que había sobrevivido a la guerra y había construido su guarida en las montañas del sur. Un bardo nos contó la historia voluntariamente y nos vendió un mapa, supuestamente muy fiable, a un precio bastante alto.
»Teníamos la intención de superar a otros cazadores de fortunas venciendo al dragón y consiguiendo sus tesoros. ¡Cuatro hombres contra un dragón! Éramos arrogantes y teníamos la cabeza llena de historias sobre otros tipos que habían abatido a tales criaturas, así que empeñamos nuestras escasas pertenencias para conseguir suministros para el viaje y la posibilidad de descubrir un buen filón.
»El viaje hasta las montañas duró cuatro, no, cinco días. Comentábamos con regocijo cómo íbamos a gastar la fortuna del dragón, pero no hablábamos de cómo venceríamos al monstruo. No hicimos nada para ocultarnos de nuestra presa, y creo que incluso le hubiéramos advertido por escrito nuestra aproximación si nos hubiésemos parado a pensar en ello. Sí, éramos arrogantes y teníamos la cabeza llena de nuestras historias de héroes.
»La noche del quinto día, estábamos acampando cuando se oyó un ruido entre la maleza. Los valerosos cazadores de dragones, incluido yo mismo, nos lanzamos a coger las armas convencidos de que las criaturas de las cavernas se abalanzarían sobre nosotros en cualquier momento. Pero, en lugar de eso, los arbustos se movieron ligeramente, se abrieron y salió cojeando… esto. —Señaló al perro que olisqueó una jarra vacía y después echó un vistazo para comprobar la expectación de la sala.
Melissa, la camarera, trajo una jarra de cerveza fresca para el perro. Jengar permaneció sentado y callado hasta que Pirita empezó a sorber su bebida ajeno al interés que había despertado. Jengar suspiró y continuó.
—Éramos hombres duros y fuertes. Estábamos preparados para la batalla y, en ese momento, nos enfrentábamos a esa ridícula criatura de aspecto miserable. Tenía el cuerpo repleto de pinchos y ortigas y estaba más delgado que ahora. Después de reírnos de nuestra propia estupidez y decidir que haríamos turnos de guardia, discutimos lo que debíamos hacer con él. No habíamos cargado con muchas provisiones y uno de nosotros sugirió, medio en broma, que lo asáramos para la cena.
»Pero nuestras provisiones no eran tan escasas. Sacrifiqué parte de mis suministros para alimentarlo, y el animal se lanzó sobre ellos de buena gana, pero, incluso después de comer, parecía un alma en pena. Se pasó todo el día siguiente trotando a mi lado mientras discutíamos cómo íbamos a gastar nuestra parte del tesoro. El rápido Eddie, el que había sugerido que nos comiéramos a nuestra nueva mascota, planeaba convertirse en un lord local. Los otros dos hablaban de vino y mujeres y una buena posición en la comunidad. Yo deseaba viajar durante un tiempo con todas las comodidades y luego establecerme, cuando ya hubiera visto todo lo que quería.
Jengar soltó una risa maliciosa y, en sus ojos, apareció una mirada ausente. Cualquiera hubiera dicho que era un hombre que se había vuelto sabio contra su voluntad.
—La primera señal que tuvimos de lo que iba a pasar fue que el perro desapareció. Tiene la habilidad de esfumarse ante el peligro, pero en aquel momento yo todavía no conocía sus hábitos, así que me sorprendí al ver que se había evaporado. Abrí la boca para llamarlo, pero el grito del rápido Eddie, más potente, apagó mi voz.
»Esperábamos encontrarnos con la típica cueva de dragón que describen los bardos, una boca inmensa excavada en la ladera de una montaña, hecha a medida para esas grandes criaturas como lagartos que la consideran su hogar. En lugar de eso, vimos un amplio claro, parecido al que hacen los ciervos para pasar la noche. La maleza y los arbustos habían sido aplastados hacia un lado y, en el centro, como una ofrenda olvidada para un dios ya muerto, aparecía un tesoro del tamaño de una montaña. ¡Igual que en las viejas leyendas!
»Había joyas de ámbar y rubíes, y bandejas de acero pulido, redondeadas como los escudos de los enanos. Además de otras joyas de oro y metales semipreciosos solo para nuestro disfrute. Alrededor de un lado del montón del tesoro había unos colmillos de marfil plantados en el suelo formando una línea. Todo el conjunto reposaba sobre un lecho de monedas doradas que, desde luego, ahora no tendrían ningún valor como dinero real, pero servirían para comerciar con los artesanos a cambio de acero de calidad.
»El rápido Eddie soltó un grito de avara alegría y todos nos quedamos allí petrificados como tontos, sonriendo por nuestra buena suerte. ¡Era excelente! ¡Habíamos encontrado el tesoro del dragón justo cuando éste no estaba en casa! Juntos, como si fuéramos un solo hombre, avanzamos hacia adelante, soltamos nuestras armas y dispusimos las bolsas y los sacos para recoger rápidamente las antiguas monedas.
»Pero, en ese momento, el montón de oro estornudó.
»Fue una serie de rugidos potentes como un torbellino, tan ancestrales que ya existían antes de que naciéramos. Una cabeza dorada y serpentina se irguió entre el montón de joyas, y unas grandes alas se desplegaron, brillantes, a la luz del atardecer. Lo que nos pareció bandejas de acero eran, en realidad, las láminas del vientre de la criatura, los colmillos de marfil, sus dientes, y lo que supusimos que eran piezas de joyería finamente trabajadas constituían los músculos bien formados que se vislumbraban bajo sus brillantes escamas. Sus ojos parecían dos rubíes y sus barbas, finos y suaves hilos de oro retorcido.
»Ya veis, cegados por nuestra codicia y nuestros sueños nos olvidamos de preguntar de qué color era el dragón.
»Y si antes nos habíamos abalanzado sobre el tesoro, ahora nos batimos en retirada hacia el lugar donde dejamos nuestras armas. Dos de mis curtidos compatriotas lo abandonaron todo y huyeron como niños hacia los bosques, y no sé si alguien los ha vuelto a ver. El rápido Eddie se detuvo un momento a recoger su espada. Por ese intento, fue recompensado con una débil llamarada que le quemó los pantalones, y también desapareció corriendo y gritando entre los árboles. Tampoco sé si alguien lo ha vuelto a ver.
»Sólo yo cogí mi arma y me quede allí, no por valentía o heroísmo, o incluso por codicia, sino por mi propia cobardía, petrificado de miedo. Una cosa es describir un dragón, sus inmensas y curtidas alas, el fuego, las escamas doradas que brillan como joyas de oro recién pulidas. Una cosa es ver un dibujo de uno de esos animales o una maqueta, pero encontrarse frente a la criatura genuina, con su vientre a menos de un metro por encima de uno y unos dientes que brillan como ascuas encendidas, eso era otra historia. Yo me tenía por un hombre valiente que había luchado con otros hombres valientes contra los ejércitos de Dragones y me jactaba de ser un héroe pero, en aquel momento, a solas con el animal, me di cuenta de quién era yo en realidad.
»Ya habéis oído las historias de los bardos acerca de fuertes guerreros que acaban con el dragón con un simple golpe de espada. Ese golpe, asestado premeditadamente y con gran potencia, es tan fuerte que provoca la retirada del dragón.
»Ya habéis oído esos cuentos, y yo también. Así que cerré los ojos, me encomendé a los dioses y golpeé enérgicamente. Fui recompensado por mi fe con una fuerte sacudida que empezó en la hoja de la espada y ascendió por mis brazos con tal vibración que casi se me dislocan de los hombros.
»Mantuve los ojos cerrados esperando el estruendo de la bestia al caer al suelo, o las llamaradas de su boca, que serían lo último que iba a oír. Pero no pasó ni una cosa ni otra, así que, después de un rato, me atreví a abrir un ojo.
»La escena no había cambiado ni un ápice. El dragón seguía acechándome desde las alturas con las barbas doradas que sobresalían por debajo de sus dientes de marfil y los ojos brillantes como rubíes, que parecían haber capturado el fulgor del fuego. Mi espada ahora sólo medía unos veinte centímetros de largo y terminaba en un borde roto y dentado. El resto de la hoja, quebrada por la fuerza del golpe, había ido a parar a algún lugar cerca, pero igualmente ya no me servía. El dragón abrió la boca y mostró unas líneas de dientes pequeños y afilados.
»—¿Has terminado? —dijo con una voz que hizo vibrar el suelo y retumbó en mis huesos.
»Aunque era una bestia poderosa e imponente, también era educada, considerando la situación. Me preguntó el nombre y el oficio. Tuve suficiente entereza —por lo menos eso pensé entonces— para mentirle de cabo a rabo. No, no éramos ladrones, solo éramos unos viajeros que habían tropezado con él mientras dormía. No, tampoco éramos asesinos, sólo cogimos las armas para protegernos… ¿Guerreros? Bueno, yo era un valeroso guerrero, pero sólo si me sacaban de mis casillas. Recuerdo que no sabía exactamente lo que iba a decirle después y que en mi mente buscaba con desesperación cualquier excusa para seguir la charla, pues eso era lo único que parecía quedar entre yo y la extinción.
»La majestuosa bestia no se creyó ninguno de mis embustes. Sabía, como saben todos los dragones, cuándo había luna llena y lo que valía un corazón humano. Conocía ciencias jamás soñadas y poderes mágicos que le permitían adoptar los atributos de animales y mortales inferiores. Sabía que yo estaba mintiendo y eso parecía irritarlo y entristecerlo a la vez.
»Sin embargo, el monstruo no me mató, ni siquiera me puso una garra encima. A veces, desearía que lo hubiera hecho. En lugar de eso, me impuso una gran carga, la de viajar —tal como yo había deseado— y contar siempre la verdad en todas partes.
»El gran animal me liberó con esta pesada maldición, y entonces, también yo huí hacia el bosque lejos de mi hogar, pues no quería tener que contar a mis amigos lo estúpido que había sido al creer que podría vencer a un dragón. El perro me localizó esa misma tarde y aún sigue a mi lado. Le puse el nombre de Pirita porque él es el único tesoro que obtuve como recompensa por mi estupidez. Como he dicho, he intentado librarme de él, cambiarlo o venderlo, pero siempre me ocurría algo malo cuando lo intentaba, así que ahora ya he desistido. También he intentado mentir para poner a prueba la maldición, pero igualmente me ocurrían cosas malas, así que tampoco lo he hecho más. Es mi destino, mi maldición y la lección que debo aprender para ser un viajero honesto.
»Si digo que vuestra cerveza es insípida y vuestras camas están llenas de pulgas es la verdad, y a muchos de vosotros no os importa oír este tipo de calumnias. Así que vine a vuestro pueblo y me quedaré, uno o dos días, hasta que mis modales os resulten indecorosos, y luego me marcharé. Soy un ejemplo vivo de lo estúpido que es mentir y de la locura de la codicia y el engaño. Y desde luego, de las lecciones de un dragón.
La sala estaba en silencio cuando Jengar terminó su historia. Los aldeanos se habían quedado pensando en sus palabras. De repente, se oyó un fuerte chasquido: Melissa, la camarera, se había girado y le había dado una bofetada al frívolo lord en la mejilla. Luego, con la cara sonrojada y lágrimas en los ojos debido al enfado, se había ido hacia la trastienda de la taberna.
El viejo barón, pasmado, murmuró lo suficientemente fuerte para que los demás clientes oyeran:
—¿Qué le pasa?
Jengar lo miró solemnemente.
—Usted, durante mi historia, ha colocado su mano en un lugar de lo menos caballeroso. Cuando he terminado, ella se ha dado cuenta tanto del lugar como de sus intenciones.
Entonces, fue el viejo barón el que se puso colorado.
—Eh, oiga usted, joven…
Jengar lo interrumpió.
—Sí, ya oigo, y veo, y digo la verdad aquí, pues ésta es mi maldición. ¿Acaso pensó que mi historia sólo era una fábula? Es cierta, y por eso no puedo quedarme demasiado tiempo. —Y diciendo esto recogió su jarra vacía y la del perro y las llevó al mostrador.
La audiencia consideró este gesto como el final oficial de la representación y volvió a sus asuntos. La chica no reapareció.
Jengar pidió dos jarras más y se percató de que el tabernero miraba con el ceño fruncido hacia el fuego y al lugar en el que estaba el lord de poca monta.
—No le gusta el caballero, ¿verdad? —preguntó Jengar, y el tabernero se volvió para contestarle.
—¿Quién? ¿El viejo barón? Yo nunca he dicho… —empezó y luego se encogió de hombros.
—No tiene por qué gustarle. Me parece que sólo tiene ojos para la joven.
—No son los ojos lo que me molesta —dijo el tabernero—. Son sus manos. Y todo el resto. Me ha estado presionando para que Melissa entre a trabajar a su servicio.
—¿Y a ella no le importa?
—Ni lo más mínimo. Me ha amenazado con huir si accedo. Mientras tanto, él me hace cada día más difícil el trabajo. Aumenta los impuestos, recurre a leyes fastidiosas y me hostiga con cuestiones sin importancia que, sin lugar a dudas, terminarán cuando acceda a sus peticiones.
—Y usted acabará accediendo.
—Es un mundo cruel —murmuró el tabernero, y de repente dirigió su atención un poco más allá.
Jengar volvió a la chimenea. El viejo barón intentaba ahora congeniar con Pirita, pero estaba teniendo el mismo éxito que con la chica. El perro retrocedió, se apartó de la mano del hombre y fue a acurrucarse debajo de una silla. El animal se sintió agradecido por la jarra y centró su atención en la cerveza.
El viejo barón miró a Jengar dubitativamente.
—¿Todavía es usted el valiente guerrero que describía en su historia? —dijo con los ojos puestos en las llamas. Jengar casi podía adivinar sus pensamientos a través de su mirada.
Se encogió de hombros.
—Valiente, pero dentro de mis límites. Mi historia ya los ha dejado claros. Sé que nunca más podré enfrentarme a un dragón.
El viejo barón movió la mano como si rechazara la respuesta.
—Tengo un problema —empezó a decir, pero luego se calló y se quedó pensando un instante—. La comunidad tiene un problema. Aquí cerca vive un gnomo.
Jengar se encogió nuevamente de hombros.
—Al menos eso explica la hostilidad que mostraron con el bardo. Caveat lector, conoce a tu audiencia. ¿Y eso en qué me afecta?
—Me preocupa que ese pequeño gnomo pueda representar un peligro para mí… eh…, para nuestra comunidad. Explosiones, volcanes, serpientes de mar, vehículos enormes sin control y todas esas cosas.
—No tengo experiencia en eliminar gnomos —dijo Jengar con decisión.
—Sí, pero es usted sincero —dijo el viejo barón dando una palmadita amable en la rodilla del guerrero. Jengar retrocedió ante el contacto y comprendió de repente la reacción de Pirita con el hombre—. He enviado ya a otros «valientes guerreros» a la morada de la criatura para investigar, pero ninguno de ellos ha regresado. Todos eran unos cobardes. Quiero que usted eche a esa criatura o, al menos vuelva y me cuente por qué los demás han fracasado.
—¿Y si le digo que es usted un hombrecillo repelente? —dijo Jengar claramente—. Alguien que no merece los servicios de guerrero.
—Lo tomaré como un signo de su sinceridad —contestó el viejo barón con una risita suave y teatral—. Puedo hacerle rico a cambio de su pequeño esfuerzo y quizá le proporcione un refugio donde sus… indiscreciones pasarían inadvertidas.
—¿Qué piensas? —preguntó Jengar, y el viejo barón iba a seguir con su conversación cuando se dio cuenta de que el guerrero se dirigía al perro.
Pirita, que yacía sobre un costado, soltó un eructo de satisfacción y zanjó el asunto.
Al final, el viejo barón accedió a disponer una habitación y comida para el hombre y para el perro, ya que tenía cierta influencia con el tabernero, a cambio de que Jengar fuera al encuentro del gnomo y descubriera qué había pasado con los anteriores guerreros. Jengar prometió volver al día siguiente con la información.
La torre del gnomo estaba a medio día de camino por la costa, en una lengua de tierra llana y solitaria que se adentraba en el mar, bordeada por una lisa playa de arena dorada. Un poco más al sur, una segunda península recogía el agua en una plácida bahía, protegida de la furia del mar por una irregular línea de bajíos de rocas oscuras. Una torre no muy alta, de unos doce metros de altura y casi el mismo diámetro en la base, de piedra manchada de barro, dominaba el llano paisaje. Sobre el extremo superior de la torre, plano y truncado, reposaba un inmenso cuenco de acero, y todo el conjunto daba la impresión de haber sido un faro en el pasado.
La playa que conducía a la torre estaba salpicada de hoyos, tal como era de esperar en tierras de un gnomo, y se veían aquí y allá extrañas estructuras, todas de madera gastada, con banderas de lona hechas jirones que colgaban por todos los lados. Estaban colocadas en la arena sobre la línea de la marea alta, como juguetes abandonados por alguna deidad infantil.
Jengar no fue sorprendido por la máquina que arremetía contra él, porque el ruido que la precedía era increíblemente fuerte. Era como el sonido de un panal de abejas atacando un aserradero, y procedía del mar. El hombre y el perro levantaron instintivamente la vista, pero el culpable estaba cerca del horizonte, en la superficie de la bahía.
El aparato se arrastraba ladeado por las tranquilas aguas, inclinado a lo que Jengar calculó que era un ángulo de la orientación prevista. Un gran semicírculo plateado colocado sobre lo que normalmente hubiera tenido que ser la «punta» se hundió firmemente en la bahía dejando tras de sí una estela de espuma salada que parecía la cola de un gallo. De una especie de estufa de acero, salía un humo negro que se elevaba formando unas ondas largas y lentas. Todo el conjunto se dirigía con rapidez y de costado hacia la playa.
Una silueta pequeña se debatía para controlar el aparato, pero al final cesó en su intento y abandonó el vehículo. Saltó al agua mientras el aparato avanzaba a toda velocidad unos metros más hasta tierra firme. Iba tan deprisa que formó un hondo surco en la arena húmeda de la playa, y luego se paró junto a los otros restos de madera y jirones de lona.
Jengar corrió hacia la figura que ya estaba saliendo de la espuma e intentaba escurrir el agua de su túnica. Pensó que sería el gnomo, pero era un hombre joven y delgado con una barba incipiente. El joven maldecía del mismo modo que solían hacerlo los veteranos de la Guerra de la Lanza, pero Jengar casi nunca había oído hablar de uno tan joven.
—¿Estás bien? —preguntó Jengar.
El joven se percató de la presencia de Jengar y lo miró por primera vez; después contempló los restos del naufragio.
—¡Maldita sea! Casi lo habíamos conseguido.
—¿Conseguido? —preguntó el guerrero.
—Un barco de vela sin viento —dijo el joven, y luego añadió—: Usted debe de ser el último matón del viejo barón que viene a amenazar a Tic.
—¿Qué?
—La espada, señor —dijo el joven, y por primera vez Jengar se dio cuenta de que había desenvainado el arma cuando apareció el aparato. La volvió a guardar refunfuñando.
Una pequeña figura venía corriendo desde el faro dando voces. Tenía el pelo rubio, más escaso en la coronilla, y llevaba un mono de trabajo que tintineaba y resonaba al moverse.
—¡Excelente! ¡Casi lo hemos conseguido!
—¿Es el gnomo? —preguntó Jengar.
—Es el maestro Tic —dijo el joven.
El gnomo llegó corriendo hasta ellos y se paró. Por un momento, se debatió entre la curiosidad por el buque estropeado y la buena educación hacia el recién llegado. Al final ganó la educación, pero sólo por poco, así que le tendió la mano.
—Encantado de conocerlo —dijo el pequeño humanoide—. Tic-catacric-recatacroc Surca-los-mares…
—Tic —dijo el joven, y se marchó tranquilamente a inspeccionar el aparato. Jengar y el gnomo lo siguieron. El gnomo continuaba con la mano extendida y continuaba con las presentaciones.
—… Sabelotodo Mírame-y-no-me-toques Pies-de-pato…
—No ha habido pérdidas totales —dijo el joven examinando las piezas rotas del aparato.
—… Mameluco Caracuco Ya-verás Ya-sabrás…
—Las calderas están intactas y la nueva parrilla de carbón ha resistido. No se ha prendido fuego esta vez —continuó el joven con su inventario.
—… Bailarín Danzarín Grangolpe…
—El propulsor se ha estropeado —comentó el joven—, y la vela superior ha funcionado. Los pontones inferiores no se pueden aprovechar.
—… Caracola Amapola Amatista Zapatillo…
El joven suspiró.
—Si lo comparamos con otras pruebas, ésta ha sido un éxito.
—… Monigote Capirote Flis-flas Cataplás.
Jengar se dio cuenta de que el gnomo por fin había terminado su presentación. Con gesto ausente, le dio la mano mientras miraba los restos del naufragio.
—Jengar —se oyó un ladrido débil y poco entusiasta—, y Pirita —añadió sin miramientos.
—Llámame Tic —dijo el gnomo—. ¿Cuál es la relación de los daños, Lexi?
—Habrá que esperar a que la caldera se enfríe, pero tiene buena pinta.
—¿Y la superficie de metal del ala superior?
—Entera, pero sigo pensando que pesaba demasiado.
—Entonces, necesitamos una caldera mayor —dijo el gnomo con un ademán de cabeza.
—Más peso… —replicó el joven negando con la cabeza—, se hundirá.
—Pero también más vapor, que lo levanta y, por tanto, disminuye el peso —contestó el gnomo—. Tienes que pensar en esas cosas.
—Perdonadme —dijo Jengar—. Esta… cosa… ¿para qué se supone que sirve?
—Viajes marinos a motor sin magia —dijo el gnomo con una mueca—. Lo siento, ¿dónde están mis modales? Probablemente, quiera amenazarme. ¿Podemos hablar de ello mientras tomamos el té? Tendremos que esperar un poco a que la caldera se enfríe para manipularla, y luego quizá podría ayudarnos a transportarla hasta la tienda.
Sin esperar una respuesta, el gnomo se dirigió hacia el faro con el joven llamado Lexi pisándole los talones. Jengar y Pirita intercambiaron una mirada como si los dos se estuvieran preguntando dónde se habían metido, y luego los siguieron a pie.
—¿Ocurre con regularidad? —preguntó Jengar sirviéndose más galletas de mantequilla. Pirita ladró, y automáticamente Jengar alargó la mano poniendo la golosina cubierta de miel al alcance del perro.
—¿Que el barón envíe a algún bravucón con espada para informarme de que mi presencia es inoportuna? Al menos una vez cada dos o tres semanas durante los últimos tres meses desde que empezó la primavera. No puedo entender qué le ha pasado, porque, aunque no solía ser agradable, sí al menos tolerable.
Los cuatro —el guerrero, el joven, el perro, y el gnomo— estaban en un pequeño rellano desde el que se observaba la planta principal del faro. En el centro se abría un inmenso espacio vacío que había sido, hasta hacía poco, el alojamiento del buque del exterior. Las paredes estaban cubiertas de estanterías de herramientas y planchas de corcho, separadas por un par de puertas enormes, en ese momento abiertas. En una gran pizarra se acumulaban los cálculos lanzar una piedra por encima de un lago. Del techo colgaba toda clase de maquetas de, supuestamente, aparatos marinos; barcos con alas de murciélago, aletas de delfines y velas horizontales; dragones marinos y delfines; cuerpos de mimbre recubiertos de papel; grúas plegadas y pájaros cantores de papel. Algunas eran de metal y producían un sonido musical al chocar unas con otras debido a la leve brisa. La luz penetraba a través del umbral de la puerta y de unas aberturas situadas en la parte superior del faro.
—Pero ahora quiere echarte —dijo Jengar sin modular la voz.
—Y la cuestión es por qué. Reorx sabe que he hecho experimentos mayores y más ruidosos. ¿Por qué el viejo barón no quiere que perfeccione mi aparato para viajes marinos a motor sin magia?
—¿Qué utilidad tendría? —preguntó Jengar.
El gnomo miró al guerrero y dijo brevemente:
—Pues, navegar más rápido, claro.
Jengar se movió incómodo.
—Bueno, en cualquier puerto puedo comprar un pasaje para un buque grande, aunque ciertamente más lento e impulsado por el viento. Y se dice que en las Torres de la Alta Hechicería se pueden conseguir unos anillos que permiten moverse por el aire y otros que facilitan un movimiento similar encima del mar. Y a eso hay que añadir toda una serie de monturas que hacen posible moverse por encima y por debajo del mar, es decir, caballos, leones de mar, dragones y otros artefactos. ¿Será éste más rápido que todos los citados?
El gnomo se encogió de hombros intentando concentrarse en la cuestión. Fue Lexi, su aprendiz, el que rompió el silencio:
—Hay mucha gente que no considera a los dragones sus aliados, ni cree en la magia. Gente normal, como usted y yo.
—Tú quizá —dijo Jengar con una leve sonrisa, y cogió otra galleta. Pirita ladró de nuevo y Jengar se la dio también esta vez.
El gnomo estaba muy inquieto.
—No puedo entender la hostilidad del barón. Este propio es mucho menos arriesgado que mi escalera automática…
—Que se despeñó por un acantilado —dijo Lexi suavemente.
—… o mi golem de madera que hacía juegos malabares con fuego…
—Que se quemó en la primera prueba —añadió Lexi.
—… o mi detector de volcanes invisible…
—Que no hemos vuelto a ver desde que lo pusimos en marcha —dijo Lexi.
—Sencillamente, no lo entiendo —repitió el gnomo—. ¿Por qué ese interés ahora en intentar echarme del pueblo?
—¿Sabéis —dijo Jengar cogiendo otra galleta—, por qué ninguno de los otros ha vuelto? —Pirita volvió a ladrar y Jengar le acercó la galleta sin pensarlo—. Los otros… «amenazadores».
El gnomo volvió de su ensimismamiento.
—¿Eh? ¿Los otros guerreros? Bueno, vienen aquí, ven lo que hago, y luego se marchan. Algunos se quedan por aquí el tiempo suficiente para ayudarnos con los materiales pesados. Los más insensibles están tentados de hacer algo, pero al final deciden que el viejo barón quizá no sobrevivirá para cumplir la promesa y se marchan en busca de nuevos horizontes. Lleva una varita mágica, ya sabes.
—Sí, la vi colgando de su cinturón y no supe distinguir si era un mero adorno o una amenaza.
—Algunos de los bravucones regresaron al pueblo, pero nunca los volví a ver. O bien cambiaron de opinión, o…
—El viejo barón miente cuando dice que ninguno ha vuelto —acabó Jengar.
—El viejo barón tiene arranques de genio —dijo el gnomo.
—El viejo barón es un viejo grano de pus y un gusano avaro —gruñó Lexi.
—Lexi, respeta a los ancianos —dijo Tic bruscamente y miró a Jengar—, incluso aunque tengas razón —y soltó una risita.
Dejaron de conversar durante un rato y, mientras tanto, Lexi recogió la bandeja del té. El móvil de campanillas en forma de pez tintineaba suavemente y los últimos rayos de sol del atardecer dibujaban brillantes cuadrados sobre la pared.
—¿Así que ahora vas a amenazarme? —preguntó Tic alegremente.
—Ya sé por qué los otros… bravucones fallaron. Eres la persona más desconcertante que jamás he conocido —sonrió Jengar.
—Todo el mundo dice que soy encantador —dijo el gnomo—, pero yo procuro que Lexi aprenda a manejar la espada y la honda, porque en algún momento, antes o después, el viejo barón encontrará a alguien deseoso de hacerle el trabajo sucio, y entonces —suspiró— tendremos que defendernos lo mejor que podamos.
Jengar suspiró con simpatía y dijo:
—Rondan demasiados bravucones por ahí desde la guerra.
—Lo mejor sería que continuaras tu viaje.
Jengar cogió otra galleta, la examinó, y automáticamente se la dio al perro.
—No puedo. He prometido volver e informar al viejo barón.
—Pareces mucho más implicado en el asunto de lo que desearías.
—Me temo que no puedo evadir mi responsabilidad.
—Siempre puedes quedarte aquí durante un tiempo y ayudarnos a reconstruir el edificio.
—Quizá después. Di mi palabra de regresar.
—¿Y no puedes faltar a ella? —dijo el gnomo—. Puedes inventar una buena excusa, como que soy el único que puede prevenir una incursión de los monstruos marinos.
—Estoy obligado a decir la verdad.
El gnomo exhaló un largo y leve suspiro como si quisiera decir que los humanos no tenían remedio, y, a continuación, propuso:
—Dejaré que Lexi te acompañe. De todas formas, tiene que recoger algunas provisiones.
A Lexi se le iluminó el rostro al oír eso.
—¡Necesito cinco minutos para lavarme! —gritó regocijado, y salió disparado escalera abajo. Poco después, se oyó el sonido del agua fluyendo de la bomba y a Lexi chapoteando en ella vigorosamente.
—¿No puedo convencerte de que cambies de idea?
—No depende de mí. Si prometo algo, no puedo echarme atrás.
—Entonces, esperemos que los dioses te guarden. ¿Otra galleta?
Jengar alargó la mano hacia el bol, casi vacío, y luego la apartó.
—No voy a coger más, aunque debo felicitarte por lo buenas que están. No son nada pesadas y parecen más ligeras que el aire.
Lexi se mostró muy locuaz y amistoso durante todo el camino de regreso al pueblo. El maestro Tic le había tomado como aprendiz hacía años y ahora hablaban de formar una sociedad. Aunque le faltaba la gran imaginación del gnomo, Lexi poseía una capacidad práctica que equilibraba las buenas intenciones del gnomo y reducía los riesgos al mínimo. De todos modos, Tic parecía menos peligroso que la mayoría de los gnomos, lo que hacía la hostilidad del viejo barón aún más misteriosa.
Lexi evitó el tema cuando Jengar lo sacó a colación y, en su lugar, se enzarzó con entusiasmo a jugar con Pirita tirándole un palo para que lo fuera a buscar. Jengar se percató de que el joven se había frotado y restregado hasta casi arrancarse la piel, lo cual era un comportamiento raro, pero no excepcional, para un simple viaje a la ciudad.
Lexi acompañó a Jengar hasta la mansión del barón y se ofreció encarecidamente a esperarlo, aunque Jengar rechazó la oferta. El simpático joven dio unas palmaditas de despedida a Pirita y se marchó al pueblo.
Un guardia con cara de bruto llevó a Jengar en presencia del viejo barón. El estrecho y oscuro despacho estaba iluminado por un pequeño brasero situado tras la silla del noble. El efecto óptico tendría que haber sido el reflejo del halo de su persona, pero, en realidad, parecía que se le estuviera quemando la nuca.
El viejo barón se inclinó hacia Jengar y le indicó que tomara asiento.
—¿Se ha ocupado usted del asunto?
—He comprobado la situación tal como usted me pidió. Dije que, o bien eliminaría al gnomo, o descubriría por qué los otros habían fracasado, y esto último es lo que he hecho.
Éstas no eran las noticias que el noble esperaba. Frunció el ceño, se quedó callado durante unos instantes y luego empezó a dar unos golpecitos nerviosos en su varita con la mano. Al final dijo:
—¿Y?
—El gnomo, el maestro Tic, es un gnomo típico, pero no significa ninguna amenaza para usted o para el pueblo. De hecho, es un tipo bastante simpático. Parece que los otros guerreros que usted mandó se dieron cuenta de ello y sencillamente siguieron su camino. —Se produjo un silencio que sólo perturbaban los golpes del barón en la varita.
—Pero usted ha vuelto.
—Dije que lo haría. Mi maldición es decir la verdad.
—Eso es lo que dijo, y como contaba con esto, mandé un mensajero ayer por la noche a Soto de Trent y volvió con pruebas de su sinceridad. Parece que el alcalde está disgustado con su manía de decir la verdad.
—No estaba de acuerdo con mi análisis acerca de sus alojamientos.
—Ya, es esa «franqueza» de la que no para de hablar la que le llevó a destrozar esos alojamientos.
—Sí, hubo una pelea. Lo siento, pero los hijos del alcalde atacaron primero.
—El alcalde de Soto de Trent ha preguntado si le retendría con cargos. Estoy inclinado a complacerle, ya que parece que usted utiliza su sinceridad como una excusa para insultar a sus anfitriones dondequiera que va. Sin embargo, debería ser justo y…
—¿Qué quiere decir? —Jengar se movió incómodo. A lo largo de su vida había aprendido que cuando uno empleaba la palabra «justo», las cosas dejaban de ser justas inmediatamente.
—Vuelva y termine su trabajo. Elimine al gnomo. Mandaré noticias a Soto de Trent de que usted ha seguido su camino. El alcalde es un viejo estúpido y enseguida estará ocupado con otros asuntos.
—Casi preferiría no hacerlo —dijo Jengar.
—Sus «casis» no cuentan —dijo el viejo barón moviendo la varita con gesto ausente delante de Pirita—. Guardaremos sus posesiones como señal de buena fe.
—¿Posesiones?
—Su perro bebedor de cerveza —dijo el noble con una sonrisa forzada, como acartonada.
—Si fuera la mitad de valiente de lo que cree que soy, podría acabar con usted ahora.
—Quizá. Pero tal vez le costaría la vida. O la de su compañero. —Se inclinó de nuevo hacia el perro. Pirita gruñó justo cuando Jengar alargaba la mano para hacerlo callar. Pero Jengar no fue lo suficientemente rápido y el animal se acercó brincando al mezquino lord.
—Observa y aprende —dijo el viejo barón enseñando la varita al perro y murmurando algo entre dientes. Pirita no llegó a acercarse del todo, pues se quedó paralizado a medio camino entre el guerrero y el estrado y se quedó colgando allí, atrapado en el interior de una esfera de suave brillo.
—Bonito, ¿no? —dijo el noble con una sonrisa—. Este juguete fue encontrado hace mucho tiempo en lo que ahora es el faro del gnomo. Mire. —Murmuró algo más moviendo la varita otra vez y la esfera empezó a contraerse por todos los lados. Pirita también se contrajo y disminuyó a la mitad de su tamaño original. El perro emitió un gemido de sorpresa y de miedo.
El viejo barón se inclinó hacia adelante.
—¿Tengo su promesa de que librará al pueblo de la amenaza del gnomo?
Jengar frunció el ceño.
—No puedo prometer nada —dijo con un fastidio que casi rozaba el enfado.
El viejo barón soltó una risita.
—Sí que puede. Eso es lo que le hace ideal para este trabajo. Los otros que mandé, todos unos cobardes o unos desgraciados, fueron sobornados con grandes ideales y un poco de té. Usted puede prometer y tiene que mantener su promesa.
—Los que le decepcionaron en el pasado fueron reducidos a la nada —conjeturó Jengar.
—Es usted quien lo dice, no yo, y usted siempre dice la verdad.
El viejo barón murmuró algo por tercera vez y el globo el que estaba Pirita flotó hasta la base del estrado. El asustado animal giraba dentro de la esfera desesperado buscando una salida.
—Las funciones corporales son más lentas dentro del globo, pero al final siempre se produce la inanición y la asfixia —dijo el barón en un tono informal, y luego añadió casi susurrando—: Uno de los bravucones duró dos semanas, todo un récord.
»Quiero al gnomo y a su pequeña industria fuera de mis tierras —continuó el noble levantando la voz con una fuerza sorprendente—. Si no me lo promete, temo por usted y por su perro.
Jengar se quedó callado.
—Si necesita pensar sobre ello —dijo el barón dulcemente—, dé un paseo por el pueblo. Yo estaré aquí, y el perro también.
Jengar se arrodilló y miró al perro a través de la esfera. Pirita se había calmado, y permanecía sentado con la lengua colgando como si estuviera esperando la cena.
—Todo va bien, chico. Te sacaré de aquí —y mirando al viejo barón añadió—: Déme tiempo para pensarlo.
—Tómese su tiempo, pero vuelva antes del anochecer. Me acuesto temprano y me disgustaría ver que le ocurre algo a su preciada posesión mientras usted duda. —Y cuando Jengar cerraba la puerta tras de sí oyó cómo el viejo barón se reía.
El noble se agachó y levantó la esfera mágica admirando su trofeo.
—Tendría que haber pensado en esto antes. Si amenazas a un hombre, resiste, pero si amenazas a su perro, bueno, eso ya es otra cosa, ¿no? ¡Oh!, tu nombre no es adecuado, Pirita, porque tú eres muy valioso para mí.
El perro gruñó e intentó morder al hombre a través del globo, lo que provocó que el viejo barón estallara en risas.
Jengar fue andando hacia el pueblo. La brisa del atardecer había empezado a soplar y el sol se estaba poniendo. Había pensado en abandonar a Pirita, pero no cabía duda de que vendría otro guerrero que sería lo suficientemente despiadado para cumplir la orden del viejo barón y lo bastante estúpido para cogerle la palabra.
El guerrero entró en la posada de La Cabeza del Lobo. Al menos su reputación ante el barón era buena, y una o cinco cervezas le ayudarían a vencer su resistencia al asunto. Podía eliminar al gnomo, suponía, pero parecía una acción totalmente innecesaria. Se preguntaba por qué el mezquino lord había tolerado los anteriores inventos del gnomo y, de repente, se oponía a un barco a motor.
Estaba tan ensimismado en sus pensamientos que no los vio hasta que no estuvo casi encima de ellos. Sentados al lado del pozo delante de la posada, se encontraban el joven, Lexi, y la camarera, Melissa. No repararon en él y tampoco lo habrían visto aunque se hubiera acercado haciendo repicar sus armas y cantando a pleno pulmón. Estaban cara a cara, con las frentes juntas, pendientes únicamente el uno del otro. Hablaban tan bajito que Jengar no podía oírlos, pero tampoco quería molestarlos.
Al cabo de un rato, Melissa se levantó, besó a Lexi en la frente y regresó a la posada. Lexi se levantó y la observó mientras se alejaba, por eso no se percató de Jengar —ni del resto del mundo— hasta que la chica desapareció.
—¿Hace mucho que nos observas?
—Un rato —repuso Jengar sin darle importancia—. ¿Cuánto tiempo hace que os veis así?
Lexi se ruborizó y su rostro parecía aún más rojo con los últimos rayos de sol.
—No es ningún crimen. Sólo tiene tres años más que yo, y no pretendo pedir su mano hasta que no sea maestro inventor.
Sonaba como una frase que se había repetido a sí mismo cientos de veces hasta que le sonó razonable, y quizá lo fuera. Además, eso explicaría su obsesiva devoción por el gnomo, pensó Jengar.
—¿Y qué piensa el posadero de esto?
—Le gusto, pero cree que soy demasiado joven. Me temo que cederá a las peticiones del viejo barón y la presionará para casarse con el grano de pus.
Lexi se quedó callado y Jengar al cabo de un rato dijo:
—Ésa es una posibilidad nada desdeñable.
—¿Es cierta la historia que contaste a Melissa y a los demás? —preguntó el joven—. Lo de la maldición de decir siempre la verdad.
—Demasiado cierta, como que ahora mis problemas son mayores que antes. —Le contó su encuentro con el viejo barón y que Pirita estaba retenido como rehén para forzar su cooperación. Lexi estaba indignado, pero no resultó de gran ayuda que terminara todas sus frases con improperios del tipo «grano de pus» o «gusano devoradinero».
—Sea como fuere, lo cierto es que estoy enfrentado a un dilema: para rescatar a Pirita, tengo que acceder a eliminar a tu maestro, Tic.
—¡Ya lo sé! Podemos volver con Tic y explicarle la situación, y quizás él se marche durante un tiempo para que el viejo barón se calme y se olvide de lo que sea que le molesta.
Jengar miró al joven lentamente durante un rato y luego dijo:
—Pero entonces, tendrías que irte con él.
—Bueno, supongo que sí.
—Exacto, y ello no soluciona los problemas de nadie, excepto quizá los del viejo barón. —Miró a Lexi con intención, pero éste no se percató del significado de la mirada.
—Ojalá hubiera una manera de librarse de esa vieja verruga. Quizá podríamos hacerlo desaparecer en mitad de la noche. Tú manejas bien la espada, tal vez podrías…
Jengar negó con la cabeza.
—Algunos guerreros emplean su espada cada vez que ven una injusticia o una oportunidad, y luego se sorprenden cuando el mundo entero los rechaza y, al final, todos se sienten abatidos. Al menos aprendí esa lección del dragón.
Se hizo el silencio mientras las sombras se alargaban cada vez más. Por fin, habló Jengar:
—Sólo podemos hacer una cosa —dijo—. Lexi, regresa con tu maestro y dile que aceptaré su oferta de trabajar con él. —Y se levantó para volver a la mansión.
—¿Adónde vas? —gritó Lexi.
—Tengo que hacer una promesa al barón —respondió—, y tengo que hablar con mi perro.
Jengar apareció por el faro a la mañana siguiente, justo cuando Lexi y Tic estaban reparando la gran vela en forma de media luna y la caldera de vapor.
Jengar contó la verdad a Tic, ya que no podía hacer otra cosa. Dijo que estaba sufriendo una gran presión y que había accedido a «limpiar la zona de la amenaza del gnomo».
—Ésas fueron exactamente mis palabras —suspiró.
Tal como Lexi había pronosticado, Tic se ofreció para trasladarse, e incluso empezó a diseñar unos planos para colocar el faro sobre una base y moverlo hacia el interior. Jengar le arrebató los planos de las manos y los cambió por otros que había dibujado la noche anterior en la posada. Tic dejó escapar un leve silbido y frunció el ceño.
—No flotará —dijo Tic, lo cual era un comentario muy mordaz viniendo de un gnomo.
—Sí que flotará —insistió Jengar.
El gnomo suspiró.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque he dicho que lo hará, y yo siempre digo la verdad.
El gnomo consideró la lógica del argumento y no tuvo más remedio que estar de acuerdo.
El resto de la semana lo pasaron reconstruyendo el aparato según los nuevos planos. Lexi, Jengar y Tic cortaron la madera, repararon el casco y los pontones y cubrieron el armazón con resina. Lexi demostró ser bastante entendido, al menos más de lo que Tic había supuesto. A menudo, Lexi hacía una sugerencia y su maestro la rechazaba, pero entonces Jengar reafirmaba la decisión del primero. Al cuarto día, Lexi explicaba directamente sus recomendaciones al guerrero, por supuesto cuando Tic estaba en otra parte para no herir los sentimientos de su maestro.
Por las tardes, el poco tiempo que les quedaba libre, Lexi visitaba a Melissa, bajo la vigilancia del tabernero, y Jengar iba a ver a su amigo encarcelado. Llevaba consigo los últimos proyectos y libros de cálculos elaborados durante el día, pero sólo los sacaba cuando los dejaban solos.
El barón tenía a sus hombres escuchando a escondidas y éstos le informaban de que Jengar pasaba la mayor parte del tiempo contando al perro los acontecimientos del día y describiendo el disparatado aparato que el gnomo estaba construyendo en esos momentos. A veces, Jengar hacía una pregunta al perro y éste respondía con un ladrido o un gruñido. Jengar también pedía al perro, con mucha frecuencia, que tuviera paciencia.
Los guardias también explicaron que un día, cuando asomaron la cabeza por detrás de la pared, vieron al guerrero arrodillarse delante del globo y cogerlo con las manos. Primero pensaron que estaba intentando llevarse la esfera a escondidas, pero no levantaba el globo, sólo lo abrazaba y hablaba con voz dulce y baja. No entendieron qué decía, pero el perro apoyaba la cabeza en el borde de la esfera casi tocando la cara del guerrero. La voz de Jengar era vacilante y entrecortada, y los guardias, que no querían ser descubiertos, se retiraron.
El viejo barón hizo un ademán con la cabeza. Quizás el guerrero era menos valiente de lo que parecía y no era capaz de llevar a cabo el horrible encargo de librarse del fastidioso Tic y de su blandengue asistente. Si por él fuera, ya le habría cortado la cabeza a esa comadreja y se hubiera deshecho de Lexi, pero bueno, había que mantener las apariencias. Era más fácil hacer desaparecer a los extraños que a los aldeanos conocidos, al menos no habría tantas preguntas.
Sus espías le contaron además que Jengar y Lexi cenaban en la posada cada noche a su costa. La amistad del guerrero con el gnomo y su ayudante incomodaba al barón, y una noche, cuando Jengar se marchaba de la mansión después de visitar a su perro, decidió presionarlo.
Jengar estuvo inflexible pero educado, y medía mucho sus palabras.
—¡Usted dijo que se iba a librar del gnomo! —gritó el mezquino lord en la cara de Jengar.
—Dije que iba a eliminar la amenaza del gnomo y que lo haría en siete días. Sólo han pasado cinco.
—Y durante este tiempo ha estado aumentando mi cuenta con el tabernero y engordando a mi costa a ese estúpido ayudante.
—Acabaré con la amenaza del gnomo —dijo Jengar.
—Eso dijo usted hace cinco días.
—Y lo digo ahora igual que lo dije antes —contestó Jengar pausadamente—. Estoy ayudando al maestro Tic a resolver algunos problemas, y luego todo estará listo para el acto decisivo. Soy consciente de que tengo que apresurarme.
—¿Qué puedo hacer para darle prisa? —preguntó el viejo.
—Bueno —dijo Jengar sonriendo irónicamente como si acabara de ocurrírsele—, puede organizar una fiesta de despedida.
Jengar no esperó la respuesta del viejo barón, cuyos gruñidos y blasfemias siguieron al guerrero hasta la puerta.
Dos días más tarde todo estaba a punto. Lexi hizo correr la voz por el pueblo y mandó un aviso escrito a la posada anunciando que el maestro Tic-catacric había resuelto uno de los grandes misterios de la época y, a mediodía, haría una demostración de su más reciente invento. La noticia se extendió rápidamente por los pueblos vecinos y, a las doce menos cuarto, todos los habitantes del pueblo y los de los alrededores se habían reunido en el faro con expectación.
Incluso Soto de Trent mandó a un representante, uno de los hijos ilesos del alcalde, un tipo engreído y remilgado que inmediatamente se puso nervioso por la presencia de Jengar en el lugar.
El viejo barón estaba fuera de sí. Siguiendo la sugerencia de Jengar, había dispuesto un almuerzo para los asistentes, pero el número de visitantes era mucho mayor de lo previsto y las reservas de la despensa de la posada se estaban acabando. En esos momentos recorría la playa de un lado a otro entre los invitados, viéndoles comer y beber y divirtiéndose a sus expensas. Pero, por ahora, no había señales de Jengar, Lexi, o el gnomo, y el tabernero y Melissa estaban ocupados cocinando.
El viejo barón pensó que cuando el mozo se largara ya tendría tiempo para perseguir a la muchacha tranquilamente. Pidió otra cerveza, aunque el calor y el ejercicio realizado para llegar hasta el faro ya se notaban en su rostro acalorado y desagradablemente congestionado.
A mediodía se oyó el toque de trompetas —algo desafinadas, pues de hecho eran el legado de un invento previo del gnomo—, y las puertas del faro se abrieron de par en par.
Jengar, Tic y Lexi empujaron con gran esfuerzo un inmenso vehículo de ruedas tapado con una tela. Los tres llevaban unos pantalones cortos negros y camisas blancas abiertas en el pecho. En la cabeza lucían unos pañuelos rojos a modo de adorno. Jengar parecía un pirata, Lexi un niño que jugaba a piratas y Tic, un gnomo con pañuelo rojo.
Empujaron lentamente su artilugio hacia la playa y, tras recorrer unos metros, algunos aldeanos se acercaron para ayudarles a moverlo entre la muchedumbre. Tic dejó de empujar y pasó a dirigir la operación, hasta que al final el gran aparato fue colocado en el lugar previsto. El gnomo rogó silencio a la multitud con un gesto.
—Señoras, señores, ciudadanos, apreciados nobles y visitantes —dijo Tic de carrerilla mientras la gente se inclinaba hacia adelante para captar su fina voz. Tic hizo una pausa, y por un momento Jengar pensó que el gnomo iba a continuar con su elaborada presentación pero, en lugar de eso, el pequeño ser tomó de nuevo la palabra y fue, por una vez en su vida, directo al grano—. Como sabéis, he emprendido una nueva dirección en mis investigaciones con el fin de que el hombre, y con eso me refiero a todas las criaturas buenas y sensibles… mmmm, sin aletas, ni branquias, ni adaptaciones similares, puedan surcar los mares sin la ayuda del viento, monstruos o magia. Para conseguir ese objetivo, he contado con la ayuda del viajero Jengar y, desde luego, de mi antiguo ayudante Lexi. —Se escucharon unos aplausos de educación, y tanto Jengar como Lexi se inclinaron teatralmente.
»Por lo tanto, y sin más —dijo el gnomo— aquí os ofrezco los frutos de mi labor: ¡El Dragón del Mar!
Lexi y Jengar retiraron la tela para mostrar su trabajo. Parecía un platillo cubierto de lona sobre unas pequeñas ruedas, al que se había adaptado una caldera y una vela en forma de ala. Un reducido quemador de carbón, que echaba humo por la popa, calentaba una caldera de latón en forma de cafetera que estaba atada con diversos engranajes y cadenas a un propulsor situado en la parte trasera. Para equilibrar el artefacto, de los lados sobresalía toda una serie de balancines terminados en unos pontones en forma de globo. Se había colocado un único asiento en el control de mandos, delante de una compleja red de alambres y cuerdas conectadas a la vela, y se había atado una gran palanca a modo de freno a un remo que colgaba en la popa. Justo detrás del control de mandos, se encontraban dos asientos más.
El artilugio estaba todo pintado de luminosos tonos de rojo. El platillo de lona tenía un matiz carmesí brillante y la madera del timón, de los balancines y de los pontones se había barnizado de color púrpura. Hasta el latón de la caldera tenía un brillo rojizo. La vela se había teñido de un ocre rojizo oscuro y relucía bajo el sol.
La multitud aplaudió educadamente cuando apareció el vehículo. El viejo barón se quedó paralizado, como si le hubiera causado sensación algún detalle fascinante del diseño. Luego, se percató de que Melissa, que acababa de llegar con más cervezas y comestibles, contemplaba con ojos soñadores a su héroe, Lexi, y de repente le volvió el dolor de cabeza.
Tic levantó las manos pidiendo silencio.
—Para hacer una demostración de este nuevo aparato, mis compañeros y yo saldremos al océano, sin la ayuda de magia o viento normal. Si funciona, de lo cual estoy seguro, se ofrecerán recorridos gratis a aquellos que tengan el valor suficiente de adentrarse en la bahía. Lo haremos durante el resto del día o mientras haya carbón.
Lexi y Jengar ya estaban llevando el aparato al agua. Todos consideraron una señal excelente que el invento no se hundiera inmediatamente. Cuando estuvo a flote, desengancharon las ruedas con facilidad. Los dos hombres, el joven y el adulto, mantuvieron el aparato estable mientras el gnomo se acercaba por el agua hacia el vehículo. Le ayudaron a subir a bordo, y luego lo siguieron.
Cumpliendo con el ceremonial, se ataron los cinturones y se colocaron firmemente en sus respectivos sitios.
Con un ademán triunfal, Tic puso en marcha el control de mandos y bajó la palanca del freno. Las válvulas de vapor se cerraron lentamente y la hélice se puso en funcionamiento moviendo el aire con amplias y suaves vueltas. Por un momento, se hizo un silencio abrumador que sólo era perturbado por el silbido del vapor y el pausado golpeteo del aire de la hélice. Luego, muy lentamente, el aparato empezó a moverse hacia adelante.
Al principio, el impulso era imperceptible, y bastantes de los presentes pensaron que sólo era una ilusión producida por su deseo de que el aparato se moviera. Pero no, a medida que la hélice iba moviendo el aire, el extraño barco empezó a deslizarse por voluntad propia. De repente, la multitud estalló en aplausos y felicitaciones, pues el triunfo del gnomo estaba demostrado.
A medida que el aparato avanzaba y la velocidad aumentaba, también empezó a elevarse y a perder contacto con el agua. Cuando estaba en la parte más alejada de la bahía, cerca de los bajíos de roca negra que cerraban el puerto, Tic tiró con fuerza de los alambres y la cuerda, y el barco giró obedientemente de regreso al faro.
En su primer viaje, el barco se dirigió directamente a la playa, donde estaba la multitud, inclinándose hacia la derecha por la acción del freno en el último momento. Muchos de los asistentes se lanzaron instintivamente sobre la arena dorada, conscientes de que era el invento de un gnomo y de que, si algo tenía que salir mal, seguro que ocurriría en el peor momento. La ráfaga de aire que produjo el barco al pasar levantó las faldas y se llevó los sombreros volando por toda la playa.
La segunda pasada fue un poco más rápida y se llevó a cabo más cerca de la orilla. Todos aplaudían rabiosamente.
En el tercer recorrido, Lexi abrió un saco y lanzó el contenido por los aires como una onda, bombardeando a la multitud con trocitos de dulce envueltos en papel que la esposa del tabernero había preparado el día anterior. Los asistentes se volvieron locos de contento.
La última vuelta fue un paseo tranquilo hasta el faro, y la nave fue recorriendo su trayectoria a lo largo de los inmensos bloques de rocas que se erguían en la base del edificio. Jengar alzó la vista y vio a Lexi sonriente, y saludando con la mano a la multitud. El guerrero se percató de que todavía se sujetaba con fuerza a los lados de su asiento.
El Dragón del Mar salió del agua y tocó tierra justo en el lugar del que había salido en la playa por su propio impulso. El platillo crujió al desplazarse sobre la arena húmeda y fue a parar a menos de tres metros de los aldeanos allí reunidos. Los tres nuevos navegantes descendieron e hicieron reverencias mientras la multitud aplaudía, silbaba y voceaba.
—Muy bien —gritó Tic con una sonrisa, ¿quién es el primero?
El silencio creció entre la muchedumbre. Luego, un hombre se abalanzó hacia adelante gesticulando.
—¡Yo seré el primero! —gritó el viejo barón.
Lexi y Jengar se miraron.
—Yo voy a salir —dijo el noble erguido sobre el gnomo como un árbol azotado por el viento. Echó un vistazo para observar la reacción de Melissa, pero la había perdido de vista entre la multitud de alegres invitados.
—Desde luego, señor —dijo Tic—, déjeme comprobar las líneas y luego…
—Tú no —espetó bruscamente—. Yo lo sacaré.
—Milord —dijo Jengar escogiendo cuidadosamente sus palabras—, Tic pilota mejor este maravilloso aparato que yo. Estará más seguro con él.
El viejo barón movió las manos y gritó:
—¡Tú! Tú dijiste que te ocuparías del gnomo y de su ayudante y, en cambio, los has convertido en héroes. Muchas gracias. No quiero oír nada de lo que dices. Ahora, voy a ser yo el héroe.
—Creo que lo que Jengar quiere decir —respondió Tic—, es que se trata de una operación tan delicada que hasta una persona tan poderosa como usted podría pasar por alto los sutiles detalles y…
El noble dijo vociferando:
—¿Quieres decir que un herrero fracasado, un gnomo y un joven inexperto pueden navegar y yo no? Apuesto a que incluso el maldito perro sabe cómo manejar este aparejo. Yo he pagado esta maldita fiesta. Dejadme subir.
Lexi y Tic se miraron y se encogieron de hombros. Jengar permaneció callado y solemne. Tenía los ojos fijos en un punto a la derecha por detrás del viejo barón.
—Míralo de esta forma —gruñó el mezquino lord—. Si esto resulta ser un invento de éxito como parece, quizá decida quedármelo y devolverte a tu compañero «atrapapulgas». ¡Piénsatelo!
Jengar suspiró mientras Tic comprobaba los mandos y lo ponía todo a punto. El viejo barón se ataba firmemente al control de mandos tal como había visto hacer a los otros.
Jengar, con el agua hasta las rodillas, pulsaba los diferentes controles.
—Válvula reguladora. Alimentación de vapor. Timón. No le recomiendo que haga esto, barón y, sinceramente, no puedo decirle que siga adelante.
—¡Sinceridad! Esto significa muy poco para ti, maldición o no. Dijiste que eliminarías la amenaza del gnomo el viejo barón.
Jengar bajó la mirada, casi avergonzado.
—Sí, y esto podría significar más de una cosa. Un gnomo que no os amenaza no es una amenaza. Y también hay una diferencia entre la amenaza de un gnomo y amenazar a…
El viejo barón le obligó a bajar a gritos con un potente «¡Lárgate!», y abrió el suministro de vapor al máximo.
El Dragón del Mar salió disparado hacia adelante como si le acabaran de liberar de una larga cautividad. El barco dio una fuerte sacudida y se inclinó hacia la izquierda. El noble trajinaba los mandos con la cara más roja que el propio barco.
Aunque se había puesto en marcha con un buen nivel de vapor, El Dragón del Mar empezó a navegar cada vez más rápido, como si estuviera impulsado por la ira y el resentimiento del viejo barón. Dio una primera vuelta cerca de la orilla y una segunda todavía más cerca. Las dos veces levantó, al pasar, unas fuertes oleadas de espuma que salpicaron a los invitados más cercanos. A medida que la velocidad aumentaba, el platillo parecía no tocar la superficie, y el viejo barón se agarraba fuertemente a los mandos.
Luego, el aparato giró hacia la ensenada y los bajíos, y penetró en ellos con un propósito implacable. Jengar podía ver la pequeña figura del viejo barón intentando manejar los controles para llevar el barco hacia una dirección más segura.
Tic empezó a gritar.
—¡Lo sabía! ¡Va a hundirlo! ¡Va demasiado rápido! ¡Gira, maldito, gira! —Y diciendo esto se lanzó sobre la arena incapaz de seguir mirando.
Así pues, fue el único miembro del grupo que se perdió la mejor representación del éxito del gnomo, porque entonces El Dragón del Mar se elevó totalmente por encima de la superficie de la bahía. No a mucha altura y tampoco lo suficiente como para que el viejo barón tuviera la sensación real de volar, pero lo justo para sobrevolar las rocas afiladas que custodiaban la entrada de la bahía. El Dragón del Mar se hundió, luego se elevó de nuevo y se volvió a hundir, y así tres y cuatro veces, como si fuera una de esas piedras planas que se lanzan sobre la superficie del mar para que boten. El platillo rojo del aparato reflejó la luz del sol y brilló como si fuera sangre caliente. Los asistentes con mejor vista dirían después que la nobleza local todavía estaba intentando manejar los controles cuando el aparato se convirtió en un pequeño punto, y luego, finalmente, se perdió de vista.
Cuando se calmó el entusiasmo y se acabó la cerveza, los invitados se marcharon a sus casas. Al final, los únicos que quedaron en la playa fueron Tic, Jengar, Lexi, Melissa (estos dos muy cerca el uno del otro) y un escribano. Éste intentaba anotar sus observaciones lo más rápido posible para hacer la crónica de la tragedia inesperada. Estaban todos sentados en la base del faro, contemplando la puesta del sol, como si en cualquier momento una ráfaga de viento o un silbido de vapor pudiera indicar el regreso de El Dragón del Mar.
—Me temo que es culpa mía —dijo el gnomo tristemente.
—No, no lo es —contestó Jengar suavemente—, tú eres el menos culpable.
—Hubiera tenido que darme cuenta de que nuestros planes funcionaban demasiado bien. El elevador y el soporte eran tan perfectos que sólo un peso considerable hubiera impedido que el aparato volara por propio impulso. El viejo barón no pesaba lo suficiente para la máquina.
Lexi hizo una mueca.
—¿Quién va a confiar en una máquina que se lleva consigo a la clase gobernante local?
—Algunos podrían considerarlo una ventaja —dijo Melissa quedamente, pero no tanto como para que no la oyeran.
En ese momento, Pirita apareció contento, más flaco debido a su semana de ayuno, aunque aparentemente eso había sido lo peor de todo su sufrimiento. No estaba claro si lo habían liberado los hombres del barón, o si finalmente el truco mágico había dejado de funcionar, pero el perro parecía estar muy contento consigo mismo. Llevaba entre los dientes una pequeña varita blanquecina.
—Con cada experimento aprendemos algo nuevo —dijo el gnomo—. Podemos construir un barco a vapor, siempre que resolvamos el problema de los saltos. Anclas. Creo que tendría que trabajar más sobre anclas. Una que no pese nada mientras no sea necesaria sería ideal. —Y el maestro Tic-catacric empezó a dibujar un borrador y a hacer planes.
—Podemos decir —dijo Jengar— que una bestia inmensa y terrible se llevó a vuestro lord. Fue un gran Dragón del Mar. Ésa sería la verdad, aunque no totalmente sincera. No creo que vuestro barón sepa cuál es la diferencia. Quizá siga viviendo en alguna parte por ahí, tal vez en una isla muy lejana. Al menos, así lo espero —terminó poniendo énfasis en la palabra «espero» mientras tocaba cariñosamente la cabeza de Pirita.
El perro bostezó y dejó caer la varita. Lexi la cogió y la levantó.
—Es la varita del viejo barón. Se le debe de haber caído en la bahía cuando El Dragón del Mar ha dado aquel gran salto y ha quedado atascado en la orilla.
—Es la única explicación razonable —murmuró Jengar diciendo la verdad, aunque no estaba siendo del todo sincero.
Jengar lanzó la varita hacia la playa y el perro se fue trotando en su busca con el pelo dorado ondeando al viento. Lexi y Melissa se cogieron las manos; Tic seguía dibujando sus ideas bajo la mortecina luz, y el escribano registraba los últimos momentos del día para futuras historias.
Y Pirita soltó unas risas al coger la varita de hueso por los aires, y siguió saltando y revolcándose a la luz del atardecer, de tal forma que su pelo parecía el trigo maduro mecido por una brisa estival, o finos y suaves hilos de oro.