5

Mientras seguía el camino, Iona trató de ejercitar sus habilidades para las entrevistas. Qué decir, cómo decirlo. Esperaba ir vestida de forma adecuada, ya que no había previsto tener una entrevista de trabajo tan pronto cuando salió de la habitación del hotel esa mañana, ataviada con unos vaqueros y su jersey rojo favorito. Pese a todo, aspiraba a un empleo en el picadero, así que dudaba que fuera necesario un traje formal y un maletín.

De todas maneras, no tenía ninguna de las dos cosas, pensó, y nunca las había deseado.

Lo que sí tenía era el currículo que había elaborado, la carta de recomendación de sus anteriores jefes y todas las referencias de sus alumnos o los padres de estos.

No le preocupaba lo que fueran a pagarle, no en un principio. Tan solo necesitaba meter la cabeza. Luego podría demostrar su valía, y lo haría. Y mientras lo hacía, no solo tendría trabajo, sino el trabajo que amaba.

Se le formó un nudo en el estómago, tal y como le sucedía cuando deseaba tanto alguna cosa, de modo que se obligó a no parlotear como un papagayo cuando conociera al hombre que podía contratarla o mandarla a paseo.

En cuanto llegó al claro y vio el edificio se le pasaron los nervios. Ahí estaba lo que le era familiar, una especie de hogar. La forma de los establos y su pintura roja, descolorida a causa de la climatología, los dos caballos cuyas cabezas asomaban por las puertas holandesas, los camiones, los remolques repartidos por el aparcamiento de grava.

Los olores del heno, los caballos, el estiércol, el cuero, el aceite y el grano cautivaron su corazón. Todo ello la envolvió mientras sus botas crujían sobre la grava.

No pudo contenerse. Fue derecha a los caballos.

El alazán le sostuvo la mirada con firmeza, viéndola aproximarse. Le dedicó un resoplido, y desplazó su peso de unas patas a otras. Luego inclinó la cabeza cuando ella le acarició el carrillo, dándole después un suave empujoncito con el morro.

—Yo también me alegro de conocerte. Pero qué guapo eres.

Se fijó en que tenía unos ojos cristalinos, pelaje limpio y reluciente, crines bien cepilladas y un aire relajado. Los caballos sanos y bien atendidos alentaron su estimación hacia los aún desconocidos Boyle McGrath y Finbar Burke.

—Espero que nos veamos mucho. ¿Y quién es tu amigo? —Se volvió hacia el segundo caballo, un bayo robusto que se frotaba el cuello contra el marco, como si no tuviera el más mínimo interés en ella. Cuando se acercó, este echó las orejas hacia atrás. Iona ladeó la cabeza—. Eso está mejor. No hay por qué estar nervioso. Solo he venido a saludarte.

Lo frotó con rapidez.

—Ese es César, y te está calando.

Iona se dio la vuelta y vio a una amazona con botas de montar detrás de ella. El curvilíneo cuerpo de la mujer llenaba unos ceñidos pantalones de montar y una cazadora de cuadros escoceses. Su cabello, recogido en una larga y despeinada trenza, le recordó al preciado abrigo de visón de su abuela, de un intenso y brillante tono castaño. Aunque llevaba a Irlanda en la voz, su piel dorada y sus profundos ojos castaños hablaban de climas más cálidos y de hogueras zíngaras.

—Por lo general, le gusta mostrarse fiero en el primer encuentro. Y puede poner reparos a que lo toquen… normalmente —agregó cuando Iona continuó acariciándolo.

—Lo que sucede es que es cauteloso con los desconocidos. ¿Los dos son caballos de paseo?

—Dejamos a César para los jinetes expertos, pero los dos trabajan aquí, sí.

—Yo también espero hacerlo. Soy Iona Sheehan. He venido a hablar con Boyle McGrath.

—Ah, tú eres la yanqui, una prima de Connor y Branna. Soy Meara Quinn. —Se acercó y estrechó la mano de Iona con firmeza, evaluándola de forma rápida y seria con la mirada—. Has venido pronto.

—Todavía me estoy adaptando al cambio horario. Puedo volver más tarde si no es buen momento.

—Oh, este es tan buen momento como cualquiera. Boyle no está, pero no tardará en llegar. Puedo enseñarte esto si te apetece.

—Me gustaría, gracias. —Al igual que le había sucedido a César, los nervios de Iona se calmaron—. ¿Hace mucho que trabajas aquí?

—Ah, unos ocho años. Casi nueve, más bien. En fin, ¿quién lleva la cuenta?

La condujo dentro; las largas zancadas de sus largas piernas hicieron que Iona apretara el paso para no quedarse atrás. Iona vio un desordenado cuarto a un lado, repleto de cascos de montar, protectores para las piernas y algunas botas. Un delgaducho gato atigrado salió de manera furtiva, evaluó a Iona con la mirada, igual que había hecho Meara, y luego se marchó con toda tranquilidad.

—Ese era Darby, que nos honra con su presencia. Darby es un cazador de ratones feroz, así que aguantamos su mal humor. Se gana su comida y va y viene según le place.

—Un trabajo cojonudo.

Meara esbozó una amplia sonrisa.

—Eso es verdad. Bueno, aceptamos reservas para montar, realizar paseos guiados con los huéspedes entre los lagos Corrib y Mask. Normalmente de una hora de duración, aunque podemos prolongarlo si nos lo piden y pagan por ello. Y aquí tenemos el picadero.

Al entrar, Iona vio a una mujer de treinta y pico años a lomos de un robusto alazán y a un hombre achaparrado en vaqueros de trabajo, que se encargaba de que amazona y caballo realizaran la rutina.

—Ese es nuestro Mick. Fue jockey en su juventud y tiene interminables historias que contar sobre esos días.

—Me encantaría oírlas.

—Puedes estar segura de que lo harás si estás aquí más de cinco minutos. —Meara puso los brazos en jarras y observó a Mick durante un momento, dejando que Iona hiciera lo mismo—. Mick sufrió una mala caída en una competición en Roscommon, y así acabó esa parte de su carrera. Ahora enseña y entrena, y sus alumnos coleccionan lazos azules.

—Parece que sois afortunados de tenerlo.

—Sí que lo somos. Tenemos otra zona junto al establo grande, no lejos de aquí, para practicar salto y doma. También damos clases a los lugareños, y de vez en cuando realizamos paseos guiados. En esta época del año no solemos tener excesiva actividad, aunque hay mucho que hacer. Tenemos veintidós caballos entre los que alojamos aquí y los que hay en el otro establo. El guadarnés está por aquí. —Lanzó una mirada a Iona—. Utilizamos la silla inglesa, así que si estás acostumbrada a la silla tejana, tendrás que adaptarte.

—Monto ambas.

—Eso es muy práctico para ti. Boyle insiste mucho en mantener el guadarnés ordenado —prosiguió mientras le indicaba a Iona que entrara en el cuarto—. Los que trabajamos aquí hacemos de todo. Nos ocupamos del guadarnés, cogemos reservas, limpiamos las cuadras, atendemos a los caballos, les damos de comer; hay una pizarra con el horario de comidas y la dieta de cada animal colgada fuera de sus respectivas casillas. ¿Has hecho algún paseo guiado?

—En mi país, claro.

—Entonces ya sabes que se trata de algo más que de pasear con los clientes. Tienes que estimar qué tal se las apañan con el trayecto, qué tal montan, y la mayoría de los que reservan aquí quieren un poco de animación, tú ya me entiendes, algo de charla sobre la zona, la historia e incluso la flora y la fauna.

—Aprenderé. De hecho, ya he estudiado un poco. Me gusta saber dónde estoy.

—Es difícil saber adónde vas a menos que sepas dónde estás.

—Estoy abierta a sorpresas a ese respecto.

Se vio envuelta por olores familiares; a cuero y a jabón de aceite. Imaginó que, para la mayoría, el guadarnés parecería abarrotado y desorganizado, pero ella veía la pauta básica, el uso, la reparación y el mantenimiento cotidianos.

Las bridas colgaban en una pared, las sillas estaban colocadas en sus montureros en otra. Arneses en sus soportes en la tercera, con ganchos y perchas para bocados y avíos, estantes para esto y aquello, trapos y cepillos, jabones para cuero y aceites. Y una especie de cuartito adyacente para escobas, horquetas, almohazas, limpiacascos y más ganchos para cubos. Divisó una vieja nevera.

—Las medicinas están ahí —le dijo Meara—. A mano para cuando se necesitan. Hacemos lo que podemos para mantenerlo todo razonablemente ordenado, y una o dos veces al año, cuando no hay mucho jaleo, le metemos caña. ¿Tienes tu propio equipo?

—Lo vendí. —Eso había sido doloroso—. A excepción de las botas de montar, las de goma y el casco de equitación. No sabía si tendría un lugar donde guardarlo ni si tendría ocasión de usarlo, al menos durante una temporada. ¿Necesito equipo propio?

—No, no lo necesitas. Muy bien, querrás ver los caballos que tenemos aquí. También damos alojamiento, pero en el establo grande. Aquí tenemos los caballos para las rutas y los cambiamos de un establo a otro según se requiera. —Meara hablaba mientras caminaba, llevando a Iona por el establo a paso vivo—. Tenemos una reserva para cuatro más tarde esta mañana y dos más para esta tarde, un grupo de dos y otro de seis. Y clases reservadas a lo largo del día, así que estamos a tope.

Se detuvo para frotar la cabeza de un recio alazán con un cordón blanco en la cara.

—Esta es Maggie, y es muy dulce. Es buena con los niños y con los asustadizos. Maggie es paciente y le gusta la tranquilidad. ¿A que sí, cariño?

La yegua acarició el hombro de Meara con el morro, arrimando la cabeza a Iona a continuación.

—Qué guapa eres —le dijo Iona.

Después de frotarla y rascarla, Maggie le dio un suave topetazo en el bolsillo a Iona, haciéndola reír.

—Hoy no tengo. Me aseguraré de traerte una manzana la próxima vez. Es… —La voz de Iona se fue apagando al ver la mirada inquisitiva de Meara—. ¿Qué?

—Es extraño, nada más. A Maggie la vuelven loca las manzanas. —Dejándolo ahí, Meara hizo un gesto—. Y este es nuestro Jack. Es un chico grande, y le gusta dormir la siesta y pararse a pastar durante el paseo si puede. Necesita mano firme.

—Te gusta comer y dormir, ¿eh? ¿Y a quién no? Apuesto a que un chico tan grande y tan fuerte como tú puede llevar a trescientos sin inmutarse.

—Podría. Y aquí tenemos a Spud. Es joven y brioso, pero va bien.

—Un caballo negro. —Iona se acercó para pasar la mano por sus oscuras crines—. Con debilidad por las patatas. —Captó otra vez aquella mirada de Meara, y le brindó una sonrisa—. Es por su nombre, Spud[1].

—Utilizaremos ese si quieres. Y esta es Queen Bee, porque se cree que es la reina de la colmena. Los mangonea a todos a la menor oportunidad, pero le gusta un buen paseo.

—A mí tampoco me importaría dar uno. ¿Ha tenido algún problema en la pata delantera?

—Un pequeño esguince hace una semana, más o menos. Ha curado bien. Si te dice lo contrario, es que solo busca dar pena —bromeó.

Iona dio un paso atrás, sintiéndose insegura, y se metió las manos en los bolsillos.

—Es poco probable que me entre el canguelo porque alguien comparta una relación tan íntima con los caballos —comentó Meara—. Mucho menos si se trata de alguien que tiene la misma sangre que los O’Dwyer.

—Se me dan bien… los caballos —concretó Iona mientras acariciaba a la regia Queen Bee—. Tengo la esperanza de conseguir llevarme bien con los O’Dwyer.

—Connor es de trato fácil y siente debilidad por una cara bonita. Y la tuya lo es. Branna es justa, y es suficiente con eso.

—Sois amigas.

—Lo somos, y lo hemos sido desde que llevábamos pañales, así que sé que Branna, como es justa, no te habría mandado a nosotros si no sirvieras.

—Soy buena en esto. Es lo que se me da bien.

Era lo único en lo que estaba segura de ser buena, pensó.

—Tendrás que serlo. Lo sé desde siempre —le dijo Meara al ver la mirada inquisitiva de Iona—. Así que sé que quien se comunica con los caballos es el tercero.

Iona pensó en las miradas de los camareros durante la cena la noche anterior.

—¿Es que todo el mundo lo sabe?

—¿Qué sabe la gente, en qué cree, qué acepta? Son cuestiones diferentes, ¿no te parece? Bueno, ya que Boyle se está retrasando, podemos… —Se interrumpió, sacó el móvil cuando pitó en su bolsillo y echó un vistazo al mensaje—. Ah, estupendo, ya viene. Si te parece bien, podemos salir e ir a su encuentro.

Su posible nuevo jefe, pensó Iona.

—¿Algún consejo?

—Podrías recordar que Boyle también es equitativo, aunque a menudo parco en palabras y temperamental.

Meara le indicó a Iona que continuara mientras se guardaba de nuevo el teléfono.

—Está montando la última adquisición de Fin. Fin es el socio de Boyle y viaja de acá para allá cuando se propone comprar caballos y halcones, o lo que quiera que se le antoje.

—Pero Boyle…, el señor McGrath…, dirige el picadero.

—Sí…, o más bien lo dirigen ambos, pero es Boyle quien se ocupa del día a día. Fin encontró este semental en Donegal e hizo que lo enviaran, ya que él aún está de viaje. Tiene pensado aparearlo más avanzado el año, y Boyle está igual de empeñado en enseñarle modales.

—¿A Fin o al semental?

Meara prorrumpió en una sonora y estridente carcajada cuando volvieron a salir.

—Esa es la cuestión; puede que a ambos, aunque yo apostaría a que tendrá mejor suerte con el caballo que con Finbar Burke. —Señaló hacia el fondo de la carretera con la cabeza—. Aun así, es un capullo muy guapo, con un genio del copón.

Iona se dio la vuelta. No sabría decir si Meara hablaba del caballo o del hombre que lo montaba. Su primera impresión fue de magnificencia e impulsividad por ambas partes.

El caballo, grande y hermoso, que fácilmente medía dieciséis palmos, ponía a prueba al jinete con algún corcoveo que otro, y aun desde aquella distancia podía ver el brillo feroz en sus ojos. Se apreciaba cierto sudor en su pelaje gris humo, a pesar de que la mañana era fresca…, y mantenía las orejas hacia atrás con gesto obstinado.

Pero el hombre, también alto y hermoso, se mantuvo firme, Iona oyó su voz, el desafío que denotaba, aunque no las palabras, mientras mantenía al caballo al trote.

Y algo dentro de ella se removió ante el simple sonido de su voz. Nervios, excitación, se dijo, porque el hombre tenía su felicidad en sus manos.

Pero a medida que se aproximaban esa sensación aumentó hasta tornarse en un aleteo. La atracción le lanzó un puñetazo doble, al corazón y al vientre, ya que él era tan magnífico como el caballo. E igual de atractivo para ella.

La brisa agitaba con fuerza su cabello, de un intenso tono caramelo que no era del todo castaño ni tampoco rojizo. Llevaba una cazadora, vaqueros descoloridos y botas ajadas, todo acorde con su rostro duro y de huesos marcados. La fuerte mandíbula y una boca que le pareció tan obstinada como la del caballo que montaba reflejaron el mal genio apenas contenido cuando el caballo corcoveó de nuevo.

Una delgada cicatriz, en forma de rayo, surcaba su ceja izquierda. Por razones que no alcanzaba a comprender, aquello provocó una deliciosa tormenta de lujuria dentro de ella.

Vaquero, pirata, jinete de una tribu salvaje. ¿Cómo podía encarnar tres de sus mayores fantasías en un grande y audaz paquete?

Boyle McGrath. Pronunció su nombre para sus adentros. Puedes ser un problema para mí, y en lo referente a problemas estoy muy interesada, pensó.

—Ay, nuestro Boyle está de mal genio. Bueno, si vas a trabajar aquí, será mejor que te acostumbres, porque bien sabe Dios que lo tiene. —Meara avanzó, levantando la voz—: Te ha hecho sudar tinta, ¿no?

—Ha intentado arrancarme un trozo de un bocado. Dos veces. El muy cabrón. Si lo intenta de nuevo puede que lo castre yo mismo con un puto cuchillo para untar mantequilla.

Cuando Boyle tiró de las riendas, el caballo se agitó, brincó y trató de alzarse sobre las patas traseras.

Sus manos grandes, con los nudillos surcados de marcas, igual que la ceja y las botas, lucharon por refrenarlo.

—Podría matar a Fin por esto. —Como si desafiara a su jinete, el caballo intentó encabritarse otra vez. Iona se acercó siguiendo su instinto y agarró la brida—. Quédese atrás —espetó Boyle—. Muerde.

—Ya me han mordido antes. —Le habló directamente al caballo, con los ojos clavados en los suyos—. Pero prefiero que no me muerdan de nuevo, así que para. Eres una preciosidad —le dijo con voz alegre—. Y estás muy cabreado. Pero podrías cortar el rollo y ver qué pasa. —Le lanzó una mirada a Boyle. Él no mordía, pensó, aunque sospechaba que tenía otras formas de arrancarle un bocado a un adversario—. Seguro que usted también estaría malhumorado si alguien lo metiera en un remolque y le alejara de su casa para luego arrojarlo entre un puñado de desconocidos.

—¿Malhumorado? Le ha dado una coz a un mozo de cuadra y ha mordido a un peón, y eso solo esta mañana.

—Para —repitió Iona cuando el caballo trató de zafarse—. A nadie le gustan los matones. —Le acarició el cuello con la mano libre—. Ni siquiera uno tan hermoso como tú. Está cabreado, eso es todo, y se está asegurando de que todos lo sepan —le dijo a Boyle.

—Oh, ¿eso es todo? Pues entonces no pasa nada. —Desmontó, sujetando las riendas en corto—. Tú debes de ser la prima estadounidense que nos ha enviado Branna.

—Iona Sheehan, y seguramente soy tan inoportuna para ti como este semental. Pero sé de caballos, y a este no le ha gustado que lo apartasen de todo cuanto conocía. Aquí todo es diferente. Yo sé lo que es eso —le dijo al caballo—. ¿Cómo se llama?

—Fin le llama Alastar.

—Alastar. Te harás un hueco aquí. —Soltó la brida y el caballo meneó las orejas. Pero si se le pasó por la cabeza intentar darle un mordisco, cambió de parecer y apartó la mirada con despreocupación—. He traído mi currículo —comenzó Iona. Trabajo, trabajo, trabajo, se recordó. Y mantenerse apartada de los problemas. Y sacó la memoria USB que se había guardado en el bolsillo esa mañana—. Llevo montando desde que tenía tres años y he trabajado con caballos; cepillándolos, atendiéndolos, realizando rutas y paseos guiados. He dado clases, privadas y en grupo. Entiendo de caballos —repitió—. Y estoy dispuesta a hacer lo que sea necesario con tal de tener la oportunidad de trabajar aquí.

—Le he enseñado el lugar —adujo Meara, cogiendo la memoria USB de Iona—. Dejaré esto en tu mesa.

Boyle sujetó las riendas con firmeza y mantuvo los ojos, de un bruñido dorado con motas verdes, fijos en Iona.

—Los currículos no son más que palabras sobre papel, ¿verdad? No son hechos. Puedo darte trabajo limpiando. Veremos si sabes atender a un caballo antes de asignarte lo demás. Aunque siempre hay arreos que lustrar.

Meter la cabeza, se recordó.

—Entonces sacaré el estiércol y limpiaré.

—Ganarías más yendo al castillo y buscando trabajo allí. Sirviendo mesas, limpiando o de dependienta.

—No se trata de ganar más. Se trata de hacer lo que adoro y lo que estoy destinada a hacer. Y es esto. No me molesta limpiar cuadras.

—Entonces Meara puede darte tarea. —Le cogió la memoria USB a Meara y se la guardó en su bolsillo—. Me ocuparé del papeleo en cuanto instale a este.

—¿Vas a meterlo en una casilla?

—No pienso registrarlo en el hotel.

—A él le gustaría… ¿No le vendría bien algo más de ejercicio? Ya ha entrado en calor.

Boyle enarcó las cejas, atrayendo la mirada de Iona sobre la que tenía marcada: la ceja sexy.

—Me ha dado mucha guerra durante casi una hora esta mañana.

—Está acostumbrado a ser el alfa, ¿verdad que sí, Alastar? Ahora vienes tú y eres… un desafío. Has dicho que un currículo no son hechos. Deja que lo haga yo. Puedo darle una vuelta por el potrero.

—¿Cuánto pesas? ¿Unas cuatro arrobas si estás mojada?

Ese hombre le estaba dando trabajo, se recordó. Y comparado con él, e incluso con Meara, probablemente resultaba bajita y enclenque.

—No sé cuánto son cuatro arrobas, pero soy fuerte y tengo experiencia.

—Te arrancará los brazos, y eso antes de arrojarte de su espalda como a una mosca.

—No lo creo. Pero, claro, si lo hiciera, tú tendrías razón. —Volvió la vista hacia el caballo—. Piensa en eso —le dijo a Alastar.

Boyle reflexionó al respecto. La preciosa diosa de las hadas quería demostrar algo, así pues ¿por qué no dejar que lo intentara? Y podía curarse los moratones del trasero… o la cabeza, dependiendo de qué aterrizara primero en el suelo.

—Una vuelta al picadero. Dentro —agregó Boyle al tiempo que señalaba el lugar—. Si es que consigues mantenerte encima tanto tiempo. Búscale un casco, ¿quieres, Meara? Puede que le sirva para no partirse la crisma cuando se caiga de cabeza.

—No es el único que está cabreado. —Plena de seguridad, Iona le brindó una sonrisa a Boyle—. Necesito acortar los estribos.

—Dentro —repitió, y condujo al caballo al interior—. Espero que sepas caer bien.

—Así es. Pero no voy a caerme.

Acortó los estribos de manera rápida y competente. Sabía que Boyle la observaba, y esto estaba bien, era bueno. Se conformaría con un trabajo, y daría las gracias, aunque solo fuera limpiando cuadras y arreos.

Pero, Dios bendito, cuánto deseaba cabalgar. Y deseaba montar a ese caballo con todas sus fuerzas. Sentirlo debajo de ella, compartir ese poder.

—Gracias.

Se abrochó el casco que Meara le llevó, y puesto que también le había llevado un montador, lo utilizó.

Alastar se estremeció debajo de ella. Iona apretó las rodillas y alargó la mano para coger las riendas.

Boyle se lo estaba pensando mejor; podía verlo en aquellos ojos dorados.

—Branna no estará contenta conmigo si acabas en el hospital.

—Tú no le tienes miedo a Branna.

Cogió las riendas. Tal vez nunca hubiera estado segura de cuál era su lugar, pero siempre, desde el primer instante, se había sentido a gusto cuando estaba subida a una silla de montar.

Se inclinó hacia delante para susurrarle al oído a Alastar:

—No me dejes en ridículo, ¿vale? Vamos a exhibirnos y a ponerlo a él en evidencia.

Alastar dio cuatro pasos con ánimo colaborador. Luego coceó con las patas traseras, las apoyó en el suelo y se encabritó.

«Basta. Podemos jugar a eso en otro momento».

Lo hizo girar, cambiar de pie en el aire, girar otra vez y un nuevo cambio de pie antes de ponerlo al trote.

Cuando el caballo se fue hacia un lado y trató de lanzar otra coz, Iona se rió.

—Puede que no pese tanto como el grandullón, pero me pego como una lapa.

Le impuso un elegante medio galope —Dios, qué bonito era— y de nuevo lo puso al trote.

Y se sintió viva.

—Esa chica es mucho más que palabras sobre un papel —murmuró Meara.

—Puede que sí. Buen asiento, buenas manos…, y por alguna razón a ese demonio parece gustarle.

Boyle pensó que parecía haber nacido sobre un caballo, como si pudiera cabalgar sobre el viento, los árboles y prácticamente sobrevolar las montañas.

Luego cambió el peso de un pie al otro, molesto con sus fantasiosos pensamientos.

—Puedes llevarla contigo de ruta…, pero no montada en ese demonio…, y ver qué tal se le da.

—Será un buen semental de cría, ya lo sabes. Fin tenía razón en eso.

—Fin raras veces se equivoca. Pero cuando lo hace, mete la pata hasta el fondo. Aun así, ella lo hará. Hasta que deje de hacerlo. Ocúpate de que lleve a Alastar al potrero. Veremos si se queda allí.

—¿Y tú?

—Me ocuparé del papeleo de la chica.

—¿Cuándo quieres que empiece?

Boyle la vio iniciar un fluido trote largo.

—Creo que ya ha empezado.

Iona no pudo ir al pueblo. Sus planes cambiaron del mejor modo posible al pasarse el resto de la mañana limpiando estiércol, atendiendo caballos, firmando documentos, aprendiendo de Meara las reglas básicas y el ritmo.

Y lo mejor de todo fue que la llevaron a un paseo guiado. Tal vez el paso fue tranquilo hasta el punto de resultar indolente, pero seguía siendo una cabalgada sobre el alegre Spud. Trató de memorizar puntos de referencia mientras cabalgaban plácidamente por el duro sendero, atravesando el verde bosque y siguiendo el oscuro rumor del río.

Un viejo cobertizo, un pino lleno de marcas, un montón de rocas.

Oyó la voz de Meara subiendo y bajando de intensidad mientras entretenía a los clientes —una pareja alemana en una breve escapadita— y disfrutó de la mezcolanza de acentos.

Ahí estaba ella, Iona Sheehan, cruzando el bosque de Mayo (¡con un trabajo!), oyendo voces con acento alemán e irlandés, sintiendo la fresca y húmeda brisa en las mejillas y viendo el sol brillar de manera intermitente entre las nubes y los árboles.

Estaba ahí. Era real. Y se dio cuenta con repentina y absoluta certeza de que jamás iba a volver.

A partir de ese día aquel era su hogar, pensó. Un hogar que se forjaría ella sola, para sí misma. Esa era su vida, una vida que iba a vivir como deseara.

Si eso no era magia, ¿qué lo era?

Oyó otras voces, una rápida risa envolvente tan atractiva que la hizo sonreír.

—Ese es Connor —le dijo Meara—. De paseo con los halcones.

Lo vio en el sendero al doblar una curva, parado con otra pareja. Había un halcón posado en el guante que protegía el brazo de la mujer en tanto que el hombre que la acompañaba tomaba fotografías.

—¡Oh, es alucinante! —Extraordinario, pensó Iona. Y, de algún modo, como salido de otra época—. ¿No es alucinante?

—Otto y yo tenemos cita para mañana —le dijo la mujer alemana—. Estoy deseando que llegue.

—Os lo pasaréis muy bien. Tengo que probarlo. Ese es mi primo —agregó, muy orgullosa—. El cetrero.

—Es muy guapo. Tu primo es cetrero, ¿y no has salido con él a hacer volar los halcones?

—Llegué aquí ayer mismo. —Esbozó una sonrisa radiante cuando Connor levantó la mano, guiñándole el ojo con descaro a Meara o a ella, probablemente a las dos.

—Lo que veis ahí es un águila Harris —informó Meara—. Ya que tenéis reservado un paseo para mañana, procurad tomaros el tiempo de hacer una visita a la escuela de cetrería. Seguro que el paseo con halcones será uno de los platos fuertes de vuestra visita a Ashford, y resulta más completo si veis al resto de halcones y aves rapaces y aprendéis un poco sobre ellos.

El águila levantó el vuelo, ascendiendo hasta una rama. Los dos grupos se dejaron espacio mutuamente.

—Buenos días, Connor —saludó Meara al pasar.

—Buenos días. ¿Has salido a cabalgar, prima?

—Estoy trabajando.

—Bueno, eso es genial, y así más tarde puedes invitarme a una pinta para celebrarlo.

—Eso está hecho.

Y además, pensó Iona, se tomaría una cerveza con su primo después del trabajo. Aquello era magia de verdad.

—Lo siento. Mi inglés no es demasiado bueno.

—Es excelente —discrepó Iona, cambiando de posición para mirar a la mujer amazona.

—Es tu primo. Pero tú no eres irlandesa.

—Estadounidense, descendiente de irlandeses. Acabo de mudarme aquí, literalmente.

—¿Llegaste ayer mismo? ¿No habías estado antes?

—No, nunca. De hecho, me hospedo en el castillo durante unos días.

—Ah, así que estás de visita.

—No, ahora vivo aquí. Llegué ayer, hoy he encontrado este empleo y la próxima semana me mudo a vivir con mis primos. Es realmente maravilloso.

—¿Acabas de venir de Estados Unidos para vivir aquí? Creo que eres muy valiente.

—Yo creo que más bien soy afortunada. Esto es precioso, ¿verdad?

—Muy hermoso. Nosotros vivimos y trabajamos en Berlín. Allí hay mucho ajetreo. Esto es tranquilo y… no hay nada de ajetreo. Un sitio estupendo para unas vacaciones.

—Sí.

Y un hogar aún mejor, pensó Iona. Su hogar.

Para cuando hubo cepillado a Spud, guardado sus arreos, conocido al resto del personal de servicio ese día —Mick, con su espontánea sonrisa, cuya hija mayor resultó ser la camarera que le había servido la cena la noche anterior— y ayudado a dar de comer y abrevar a los animales, Iona calculó que era demasiado tarde para hacer una visita a Cong o a la escuela de cetrería.

Se acercó a Meara.

—No sé muy bien cuál es mi horario.

—Ah, bueno. —Meara tomó un buen trago de una botella de Fanta de naranja—. Imagino que no tenías pensado trabajar la jornada completa, cosa que ya casi has hecho. ¿Estás lista para trabajar mañana?

—Claro. Por supuesto.

—Yo diría que a las ocho es buena hora, pero será mejor que lo consultes con Boyle para estar seguros, porque a lo mejor ya te ha puesto un horario. Me parece que ya puedes irte; Mick y Patty tienen las cosas bajo control y yo tengo una clase privada en el establo grande.

—Lo buscaré para preguntárselo. Gracias por todo, Meara.

Acorde a la felicidad imperante del día, le dio un abrazo a Meara.

—Te aseguro que no hay de qué, porque yo no he hecho nada, resulta que menos de lo habitual, ya que tú me has hecho casi todo el trabajo duro.

—Me ha sentado bien. Sienta bien esto. Te veo mañana.

—Que tengas un buen día, y dale recuerdos a Branna y a Connor de mi parte.

Iona echó un vistazo al picadero, luego a lo que Boyle llamaba despacho, volvió sobre sus pasos, dio una vuelta y lo encontró fuera en el potrero, manteniendo un duelo de miradas con Alastar.

—Piensa que no te cae bien.

Boyle volvió la vista.

—Entonces es un mamón muy intuitivo.

—Pero sí que te cae bien. —Tomó impulso para sentarse en la valla—. Te gusta su físico y su espíritu, y te preguntas cómo puedes templar su temperamento sin quebrar su espíritu. —Esbozó una sonrisa cuando Boyle se acercó a ella—. Eres entrenador de caballos. No existe un solo entrenador sobre la faz de la tierra que mire a ese magnífico animal y no piense lo que yo acabo de decir. Os sacáis de quicio mutuamente, pero eso es porque los dos sois grandes, guapos y tercos.

Separando las piernas, Boyle enganchó los pulgares en los bolsillos delanteros.

—Y esa es tu conclusión después de una relación tan breve, ¿no?

—Sí. —Su feliz día la envolvía como el sol. Podría quedarse ahí sentada durante horas, en el fresco y húmedo ambiente, con el hombre y el caballo—. Os desafiáis el uno al otro, así que hay respeto…, y cada uno está ideando su estrategia para conseguir quedar por encima del otro.

—Dado que seré yo quien lo monte a él y no al revés, el tema ya está resuelto.

—No del todo. —Exhaló un suspiro mientras estudiaba a Alastar—. Cuando era pequeña solía soñar con tener un caballo como este; un semental grande y valiente solo mío, que solo yo pueda montar. Supongo que la mayoría de las chicas pasan por esa etapa de fantasía equina. Yo nunca la he superado.

—Montas bien.

—Gracias. —Bajó la mirada hacia él y se dio cuenta de que era una suerte que estuviera sentada en la valla, pues de lo contrario podría haberle dado un abrazo como había hecho con Meara—. He conseguido curro gracias a eso.

—Así es.

Boyle no dijo nada cuando Alastar se acercó despacio, con sumo desinterés e ignorándolo a él, y se detuvo casi con la nariz pegada a la de Iona. El caballo miraba a la mujer como si ella tuviera todas las respuestas, pensó Boyle.

—Hemos tenido un buen día, ¿a que sí? —Acarició el suave carrillo, bajando por la fuerte columna del cuello—. Este es un buen lugar. Lo que pasa es que se necesita algo de tiempo para acostumbrarse.

Acto seguido el caballo, que esa misma mañana le había dejado un verdugón del tamaño del puño de un hombre en el bíceps a su peón más veterano, pareció suspirar también. Y se arrimó, apoyando la cabeza en el hombro de Iona para que ella pudiera pasar las manos sobre su largo cuello.

«Yo cuidaré de ti —le dijo—. Y tú cuidarás de mí».

—Claro, eres una de ellos —murmuró Boyle—. Una O’Dwyer de la cabeza a los pies.

Cautivada por el caballo, Iona respondió con aire ausente:

—Mi abuela por parte materna.

—No es cuestión de partes, sino de sangre. Debería de habérmelo imaginado por la forma en que has manejado a este semental desde el principio. —Se apoyó contra la valla para someter a Iona a un prolongado y minucioso escrutinio—. No te pareces físicamente ni a Branna ni a Connor, puesto que eres rubia y bajita, pero tienes su sangre, sus huesos.

Dado que creyó entenderlo, volvió a ponerse nerviosa.

—Espero que ellos piensen lo mismo, ya que me están ofreciendo un lugar donde vivir. Y también porque Branna me ha ayudado a conseguir este trabajo para que no tenga que salir corriendo a buscarme uno que seguramente se me daría de pena. De todas formas…

—La leyenda dice que la hija menor de la primera bruja oscura hablaba con los caballos y que estos hablaban con ella. Y que aun siendo un bebé era capaz de montar al caballo de guerra más bravío. Y que algunas noches, cuando había luna nueva y le apetecía, salía a volar a lomos de uno por encima de los árboles y las colinas.

—Yo… seguramente debería estudiarme las leyendas locales para las rutas guiadas.

—Oh, claro, me parece que conoces esa muy bien. La de Cabhan, que codiciaba y deseaba a Sorcha por su belleza y su poder. Y los tres que esta engendró, y que tomaron el poder que ella les transmitió y todas las responsabilidades que lo acompañaban. Su sangre y sus huesos —repitió.

Se le secó la garganta al ver la forma en que él la miraba, como si pudiera ver algo que ella aún no comprendía del todo. Alastar se agitó al sentir su angustia, aplastando las orejas hacia atrás mientras volvía la cabeza hacia Boyle.

Iona deslizó los dedos con cautela bajo la brida con el fin de tranquilizarlo.

«Es culpa mía —le dijo a Alastar—. No sé qué decir ni cómo reaccionar».

—Mi abuela me contó un montón de historias. —Iona sabía que estaba eludiendo el tema, pero hasta que no lo conociera mejor, le parecía lo más sensato—. De todas formas, a menos que necesites que me ocupe de alguna otra cosa, debería marcharme ya. Se supone que tengo que reunirme con Branna, y ya llego tarde. Meara me ha dicho que debería dar por terminada la jornada y volver mañana… ¿a las ocho?

—Me parece bien.

—Gracias por el empleo. —Acarició a Alastar una última vez antes de bajarse de la valla—. Trabajaré duro.

—Oh, me encargaré de que así sea, no te quepa duda.

—Bueno. —Notó que tenía las manos lo bastante sudadas como para secárselas en los vaqueros—. Te veré mañana.

—Saluda a tus primos de mi parte.

—Vale.

Boyle la vio marcharse con rapidez, como si se limpiara algo pegajoso contra el suelo.

Era una monada, pensó, aunque lo más prudente sería ignorar eso. Bonita y risueña; una maldita diosa de las hadas a lomos de un caballo.

Ignorar todo eso, claro. Imaginó que resultaría más difícil ignorar el hecho de que acababa de contratar a una bruja.

—Una bruja oscura, la última de los tres. Ahora están aquí todos juntos, con el perro, el halcón y el caballo, por Dios bendito. —Miró a Alastar con el ceño fruncido—. No cabe duda de que eres obra de Fin. ¿Y qué coño significa ese nombre?

También se preguntaba qué tenía Fin —amigo, socio y casi un hermano— en su mente, en su corazón.

Como si quisiera expresar su opinión sobre Fin, y también sobre Boyle, Alastar levantó la cola y defecó.

Boyle consiguió apartarse antes de que la «opinión» del caballo le cayera en las botas. Luego, después de fulminarlo con la mirada, echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.