XXXVI

Aquella noche dormí en el palacio que había heredado de mi tío el señor Sinahiusur, turtanu durante el reinado de mi padre y hombre prudente y bondadoso que desde hacía más de diez años descansaba en su tumba. La mayoría de servidores seguían siendo los mismos que él había tenido, por lo que imaginé que quizá tenía menos posibilidades de que envenenasen mi copa de vino o me asesinasen en el lecho antes de que amaneciera en aquel primer día que pasaba en mi hogar. Pensé que así era la Nínive donde Asarhadón reinaba, pero en la que imperaba la traición.

—No sé cómo podré llevar esta casa —exclamó Selana paseando en torno una admirativa mirada.

Nos encontrábamos en el gran salón de muros decorados con frescos y en cuya extensión hubiesen podido sembrarse los alimentos necesarios para alimentar a una familia numerosa.

—Esto empequeñece el palacio de Menfis, donde sólo era una criada de las cocinas.

—No tendrás que preocuparte de nada. El mayordomo hace más de veinte años que está al servicio de mi familia y conoce su trabajo. Aquí no serás la mujer de un campesino, sino una gran dama.

—¿Y qué hace una gran dama?

—Trama la ruina de su esposo. Cría hijos por medio de los cuales poder gobernar cuando él muera.

—Se diría que te gusta bromear.

—¿Lo crees así? Se ve que no conoces a la madre de Asarhadón.

—¿Qué tendré que hacer, entonces?

—Tan sólo amarme… y rogar que algún día consigamos salir de este palacio con vida.

La abracé, arrepentido de no haberla dejado en Sicilia, pero satisfecho de tenerla a mi lado.

—Así pues, ¿no estamos a salvo? —preguntó estrechándose contra mí cual si temiera verse asfixiada por las singularidades de aquella inicua ciudad—. Esas multitudes… Aquella gente te aclamaba como si fueses un dios.

—La última vez que pasé por las puertas de Nínive sucedió lo mismo. La multitud me aclamaba porque creía que los salvaría de mi hermano y luego Asarhadón me encerró en una jaula metálica, donde creí que encontraría la muerte, y me expulsó del país igual que si fuese un perro al que se encuentra robando los restos de la mesa. Y ahora que he regresado, vuelven a vitorearme. ¿Quién sabe lo que esperan de mí en esta ocasión? Probablemente se sentirán defraudados y luego, si así place a los dioses, se mantendrán pasivamente al margen y permitirán que me destruyan.

—Cuando te expresas de este modo, aunque estés abrazándome, me inspiras más miedo que cuando me dejaste sola para irte a luchar contra los bandidos.

—Cuando hablo así tengo más miedo que entonces.

A la mañana siguiente regresé al palacio real para almorzar con Asarhadón.

Si mi padre hubiese tenido a alguien a quien pudiese considerar su amigo —y los reyes según mi experiencia no suelen tenerlos porque la amistad implica confianza—, aquella persona hubiera sido mi tío, el señor Sinahiusur. Se conocían desde la infancia y durante todos los años que Sennaquerib reinó como Señor de las Cuatro Partes del Mundo, jamás había tomado una decisión sin consultar primero con él. Cuando el rey salía de campaña, el turtanu reinaba en Nínive cual si fuese el propio monarca, y si el rey estaba en su palacio, ambos se veían a cada instante.

De modo que cuando aquella mañana acudí a visitar a mi hermano no necesité aventurarme por las calles. Ambos palacios se comunicaban por una serie de patios y jardines interiores que conducían desde mis aposentos privados a los de Asarhadón. En uno de ellos, sentada en un pequeño banco de piedra, bajo una pared cubierta por un emparrado, encontré a la señora Naquia.

Probablemente tendría ya cincuenta años, pero seguía siendo muy hermosa y sus cabellos eran aún bastante negros, mientras que la barba de su hijo ya estaba muy encanecida. Aunque no la había visto desde hacía siete años, parecía que nos hubiésemos separado una hora antes porque apenas había cambiado. Las mujeres como ella no envejecen, sólo se vuelven más crueles con el paso del tiempo. Alzó los ojos hacia mí y me sonrió sin abrir los labios ni siquiera simular sorpresa.

—Bien, Tiglath, ¿debo darte la bienvenida al hogar? —preguntó bajando la mirada para arreglarse los pliegues de su túnica negra recamada con hilos de plata, único color que siempre había llevado—. Parece que tu victoria sobre mí ha sido completa. ¿Debo felicitarte por ello?

—Preferiría que no lo hicieses, señora, puesto que ambos sabemos que puedes permitirte perder muchas veces y yo ni siquiera una.

Me respondió con una leve aunque tenue sonrisa, reconociendo aquel cumplido, si de tal modo decidió interpretarlo.

—Desespero de encontrar el instrumento con que vencerte porque pareces contar con infinitos recursos para salvarte.

Se encogió de hombros, en un gracioso movimiento que en cierto modo me recordó a una araña corriendo por su red. ¿Acaso trataba de insinuar que debía considerarme de nuevo a prueba contra la mano de otro asesino? No era una seguridad en la que pudiese depositar grandes esperanzas.

—Tal vez sea cierto que cuentas con la protección de los dioses. ¿Crees que los cielos intervienen en los asuntos de los hombres, Tiglath, que somos juguete de su voluntad? ¿O quizá ni siquiera reparan en nosotros?

—Creo en lo que he visto, señora.

Naquia, cuya sangre era más fría que el cierzo, se echó a reír con un sonido similar al tintineo de campanillas de cobre, una risa que no parecía de origen humano y que heló la sangre en mis venas.

—Sin embargo, vale la pena recordar que a veces el cielo sólo protege a un hombre para hacerle más desdichado, Tiglath. Tu dios quizá haya trazado un círculo mágico a tu alrededor, pero que tal vez no se extienda más allá de tus pisadas.

—Te comprendo, señora —dije, porque la amenaza era obvia—. Tengo una esposa y me has hecho temer por su seguridad, pero también ella cuenta con un protector.

—¿Ese gigante de cabellos rubios? —repuso con cierto desdén, como si le pareciese poco importante—. Parece bastante simplón. Sí, ya le he visto.

—No es simplón, sino algo más que un hombre. No le juzgues equivocadamente, señora, porque si mi esposa sufriese un accidente, él iría en tu busca y no encontrarías ningún lugar donde ponerte a salvo de su ira: con su enorme hacha te despedazaría igual que a un conejo. De nada te serviría ser la madre del rey: a él no le importaría.

¿La asusté con aquellas palabras? De ser así no lo demostró, pero pareció comprenderlo bastante bien. Una vez más se encogió de hombros bajo su negra túnica.

—Debes de considerarme una criatura perversa, Tiglath.

—Ciertamente, señora… la más perversa que he conocido.

Supongo que, en cierto sentido, se sintió halagada, pero ¿quién podía imaginar los pensamientos que cruzaban por la mente de Naquia?

—Más es notable que por lo menos podamos expresarnos mutuamente con tanta franqueza —prosiguió por fin—. ¿A quién podría revelar mis pensamientos en todo el mundo? ¿A mi hijo? No, ni siquiera a él. Sólo a ti, que en tan poca consideración me tienes.

—Al contrario, señora… Si el miedo es una especie de consideración, para mí la tienes en gran manera. Jamás se me ocurriría negar tu derecho a merecer respeto.

—Siéntate a mi lado, Tiglath. —Se apartó un poco en el banco para dejarme sitio—. Si Asarhadón ha aguardado siete años, puede esperar un poco más. Siéntate conmigo un rato y haz compañía a una anciana.

Entre los más remotos recuerdos que se agitan en mi mente está el del terror que me producía Naquia. Jamás me había inspirado miedo un hombre, quizá porque nosotros no estamos dotados para el disimulo. No era que Naquia tratase de ocultar el odio que sentía hacia mí, pues aunque estuviese hablando de destruirme, su comportamiento era amable, casi maternal, como si se encontrase ante un amigo de la infancia de Asarhadón, a quien conocía desde la niñez, casi igual que un segundo hijo. Por ello me había acostumbrado a tratarla también cortésmente. Así pues, me senté a su lado como me pedía. Además, Naquia no hablaba en vano y si en verdad tenía algo que decirme, pensé que era mejor saberlo.

Me estuvo explicando todo cuanto había sucedido en el país de Assur desde mi marcha, de Asarhadón, de cuan descontenta se sentía con él y de otras muchas cosas. Aún más, me habló de Assurbanipal, el hijo que nunca podría reconocer y que había nacido de Asharhamat.

—Es muy inteligente. Imagino que sería mejor escriba que soldado, porque no disfruta ejercitándose en la Casa de la Guerra. Pero, naturalmente, ¿qué podía esperarse cuando su madre le ha malcriado de tal modo? Aunque sólo fuera por eso, hubiese comprendido que era tuyo y no de Asarhadón. Asharhamat no siente afecto por sus otros hijos.

—¿Quién está enterado de ello?

—¡Oh, el secreto se halla muy a salvo! —Hizo un ademán ambiguo como si desechase cualquier posibilidad de divulgación—. Asarhadón abriga muchas sospechas, pero sólo Asharhamat, tú y yo lo sabemos con certeza. El muchacho, como es natural, nada imagina. Me llama abuela y le trato cual si fuese mi niño mimado, el nieto preferido sobre todos los demás.

—Y eso porque él un día reinará y los demás no. Naquia me miró de reojo y sonrió.

—Eso decís tú y los augures, pero Asarhadón insiste en que un hijo de sus lomos ocupará el trono y será rey y se inclina por Shamash Shumukin. ¿Y por qué no? Son tan iguales como los dedos de las manos. También yo le quiero… Su madre jamás le ha distinguido con su afecto, de modo que lo confiaron a mi cuidado para sustituirla.

Sí, lo comprendía perfectamente. Pensé que tal vez ella no podía evitarlo. Sentí tentaciones de compadecerla. Naquia, que había vivido por el poder, para quien la intriga era tan natural como respirar, comprendía claramente que había perdido su oportunidad con Asarhadón y planeaba alcanzar el dominio durante el próximo reinado. No le preocupaba pensar que tal vez entonces podía haber muerto o ser ya demasiado vieja: tejía obstinadamente sus hilos porque si no la vida dejaría de tener aliciente para ella.

En mi estúpida ceguera creí que tan sólo se trataba de eso.

—Asharhamat no está bien, ¿sabes? —dijo, cual si creyera que no la había oído—. ¿Irás a verla?

—Creo que no, señora —repuse tratando de engañarla igual que creía engañarme a mí mismo.

—¡Ah, veo que sientes escrúpulos por ello, pero siempre te ha pasado igual, Tiglath! No te preocupes, a Asarhadón no le importará. En los últimos años se han suavizado sus relaciones hasta tal punto que mi hijo no negaría nada a su esposa que pudiera aliviar su espíritu. De todos modos no puede tener más hijos, por lo que nada malo sucederá. ¿O tal vez es por causa de esa muchacha extranjera que has tomado por esposa…?

—No pienso verla, señora —le dije levantándome y decidiendo que aquello ya había durado demasiado—. No iré porque no es mi voluntad.

—Sí, ya lo veo —repuso sonriente tendiéndome la mano para que la besara—. La voluntad de Tiglath que, al igual que los designios de los dioses, es incognoscible para él mismo.

—¿Dónde has estado? Temí que hubieras vuelto a emprender uno de tus viajes.

Asarhadón celebró ruidosamente su propia broma, riendo y golpeándose el muslo con tal fuerza como para producirse una magulladura.

—He estado sentado en el jardín hablando con tu madre —repuse sin sentirme especialmente divertido. Aunque en el fondo de mi corazón había perdonado a mi hermano, seguía irritándome su conducta—. Se lamenta de que su hijo es un necio, un mal rey, y que sufre la maldición de los dioses.

—Eso sólo significa que está enojada porque he crecido y he escapado de su yugo.

Sin embargo, su rostro se ensombreció con una expresión mezcla de cólera y temor. Asarhadón yacía desnudo en un diván jugueteando con un pequeño cuenco de dátiles mientras una de sus mujeres, elamita a juzgar por sus aspecto, con senos igual que melones y cutis de color de humo, le masajeaba las piernas con aceites.

Asarhadón la despidió con una fuerte patada que la derribó en el suelo de espaldas produciendo un sordo impacto, y a continuación se levantó y se envolvió el cuerpo con una sábana que ciñó en su cintura con inusitada violencia.

—¿Dice que los dioses me han maldecido? —prosiguió furioso buscando en torno algo en que descargar su ira—. Si así fuese, nadie más que ella tendría la culpa… Harás bien en mantenerte lejos de su alcance, Tiglath. Si eres tan necio que se lo permites, también a ti te envenenará.

—Entonces te prometo no aceptar ninguna invitación suya para cenar.

—Eso sería muy inteligente por tu parte.

Parecía un poco más animado. La elamita seguía en el suelo y se cubría el rostro con las manos en actitud suplicante ante el enojo de su amo. Asarhadón la miró igual que si hubiese olvidado momentáneamente su existencia y luego se echó a reír y le pasó la mano por la espalda desnuda y le dio unos golpecitos como si se tratara de uno de sus perros de caza. Cuando la mujer hizo acopio de valor para arrodillarse, le asió el seno derecho y pareció sopesarlo.

—No está mal, ¿verdad? —dijo sonriendo con el orgullo de un propietario—. Era la mujer de un tabernero de Kish. Le entregué cien siclos de plata por ella y le perdoné los impuestos de cinco años; no puede esperarse que un tabernero conceda demasiado valor a una mujer como ésta, aunque es capaz de estrujarte la simiente como la piedra de un molino. Se llama Keturah, ¡por los dioses, creo que te la voy a regalar por lo mucho que te quiero!

Estuve a punto de negarme pensando que prefería imaginar antes que vivir la reacción de Selana si comenzaba a coleccionar mujeres cual caballos de tiro. Pero mi hermano era un rey y los obsequios de los soberanos no deben desdeñarse. Además, Asarhadón me la ofrecía de todo corazón y no era de esa clase de personas que tienen en cuenta las posibles objeciones que presenten las esposas, ni siquiera imaginar que puedan formular alguna. Por lo tanto no quise herir sus sentimientos.

—Tal vez a ella no le agrade el cambio —repuse sin saber qué decir.

—¡Qué absurdo! A menos que hayas sufrido algún accidente mientras te encontrabas en tierra extraña, Keturah no tendrá motivos de queja. Es una experta prostituta que mide a los hombres exactamente por el contenido de su taparrabos… con las manos. ¡Ja, ja, ja!

Ni siquiera advirtió que no coreaba sus risas. Estaba demasiado ocupado buscando su jarra de vino.

—¡Keturah, inútil ramera! —gritó obsequiándola con otra patada—. ¡Sírvenos más vino! ¡Y pan, queso y un poco de cordero guisado con mijo! ¿No ves que estamos hambrientos? ¡Rápido o tu nuevo dueño creerá que me he cansado de tu pereza! ¡Ve!

Una hora más tarde, con la panza repleta y el cerebro embotado por el alcohol, nos sentábamos a la sombra del muro del patio. Mi hermano parecía semidormido.

—¿Recuerdas cuando éramos niños y estábamos en la Casa de la Guerra? —preguntó de repente tras un prolongado silencio—. ¿Te acuerdas de la noche en que Tabshar Sin me envió al techo del barracón sin cenar, en castigo por haberme peleado, y tú robaste pan para mí y una jarra de cerveza? ¿Recuerdas que nos embriagamos y estuvimos a punto de caernos del tejado, tan ebrios estábamos?

—Entonces éramos muy jóvenes —repuse porque recordaba perfectamente aquel incidente—. Tú debías ser jovencísimo para embriagarte con sólo media jarra de cerveza.

—¿Qué crees que debió suceder? En aquellos tiempos confiábamos uno en el otro.

—Éramos jóvenes, Asarhadón. Ahora somos hombres y durante estos años han sucedido muchas cosas.

—Sí —suspiró, y se adelantó para apoyar los brazos en sus rodillas—. Los dioses decidieron que yo reinaría… o más bien lo decidió mi madre por ellos, y entonces yo llegué a la conclusión de que deseabas ocupar el trono de Assur.

—Sí, pero no hasta tal punto.

—Porque de haber sido así ahora serías rey y yo habría muerto.

—Sí, ése era el precio que yo no estaba dispuesto a pagar: tu muerte.

—Te creo. Nadie deseaba que yo reinase. —Se irguió y se pasó las manos por el rostro como si despertara de una noche de disipación—. Ni mi padre ni el ejército ni siquiera yo mismo. Únicamente mi madre.

—Tu madre y los dioses eternos.

—¿Lo crees así?

Él, que siempre había vivido presa del más espantoso temor a lo oculto, me miró con divertido desdén. Ante aquella mirada debía haberlo comprendido todo.

Pero Assur se complacía en ocultarme la verdad hasta que fuese demasiado tarde.

—¿Crees que esos orondos sacerdotes pueden interpretar la voluntad de los dioses en las entrañas de una cabra? —prosiguió—. ¿Lo crees realmente?

—Sí, tanto como tú. Así se han escogido los reyes de Assur desde hace mil años y seguimos siendo los dueños de la tierra. Debemos confiar que en esta ocasión los dioses hayan escogido acertadamente.

—Entonces los dioses mantienen ocultos sus propósitos, o tal vez, sencillamente, no son tan inteligentes como mi madre. Recuerda que te he advertido, Tiglath.

Cuando el sol se aproximaba a su cénit, un chambelán acudió a recordar al rey que sus ministros le estaban aguardado. Asarhadón le arrojó una jarra de vino a la cabeza y le despidió con una retahíla de espantosas maldiciones.

—El país de Assur no se gobierna por sí solo —le recordé cuando hubo recobrado la compostura.

—No, y también podrías añadir que tampoco lo gobierna un necio borrachín —se encogió de hombros cual si desechara toda esperanza—. Mis servidores me mienten y obran a su antojo… Soy soldado, Tiglath, no un escriba que graba las tablillas. Los registros de tributos son un enigma para mí. Y los discursos de los enviados extranjeros me aburren soberanamente.

—Confía esos asuntos a tu turtanu: para eso lo tienes.

—¿A Sha Nabushu?

Mi hermano se echó a reír. Reía con tanta fuerza que se le saltaban las lágrimas.

—¿A Sha Nabushu? —repitió cuando consiguió volver a expresarse con razonable calma—. ¿Ese cabeza hueca? ¿Ese pedazo de adobe? Teme tanto a mi madre que ni siquiera se atreve a orinar sin su permiso. ¡Sha Nabushu! ¿Conoces personalmente a ese mamarracho?

—Sí, le conozco —repuse fríamente—. Fue a él a quien enviaste en Khanirabbat para anunciarme que me destituías del cargo.

Pero Asarhadón, lejos de sentirse avergonzado ante aquella observación, se volvió a mirarme como si le hubiese dicho algo muy brillante.

—Sí, es cierto. Eso hice, ¿verdad?

Por un momento reinó un absoluto silencio, sólo se oía el tintineo del agua en el surtidor del patio junto al que nos encontrábamos. Yo era más alto que mi hermano, le sobrepasaba la cabeza, por lo que tuvo que levantar el brazo para ponerme la mano en el hombro. Parecía proponerse hacerme descender a su nivel, cual si quisiera murmurar algo en mi oído.

—Entonces tienes la ocasión de devolverle el cumplido —murmuró. Se diría que se sentía infinitamente complacido consigo mismo—. Ve a verle y despójale de su título y de su rango. Conviértete en turtanu y gobierna en el país de Assur como un rey, salvo de nombre. Me conformaré con seguir al frente del ejército… Libre por fin de esta carga, conquistaré lo que nos queda por dominar en el mundo y mi nombre se inmortalizará. Si lo deseas, puedes enviar a Sha Nabushu a fabricar adobes para las murallas de la ciudad.

—Te serviré del modo que quieras, Asarhadón. Vestiré la túnica del soldado y lucharé en todas las guerras que declares en cualquier lugar del mundo distante y olvidado de la mano del dios. Bastará con que tú lo ordenes y te obedeceré. Pero no seré tu turtanu porque si el dios hubiese querido que yo gobernase me hubiese hecho rey en tu lugar.

Mi hermano se apartó bruscamente de mí, igual que si mi brazo se hubiese convertido en bronce derretido. Los ojos le relampagueaban, creo que sentía deseos de golpearme, pero mi instinto me hizo comprender que no lo haría.

—¡Siempre te ha dominado el orgullo! —exclamó—. ¡El orgullo y nada más que el orgullo! ¡Nunca aceptarás ser el segundo! Si no puedes ser rey de nombre, aunque te ofrezca toda la autoridad de un monarca, no te humillarás para ser otra cosa. Eres demasiado grande a tus propios ojos para aceptar honores de otro hombre. ¡Y muy especialmente de mí!

Tal vez tuviese razón, lo ignoro. Sólo comprendía que había algo en mi interior que me impedía ser el turtanu de Asarhadón.

—Sabes que puedo ordenártelo.

Ahora se expresaba con voz más baja, aunque vibrante de rabia.

—Pero no lo harás, Asarhadón, hermano mío, no lo harás.

—No, no lo haré.

Se apartó ligeramente de mí y se volvió para que no pudiera verle el rostro, de modo que no conseguí adivinar qué pasiones agitaban su ánimo, si el dolor, la rabia o algo muy distinto, pero que hacían temblar sus hombros.

—Si lo deseas —comencé tras un silencio que parecía interminable—, si así lo quieres, partiré de nuevo al exilio. Dejaré el país de Assur y jamás regresaré. Será igual que si la tierra me hubiera tragado.

—Eso no debes hacerlo. Tienes que quedarte conmigo, Tiglath, hasta que uno de los dos encuentre la muerte.

Y entonces se volvió y me sonrió abiertamente como si la ira hubiese librado su espíritu. Pero era una sonrisa de la que uno no podía fiarse.

—De todos modos tengo una misión que confiarte.

El sol corría hacia su ocaso cual un viajero extenuado y sin alientos, cual si también él se sintiera satisfecho de dejar la mañana tras de sí. Asarhadón y yo habíamos bebido demasiado y el vino caliente torna pendencieros a los hombres. Decidí que regresaría a mi residencia y destilaría el veneno que llevaba dentro y que no saldría del baño hasta que me hubiese quedado la piel tan suave y arrugada como el queso de cabra.

No vi a Selana hasta la hora de la cena y entonces me recibió con la más torva expresión.

—Tu nuevo juguete ha llegado —dijo sentándose a mis pies con aire taciturno mientras yo comía.

Había despedido a mis sirvientas y yo me preguntaba qué crimen habría cometido para merecer el castigo de que ella no compartiera conmigo el pan igual que una esposa y que se comportase cual una esclava de las cocinas.

—No me había dado cuenta, pero al parecer toda un ala de este palacio está destinada a las concubinas de mi amo. Debe de haber espacio para cincuenta o sesenta mujeres. Realmente los nobles orientales sabéis entreteneros.

Al principio no tenía ni idea de lo que me estaba diciendo, pero luego recordé a Keturah.

—Es un regalo del rey y no se pueden rechazar los obsequios de un monarca, en especial cuando uno ha sido injustamente tratado por él.

Selana profirió una breve y seca carcajada carente de alegría, expresando su convencimiento de que yo mentía muy mal.

—Bien, ya tengo bastante —dijo levantándose para llenarme la copa de vino—. Mi señor es rico ahora, y un príncipe, y nada le obliga a conformarse con una sola mujer.

—Asarhadón las colecciona, es una gran afición suya, y le agradan las novedades. Pero yo no soy igual que él, Selana. Toda la vida me ha bastado con una mujer.

Permaneció largo rato en silencio sin mirarme siquiera, fijando sus ojos en el vacío cual si estuviera considerando el asunto. Por último pareció dispuesta a disculparme.

—Sea como fuere, quédate con ella —decidió finalmente—. Como dices, señor, no es prudente ofender a un rey y, ¿quién sabe?, a lo mejor te resulta útil más adelante.

Me obsequió con una breve y enigmática sonrisa, más expresiva que cualquier palabra de que perdería el tiempo tratando de adivinar sus intenciones.

—¿Te ha dicho tu hermano algo más de interés?

—Sólo que no piensa volver a separarse de mí en la vida, por lo que considero improbable que regresemos a Sicilia.

Ladeó ligeramente la barbilla cual si dijese: «¿Quién iba a pensar lo contrario?».

—¿Esperabas algo semejante?

—Hace medio mes creías que tu hermano iba a matarte. ¿Debo ahora afligirme porque te llene de honores en tu propio país?

Me pregunté qué pensaría Selana si supiese que Asarhadón acababa de ofrecerme el poder supremo, pero no creí oportuno decírselo.

—En Sicilia éramos felices —dije—. Creí que echarías de menos aquella vida.

—Echaría más de menos la propia vida. ¿Te dijo algo más?

—Sí, dentro de cuatro meses entrará en guerra contra Shupria y para ello necesita asegurarse la paz en las fronteras, donde medas y escitas han dado muestras últimamente de intentar establecer una alianza que tan sólo tendría un propósito. Debo reunir un ejército entre las guarniciones del norte y consolidar la paz.

Por entonces ya había tenido ocasión de descubrir que mi esposa, pese a ser todavía una muchacha, era muy sagaz. Observé que fruncía levemente el entrecejo, como si comprendiese que aquello no era lo que parecía.

—¿Por qué te envía a ti? —preguntó—. ¿Por qué debes ser tú?

—Porque en otros tiempos combatí largamente contra los medas y es un enemigo que conozco.

—Pero si el rey lucha en un lugar y tú en otro, él se llevará el grueso del ejército.

—Sí.

—¿Dispondrás tú de bastantes soldados?

—No los necesarios para ganar una guerra, aunque quizá no sean ésos los propósitos de Asarhadón: no creo que le afligiese mucho que yo fracasara en mi misión. Pero para afianzar la paz necesito unas fuerzas muy reducidas.

—¿De cuántos soldados?

—Uno solo… yo mismo.