12

Disfrutaba de la nueva rutina: pasear con Connor por las mañanas, montar a Alastar durante las excursiones guiadas, compaginar a unos pocos alumnos, y que después Boyle la acompañara a pie o la llevara en el camión de nuevo a su casa.

A última hora de la tarde trabajaba y practicaba, y otra hora más por la noche para depurar sus habilidades.

El sol brilló de nuevo, de modo que el río resplandecía. Los lagos se convirtieron en relucientes espejos, y el verde de los campos y las colinas se hizo más intenso bajo su fulgor entre las esponjosas nubes que surcaban el cielo.

Iona podía olvidar —casi— todo cuanto estaba en juego, todo a lo que aún tenían que enfrentarse. A fin de cuentas estaba viviendo un romance. No uno que incluía poesías ni flores, si bien su lado romántico habría disfrutado de ambas cosas. Pero cuando el corazón se fijaba en un hombre como Boyle, había que aprender a encontrar la poesía en muy pocas palabras y largos silencios, y las flores en una inesperada taza de té que te ponen en las manos o en un fugaz gesto de aprobación.

¿Y quién necesitaba flores cuando aquel hombre era capaz de dejarla sin aliento con un beso? Cosa que hacía bajo la verde sombra del bosque o en la desordenada cabina de su camión.

Un romance, un hogar, un sueldo fijo, un caballo magnífico, al que podía llamar suyo, y el nuevo y deslumbrante conocimiento de su don. Si consiguiera eliminar la amenaza del antiguo mal, su vida sería inmejorable.

Terminó la clase con Sarah, satisfechas ambas con los progresos.

—Tu técnica está mejorando mucho. Vamos a trabajar más en el cambio de pie, en que sea más fluido.

—Pero ¿cuándo podemos añadir otra barra? Estoy lista, Iona, lo sé.

—Veremos cómo va la siguiente clase. —Alzando la vista a los ojos suplicantes de Sarah, le dio una palmadita en el cuello a su montura. Y se acordó de ella a esa misma edad—. ¿Sabes qué? Una barra más y un salto antes de que lleves a Winnie dentro para atenderla.

—¡Lo dices en serio! ¡Oh, gracias! ¡Gracias! Es genial.

—Una barra, un salto —repitió Iona, y le lanzó una mirada a la madre de Sarah cuando se encaminó hacia las barras. Cogió una y la colocó en su sitio.

Solo un metro, pensó, y creía que su alumna podía saltarlo. Si no, el animal lo sabría.

Volvió la vista hacia la yegua.

«Quiere volar, quiere sentir que tú vuelas con ella. Mantén la calma».

Iona retrocedió, reparando en que la madre de Sarah se retorcía los extremos del pañuelo que llevaba alrededor del cuello con las manos.

—De acuerdo, Sarah. Solo es una barra, pero tienes que hacerle saber a Winnie que estáis juntas en esto. Confía en ella y hazle saber que puede confiar en ti. Ojos abiertos, impón un paso constante y recuerda tu técnica.

Iona sabía que el corazón le latía con fuerza. Con gran excitación y algunos nervios. Pese a todo se trataba de un recorrido para principiantes, aun con el añadido de una barra más, si bien entrañaba un nuevo reto, una nueva esperanza.

—¡Bien, eso está bien! —gritó, dando la vuelta mientras Sarah realizaba el circuito con Winnie—. Postura, Sarah, manos suaves. Las dos sabéis qué hacer.

Colócate, pensó, firme y suave. Agrúpate… y adelante.

Ella misma se sintió volar en parte mientras veía a su alumna superar la barra, recibir bien y ajustar la posición. Luego agitó una mano por encima de su cabeza con gesto triunfal.

—¡Oh, es magia! ¿No puedo hacerlo de nuevo, Iona? ¿Solo otra vez?

—Una vez más y luego hay que cepillar a Winnie.

Observó con ojo crítico, reparando en pequeñas cosas en las que tendrían que seguir trabajando.

—Creo que podría hacerlo toda la vida y saltar el doble de altura.

—Barra a barra —le dijo Iona.

—¡Has visto, mamá! ¿Me has visto?

—Te he visto. Has estado maravillosa. Ahora ve a atender a tu caballo y luego iremos a casa a contárselo a papá. ¿Puedo hablar contigo? —le preguntó a Iona.

—Claro. Enseguida voy, Sarah. Y dile a Mooney que Winnie se ha ganado una manzana.

—He estado a punto de obligarte a parar —le dijo la señora Hannigan—. He estado a punto de gritarte «no, aún no». Y lo único que podía ver en mi cabeza era a Sarah salir volando y quedar tendida en el suelo con algo roto.

—Es duro dejar que superen nuevos límites.

—Ah, sí que lo es, y tú misma lo sabrás algún día, cuando tengas hijos. Pero en el fondo sabía que no la dejarías hacer algo para lo que no estuviera preparada. Le va muy bien contigo, está muy contenta. Quería que lo supieras.

—Enseñarle es un verdadero gusto.

—Creo que se os nota a las dos. He hecho una foto con mi teléfono móvil cuando ha realizado el salto. —Sacó el móvil y giró la pantalla hacia Iona—. Me temo que me temblaba la mano, así que está un poco movida, pero sabía que querría tener ese momento.

Iona estudió la pantalla, el salto; la joven a lomos de la robusta yegua, suspendidas en el aire por encima de la barra. Se acercó ligeramente el aparato para luego volver de nuevo la pantalla.

—Es una foto estupenda, y es nítida. Se pueden ver la felicidad y la concentración reflejadas en su cara.

La señora Hannigan estudió la foto otra vez con los labios fruncidos, que enseguida se curvaron en una sonrisa.

—Oh, es buena. Entonces habrán sido mis ojos, que se me han empañado cuando la he mirado la primera vez.

—Te quedas a todas las clases. —Su madre no había hecho tal cosa, recordó Iona—. Creo que saber que estás aquí por ella, que la apoyas, hace que se esfuerce por hacerlo mejor.

—Pues claro que me quedo. Soy su madre. Voy a llamar a su padre ahora mismo y a decirle que compre helado de fresa. Es su preferido. Tendremos una pequeña fiesta para celebrarlo después de cenar. No te entretengo más, pero quería darte las gracias por fomentar su confianza y la mía. Son afortunados de tenerte aquí.

Iona no estaba segura de que sus pies tocaran el suelo de camino al establo. Se detuvo cuando sus ojos se adaptaron al cambio de luz y vio a Boyle.

—No sabía que estabas aquí.

—Acabo de llegar, y Sarah ya me lo ha contado todo. Está flotando en una nube.

—Las dos lo estamos. Ojalá hubieras podido verla. Debería asegurarme de que está atendiendo a Winnie.

—Lo está haciendo, y muy bien, ya que ahora está enamoradísima. Y Mooney está pendiente. Había pensado que a lo mejor querías salir con Alastar. Voy a darle una oportunidad a Monada, solo para ver qué tal. Alastar sería una buena compañía para ella. Y tú para mí —añadió al cabo de un instante.

—Me encantaría, pero aún me queda una media hora.

—Estarás ayudando a ejercitar a los caballos, así que puedes considerarlo trabajo si así apaciguas tu conciencia.

—Me parece bien.

De hecho, no se le ocurría mejor forma de acabar su jornada laboral que dar un paseo con el hombre que hacía palpitar su corazón.

Observó a Monada cuando Boyle se montó, captando el temblor en su flanco, la expresión de sus ojos.

—Está nerviosa.

—Eso puedo sentirlo.

Con el fin de tranquilizarla, se inclinó para murmurarle algo y acariciarla.

—¿Sabes por qué? —le preguntó Iona.

—Pesa más de lo que solía, y no ha tenido a un jinete a su espalda en semanas.

—No es por eso. —Iona hizo girar a Alastar de manera que Boyle y Monada caminaran a su lado—. Confía en ti y te quiere. Le preocupa no hacerlo bien y que no quieras volver a montarla de nuevo.

—Entonces es tonta. Hace un día estupendo para cabalgar. Nos dirigiremos al lago y lo rodearemos un poco si se parece bien.

—Más que bien.

—Avísame si se resiente y yo no me doy cuenta.

—Lo haré, pero se siente muy bien. Le gusta Alastar. —Y agregó, en voz queda—: Le parece muy guapo.

—Sí que lo es.

—Él finge no fijarse en ella, pero se está pavoneando un poco.

—¿Ahora buscas un romance para los caballos?

—Sé que Alastar es para Aine, pero un semental como él está hecho para engendrar potros, y ella está hecha para procrear. Además, no tengo que buscar nada. Solo hay que prestar atención para saber que se gustan.

—No había pensando en aparearla a ella.

—Aine tendrá retoños regios y magníficos —adujo Iona—. Los de Monada serán dulces y leales. En mi opinión —agregó.

—Bueno, Alastar es tuyo, así que tendrás mucho que decir al respecto.

—Me parece que el que más tiene que decir es él, así como las chicas. Casi es primavera. —Alzó el rostro, mirando al cielo a través de las ramas—. Puedes sentirla acercarse.

—Todavía hace tanto frío como en febrero.

—Puede ser, pero se acerca. El aire es más suave.

—Eso debe de ser la lluvia que va a caer esta noche.

Ella se limitó a reír.

—Y esta mañana he visto a un par de urracas flirteando junto al comedero de Branna.

—¿Cómo narices flirtea una urraca?

—Vienen y van, vienen y van, luego parlotean entre sí y vuelta a empezar. Le pregunté a Connor por qué los halcones no van a por ellas y me dijo que tienen un acuerdo. Eso me gusta.

Se colocaron en fila india al estrecharse el camino, que corría junto al serpenteante río, cuyas aguas discurrían revueltas bajo un puente de cuerda roto.

—¿Lo arreglarán alguna vez? —preguntó Iona.

—Lo dudo, ya que la gente sería lo bastante tonta como para cruzarlo y acabaría cayéndose al agua. Tú serías una de esas personas.

—¿Quién dice que me caería? Y si lo hiciera, soy buena nadadora. —Dado que disfrutaba coqueteando, le lanzó una prolongada mirada con los ojos entornados—. ¿Y tú?

—Vivo en un istmo en una isla. Sería un imbécil redomado si no supiera nadar bien.

—Tenemos que ir a bañarnos un día de estos.

Volvió la vista hacia atrás de nuevo y recordó la primera vez que lo vio y lo impresionante e irresistible que parecía; un hombre grande y fuerte sobre un caballo grande y fuerte. Pero se dio cuenta de que le parecía más impresionante en ese momento, sentado sobre la yegua a la que había devuelto la salud, sujetando las riendas con suavidad y con los ojos rebosantes de orgullo.

—Ya no está nerviosa.

—Lo sé. Lo está haciendo muy bien.

Se puso a la par con Iona cuando el camino se lo permitió.

—Anoche hablé con mi abuela —comenzó Iona—. Ya no podía conformarme con escribirle un e-mail, solo quería escuchar su voz. Te manda recuerdos.

—Lo mismo digo.

—Tiene pensando venir a pasar unas semanas este verano o el otoño que viene. Quiero que lo haga, pero al mismo tiempo…

—Te preocupa que aún tengamos batallas por librar. Quieres que esté a salvo.

—Lo es todo para mí. Pensaba que… Hablo demasiado.

—No cabe duda, pero bien puedes decir lo que piensas.

—Iba a decir que la madre de Sarah siempre está a su lado en las clases y su padre ha venido dos veces a verla. Mi madre se limitaba a llevarme, aunque lo más frecuente era que fuera con uno de los otros alumnos. Mi padre nunca vino a verme. Ni una sola vez. Y raras veces iba a alguna competición. Pero Nana sí, siempre que podía. Se desplazaba en coche adondequiera que se celebraran cuando le era posible. A veces estaba ahí, y yo ni siquiera sabía que había pensando ir. Me pagaba las clases y las cuotas de inscripción. No supe nada hasta que una vez, mientras estaba con ella, escuché un mensaje en su contestador sobre la renovación del contrato con el picadero.

—Te dio aquello que amabas.

—Quiero que esté orgullosa de mí. Supongo que es muy parecido a lo que le sucede a Monada. Quiero hacerlo bien para que pueda ver que no desperdició ni el tiempo ni el esfuerzo que invirtió en mí.

—Entonces tú también eres tonta.

—Lo sé. Parece que no puedo evitarlo.

Miró hacia el lago, hacia el castillo que se alzaba imponente en la lejanía, en cuyos jardines aún se apreciaban los últimos coletazos del crudo invierno. La gente, que había viajado hasta allí desde diversos lugares para conocer la zona, paseaba por los alrededores.

Comprendió que aquello era como la fotografía de Sarah, un momento que deseaba conservar. De modo que mientras paseaban con los caballos a la orilla del agua, se olvidó de todo y siguió el ejemplo de Boyle.

Abrazó el silencio.

—Deberíamos regresar ya —dijo él al final—. No quiero agotarla.

—Claro, y Branna me estará esperando para mi clase.

—Entonces ¿va bien?

—Sí. Puede que Branna discuta por pequeñeces, pero creo que va… genial.

Lo miró con una amplia sonrisa. En ese momento vio que él desviaba la vista más allá de ella con el ceño fruncido.

—¿Qué ocurre?

—No ocurre nada. Yo… me estaba fijando en la casa rural de ahí. Tienen un menú estupendo. A lo mejor te apetece cenar allí después de tu clase.

Iona enarcó ambas cejas.

—¿Contigo?

El ceño de Boyle se hizo aún más marcado.

—Bueno, pues claro que conmigo. ¿Con quién si no?

—Con nadie más —dijo—. Me encantaría. Podría estar lista a las siete o siete y media.

—A las siete y media está bien. Haré la reserva y me pasaré a recogerte.

—Me parece genial.

A medida que se internaban en el bosque, en su luz más mortecina, Iona comenzó a realizar un inventario mental de su guardarropa. ¿Qué debería ponerse? Nada demasiado elegante, pero no vaqueros ni pantalones. Quizá Branna pudiera ayudarla en ese aspecto, ya que sus opciones eran limitadas.

Algo sencillo, pero bonito. Tacones, no botas. Tenía unas piernas estupendas, modestia aparte. Le gustaría deslumbrarlo, al menos un poco, así que…

Alastar dio un respingo; Monada se encabritó.

Y el lobo se plantó en medio del sendero.

Con la seguridad de los caballos en mente, Iona no pensó, tan solo actuó. Creó un reguero de fuego que atravesaba el sendero, interponiéndose entre ellos y el lobo.

—No os hará daño. No dejaré que os lo haga.

Boyle sacó un cuchillo de la funda que llevaba en el cinturón y en la que ella no había reparado.

—Desde luego que no.

—¡No desmontes! —gritó Iona, anticipándose—. Monada está aterrorizada. Huirá despavorida, y el lobo podría llegar hasta ella. Tienes que retenerla, Boyle.

—Coge sus riendas, háblale para que se tranquilice y ponlos a los dos a salvo. Yo lo entretendré.

—Separarnos hará que seamos presas más fáciles. —Era lo que él quería, lo que esperaba; Iona podía sentirlo—. Confía en mí, por favor. Por favor.

Y esforzándose por concentrarse, murmuró con voz serena y firme un hechizo que había aprendido en los libros y que aún no había probado.

El lobo se abalanzó contra el reguero de fuego, buscando un hueco. Con su feroz carga, las llamas se debilitaron, menguaron.

Iona levantó una mano, agarrando las riendas con la otra.

—Del norte y del sur, del este y del oeste, trae el viento a esta batalla. Despierta el poder, libera el fuego hasta que el torbellino se haga cada vez más alto. Sopla fuerte, sopla con fiereza, sopla salvaje y libre. Hágase mi voluntad.

»Crees que no lo domino —dijo entre dientes—. Te equivocas.

Mientras el cielo se arremolinaba sobre sus cabezas, Iona cerró en un puño la mano levantada, como si tirara del torbellino llameante que se formó en sus dedos.

Acto seguido extendió el brazo con fuerza, lanzando un virulento embudo de viento a través del fuego.

Levantó al lobo del suelo, arrojándolo hacia arriba mientras este gritaba airado. Iona esperó presa del temor. El negro animal giró, rasgando con sus zarpas el aire que lo sostenía y alejaba.

Iona luchó por controlar lo que había conjurado, sintiendo que crecía hasta escaparse a su control. Un árbol se partió, quedando reducido a astillas.

—Deshazlo. —La voz de Boyle sonó firme en su oído—. Es más de lo que necesitas, es demasiado. Deshazlo otra vez, Iona, como solo tú puedes hacer. Deja que amaine. Déjalo ir.

Un reguero de sudor resbalaba por su espalda mientras luchaba por hacer justo eso. El rugido del viento comenzó a apagarse y el violento torbellino a girar más despacio.

—Por completo, Iona.

—Lo intento. Es demasiado fuerte.

—Eres tú quien lo ha creado. Tú eres la fuerte.

Ella lo había creado, pensó. Lo había controlado. Le pondría fin.

—Aplácate ahora —dijo—. Y sosiégate. Calmo y dulce. Dispérsate.

El lobo cayó a plomo en la ligera brisa. A continuación se levantó de golpe, con los colmillos chorreantes. ¿La roja piedra brillaba menos?, se preguntó Iona.

Entonces se precipitó hacia el bosque, dejando tras de sí una cortina de niebla grisácea. Después de escucharse un lejano aullido, se hizo de nuevo el silencio.

—Podría volver. —Toda la calma la abandonó mientras le temblaban las manos y la voz se le quebraba—. Podría volver. Tenemos que llevar los caballos al establo. Tengo que asegurarme de que los establos sean seguros. Podría…

—Es lo que vamos a hacer. Respira un minuto. Estás blanca como la cal.

—Estoy bien. —Alastar pateó el suelo con sus cascos. Quería ir tras el lobo, comprendió Iona; lo ansiaba. Para sosegarlo, tenía que tranquilizarse ella primero—. Hemos hecho suficiente —repuso en voz queda—. Es suficiente por ahora. Tengo que contárselo a Branna y a Connor. Pero los caballos…

—Ya nos vamos, calma.

—Calma. —Tomó aire varias veces, posando a continuación la mano en el cuello de Alastar y después en el de Monada—. Calma —repitió—. No os hará daño. Yo… no sabía que tuvieras un cuchillo. Un cuchillo realmente grande.

—Es una lástima que no haya tenido ocasión de usarlo. —Enfundó de nuevo el arma, con una expresión severa en sus ojos dorados—. Pero supongo que sirve para alardear. Y tú necesitas más clases.

—Sin la menor duda. Eso ni siquiera estaba en el programa de estudios.

—¿Qué quieres decir?

—Lo leí en un libro. Imagino que podría decirse que he añadido una barra al obstáculo. Parecía el momento adecuado.

—En un libro. Lo has leído en un libro. ¡Joder!

—No me vendría nada mal una copa.

—Ya somos dos.

Iona no dijo nada más, pues necesitaba tranquilizarse. Tenía que contárselo a sus primos, pensó de nuevo. Necesitaba de verdad sentarse sobre algo que no se moviera.

No fue capaz de pensar con claridad, o casi con claridad, hasta que estaban a punto de llegar al picadero.

—Monada estaba muy asustada. Por ella misma, pero también por ti. Mi fuego también la asustó. Ojalá se me hubiera ocurrido otra cosa.

—Lo ha hecho muy bien. Quería huir despavorida, pero no lo ha hecho. Puede que no lo sepas, pero ¿ese de ahí? Era una roca debajo de ti. No ha movido un solo músculo en ningún momento. Creo que habría hecho lo que le hubieras pedido, incluso atravesar el fuego y enganchar a la bestia del cogote.

—No tuve que pensar. No tuve que decírselo. Él lo sabía. Tengo que llamar a Branna.

—Yo me ocuparé de eso.

Boyle desmontó cuando llegaron al picadero, acercándose a ella.

—Baja.

—No estoy segura de poder.

—Para eso están estas. —Levantó las manos, la agarró y la ayudó a desmontar—. Ve a sentarte en el banco de ahí uno o dos minutos.

—Los caballos.

—Se encargarán de ellos…, y bueno, ¿a qué esperas?

La chispa de impaciencia hizo que Iona obedeciera. Sus temblorosas piernas la llevaron hasta el banco, y casi lloró de gratitud cuando se sentó.

Cuando Boyle salió, logró ponerse de pie.

—Tengo que hacer un hechizo de protección para el picadero.

—¿Crees que Fin no se ha ocupado ya de eso? —Boyle la cogió del brazo y tiró de ella—. No llegará a casa hasta dentro de unas horas, pero me parece que sabe lo que se hace. Branna sabe dónde estás. Ella se lo contará a Connor.

—¿Adónde me llevas?

—A mi casa, donde te tomarás esa copa y te sentarás un rato más.

—No me vendrá mal ninguna de las dos cosas.

Subió las escaleras con él. No eran precisamente las circunstancias que había imaginado para su primera invitación a casa de Boyle, pero lo aceptaba.

Boyle abrió la puerta que daba a un estrecho porche.

—No esperaba visita.

Iona echó un vistazo dentro primero y luego sonrió.

—Gracias a Dios que no todo está ordenadísimo e impoluto, me habría sentido intimidada. Pero es bonito.

Entró, mirando a su alrededor.

Olía a él: a caballo, a cuero, a hombre. La habitación, una especie de combinación de salón, sala de estar y cocina, dejaba entrar la luz de última hora de la tarde. Había una jarra junto al fregadero y un periódico abierto sobre la corta encimera que separaba la cocina del resto.

Una par de libros y algunas revistas esparcidas por ahí, novelas de misterio y revistas equinas. Una montaña de botas en un cajón de madera, unas cuantas chaquetas en percheros. Un sofá un poco hundido en el centro, dos butacas grandes y, para su sorpresa, una gran televisión plana en la pared.

Boyle reparó en su mirada especulativa.

—Me gusta ver partidos y esas cosas. Te tomarás un whisky.

—Ya te digo, y quiero una butaca. Me quedo hecha un flan una vez pasa todo.

—Te has mantenido firme cuando era necesario.

—Casi pierdo la concentración —confesó mientras él iba a la cocina y abría los armarios—. Tú me has ayudado a mantenerla.

Dado que ella estaba allí y a salvo, y que había terminado todo, podía hablar de ello… o intentarlo.

—Brillabas como una llama. Tus ojos eran tan profundos que parecía que pudieran tragarse mundos enteros. Alzaste un brazo y arrancaste una tormenta del cielo con la mano. He visto muchas cosas. —Sirvió whisky para los dos y llevó los vasos a donde ella se había sentado, en una de las enormes butacas, que la hacía parecer pequeña—. Prácticamente he formado parte de la familia de Fin casi toda mi vida, y de la de Connor y Branna. He visto cosas, pero nunca nada como eso.

—Yo nunca he sentido nada igual. Una tormenta en mi mano. —Bajó la mirada, volvió la palma hacia arriba, sorprendida al reconocerla, al encontrarla tan corriente—. Y una tormenta dentro de mí. No sé cómo explicarlo, pero estaba dentro de mí, tan enorme y plena. Y tan absolutamente correcta.

»Partí un árbol, ¿verdad?

Boyle lo había visto hacerse pedazos como si fuera quebradizo vidrio, en pedazos y astillas.

—Podría haber sido peor.

—Sí, podría. Pero necesito más clases, tengo que practicar más. —Más control, pensó, y más de la famosa concentración que Branna no cesaba de repetirle. Entonces miró a Boyle. Su duro y hermoso rostro, la ceja partida, los ojos dorados aún teñidos de furia—. Ibas a luchar con él con un cuchillo, con las manos.

—Sangra, ¿no?

—Eso creo. Sí. —Dejó escapar una bocanada purificadora—. Sangra. No se esperaba lo que he hecho ni lo que puedo hacer. Tampoco yo.

—Creo que ninguno de los dos volverá a subestimar al otro. Bébete el whisky. Todavía estás pálida.

—Cierto. —Tomó un sorbo de whisky.

—Creo que no es noche para salir a cenar con gente.

—Puede que no. Pero me muero de hambre. Creo que tiene algo que ver con el gasto de energía.

—Te prepararé algo. Me parece que tengo un par de chuletas, y freiré unas patatas.

—¿Estás cuidando de mí?

—No te viene mal en estos momentos. Bébete el whisky —repitió, y luego volvió a la cocina.

Ruido de cacerolas, el golpeteo de un cuchillo sobre la madera, el chisporroteo del aceite. Aquellos sonidos tenían algo que apaciguó sus crispados nervios. Tomó otro trago de whisky, se levantó y fue hacia él, que estaba de pie en los fogones, friendo chuletas de cerdo en una sartén y patatas alargadas en otra.

No recordaba haber probado una chuleta de cerdo frita, pero no iba a quejarse.

—Puedo ayudar. Para mantener las manos y la cabeza ocupadas.

—Ahí hay un par de tomates que la mujer de Mick me dio de su invernadero. Podrías picarlos.

Así pues, trabajó a su lado, y eso también hizo que se sintiera mejor.

Boyle preparó una especie de salsa espesa con el aceite sobrante, añadió unas especias y luego la vertió sobre las chuletas.

Sentada en la encimera, Iona probó un poco.

—Está bueno.

—¿Qué esperabas?

—No tenía ni idea, pero está rico. Y qué hambre tengo, Dios mío.

Boyle se dio cuenta de que ella había recuperado el color mientas comía y que aquella expresión un tanto aturdida se había esfumado de sus ojos.

En cuestión de un instante había pasado de brillar y tener un aire feroz a quedarse pálida y temblorosa. Y se sintió aliviado al ver que volvía poco a poco a la normalidad, a ser simplemente Iona.

—No ha utilizado la niebla —dijo de repente—. Acabo de darme cuenta de que se ha limitado… se ha limitado a salir de los árboles. No sé qué significa eso, pero tengo que acordarme de contárselo a Branna y a Connor… y a Fin. Y la joya, la joya roja que lleva al cuello. Al final no brillaba tanto. Eso me ha parecido. ¿O no?

—No sabría decirlo. Estaba más pendiente de sus dientes y de lo blanca que te habías puesto. Me preocupaba que te cayeras del caballo.

—Eso no sucederá jamás.

Rió un poco, asiéndole la mano. Y guardó silencio cuando él volvió la suya para agarrarla con fuerza.

—Me has dado un susto de muerte. De muerte.

—Lo siento.

—¿Por qué coño te disculpas? Es una costumbre muy irritante.

—Yo… estoy trabajando en ello.

—Estábamos dando un paseo muy tranquilo, e iba pensando, bueno, iremos a cenar y ya veremos qué tal va la cosa. Y de repente estás creando un maldito torbellino.

Se levantó de golpe, cogiendo su plato y el de ella. Lo cual era una lástima, pensó Iona, ya que aún le quedaban un par de patatas fritas y habría querido comérselas.

—Si no quieres que me disculpe, no me grites.

—No te estoy gritando.

—¿A quién entonces?

—A nadie. Simplemente grito. Un hombre puede expresarse como le viene en gana en su propia casa.

—En la mía nadie gritaba nunca.

—¿Qué? —La miró realmente alucinado—. ¿Te has criado en una iglesia?

Iona rió de nuevo.

—Supongo que…, rigiéndome por tus parámetros…, puede que a nadie le importara lo suficiente como para gritarme. ¿A ti te importo, Boyle?

—Me importa que no estés tendida en el suelo con la garganta desgarrada. —Se maldijo al ver que el color la abandonaba—. Ahora soy yo quien lo siente. De veras. Tengo la lengua muy larga cuando me cabreo. Lo siento —repitió, y le enmarcó el rostro con las manos en un gesto de ternura—. Has sido muy valiente. No sé qué me ha dejado más pasmado, si el lobo o tú.

—Lo hemos superado. Eso significa mucho. —Posó las manos sobre las de él—. Y me has preparado la cena y has dejado que me tranquilizara antes de dar rienda suelta a tu cabreo. Eso también significa mucho.

—Entonces estamos bien, lo bastante bien por ahora. —Rozó los labios de Iona con los suyos, con suavidad en esa ocasión, y ella deslizó las manos hasta sus muñecas, aferrándose a él—. Ahora debería llevarte a casa. —Se apartó, pero ella mantuvo las manos en sus muñecas.

—Tú no quieres llevarme a casa. Y yo quiero quedarme contigo.

—Todavía estás aturdida.

—¿Te parezco aturdida?

Boyle consiguió retroceder, alejarse treinta centímetros.

—Puede que sea yo el aturdido.

—Eso me da igual. —Se puso en pie—. Puede que hasta me guste. Hemos ganado una batalla, Boyle, juntos. Quiero estar contigo, quiero abrazarme a ti, acostarme contigo.

—Creo que… lo más sensato es que nos tomemos algo de tiempo, que hablemos de eso antes de… de eso.

—Creía que era yo quien hablaba demasiado.

Dio un paso hacia él, luego otro.

—Y lo eres, joder, lo eres. Pero me parece que dadas las circunstancias… hablaremos más tarde —le dijo, y la agarró.

—Perfecto —replicó Iona, y lo agarró a su vez.