XV
—¡Cinco millones de emmer! ¡Tíglath, mi joven y querido amigo, es una suma disparatada! Yo no podría reunir siquiera quinientos utilizando el nombre del príncipe, aunque ofreciese en garantía Menfis y Sais. Me temo que te propones una misión desesperada porque en Egipto todos saben que ese pozo se secó hace tiempo.
Glaukón, que aunque llevaba treinta años en Naukratis jamás se había afeitado su barba gris como el acero por puro desprecio hacia los egipcios, se hallaba sentado en su despacho, una estancia de reducidas dimensiones y paredes enyesadas donde diariamente se cerraban tratos capaces de enriquecer o arruinar a alguien hasta el fin de sus días. Apoyaba los codos en la mesa y la cabeza en sus dedos entrelazados. Había sido socio de Prodikos y su amigo más íntimo y, en cierto sentido, había heredado de él cierto benévolo interés por mis negocios. Era la primera persona a quien se me había ocurrido acudir… creyendo que sabría cómo gestionar aquel asunto y que no me defraudaría, y al oír sus palabras me sentí muy decepcionado, aunque probablemente me lo tenía merecido.
—No, no me mires así —dijo frunciendo el entrecejo y retrepándose en su asiento—. Hazme el favor de comprender que lo que pides es sencillamente imposible. Me costaría tanto ir y volver a Chipre a nado como el convencer al consejo de mercaderes de Naukratis de que presten cinco millones de emmer al príncipe Nekau, que ha derrochado las riquezas de dos de los nomos más prósperos de Egipto, que no posee siquiera una túnica propia puesto que todo lo adeuda y al que, por si fuese poco, Faraón ha decidido colgar cabeza abajo de las murallas de la ciudad. ¡Cinco millones de emmer! Entre todos los griegos de Egipto no reuniríamos semejante suma. Somos ricos, pero no tanto.
»Lo siento, amigo mío, pero el príncipe está en una situación muy delicada y no podemos permitirnos ofender a Faraón.
Abrió los brazos mostrándome las palmas de las manos en una actitud expresiva de cuan lejos de su control consideraba el asunto: evidentemente, por cuanto a él concernía no había más que hablar, y si yo no podía comprender lo que era obvio, cualquier otra explicación sería inútil.
De repente pareció ocurrírsele una idea. Entornó los párpados y ladeó levemente la cabeza.
—¿Tienes algún inconveniente en decirme si fue el mismo príncipe quien te propuso este asunto, amigo mío?
—Fue el señor Senefru —repuse, puesto que haciéndolo así no violaba ninguna confidencia. Lo cierto es que me sorprendió que le interesase saberlo.
—¿Senefru has dicho? —Frunció los labios como si hubiese sido el último nombre que esperaba oír—. Es un astuto perro viejo que conoce el mundo… Debía haberlo imaginado… Aunque en estas cuestiones de estado incluso a un hombre inteligente le ciega a veces la esperanza, la ambición o antiguas lealtades. En ocasiones las cosas suceden del modo más insospechado.
—Pero no puedo regresar con las manos vacías… —pensé que además de necio sería obstinado—. Me consta que Kefalos ha estado utilizando tus servicios para sacar mis riquezas del país. ¿Cuánto dinero podría reunir en seguida?
—Unos cien mil emmer, aproximadamente —repuso encogiéndose de hombros, cual si hablásemos de nimiedades.
—Entonces ten la amabilidad de reunirlos y guardarlos para entregárselos al príncipe Nekau en cuanto recibas mis instrucciones. Y por lo que se refiere a mi casa de Menfis, ¿cuánto crees que ofrecerían por ella?
—¿Comprendidos los esclavos domésticos?
Hice una señal de asentimiento.
—Tal vez otros veinte mil. Sí, desde luego, podría garantizarte esa cantidad.
—Entonces prepara los documentos necesarios.
Me levanté dispuesto a marcharme, lleno de resentimiento contra él aun sabiendo que me comportaba neciamente, porque, ¿cómo iba a sentirme decepcionado de que Glaukón, para quien simplemente se trataba de un asunto de negocios, se negara a complacerme porque ello significaría su ruina? Sin embargo, me sentía decepcionado y tal vez así lo demostraba porque incluso Glaukón lo percibió.
—No nos separemos disgustados —dijo poniéndome la mano en el brazo como si deseara retenerme—. No es culpa mía ni de los griegos, sino de Faraón. ¿Imaginas que él no lo ha previsto así? Y sus agentes han difundido el aviso de que aquel que ayude al príncipe Nekau perderá su favor. Somos extranjeros en este país, Tiglath, necesitamos hacernos gratos a Faraón.
—Comprendo.
Y así era realmente. ¿Cómo iban a enfrentarse Glaukón y sus amigos a Faraón cuando él podía arruinarlos con una simple palabra? ¿Y qué razones tenían para intentarlo? Faraón había decidido destruir al príncipe Nekau escogiendo el hambre como instrumento. No había más que hablar.
—Y, además, Tiglath… —Por simple reflejo, en un acto instintivo que denuncia el real estado de ánimo de una persona, miró furtivamente en torno como para cerciorarse de que estábamos solos en aquella reducida estancia—. Se dice, amigo mío, que Faraón piensa actuar inmediatamente y que cuenta con agentes en Menfis que no tardarán en facilitarle un pretexto. Se producirán alborotos en la ciudad y en tales ocasiones no existe seguridad. Y también se dice que tienes poderosos enemigos y en esas condiciones cualquier perjuicio queda impune.
—Gracias por tu advertencia, Glaukón, pero debo regresar. No me queda otra elección.
Asintió con una sonrisa, al igual que el que se enfrenta a un ser obstinado, imposible de convencer. Y así nos separamos.
Me alojaba en una taberna cerca del puerto, pero no regresé allí en seguida. Aún no se había disipado el fresco de la mañana y resultaba agradable pasear observando la perspectiva del río. Además, no deseaba encontrarme con Enkidu y Selana, a quienes mantenía ignorantes de mis andanzas, puesto que no quería causarles preocupación alguna, y prefería ocultar mi sensación de fracaso de sus indiferentes miradas. Al menos durante algunas horas prefería encontrarme entre extraños.
Me sorprendió comprender cuan desesperado debía sentirse Senefru para enviarme a realizar una gestión que preveía tan infructuosa, pues probablemente él mejor que nadie debía haber comprendido que el príncipe no encontraría aliados en Naukratis, más en algunas ocasiones nos aferramos a la más leve esperanza. Por lo menos, así me lo parecía.
No podía hacer nada más. Pensé que había llegado el momento culminante del desastre, como cuando el agua se desploma de una catarata. Faraón se presentaría en Menfis y los cocodrilos llenarían de nuevo sus panzas. Era imprevisible, o quizá no viniera al caso, calcular si aquello sería favorable o adverso para Egipto. ¿A quién le importaba lo que fuese favorable para Egipto? ¿Acaso a Faraón o a Nekau? Desde luego que no. A mí me preocupaba Nodjmanefer y atormentaban mi mente las visiones de cadáveres hinchados flotando en el Nilo.
Para impedirlo había acudido a Naukratis. No había sido aquélla la consideración más importante para mí ni tampoco para Senefru, pero tal vez por fin fuese todo distinto y pudiésemos esperar. Si lograba regresar a Menfis con el dinero necesario para comprar grano, tal vez no demasiado, quizá sólo el que pudiese adquirir con mis ciento veinte mil emmer, por lo menos no serían tantos los que perecerían de hambre. Y si sucumbían bajo las espadas de los soldados de Faraón, aquellas muertes caerían sobre su cabeza.
Paseé por los bazares y descubrí que Naukratis no había cambiado mucho en aquellos tres años. Había menos cosas que adquirir que entonces y el precio de los alimentos había aumentado por lo menos veinte veces, pero la situación no era tan desesperada en el Delta como había llegado a serlo río arriba. En Naukratis se atravesaba una época de adversidad y así se consideraría en el transcurso del tiempo.
Una copa de vino valía cinco monedas de plata… y estaba aguado. Tomé tres para refrescarme el gaznate, puesto que sólo servía para eso, y fui a cenar a la taberna.
—Alguien dejó un recado para ti —me informó Selana mientras me tendía un cuenco para lavarme—. Era extranjero.
—¿Y qué quería?
Me enjugué las manos en un lienzo. Pensé que probablemente se trataría de algún antiguo conocido. Pero, de ser así ¿por qué no habría esperado para que le invitase a cenar?
—No lo sé. Habló con el dueño del establecimiento, no conmigo, y según él era extranjero. Ignora de dónde procedía, más no era griego. Vestía cual un egipcio pero se expresaba torpemente en esa lengua.
La mujer del tabernero acudió a servirme la cena. Tendría unos dieciséis años y era muy bonita; tal vez hiciera sólo un año que estaba casada. Le agradaba coquetear, pero su esposo, un cuarentón, estaba atontado con ella y le enorgullecía que los hombres la encontraran atractiva. Casi nunca le pegaba y en aquel local nada la incitaba a la virtud. Le pregunté cómo había sabido su esposo que el extranjero no era griego.
—En Naukratis si un extranjero se expresa tan mal en egipcio, lo hace en griego.
—¿De dónde crees que procedía?
—De no ser griego poco importa su procedencia —repuso encogiendo sus menudos hombros. Al igual que la mayoría de las mujeres de su clase, vestía un breve faldellín de lino que apenas le cubría los muslos, por lo que sus senos oscilaban de modo insinuante a cada movimiento—. Khonsmose cree que procedía de los países del este.
Khonsmose era su esposo, y cuando los egipcios decían que un extranjero procedía «de los países del este» sólo significaban que no era negro, libio ni griego.
—¿Le faltaba un dedo en la mano izquierda?
—De ser así, no me lo ha mencionado.
Evidentemente el tema no ofrecía gran interés para ella, pero eso no importaba. Me sonreía mostrando sus dientes pequeños y blancos, encantada del modo como yo la miraba.
Cuando acabé de cenar, Selana me sirvió otra copa de vino cual si creyera que aún no estaba bastante borracho.
—La mujer del tabernero se acostaría contigo esta noche si le dieras veinte monedas de plata —me dijo.
—¿Y cómo te has enterado de ello?
—Porque me ha prometido dos si te lo decía.
—Hoy he estado en el bazar y una copa costaba cinco.
—Creo que se conformaría si le dieses diez. Tiene el trasero muy gordo y apesta a cebolla.
—Tal vez tenga que darle la mitad al tabernero.
—Creo que el tabernero, tú y todos los hombres sois unos necios.
Estaba enfadada, tragándose su propio veneno igual que una pequeña víbora. Pensé en elogiar a la tabernera, después de todo tenía escasas oportunidades de molestar a Selana, pero ella cambió bruscamente de conversación.
—El extranjero dijo que regresaría esta noche —prosiguió retirando mi copa de vino, que aún estaba semivacía—. Que se trataba de un asunto de negocios, de algo muy importante.
—Pues si es una asunto de negocios no debe encontrarme con niñas. Acuéstate, Selana.
La muchacha se levantó rápidamente ocultando la copa y la jarra de vino a sus espaldas.
—¿Y qué hay de la tabernera? ¿Dormirás con ella? Seguro que va a preguntármelo…
—Podría hacerlo… aunque sólo fuese para que te ganases tus dos monedas de plata. Lo decidiré cuando haya hablado con ese forastero.
La respuesta no debió de agradarle porque huyó enfurecida a su habitación. En aquellos momentos sentí cierta piedad hacia la mujer del tabernero.
Apenas había transcurrido media hora cuando Khonsmose, un hombretón de brazos fornidos y musculosos y hombros increíblemente velludos, se presentó en la puerta de mi habitación y, tras saludarme con una inclinación, dijo:
—Ruego a su señoría que me disculpe, pero el extranjero ha regresado.
En su triste mirada parecía reconocer que aceptaba toda la responsabilidad por semejante intrusión. Pese a su corpulencia y fortaleza, sin duda era uno de esos seres a quienes los dioses eligen como víctimas de la raza humana.
Cuando comprendió que yo no estaba enojado se le iluminaron los ojos con un brillo de esperanza.
—¿Desea su señoría que lo despida?
—No… le veré en seguida.
Khonsmose marchó descontento, arrastrando nuevamente los pies, y ya no regresó. Pero al cabo de unos instantes apareció otro hombre en la puerta. Era de cutis claro, enjuto y de estatura algo por debajo de la media de la gente de aquellas tierras, aunque llevaba la cabeza y la barba afeitadas a la moda egipcia.
Sin embargo Khonsmose había estado en lo cierto porque «procedía de los países del este», hubiese apostado que de Sumer, aunque no podía explicar qué me inspiraba tal convencimiento.
—¿Me hallo en presencia del señor Tiglath Assur? —preguntó en arameo.
No era una simple sospecha puesto que aunque sólo fuese por su forma de pronunciar mi nombre revelaba su origen. El hombre sonrió cual si compartiésemos algún secreto.
—¿Nos conocemos? —le pregunté.
No me levanté, más le hice señas de que se sentara. Tampoco le ofrecí vino porque aquel extranjero no me agradaba.
—No —repuso acompañando su respuesta de un gesto negativo.
¿Por qué imaginé que mentía? Casi hubiese podido asegurar que su rostro me era familiar, pero ése suele ser un error generalizado.
—No he tenido ese honor —prosiguió—. Si nuestros senderos se hubiesen cruzado, no te habría olvidado.
—Y, desde luego, ambos nos encontramos muy lejos de nuestra patria —repuse en acadio.
Tras un instante de vacilación, ladeó levemente la cabeza y me observó con aire interrogante. Tal vez fuese cierto que no me había comprendido…. ¿Estaría equivocado?
Repetí mi frase, esta vez en arameo, y volvió a sonreírme.
—Soy hebreo —dijo cual si respondiera a mi pregunta—. Nací en Jerusalén, pero me crié en Tiro. Egipto es un lugar incómodo para los extranjeros… Sí, a veces me siento muy lejos de mi patria.
Era una historia verosímil porque ¿qué se sabe acerca de los hebreos? Uno puede pretender serlo cualquiera que sea su origen.
—¿Hace mucho que vives aquí? —pregunté olvidando aquel tema.
Después de todo, ¿quién mejor que yo para comprender que se tuvieran buenas razones para mantener secreto su origen?
—Hace pocos años, y hasta ahora he vivido en Sais: es la primera vez que vengo a Naukratis.
Durante nuestra conversación permanecía sentado con las manos cruzadas en el regazo, la diestra sobre la izquierda, pero de pronto levantó la mano derecha y se alisó la túnica sin que pareciese existir ninguna razón especial para ello. Acto seguido volvió a ocultar la mano izquierda bajo la derecha.
Pero yo ya había podido observar que no le faltaba ningún dedo.
—He venido de Sais con el único propósito de verte, señor.
Aunque mostraba cierta tensión en su rostro, me dio la sensación de que probablemente sería habitual en él. Sus rasgos, tallados en líneas bruscas y ángulos afilados, reflejaban el rostro característico de seres inquietos. Tuve la impresión de que aguardaba alguna reacción por mi parte, como si yo debiese suponer desde el principio lo que deseaba de mí.
Por fin, viendo que no decía nada, hizo un ademán evasivo, como indicando que no pretendía atribuirse mérito alguno por semejante viaje.
—He venido acompañando a otra persona, un noble y rico caballero, que me envía para que te hable en su nombre —prosiguió—. Mi señor tiene entendido que tratas de conseguir un préstamo para el príncipe Nekau. ¿Es ése el caso?
—Si fuese cierto no se lo confesaría a un desconocido.
Sonreí fríamente, preguntándome la razón de que aquel hombre y su rico e ilustre amo estuviesen tan interesados en la misión que yo realizaba para el príncipe Nekau y, a continuación, cómo habían tenido conocimiento de ella. El número de posibilidades era muy limitado.
En los ojos de mi interlocutor centelleó un breve chispazo de ira que controló al instante. Había comprendido que le estaba hostigando: no era ningún necio.
—Veo que deseas conocer la fuente de información de mi amo. Es muy razonable que quieras tomar precauciones, señor. Sin embargo, en este caso también está fuera de lugar. Sólo debe interesarte saber que ha llegado a su conocimiento y que está en condiciones de conceder tal préstamo al príncipe Nekau. No debe importarnos otra cosa. Sólo tenemos que discutir las condiciones y el porcentaje de interés.
—Y, desde luego, la cantidad del préstamo —repuse esforzándome por contener mi creciente excitación.
Tenía que tratarse de Glaukón, que lo habría solucionado de algún modo. Debía haberlo imaginado.
—Sí… naturalmente —repuso esbozando una desmayada sonrisa, cual si se tratase de una broma—. La cantidad… supongo que será la que solicita el príncipe.
—El príncipe necesita una suma muy importante.
—¿A cuánto debería ascender?
—A cinco millones de emmer.
—¡Cinco millones…! ¿Estás seguro de que es tan elevada?
—Sí.
Frunció los labios pero no llegó a proferir ningún sonido. Parecía estar considerando el asunto.
—Mi amo tal vez llegase hasta tres —dijo alzando los ojos hacia mí con aire interrogante—. ¿Sería aceptable o sólo le conviene la totalidad?
—Es posible que ni siquiera basten los cinco, pero el príncipe me ha autorizado a aceptar todo lo posible y en las condiciones que yo crea razonables. Preferiría discutir este tema con tu amo.
Aquello pareció complacer al hombre que pretendía ser hebreo y venir de Sais y que podía proceder de cualquier otro lugar. No obstante, entornó ligeramente los ojos, como si de repente la conversación hubiera tomado un giro penoso.
—Desde luego, antes de que se celebre esa reunión, deberán concretarse ciertos detalles —dijo—. El príncipe goza de gran crédito y mi amo, un noble de Sais, es súbdito suyo y comprende perfectamente cuan embarazosas deben de ser estas circunstancias para él. Cualquier préstamo que se haga al príncipe requerirá, naturalmente, ciertas garantías. Por supuesto se espera que ofrezcas tu propia fortuna en calidad de aval. En cuanto al tipo de interés, será de tres partes por cada dos del total, a devolver en el curso del año.
—En estos momentos mi fortuna está invertida casi totalmente en el extranjero y no se aproxima ni mucho menos a tres millones de emmer.
—Mi amo está enterado de ello y ha incluido el riesgo de impago en sus cálculos de retorno.
—Ese riesgo es muy grande —insistí—. Tu amo no debe ignorar lo que todos conocen en Egipto: que Faraón se propone emprender acciones contra el príncipe. Si eso sucediera, si sufriésemos otro año de hambre o si el príncipe se viera demasiado abrumado por sus acreedores y decidiese hacer caso omiso de la deuda, yo quedaría arruinado.
—Tienes que ser tú quien decida hasta qué punto deseas arriesgarte por el príncipe: yo me limito a seguir instrucciones.
Más era evidente que tales instrucciones no le desagradaban. Nos inspirábamos mutua antipatía, yo y aquel hombre cuyo nombre y orígenes ignoraba, aunque me atrevía a sospecharlos. Podíamos estar tratando de negocios, pero entre nosotros reinaba una permanente animosidad.
—Necesito tiempo para considerar el asunto —dije—. Si te parece conveniente te daré a conocer mi decisión mañana por la noche a esta hora.
—Lo creo muy conveniente, señor. Aguardaré hasta entonces y si llegamos a un entendimiento, concertaré la entrevista con mi amo.
—¿Tiene nombre tu amo? ¿Lo tienes tú?
—Por el momento mi señor prefiere mantenerse en el anónimo. En cuanto a mí, me llamo Ahab.
—¿Y a tu amo no le faltará por casualidad el dedo meñique de la mano izquierda?
Ahab de Jerusalén pareció quedarse perplejo un instante, como preguntándose si debía considerar aquello un insulto y mostrarse ofendido.
—Mi amo es un anciano caballero, señor —repuso fielmente—. Más, aunque está aquejado de muchas dolencias, no se cuenta entre ellas semejante mutilación.
—Te deseo buenas noches —repuse—. Nos veremos mañana por la noche.
—Sí, señor.
Se despidió con una inclinación de cabeza y partió dejándome a solas para considerar el asunto.
Aquello significaría la ruina. No confiaba en absoluto en las posibilidades de Nekau para superar aquella crisis. Y aunque lograse sobrevivir de algún modo, era de esa clase de personas que no tienen escrúpulos para abandonar a sus amigos. Si el príncipe no hacía frente a sus compromisos, me encontraría en la más absoluta miseria.
Y me preguntaba si yo, hijo de un rey, y que durante toda mi vida había estado rodeado de riqueza y poder, podría enfrentarme a ella. Al poder había renunciado, pero ¿podría renunciar asimismo a la riqueza? Ciertamente que Kefalos y yo habíamos sido misérrimos cuando emprendimos nuestro largo viaje a Egipto, pero luchábamos por nuestra existencia y la pobreza significa poco frente a la muerte. No importa morir siendo un mendigo, pero ¿me sería posible vivir como tal? Lo ignoraba.
Y también estaba Nodjmanefer. Debía pensar en ella.
Sin duda Glaukón me había enviado a aquel hombre… Estaba seguro de ello. Casi había llegado a enfadarme con él, pero se había comportado cual un amigo. Sabiendo que en Naukratis nadie estaría dispuesto a negociar conmigo, había localizado al tal Ahab de Jerusalén. Si en realidad tal era su nombre.
No creía que hubiese venido de Sais únicamente para proponerme aquel asunto, según él pretendía. Me había entrevistado con Glaukón por la mañana y Sais estaba a un día de viaje. Evidentemente aquel hombre debía de encontrarse ya en Naukratis. Más ¿por qué iba a mentirme?
Todo aquello no tenía sentido.
Ignoro cuánto tiempo permanecí en mi habitación bebiendo. La calle hacía horas que estaba a oscuras y la taberna debía de estar ya cerrada cuando la mujer del tabernero asomó por mi puerta llevando en la mano un pequeño rollo de pergamino sellado con cera.
—Un marinero te ha traído esto, señor —dijo al tiempo que me lo tendía—. También me indicó que te informase que su barco había llegado a puerto hacía tan sólo media hora procedente de Menfis.
Rompí el sello y leí:
Tiglath, amor mío, reinan terribles desórdenes en la ciudad. Esta mañana irrumpió en nuestra casa el populacho. Senefru ha tenido que llamar a la guardia para librarse de ellos… y muchos desdichados encontraron la muerte. Senefru está aturdido y profiere muy espantosas amenazas acerca de lo que sucederá si se presenta Faraón. ¡Por favor, regresa pronto y sácame de esta ciudad condenada! Por vez primera en mi vida estoy realmente asustada.
Estaba escrito en griego, pero al pie figuraba el nombre de Nodjmanefer.
De modo que parecía que no me quedaba otra elección. De pronto el futuro se proyectaba ante mí cual negra y profunda sima, como una tumba.
—¿Deseas algo más, señor?
Al principio ni siquiera me di cuenta de que me había hablado. Luego alcé los ojos y la vi sonriente, pensando sin duda en sus veinte monedas de plata. Evidentemente yo parecía una presa fácil porque estaba bastante borracho.
Pero en aquel instante sentí que la odiaba con todas mis fuerzas.
—¡Lárgate, ramera! —grité lanzándole mi copa, que chocó a menos de un palmo de su cabeza—. ¡Ve y acuéstate con tu marido por una vez!
La muchacha se marchó chillando asustada. En toda la casa debió de resonar su grito… que pareció reverberar en mi mente cual si se hubiese quedado retenido en mi interior. Hasta que por fin me cubrí el rostro con las manos para sofocarlo.