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Invierno, 1263

Cerca de la sombra del castillo, en las profundidades del bosque, Sorcha condujo a sus hijos en medio de la penumbra hacia su casa. Los dos menores iban a lomos del robusto poni; la cabeza de Teagan, de apenas tres años, se movía arriba y abajo con el lento caminar. Estaba agotada, pensó Sorcha, tras la emoción de la festividad de Imbolc, las hogueras y la comilona.

—Estate pendiente de tu hermana, Eamon.

A sus cinco años, para Eamon cuidar de su hermana pequeña consistía en zarandearla suave y rápidamente para despertarla antes de ponerse a picotear de nuevo los panes caseros que su madre había preparado esa mañana.

—Pronto estarás en tu camita —dijo Sorcha con voz cantarina cuando Teagan se quejó—. Pronto estarás en casa.

Se había entretenido demasiado en el claro, pensó. Y aunque Imbolc celebraba los primeros aleteos en el vientre de la Madre Tierra, la noche caía con demasiada premura y rigor en invierno.

Habían sido unos meses crudos, cargados de vientos glaciales, ventiscas de nieve y gélidas lluvias. La niebla había persistido durante todo el invierno, reptando, arrastrándose, cubriendo el sol y la luna. Muy a menudo había oído su nombre en aquel viento, en aquella niebla; una llamada a la que se negaba a responder. Muy a menudo había visto la oscuridad en aquel mundo blanco y gris.

Se negaba a tener nada que ver con ello.

Su hombre le había suplicado que cogiera a los niños y se quedaran con su familia mientras él libraba sus batallas durante aquel interminable invierno.

Como esposa del cennfine, el líder del clan, se le abrirían todas las puertas. Y por derecho propio, por ser lo que era y quien era, siempre la acogerían de buen grado.

Pero necesitaba su bosque, su cabaña, su lugar. Necesitaba mantenerse apartada de los demás tanto como respirar.

Atendería a los suyos siempre, su hogar y su hoguera, su oficio y sus deberes. Y sobre todo a los preciosos hijos que Daithi y ella habían engendrado. No temía a la noche.

Era conocida como la Bruja Oscura, y su poder era enorme.

Pero en ese preciso instante tan solo se sentía una mujer que echaba de menos a su hombre, que anhelaba su calor, su magnífico y musculoso cuerpo apretado contra el suyo en la fría y solitaria oscuridad.

¿Qué le importaban a ella la guerra, la codicia y las ambiciones de todos los mezquinos reyes? Solo quería a su hombre en casa, sano y salvo y de una pieza.

Cuando regresara, engendrarían otro bebé y ella sentiría esa vida en su interior una vez más. Aún lloraba la que había perdido en una brutal y negra noche cuando el primer viento invernal sopló en su bosque como un lamento.

¿A cuántos había sanado? ¿A cuántos había salvado? Y, sin embargo, cuando la sangre había manado de su cuerpo, cuando esa frágil vida había desaparecido, ninguna magia, ninguna ofrenda, ningún pacto con los dioses había conseguido salvarla.

Pero sabía demasiado bien que sanar a otros resultaba más fácil que sanarse a sí misma, y los dioses eran tan volubles como una atolondrada muchacha en mayo.

—¡Mira! ¡Mira! —Brannaugh, la mayor de sus hijos con siete años, se apartó del arduo camino, con el enorme perro de caza pisándole los talones—. ¡El endrino florece! Es una señal.

Sorcha lo vio entonces, el atisbo de aquellas flores blancas entre las oscuras y enmarañadas ramas. Lo primero que con amargura pensó fue que, si bien Brighid, la diosa de la fecundidad, bendecía la tierra, su vientre permanecía vacío.

Entonces observó a su hija, su orgullo, con sus ojos perspicaces y sus sonrosadas mejillas, dando vueltas en la nieve. Había sido bendecida, se recordó Sorcha. Tres veces bendecida.

—Es una señal, mamá. —Con su oscuro cabello agitándose con cada giro, Brannaugh alzó la cara hacia la apagada luz—. Viene la primavera.

—Sí, así es. Una buena señal.

Al igual que lo había sido ese día plomizo, ya que la vieja Cailleach no podía encontrar leña sin el brillante sol. De modo que la primavera llegaría temprano, según decía la leyenda.

El endrino resplandecía, tentando a las flores a que siguieran su ejemplo.

Vio la esperanza en los ojos de su hija, igual que la había visto en la hoguera en otros ojos y la había escuchado en las voces. Y Sorcha buscó dentro de sí misma esa chispa de esperanza.

Pero solo encontró temor.

El vendría de nuevo esa noche; ya podía sentirlo. Acechando, esperando, conspirando. Dentro, pensó, dentro de la cabaña tras la puerta cerrada, con sus amuletos dispuestos para proteger a sus pequeños. Para protegerse a ella misma.

Emitió un chasquido con la lengua para que el poni acelerara el paso y le silbó al perro.

—Vamos, Brannaugh, tu hermana se está quedando dormida.

—Papá vendrá a casa en primavera.

Pese a la congoja que embargaba su corazón, Sorcha esbozó una sonrisa y tomó a Brannaugh de la mano.

—Así es, volverá para la festividad de Bealtaine, y haremos una gran fiesta.

—¿Puedo verlo esta noche contigo? ¿En el fuego?

—Hay mucho que hacer. Tenemos que atender a los animales antes de acostarnos.

—¿Solo un momento? —Brannaugh levantó la cabeza, con los ojos, grises como el humo, suplicantes—. Verlo solo un momento, y luego podré soñar que está en casa otra vez.

Igual que ella, pensó Sorcha, y una sonrisa emergió de su corazón.

—Un momento nada más, m’inion, cuando hayamos acabado las tareas.

—Y tómate tu medicina.

Sorcha enarcó las cejas.

—¿De veras? ¿Te parece que la necesito?

—Aún estás pálida, mamá. —Brannaugh mantuvo la voz por debajo del ulular del viento.

—Solo un poquito cansada, y no debes preocuparte. ¡Vamos, sujeta bien a tu hermana, Eamon! Alastar ya huele el hogar, y es muy probable que la niña se caiga.

—Cabalga mejor que Eamon, y que yo también.

—Sí, bueno, el caballo es su talismán, pero está casi dormida sobre su lomo.

El camino giró; los cascos del poni repiqueteaban sobre la tierra congelada mientras trotaba hacia el cobertizo que había junto a la cabaña.

—Eamon, hazte cargo de Alastar, dale una palada extra de grano esta noche. Tú ya has comido lo tuyo, ¿verdad? —dijo cuando su hijo comenzó a farfullar.

Eamon le brindó una amplia sonrisa, tan preciosa como una mañana de verano, y aunque podía apearse de un salto con la rapidez de un conejo, tendió los brazos hacia ella.

Siempre había sido muy mimoso, pensó Sorcha, abrazándole al tiempo que lo bajaba.

No tuvo que decirle a Brannaugh que empezara con sus tareas. La niña llevaba la casa casi tan bien como su madre. Sorcha cogió a Teagan en brazos, murmurándole palabras tranquilizadoras mientras la llevaba a la cabaña.

—Es hora de soñar, cielito mío.

—Soy un poni y galopo todo el día.

—Ah, sí, el poni más bonito y el más veloz de todos.

El fuego, que había quedado reducido a brasas después de las horas transcurridas, apenas ahuyentaba el frío. Mientras llevaba a la pequeña a la cama, extendió una mano hacia el hogar. Las llamas se alzaron, crepitando sobre las ascuas.

Metió a Teagan en el jergón, le alisó el cabello —brillante como el sol, igual que el de su padre— y esperó hasta que sus ojos, profundos y oscuros como los de su madre, se cerraron.

—Que tengas solo dulces sueños —murmuró mientras tocaba el amuleto que había colgado sobre las camas de sus pequeños—. Permanece sana y salva toda la noche. Que cuanto eres y cuanto veas te proteja mientras la oscuridad da paso a la luz.

Le dio un beso en su suave mejilla, y al enderezarse hizo una mueca de dolor ante la punzada en su vientre. El dolor iba y venía, pero se volvía cada vez más intenso mientras persistía el invierno. De modo que aceptaría el consejo de su hija y se prepararía una poción.

—Brighid, en este tu día, ayúdame a sanar. Tengo tres hijos que me necesitan. No puedo dejarlos solos.

Dejó a Teagan durmiendo y fue a ayudar a sus hijos mayores con sus tareas.

Cuando cayó la noche, demasiado rápido, demasiado pronto, cerró bien la puerta antes de repetir el ritual nocturno con Eamon.

—No estoy nada cansado —afirmó el niño mientras se le caían los párpados.

—Oh, ya lo veo. Veo que estás bien despierto y lleno de energía. ¿Volarás otra vez esta noche, mhic?

—Lo haré, sí, y bien alto. ¿Me enseñarás más cosas mañana? ¿Puedo sacar a Roibeard por la mañana?

—Te enseñaré más, y tú podrás sacar a Roibeard. El halcón es tuyo, y tú lo entiendes, lo conoces y lo sientes. Así que descansa.

Alborotó su cabello castaño y le besó los párpados para que cerrara los ojos, indómitos y azules como los de su padre.

Cuando bajó del altillo, encontró a Brannaugh ya junto al fuego, con su perro.

Gracias a la diosa, rebosante de salud, pensó Sorcha, y del poder que aún no controlaba ni comprendía en su totalidad. Habría tiempo para eso; rezaba para que aún hubiera tiempo para eso.

—He preparado el té —le dijo Brannaugh—. Tal y como me enseñaste. Creo que cuando te lo tomes te sentirás mejor.

—¿Ahora me cuidas tú a mí, mo chroi? —Sonriendo, Sorcha cogió el té, lo olió y asintió—. Tienes el don, sin duda. Sanar es un don poderoso. Gracias a él te darán la bienvenida y serás necesaria adondequiera que vayas.

—No quiero ir a ninguna parte. Quiero estar aquí con papá y contigo, y con Eamon y Teagan, para siempre.

—Algún día irás más allá de nuestro bosque. Y habrá un hombre.

Brannaugh soltó un bufido.

—No quiero ningún hombre. ¿Qué iba a hacer yo con un hombre?

—Ah, bueno, dejemos esa historia para otro día.

Se sentó con su hija junto al hogar, y con un amplio chal se envolvieron las dos. Se bebió el té, y cuando Brannaugh le tocó la mano, volvió la palma hacia arriba y entrelazó los dedos con los de ella.

—De acuerdo, pero solo un momento. Necesitas descansar.

—¿Puedo hacerlo yo? ¿Puedo invocar la visión?

—Ve lo que has de ver, pues. Haz lo que deseas. Ve al hombre que te engendró, Brannaugh. Es el amor lo que lo traerá.

Sorcha vio cómo el viento se arremolinaba y las llamas se alzaban para volverse a calmar enseguida. Bien, pensó impresionada. La chica aprendía muy deprisa.

La imagen trató de tomar forma en los huecos y valles de las llamas. Un fuego dentro del fuego. Siluetas, movimientos y, durante un instante, el murmullo de voces muy lejanas.

Vio la intensidad que reflejaba el rostro de su hija, la ligera película de sudor a causa del esfuerzo. Demasiado, pensó. Demasiado para alguien tan joven.

—Tranquila, vamos —le dijo en voz queda—. Lo haremos juntas.

Desplegó su poder, mezclándolo con el del Brannaugh.

Un fugaz estruendo, una voluta de humo y el danzar de las chispas. Luego claridad.

Y él estaba allí, el hombre al que ambas anhelaban.

Sentado frente a otro fuego, dentro de un círculo de piedras. Su brillante cabello trenzado caía sobre la negra capa que envolvía sus anchos hombros. El broche de su rango prendido en ella relucía a la luz de las llamas.

El broche que ella había forjado para él con fuego y magia: el sabueso, el caballo, el halcón.

—Parece cansado —dijo Brannaugh, y apoyó la cabeza en el hombro de su madre—. Pero muy apuesto. El más apuesto de los hombres.

—Lo es. Apuesto, fuerte y valiente.

Oh, cuánto lo anhelaba, se dijo Sorcha.

—¿Puedes ver cuándo volverá a casa? —preguntó Brannaugh.

—No todo puede verse. Quizá reciba una señal cuando esté más cerca. Pero esta noche vemos que está sano y salvo, y con eso basta.

—Él piensa en ti. —Brannaugh volvió la vista hacia el rostro de su madre—. Puedo sentirlo. ¿Puede sentir que nosotras pensamos en él?

—No tiene el don, pero tiene corazón, tiene amor. Así pues, tal vez pueda. Y ahora vamos a dormir. Me levantaré temprano.

—El endrino está floreciendo, y la vieja bruja no ha visto el sol hoy. Pronto volverá a casa. —Brannaugh se levantó y le dio un beso a su madre.

El perro subió escaleras arriba con ella.

A solas, Sorcha observó a su amor en el fuego. Y a solas lloró.

Lo oyó mientras se secaba las lágrimas. La llamada.

Él la consolaría, le daría calor; tales eran sus seductoras mentiras. Le daría cuanto ella pudiera desear, y más. Solo tenía que entregarse a él.

—Jamás seré tuya.

«Lo serás. Lo eres. Ahora ven y conoce todos los placeres, toda la gloria. Todo el poder».

—Jamás me tendrás ni a mí ni lo que albergo en mi interior.

La imagen en el fuego cambió. Y él apareció en las llamas. Cabhan, cuyo poder y objetivo eran más siniestros que la noche invernal. Cabhan, que la deseaba: su cuerpo, su alma, su magia.

El hechicero la deseaba, pues podía sentir su lujuria como manos sudorosas sobre su piel. Pero sabía que lo que codiciaba más aún era su don. Su codicia saturaba el ambiente.

Él sonrió en las llamas, tan apuesto, tan despiadado.

«Serás mía, Sorcha la Oscura. Tú y lo que eres. Estamos predestinados. Somos iguales».

No, pensó, no somos iguales, sino como el día y la noche, la luz y la oscuridad, donde la única unión llega envuelta en sombras.

«Estás tan sola, soportas una carga tan grande. Tu hombre te deja en una cama fría. Ven a calentarte en la mía; siente el calor. Genera ese calor conmigo. Juntos gobernaremos el mundo entero».

Su ánimo flaqueó. El anhelo y la punzada que sentía dentro de ella rayaban el dolor.

De modo que se levantó y dejó que el viento cálido agitara su cabello. Dejó que sus poderes la inundaran hasta hacerla resplandecer. E incluso en las llamas vio la lujuria y la codicia en el rostro de Cabhan.

Esto es lo que desea, lo sabía, la gloria que corría por su sangre. Y eso era lo que jamás tendría.

—Conoce mi mente y siente mi poder, entonces, ahora y siempre. Me ofreces tu oscuro deseo, venir a mí envuelto en humo y fuego. Traicionar a mi sangre, a mis hijos, a mi hombre, para gobernar, solo tu mano he de tomar. Así pues mi respuesta llega a través del viento y del mar; que se alce la doncella, la madre y la bruja como una sola trinidad. Hágase mi voluntad.

Extendió los brazos, liberó la furia del todo femenina, que giró en una espiral, y la lanzó hacia el corazón de Cabhan.

Un instante de puro y descarnado placer surgió dentro de ella cuando oyó su grito de rabia y dolor, cuando vio esa rabia y ese dolor estallar en su rostro contra las llamas.

Entonces el fuego fue solo fuego, ascuas durante la noche que proporcionaban cierto calor para ahuyentar el frío. Su cabaña era solo una cabaña, en silencio, en penumbra. Y ella era únicamente una mujer sola, con sus hijos dormidos.

Se derrumbó en la silla, rodeando el dolor desgarrador en su vientre con un brazo.

Cabhan se había marchado por el momento, pero perduraba su temor hacia él, y si ninguna poción o plegaria sanaba su cuerpo, dejaría a sus hijos huérfanos.

Indefensos.

Despertó con su hija menor acurrucada contra ella. Eso le dio el consuelo que necesitaba para levantarse y comenzar el día.

—Mamá, mamá, quédate.

—Tranquila, cielo, tengo trabajo. Y tú deberías estar en tu cama.

—Vino el hombre malo. Mató a mis ponis.

El pánico atenazó el corazón de Sorcha con puño de hierro. ¿Cabhan tocando a sus hijos…, sus cuerpos, sus mentes, sus almas? Aquello le producía un miedo atroz, una cólera indescriptible.

—Ha sido solo un sueño, pequeña mía. —Arrimó a Teagan contra sí, meciéndola, tranquilizándola—. Solo un sueño.

Pero los sueños eran poderosos y entrañaban peligros.

—Mis ponis gritaban y no podía salvarlos. Les prendió fuego y ellos gritaban. Alastar vino y tiró al hombre malo al suelo. Yo me alejé con Alastar, pero no pude salvar a los ponis. Tengo miedo del hombre malo del sueño.

—No te hará daño. Jamás dejaré que te haga daño. Solo sueños con ponis. —Con los ojos fuertemente cerrados, besó el brillante y despeinado cabello y las mejillas de Teagan—. Soñaremos con más ponis. Verdes y azules.

—¡Ponis verdes!

—Oh, sí, verdes como las colinas.

Acurrucándose, Sorcha levantó una mano y giró el dedo en círculo una y otra vez hasta que los ponis —azules, verdes, rojos y amarillos— danzaron en el aire sobre sus cabezas. Mientras escuchaba las infantiles risitas de su hija pequeña, almacenó las lágrimas y la ira, y lo encerró todo en su interior con determinación.

El jamás haría daño a sus hijos. Antes lo vería muerto, y ella misma con él, que permitirlo.

—Todos los ponis se van a comer su avena ahora. Y tú te vienes conmigo, que también vamos a desayunar.

—¿Hay miel?

—Sí. —El sencillo deseo de un premio hizo sonreír a Sorcha—. Habrá miel para las niñas buenas.

—¡Yo soy buena!

—Tienes el corazón más puro y dulce del mundo.

Sorcha cogió a Teagan en brazos, y su pequeña se agarró con fuerza y le susurró al oído:

—El hombre malo me dijo que me llevaría a mí primero porque soy la más pequeña y la más débil.

—Jamás te llevará; lo juro por mi vida. —Inclinó a Teagan hacia atrás para que su hijita pudiera ver la verdad en sus ojos—. Te lo juro. Y no eres débil, cariño mío, y nunca lo serás.

Sorcha avivó el fuego, puso miel sobre el pan y preparó té y gachas de avena. Todos necesitarían fuerzas para lo que iba a hacer ese día. Lo que tenía que hacer.

Su hijo bajó del altillo, con el cabello despeinado y enredado. Se frotó los ojos y olisqueó el aire como un sabueso.

—He luchado con el hechicero negro. No he huido.

El corazón de Sorcha latía desaforado dentro de su pecho.

—Ha sido un sueño. Cuéntamelo.

—Estaba en el recodo del río donde tenemos la barca y él venía, y yo sabía que era un hechicero, un hechicero negro porque su corazón es negro.

—Su corazón.

—Podía ver dentro de su corazón, aunque sonreía de manera amistosa y me ofreció un poco de tarta de miel. «Oye, muchacho», me dijo, «tengo un rico dulce para ti». Pero la tarta estaba llena de gusanos y sangre negra… dentro. Vi que estaba envenenada.

—En el sueño has visto dentro de su corazón y dentro de la tarta.

—Sí, lo prometo.

—Te creo. —Así que su hombrecito tenía más de lo que ella había imaginado.

—Yo le he dicho: «Cómetela tú solo, porque sujetas la muerte en tu mano». Pero él la ha arrojado y los gusanos han salido de la tarta y han ardido hasta convertirse en cenizas. Ha pensado que podría ahogarme en el río, pero yo le he tirado piedras. Entonces ha llegado Roibeard.

—¿Has llamado al halcón en tu sueño?

—He deseado que viniera, y él ha venido y lo ha espantado con sus garras. El hechicero negro se ha marchado como humo en el viento. Y yo me he despertado en mi cama.

Sorcha lo atrajo hacia sí, acariciándole el cabello.

Había desatado su furia contra Cabhan, de modo que este había ido a por sus hijos.

—Eres valiente y leal, Eamon. Ahora, tómate el desayuno. Tenemos que ocuparnos del ganado. —Sorcha se acercó a Brannaugh, que se encontraba al pie de la escalera—. Y tú también.

—Él se ha metido en mi sueño. Me ha dicho que me convertiría en su novia. Ha intentado… tocarme. Aquí. —Pálida por la revelación, se cubrió el pecho con las manos—. Y aquí. Luego entre las piernas. —Temblando, apretó la cara contra su madre cuando esta la abrazó—. Yo le he quemado. No sé cómo, pero he hecho que sus dedos ardieran. Él me ha maldecido y ha cerrado los puños. Ha venido Kathel y se ha subido de un salto a la cama, gruñendo y ladrando. Entonces el hombre ha desaparecido. Pero ha intentado tocarme, y me ha dicho que me convertiría en su novia, aunque…

La ira de Sorcha despertó en medio del miedo.

—Jamás lo hará. Lo juro. Jamás te pondrá las manos encima. Come, cómetelo todo. Hay mucho trabajo que hacer.

Más tarde los mandó a todos a dar de comer y beber a los animales, limpiar el establo y ordeñar a la rolliza vaca.

Ya a solas, se preparó y recogió sus herramientas. El cuenco, las campanillas, las velas, la daga sagrada y el caldero. Escogió las hierbas que había cultivado y secado. Y los tres brazaletes de cobre que Daithi le había traído de una feria de verano hacía mucho tiempo.

Salió y tomó una profunda bocanada de aire, levantando los brazos para agitar el viento. Y llamó al halcón.

El ave llegó con un grito que resonó sobre los árboles y las colinas más allá de estos, lo que hizo que los sirvientes del castillo junto al río levantaran la vista. El sol invernal brillaba en sus alas desplegadas. Sorcha alzó el brazo para que aquellas terribles garras se aferrasen a su guante de piel.

Clavó los ojos en los del halcón, y este en los de ella.

—Raudo y sabio, fuerte y valiente. Eres de Eamon, pero también mío. Servirás a mis descendientes. Mis descendientes servirán a los tuyos. Te necesito y te pido esto por mi hijo, tu amo y tu siervo. —Le mostró la daga y los ojos del halcón no titubearon—. Roibeard, de tu pecho tres gotas de sangre pido. Una única pluma de tus magníficas alas, y por estos presentes las gracias te doy. Para proteger a mi hijo, esto hago. —Le pinchó y sujetó la pequeña ampolla para recoger las tres gotas. Luego le arrancó una pluma.

»Gracias —susurró—. No te alejes.

El halcón levantó el vuelo desde su mano, pero solo fue hasta la rama de un árbol. Y tras plegar sus alas, se quedó observando.

Sorcha silbó al perro. Kathel la miró con afecto, con confianza.

—Eres de Brannaugh, pero también mío —comenzó, y repitió el ritual, reuniendo tres gotas de sangre y unos pelos de su costado.

Por último, entró en el cobertizo y escuchó a sus hijos, que reían mientras trabajaban. Sacó fuerzas de eso. Y acarició la cara del caballo.

Teagan se acercó corriendo al ver la daga.

—¡No!

—No voy a hacerle daño. Él es tuyo, pero también mío. Servirá a mis descendientes y a los tuyos, igual que tú servirás a los suyos. Te necesito, Alastar, y te pido esto por mi hija, tu ama y tu sierva.

—No le cortes. ¡Por favor!

—Solo un pinchacito, un arañazo nada más, y solo si él me lo permite. Alastar, te pido tres gotas de sangre de tu pecho. Unas hebras de tus preciosas crines, y por estos presentes, las gracias te doy. Para proteger a mi pequeña, esto hago.

»Solo tres gotas —dijo Sorcha en voz queda mientras le pinchaba con la punta de la daga—. Solo unas hebras de sus crines. Y ya está. —Aunque Alastar estaba quieto, sus ojos sabios y serenos, Sorcha impuso las manos sobre el pequeño corte superficial, vertiendo su magia para que sanara. Por el bien del tierno corazón de su hijita—. Y ahora venid todos conmigo. —Se cargó a Teagan a la cadera y los condujo de nuevo a la casa—. Sabéis lo que soy. Nunca os lo he ocultado. Sabéis que cada uno de vosotros sois portadores del don. Siempre os lo he dicho. Vuestra magia es joven e inocente. Algún día será potente e inmediata. Debéis honrarlo. No debéis usarla para hacer daño a nadie, pues el daño que inflijáis volverá a vosotros por triplicado. La magia es un arma, sí, pero un arma que no ha de utilizarse contra los inocentes, los débiles, los honrados. Es un don y una carga, y vosotros acarrearéis ambas cosas. Se las transmitiréis a vuestros descendientes. Hoy vais a aprender más cosas. Prestadme atención a mí y a lo que hago. Observad, escuchad y aprended.

Se acercó a Brannaugh primero.

—Tu sangre y la mía, con la sangre del perro. La sangre es vida. Su pérdida supone la muerte. Tres gotas tuyas, tres gotas mías, y con las del perro el hechizo está hecho.

Brannaugh colocó la mano sobre la de su madre sin dudar, fingiendo estar firme cuando Sorcha la pinchó con la daga.

—Hijo mío —le dijo a Eamon—. Tres gotas tuyas, tres gotas mías y tres del corazón del halcón para sellar las tres partes.

Pese a que le temblaban los labios, Eamon extendió la mano.

—Y mi pequeñina. No temas. —Sorcha observó cómo Teagan, con los ojos empañados de lágrimas, la miraba de manera solemne mientras le ofrecía la mano—. Tres gotas tuyas, tres gotas mías, con el caballo como tu guía, la magia cabalga. —Mezcló la sangre y besó la manita de Teagan—. Bien, hecho está.

Cogió el caldero y guardó los tres frasquitos en el morral que llevaba sujeto a su cintura.

—Traed el resto. Es mejor hacer esto fuera.

Eligió un lugar sobre la dura tierra, con la nieve amontonada a la fría sombra de los árboles.

—¿Recogemos leña? —le preguntó Eamon.

—No es necesario. Quedaos aquí juntos. —Se apartó de ellos e invocó a la diosa, a la tierra, al viento, al agua y al fuego. Y trazó el círculo. La baja llama chispeó sobre la tierra, describiendo una circunferencia hasta encontrarse con el otro extremo. Dentro, el calor se alzó como un resorte—. Esto es protección y respeto. El mal no puede entrar, la oscuridad no puede vencer a la luz. Y lo que se hace dentro de este círculo se hace en nombre del bien, en nombre del amor.

»Primero el agua, del mar, del cielo. —Ahuecó las manos y las abrió sobre el caldero, y de ellas se vertió agua tan azul como la de un lago besado por el sol—. Y la tierra, nuestra tierra, nuestros corazones. —Agitó una mano, luego la otra, y rica tierra marrón se derramó dentro del caldero—. Y el aire, el canto del viento, el aliento del cuerpo. —Abrió los brazos y sopló. Y, como si fuera música, el aire se arremolinó con la tierra y el agua—. Ahora el fuego, llama y calor, el principio y el final.

Sorcha resplandeció, el aire a su alrededor centelleó y el azul de sus ojos ardió cuando levantó los brazos con las manos hacia abajo.

El fuego surgió en el caldero, llamas sinuosas, chispas danzarinas.

—Esto me lo regaló vuestro padre. Son un símbolo de su amor, un símbolo del mío. Vosotros tres sois frutos de ese amor. —Arrojó los tres brazaletes de cobre a las llamas, y después de removerlo, añadió el pelaje, las crines y la pluma, y añadió la sangre—. La diosa de poder me dota para que resista en este lugar, en esta hora. El hechizo lanzo ya, a mis tres hijos protege y todo lo que ellos y yo engendremos. El caballo, el halcón y el perro por la sangre obligados a proteger y servir están, vida tras vida, en la alegría y la tristeza, en la salud y en la lucha. En la tierra, en el aire, en la llama, en el mar. Hágase mi voluntad.

Sorcha levantó los brazos y el rostro hacia el cielo.

El fuego erupcionó en una columna roja y dorada, de un vivo azul en el centro, que giraba en espiral hacia el frío cielo invernal.

La tierra tembló. La gélida agua del riachuelo rugió. Y el viento aulló como un lobo de caza.

Entonces todo quedó en silencio, el fuego se apagó, y solo quedaron los tres niños, cogidos de la mano, observando a su madre, pálida como la nieve, mientras se mecía.

Sorcha negó con la cabeza cuando Brannaugh se dispuso a acercarse a ella.

—Aún no. La magia está en marcha. Esta da y esta toma. He de terminar esto. —Metió la mano en el caldero y sacó tres amuletos de cobre—. Para Brannaugh el perro, para Eamon el halcón, para Teagan el caballo. —Pasó los amuletos por las cabezas de cada uno de sus hijos—. Estos son vuestros símbolos y vuestras protecciones. Os protegerán. No debéis quitároslos nunca. Jamás. Él no puede tocar lo que sois si tenéis vuestra protección, si creéis en su poder, si creéis en el mío y en el vuestro propio. Algún día se lo pasaréis a uno de vuestros descendientes. Sabréis a cuál. Les contaréis la historia a vuestros hijos y entonaréis los antiguos cánticos. Aceptaréis el don y entregaréis el don.

Teagan admiró el suyo, esbozando una sonrisa cuando giró el pequeño óvalo bajo la luz del sol.

—Es precioso. Se parece a Alastar.

—Está hecho de él, de ti y de tu padre y de mí, de tu hermano y de tu hermana. ¿Cómo no iba a ser precioso? —Se inclinó para besar la mejilla de Teagan—. Tengo unos hijos preciosos.

Apenas podía tenerse en pie, y tuvo que reprimir un gemido cuando Brannaugh la ayudó para que no se cayera.

—He de cerrar el círculo. Ahora debemos llevar todas las cosas dentro.

—Nosotros te ayudaremos —dijo Eamon, y asió la mano de su madre.

Cerró el círculo con sus hijos y dejó que ellos llevaran los utensilios a la casa.

—Necesitas descansar; siéntate junto al fuego. —Brannaugh tiró de su madre hasta la silla—. Yo te prepararé una poción.

—Sí, y que sea potente. Enséñales a tu hermano y a tu hermana cómo se hace.

Sonrió cuando Teagan le puso un chal sobre los hombros, cuando Eamon le colocó una manta sobre el regazo. Pero cuando se dispuso a coger la copa que Brannaugh le llevó, su hija se lo impidió. Luego se apretó el corte de la mano hasta que tres gotas de sangre cayeron en la copa.

—La sangre es vida.

Sorcha exhaló un suspiro.

—Sí, así es. Así es. Gracias.

Se tomó la poción y más tarde se durmió.