V
Me quedan escasos recuerdos de cuanto sucedió durante los siguientes días. Según supe después, unos chiquillos me descubrieron a un cuarto de hora de distancia del pueblo y desde allí me trasladaron con una manta.
Estaba tendido en el suelo de una cabaña oyendo la voz de mi padre, que fue asesinado.
«Ves, hijo mío. Es una presunción creerse que comprende uno las cosas. He tenido que morir para llegar a entenderlo así. De ese modo juegan los dioses con nosotros. Deseaba que me sucedieras en el trono, pero no lo quisieron así y designaron al señor Asno en tu lugar. Y ahora te reservan otro destino».
—¿Lo sabes, padre? —susurré entre mis labios resecos—. ¿Puedes adivinar lo que sucederá?
«Sí, hijo mío, pero no me es posible decírtelo».
¿Qué me quedaba, pues? Sólo el silencio.
El siguiente recuerdo que acude con claridad a mi mente es que me obligaron a tomar una especie de caldo que sabía a pescado y cuya ingestión me produjo involuntarias arcadas, lo que me avergonzó terriblemente puesto que me parecía insultante para la amable anciana que se esforzaba por alimentarme.
Tenía la mente en blanco, no sentía miedo, inseguridad ni comprendía nada. Sin embargo, ello no parecía importarme. Estaba convencido de que Assur acabaría aclarando las cosas. Según su voluntad, yo sufriría o triunfaría, encontraría la muerte o seguiría viviendo: el resultado no me importaba, me había resignado, sólo sentía un gran cansancio que anulaba cualquier pensamiento. Los misterios que se ocultaran en el pasado o en el futuro carecían de significado. Por el momento me conformaba con dormir y tomar el caldo de pescado con que me alimentaba aquella mujer.
Cuando volví a despertarme, encontré a Kefalos a mi lado.
—Dentro de unos días estarás perfectamente —me dijo—. Sólo estabas debilitado por el hambre y con los intestinos resecos por falta de agua. Doy gracias a mis dioses porque no son tan exigentes como los tuyos.
—Si lo fuesen, no serían tus dioses por mucho tiempo.
Se echó a reír aunque era una ocurrencia bastante inocente. Tal vez únicamente le complaciese que me sintiera con ánimos de bromear.
—No tardaré en abandonar este lugar —le anuncié, en esta ocasión hablando en serio—. Piénsate bien si deseas venir conmigo porque el camino será difícil. Es lo único que sé.
—¿Qué dirección piensas tomar?
—Aún tengo que descubrirlo.
—Aunque siempre emprendes las peores rutas, te acompañaré. Así te lo prometí y cumpliré mi palabra.
—Los hombres prudentes cambian de parecer cuando existen peligros, y nos encontraremos con ellos. Piénsalo bien. Si decidieses no acompañarme, sólo creería que te guía la prudencia. En el caso de que salga con vida, tal vez podríamos encontrarnos en Menfis o en cualquier otro lugar.
—Volveré a pensarlo —repuso y frunció el entrecejo cual si estuviese a punto de echarse a llorar—. Así lo haré, si tú lo deseas.
—Sí, lo deseo. Ahora envíame al jefe de este poblado… He recibido presagios incomprensibles y tal vez él pueda interpretarlos.
El jefe se encontraba con sus hombres en el lago donde echaban sus redes y el producto de su pesca lo vendían en Ur. No regresó hasta una hora después de la puesta del sol, pero en cuanto llegó acudió a verme inmediatamente. Se detuvo en la puerta y me saludó con una inclinación.
—¿Viste al dios, señoría? —preguntó.
No podía responderle… No estaba seguro de que fuese cierto.
—¿Conoces la parte más alejada de este lago? —le interrogué.
—Un poco, señoría. Solemos acudir allí ocho o nueve veces al año parar cortar las cañas con que construimos nuestras casas y nuestras barcas.
—Es un largo viaje. Me sorprende que tu gente no haya decidido establecerse allí.
—Las aguas de aquel lado… y las del desierto de cañaverales hasta donde nosotros hemos alcanzado, son salobres. Pero esta orilla del río es de agua dulce.
—Gracias —le dije—. Cuando esté en condiciones de viajar, dejaré de molestaros.
Se inclinó de nuevo y salió. Sin duda le había dado motivos de regocijo para todo el poblado.
«Las aguas de aquel lado son salobres». Más allá, entre los cañaverales, había salinas. El sendero de la serpiente se había cerrado tras ella, como las aguas se cierran tras un barco, y el animal había cruzado un camino de sal. Por fin sabía qué dirección debía tomar en mi viaje.
Al día siguiente me sentí con bastantes fuerzas para levantarme del jergón y pasear un poco, y cuatro días después había recuperado las fuerzas. Hasta entonces no expliqué mis intenciones a Kefalos.
—Supongo que cualquier intento de disuadirte de semejante locura será inútil —dijo. Y al ver que no le respondía se limitó a encogerse de hombros—. Si lo que dicen esos pescadores se aproxima en algo a la verdad, estás siguiendo tu… ¿cómo le llamáis vosotros?… tu simtu. ¿Te das cuenta de ello?
—Mi simtu, sea cual fuere, estaba escrito en la tablilla de la divinidad hace mucho tiempo. No creo que haya dispuesto que mi existencia concluya antes de que cruce las salinas.
—Ojalá tu dios me ofreciese a mí similar seguridad. Pero si esta locura ha de significar tu fin, tanto dará que tengas dos muertes en tu conciencia que una.
—¿Te has decidido, entonces?
—Sí.
Aunque no me atrevía a confesárselo, me alegraba de ello. Durante algunos momentos me encerré voluntariamente en un absoluto silencio.
—Probablemente éstas serán las últimas horas que pasaré en las tierras que mi padre gobernó en nombre de la divinidad —murmuré finalmente, consciente de que trataba de explicar lo inexplicable—. El señor Sennaquerib se daba a sí mismo el título de Rey de las Cuatro Partes del Mundo… ¿Acaso este conjunto de cabañas de cañizo no constituyen los propios límites del extremo más alejado de ese mundo? Más allá, su nombre nada significa, es una palabra carente de sentido.
»Plugo al dios marcar una línea en el polvo y decirme a mí, su servidor: «Ve, cruza esta línea y encuentra el mundo que tu padre jamás pensó en dominar». Kefalos, amigo mío, no se me ocurre otra cosa que obedecerle.
—Lo sé. Y ésa es la razón por la que me siento obligado a acompañarte. Porque esa divinidad tuya nada significa para mí y no puedo abandonarte totalmente a sus caprichos.
Aquella noche volví a hablar con el jefe. Le dije que necesitaba un barco, pellejos de cabra para transportar agua potable y alimentos para varios días ofreciéndome a pagarle por ello cuanto fuese necesario, a lo que él se negó.
—Soy pobre —dijo—, pero respeto a los dioses. Tendrás todo cuanto deseas, pero en este lugar nadie aceptará tu plata. No queremos aprovecharnos de una situación como ésta.
Comprendí cuáles eran sus pensamientos y que no pretendía insultarme.
A la mañana siguiente nos aguardaba una barca en la playa. Tendría más de seis pies de eslora y estaba provista de agua y pescado seco. Incluso habían subido en ella mi jabalina.
Zarpamos y nuestros remos surcaron la tranquila superficie de las aguas siendo observados por los pescadores que habían acudido para vernos partir.
Estuvimos remando casi una hora hasta que la playa que habíamos dejado a nuestra espalda no fue más que una oscura línea que se recortaba contra las aguas, cuando Kefalos, que se sentaba delante de mí, comenzó a dar muestras de cansancio. Por fin retiró su remo de las aguas y lo depositó sobre sus rodillas.
—Se me están llenando las manos de ampollas —dijo.
—Creí que durante estos meses te habías vuelto más resistente —repuse, supongo que confiando avergonzarle un poco. Pero nada más lejos de ello.
—Tu caso es distinto —repuso con cierta petulancia—. Tú eres un soldado acostumbrado a llevar una existencia plagada de infortunios. Yo no lo soy ni estoy encallecido como vosotros. Soy un experto físico y un señor y mis manos únicamente están acostumbradas a tocar el dinero y los senos de las prostitutas.
No pude contener la risa, y Kefalos también se rió. Abrió su maletín y buscó unos ungüentos que se aplicó en sus llagas, vendándolas seguidamente.
—Bueno… creo que esto servirá —dijo—. Y ahora dame un poco de ese pescado seco porque con tanto ejercicio se me ha abierto el apetito.
Pero cuando lo probó hizo una mueca de desagrado.
—¡Es horroroso! —exclamó—. Prefiero morir de hambre que comer semejante basura.
—Sólo hay que esperar a que se te desinfle el vientre cual una tienda de campaña entre la tormenta y llegarás a encontrarlo apetitoso.
—Ésa es tu opinión, desde luego. Aguardaré hasta entonces.
Y arrojó por la borda aquel trozo amarillento de pescado seco, que aterrizó en las aguas con un chasquido y se perdió de vista.
Había anochecido prácticamente cuando alcanzamos la orilla opuesta del lago. Aunque, a decir verdad, sería erróneo considerar que el lago tuviese otra «orilla» porque no existía ninguna línea costera y las aguas seguían siendo igual de profundas. Al principio únicamente se veían áreas muy desperdigadas de cañaverales, pequeñas islas, algunas de pocos pies de extensión, que parecían ancladas en la nada, tan libres como nosotros en nuestra propia barca. Pero gradualmente fueron aumentando de frecuencia y proporciones, algunas llegando incluso a unirse entre sí, hasta que por último nos encontramos en un laberinto de canales. Nos preguntamos si sería en aquel lago adonde iba a parar el Eufrates, pero no teníamos modo de saberlo y, por otra parte, no se advertía la presencia de corriente alguna.
Y aquellas cañas no se parecían en absoluto a las que yo había conocido. En algunos lugares surgían de las aguas hasta una altura tres o cuatro veces superior a la de un hombre, se inclinaban por su propio peso y eran tan densas que hubiera sido imposible introducir la mano por ellas, hasta que uno acababa teniendo la sensación de estar atrapado. Eran cual muros que bloqueaban la luz del sol del atardecer, por lo que nos encontrábamos sumidos en una sombra continua.
—Creo que será mejor que aseguremos la barca y aguardemos a que amanezca antes de aventurarnos por un lugar tan horroroso —dijo Kefalos.
—Me parece muy prudente por tu parte.
—No se trata de prudencia, sino de que estoy asustado —repuso—. A veces una cosa es igual que la otra.
—Esta noche dormiremos en la barca en lugar de introducirnos por esos islotes de cañas, que son como fantasmas de tierra seca. Las aguas del río han estado creciendo día tras día.
Kefalos asintió con energía.
—¡Naturalmente! Dormiremos en la barca.
Pero aunque echamos las amarras en una de las islas, aquella noche no fue especialmente tranquila para nosotros.
En cuanto aparecieron las estrellas se iniciaron los primeros ruidos con un espantoso chapoteo, tan próximo a nosotros que nos dejó completamente salpicados de agua. Y casi al punto los pájaros —que sin duda también se habían instalado con el fin de descansar— comenzaron a piar entre un estrépito irritante. Me senté, completamente desvelado, y lo primero que descubrieron mis ojos fue a Kefalos, que en el extremo opuesto de la barca aparecía asimismo erguido y parpadeando como si fuera una lechuza.
—¿Qué es esto?
La barca se balanceaba frenéticamente. Volvimos la cabeza y descubrimos en seguida el origen de tantos trastornos: un enorme y negro animal se alejaba de nosotros nadando pesadamente, avanzando en diagonal hacia otro islote.
—Se trata de una bestia —dije—. Hemos debido de molestarla.
—Y habrá decidido devolvernos el cumplido… Supongo que deberíamos dar gracias a los dioses por evitar que saltara en medio de la barca.
La estuvimos observando, o más bien estuvimos observando el surco brillante iluminado por la luna que dejaba en las aguas, hasta que por fin desapareció bajo la superficie sin que los pájaros interrumpieran por un momento su quejumbroso y monótono alboroto.
—¿Estás… realmente seguro de que se trataba de un animal? —inquirió Kefalos frotándose los ojos con las mangas y con aspecto sinceramente angustiado—. ¿No podía tratarse de un demonio o…?
—Era un animal. Si tú fueses un demonio, ¿vivirías en un lugar como éste?
—Uno imagina que los demonios no son tan exigentes. Pero lo que dices tiene mucho sentido.
Por fin los pájaros se calmaron, aunque sin que acabase de instalarse la calma. El viento agitaba las grandes cañas, altas cual palmeras datileras, frotándolas entre sí y produciendo un sonido similar a ranas fluviales que se hubieran tragado el propio trueno divino. El misterioso aullido de los chacales resonaba por las aguas evocando en nosotros los tormentos de cadáveres insepultos. En varias ocasiones llegó a mis oídos un sonido que me recordó con gran fidelidad el gruñido de un gran felino. Bajo la maleza se removían constantemente seres desconocidos y las aves se sobresaltaban ante el menor incidente.
Y tampoco faltaban los insectos, mosquitos y moscas negras del tamaño de avispas, que pese al frío nocturno pululaban por las aguas estancadas y se ensañaban con nuestras carnes desnudas e incluso se nos introducían bajo las ropas. Por fin tuvimos que embadurnarnos de barro rostro, brazos y piernas para evitar ser devorados por ellas.
De modo que por la noche las marismas resultaban un lugar muy animado.
A la mañana siguiente, cubiertos de rojos y dolorosos verdugones y con las espaldas llagadas por la humedad del fondo de la barca, nos desayunamos, ambos de pésimo humor, con pescado seco y agua.
—La vida es muy amarga —comentó Kefalos por fin—. Sólo tengo una queja contra la madre que me alumbró: que el día en que nací no me dejase expuesto en la ladera de una montaña para que las águilas me descuartizasen, evitando así que pudiera llegar a viejo y conociera este ingrato mundo. Los dioses sólo aman a aquellos a quienes permiten morir jóvenes.
—Es posible que no tardemos en morir —repuse sintiendo que le odiaba por haber expresado mis propios pensamientos.
—¿Lo crees así? Entonces Assur es más misericordioso de lo que yo imaginaba… ¡Por los dioses, me estalla la cabeza! ¡Lo que daría por una copa de vino!
Pero no lo había: sólo teníamos ante nuestros ojos el claro cielo, las aguas y los cañaverales. ¿Era realmente misericordioso Assur? ¿Nos libraría de aquel trance o se había estado burlando de mí?
Aquel día, el siguiente y el sucesivo navegamos guiándonos por el sol, dirigiéndonos constantemente en dirección aproximada hacia el sur. Cuando las aguas eran poco profundas renunciábamos a los remos, considerando más conveniente cortar algunas cañas grandes y abrirnos paso con ellas por la red de canales. El calor era terrible, por lo que, cuando estaba en su apogeo, descansábamos buscando refugio en cualquier sombra posible. Teníamos alimentos sobrados, Kefalos no volvió a formular objeciones al sabor del pescado seco, pero debíamos andarnos con cuidado con el agua potable porque las marismas eran realmente salobres. Yo acariciaba la esperanza de que aquello significase que el jefe se había equivocado y que el desierto de los cañaverales fuese simplemente la última barrera que nos separaba del río Amargo, pero no era más que una esperanza.
Una tarde vimos sobre nuestras cabezas volar cormoranes que se abalanzaban en las aguas desde el pálido cielo: comprendimos que estaban pescando. Nos aproximamos lo bastante a ellos para oírlos chapotear en una charca grande y tranquila, casi un lago, que por las razones que fuese no se había visto invadida por las cañas. No podíamos pescar porque no teníamos redes, debíamos limitarnos a oírlos e imaginar el sabor fangoso de la carne de los peces asada al fuego. No obstante, aquello fue un alivio entre la terrible monotonía de las marismas y casi me sentí reconocido hacia ellos. Dejamos el sol a la izquierda y dirigimos nuevamente nuestra embarcación hacia los canales donde en breve nos internaríamos.
Y así seguimos día tras día, durmiendo como podíamos por las noches y esforzándonos de día para mantener la fe y las fuerzas mientras nuestro viaje se prolongaba entre aquel páramo de cañizales y aguas de lento y perezoso curso. No puedo calcular cuánto tiempo seguimos así, hasta que descubrimos que por fin nos habíamos introducido en el reino de los caldeos.
Apenas habían transcurrido dos horas después de mediodía y nos disponíamos a proseguir nuestra búsqueda de un canal principal que nos condujera al Eufrates, cuando, tras el extremo izquierdo de una islita, apareció otra barca similar a la nuestra, silenciosa cual la muerte, que cruzó por delante de nosotros dirigiéndose a la derecha. En ella viajaban tres hombres, uno sentado en el centro y los otros dos en los extremos empujándola con sendas pértigas. Los individuos que iban de pie vestían túnicas que les llegaban a medio muslo, llevaban cuchillos de hoja curva en el cinto y se cubrían la cabeza con un trozo de tela roja que sujetaban con una cuerda.
Estuvimos observándolos tendidos de bruces en el fondo de la barca, rogando a todos los dioses que pudimos recordar que no se les ocurriera mirar en nuestra dirección.
En el espacio de unos diez segundos habían desaparecido, pero tardamos mucho más en recuperar el aliento.
—¿Nos habrán visto? —preguntó Kefalos.
—No —repuse moviendo negativamente la cabeza—. Creo que no. Pienso que si así hubiese sido ya estaríamos muertos.
De pronto se me ocurrió que la gente no suele vivir en lugares donde no hay agua potable. Recogí un poco de ella en el cuenco de la mano y comprobé que era dulce. Atrás habían quedado las aguas salobres que confiaba señalarían la entrada en el río Amargo. Por lo tanto, en aquellos momentos daba lo mismo la dirección que tomásemos.
Nos habíamos perdido y estábamos rodeados de enemigos. ¿Era ése el destino que Assur había previsto para mí, o acaso había interpretado erróneamente sus señales? Me sentía presa de gran desesperación.
A modo de respuesta, casi como un reproche, una enorme serpiente, negra cual la muerte y tan gruesa como el brazo de un hombre, se deslizó entre las cañas y por las aguas ante nuestros ojos por un breve trecho, desapareciendo seguidamente tras el recodo de una islita. No, quizá no me hubiera equivocado y todo aquello estuviese ya previsto desde un principio. El dios buscaba el cumplimiento de sus propios fines, no de los míos.
Pero, fuera como fuese, nos habíamos extraviado. Aguardamos todavía una hora antes de reanudar nuestros vagabundeos, al parecer ya sin rumbo fijo. Volvimos a adentrarnos en las aguas, esforzándonos por percibir el menor sonido, más durante el resto del día no distinguimos ningún otro rastro de seres humanos.
Sin embargo, se encontraban en algún lugar: bastaba con prestar atención para comprenderlo. Los hombres se sienten muy celosos de sus lugares de residencia, expulsan de ellos a cualquier rival e imponen su voluntad, por lo que ni siquiera los pájaros anidan cerca de sus miradas. Aquella noche el silencio era casi opresivo.
Al amanecer intuí con mayor fuerza la inminencia del peligro. Desperté con una especie de presentimiento, una sensación casi tangible de amenaza que no me veía capaz de dilucidar. ¿Qué había cambiado desde el día anterior?
Y por fin se me ocurrió: se trataba de los gritos de las aves.
Oía el eco de sus voces entre las cañas, a modo de llamada y respuesta. Una llamada desde algún lugar determinado y otra a modo de respuesta: no eran pájaros, sino hombres.
—Silencio, amigo Kefalos —susurré—. Estaba equivocado… sí que nos vieron. Debemos encontrar algún lugar donde ponernos a salvo pues nos están persiguiendo.
Con ayuda de unas pértigas, nos alejamos de la isla donde habíamos buscado refugio. Nuestra barca alzó la proa y tan suavemente cual cuchillo que cortase los aires se deslizó por las tranquilas aguas. La dejamos avanzar a la deriva unos momentos, tratando de percibir algún murmullo de voces demostrativo de que nos habíamos traicionado, pero no distinguimos ningún sonido. No obstante me constaba que los caldeos estrechaban su cerco en torno a nosotros. Se encontraban en algún lugar, tensando las cuerdas de la red, dispuestos a cerrar el hueco por el que debíamos deslizamos si queríamos escapar.
Seguimos avanzando en silencio moviendo las pértigas tan pausadamente que se hundían en las aguas sin un simple chapoteo y el corazón se nos paralizaba en el pecho a cada esquina de los angostos canales. De vez en cuando nos deteníamos y escuchábamos, observando cómo se interrumpían las voces de las aves, y al cabo de unos momentos comenzaban de nuevo. Era casi igual que si pudieran seguir nuestro rastro por los surcos que se cerraban tras nuestra barca a medida que se deslizaba por las aguas.
Proseguimos impasibles nuestro avance. Nos deteníamos un instante para escuchar y luego continuábamos la marcha. ¿Cuántas barcas nos estarían siguiendo? ¿Seis o más? Parecían encontrarse en todas partes. Aunque la posición del sol anunció el mediodía, no nos detuvimos a descansar para huir del calor: no nos atrevimos a ello.
Me apoyé un momento en la pértiga. El sonido de una garceta que parecía provenir de muy lejos flotó en la densa atmósfera. Por fin, ¿o acaso fue una simple ilusión nacida de la ansiedad y el temor?, tuve la sensación de que se encontraban detrás de nosotros. Llegó la respuesta, igualmente tenue, y luego el silencio. A continuación las llamadas se hicieron más frecuentes, como si nuestros perseguidores también comenzasen a dudar de que nos tuvieran en su poder.
No, se estaban quedando atrás. Lo comprendía perfectamente. Había llegado el momento de adentrarnos en aguas más profundas y entonces correr como el viento.
Nos apresuramos hacia la entrada de un pasaje más amplio agitando a nuestro paso el perezoso discurrir de la corriente. Rodeamos una isla y encontramos fragmentos de cañas flotando a nuestro alrededor, arrastrados por una imperceptible corriente. Por fin nos hallábamos en el gran canal. La sangre corrió con fuerza por mis venas. ¿Sería posible que hubiésemos escapado? Y entonces los vi.
Tres barcas aparecieron simultáneamente por una esquina al igual que caballos arrastrando un carro. Los hombres permanecían impasibles en las proas, tan firmes y serenos como si se apoyasen en el duro suelo y empuñando sus lanzas, dispuestos a presentar batalla.
Me volví, sintiendo en el estómago el aguijonazo del miedo, y descubrí que a mi espalda sucedía lo mismo. Estábamos cogidos lo mismo que conejos en una trampa. Nos habían conducido hasta allí para cogernos desprevenidos.
Recogí la jabalina que estaba en el fondo de la barca decidido a vender cara mi vida.
—¡Por los dioses, señor, no hagas eso! —exclamó Kefalos.
Dirigí hacia él la mirada y le descubrí, unidas las manos en ademán de súplica, convertido su rostro en una máscara de terror.
—¡Nos matarán, señor! —dijo algo más quedamente—. ¡No te dejes llevar por la irreflexión! ¡Te lo suplico!
Pensé que tal vez antes de una hora acaso prefiriésemos que nos hubiesen matado. Sin embargo era mi amigo, yo le había arrastrado a aquella situación y no era justo que dispusiese de su vida.
Dejé caer la jabalina y me senté a esperar: no podía hacer otra cosa.
Las embarcaciones se aproximaron y desde una de ellas alguien arrojó un gancho a la proa de nuestra barca y nos arrastraron en pos suyo. Apenas nos habían mirado, pasaron sus ojos con indiferencia sobre nosotros. Las rojas telas que les ceñían la cabeza protegiéndolos del sol enmarcaban unos rostros tan morenos y arrugados como el cuero viejo. Y mantenían un impenetrable silencio, sin dar muestras de júbilo, como si el hecho de habernos capturado no tuviese más importancia para ellos que regresar a casa con una manada de bueyes para que pasasen la noche en el corral. Tal vez sólo se sintieran defraudados porque les había resultado demasiado fácil prendernos.
«Esto es ser derrotado —pensé—. Es lo que debe sentirse en estos casos». Tal fue lo que debieron experimentar los medas cuando los humillé en sus propias montañas. Semejante amargura sufriría Mushezib-Marduk cuando mi padre se lo llevó de Babilonia cargado de cadenas. Y ahora me había llegado el turno. Mi dios me había abandonado y mi simtu sería correr una espantosa muerte a manos de mis enemigos. Y, por añadidura, sentía algo parecido a remordimiento.
—Perdóname, Kefalos —dije—. Creo que te he arrastrado a tu fin.
—Señor… —alzó los hombros con aire desesperado—. No lamentes nada porque yo no lo siento.
Ni siquiera él mismo creía sus palabras. Más yo me sentía a un tiempo afectado y abrumado. Él lo había arriesgado todo por mí y yo le había pagado buscando su perdición.
Durante una hora nos arrastraron por las aguas acompañados por el zumbido de los insectos, monótono cual la propia muerte. Mi corazón estaba sumido en las más negras simas. Maldecía mi locura, la ofuscación de mi cerebro y al mismo dios Assur.
Por fin llegamos a un poblado de cabañas construidas con cañas que flotaban sobre una isla asimismo llena de cañaverales.
Nuestros captores lanzaron las amarras a aquellos que los aguardaban en la playa, al tiempo que gritaban órdenes en un lenguaje del que yo no comprendía ni una sílaba. Mujeres, viejos inútiles, jóvenes y robustos guerreros y niños demasiado pequeños para valerse por sí solos se agrupaban en la orilla hablando y haciendo gestos incomprensibles como la gente que acude a un bazar. No era ni mucho menos la recepción que yo hubiese esperado de aquella legendaria raza de guerreros: parecía que regresáramos de una expedición pesquera.
Por fin se adelantó un hombre con las manos apoyadas en las caderas, sonriendo con aire triunfal tras la negra barba, y pese al tosco ambiente que le rodeaba, observé que su túnica estaba recamada de plata y que lucía una reluciente espada en el rojo cinto y anillos de oro y piedras preciosas, aunque no era aquello lo que le hacía más notable.
No superaba en estatura a sus compañeros y tampoco se distinguía por poseer una gracia o una belleza especiales, siendo el único rasgo sobresaliente de su rostro anguloso e irregular una protuberancia del tamaño de un grano de uva que aparecía sobre su ojo derecho. Sin embargo, aquello en cierto modo aún realzaba más la impresión general de que se trataba de un hombre dotado de absoluta confianza en su propia autoridad y de regio porte.
—Príncipe Tiglath Assur —exclamó estentóreamente en acadio con leve acento extranjero, al tiempo que alzaba la mano—, celebro que por fin hayas llegado entre nosotros. Temía que pudiera sobrevenirte algún daño entre las marismas.